JUNIO

1

Reinaba la quietud en la embajada de Córdoba. Los despachos de la planta baja estaban desiertos, puesto que los tres empleados se habían ido a casa varias horas antes. Aquella noche, en el primer piso del edificio, Micky y Rachel habían ofrecido una cena a un reducido grupo de personas; sir Peter Mountjoy, un subsecretario del Ministerio de Asuntos Exteriores y su esposa, el embajador danés, y el caballero Michele, de la embajada italiana; pero tanto los invitados como el personal del servicio se habían retirado ya. Micky se disponía ahora a salir.

La novedad del matrimonio empezaba a disiparse. Todos sus intentos de sorprender o desagradar a su sexualmente inexperta esposa terminaron siempre en fracaso. El inagotable entusiasmo de la muchacha por toda perversión que él proponía empezaba a acobardarle. Rachel había decidido que le parecería bien cualquier cosa que Micky deseara hacer con ella, y cuando Rachel tomaba una determinación de esa clase, nada la hacía cambiar de idea. En toda su vida, Micky jamás encontró a una mujer que pudiera ser tan implacablemente lógica.

En la cama haría cuanto él le pidiese, pero consideraba que, fuera de la alcoba, una mujer no debía ser esclava de su marido, y cumplía con idéntica rigidez ambas normas. En consecuencia, sus peleas sobre cuestiones domésticas eran continuas. A veces, Micky pasaba de una situación a la otra. En mitad de una trifulca sobre criados o dinero, cambiaba de conversación y decía:

—Levántate las faldas y échate en el suelo.

Y la pelea concluía en un abrazo apasionado.

Pero no siempre la interrupción era definitiva: en ocasiones, Rachel reanudaba la disputa en cuanto Micky se quitaba de encima de ella.

Últimamente, Edward y él pasaban cada vez más noches en los viejos antros. Aquella velada iban a celebrar una Noche de las Máscaras en el burdel de Nellie. Era una de las innovaciones de April: todas las mujeres llevaban máscara. April aseguraba que a las Noches de las Máscaras acudían damas de la alta sociedad sexualmente frustradas, que se mezclaban con las pupilas de la casa. Desde luego, había allí mujeres que no eran de la plantilla, pero Micky sospechaba que las extrañas serían mujeres de clase media en desesperada crisis financiera, y no aristócratas aburridas en busca de emociones degeneradas. Fuera cual fuese la verdad de la cuestión, lo cierto era que la Noche de las Máscaras nunca dejaba de ser interesante.

Micky se peinó, llenó de puros la petaca y bajó la escalera. Ante su sorpresa, vio a Rachel en el vestíbulo, cortándole el paso hacia la puerta. Estaba cruzada de brazos y tenía en su rostro una expresión decidida. Micky se aprestó a lidiar una pelotera.

—Son las once de la noche —advirtió Rachel—. ¿Adónde vas?

—Al infierno —replicó Micky—. Apártate de mi camino.

Cogió el sombrero y el bastón.

—¿Vas a un prostíbulo llamado Nellie’s?

La perplejidad fue lo bastante intensa como para dejarle momentáneamente mudo.

—Ya veo que sí —dijo Rachel.

—¿Con quién has estado hablando? —preguntó Micky.

Rachel vaciló un segundo antes de responder:

—Emily Pilaster. Me ha dicho que Edward y tú vais allí con regularidad.

—No deberías hacer caso de chismorreos de mujeres.

El rostro de Rachel estaba blanco. Micky comprendió que no las tenía todas consigo. Eso se salía de lo corriente. Tal vez aquella pelea iba a ser distinta.

—Tienes que dejar de ir allí —conminó ella.

—Ya te he dicho que no trates de dar órdenes a tu señor.

—No es ninguna orden. Es un ultimátum.

—No seas tonta. Apártate.

—A menos que prometas que no volverás a ir más allí, te abandonaré. Esta noche me iré de esta casa y no volveré nunca más.

Micky comprendió que hablaba en serio. Por eso parecía tan asustada. Incluso tenía a punto los zapatos de calle.

—No vas a dejarme —contestó él—. Te encerraré en tu habitación.

—Comprobarás que te va a resultar difícil. He recogido las llaves de todos los cuartos y las he tirado. No se puede cerrar con llave ni una sola de las habitaciones de esta casa.

Muy hábil por su parte. Al parecer, aquélla iba a ser una de sus broncas más originales. Dedicó a Rachel una sonrisa y dijo:

—Quítate las bragas.

—Esta noche no te va a servir, Micky —respondió ella—. Antes creía que eso significaba que me querías. Pero ahora ya me he dado cuenta de que el sexo no es más que el sistema que empleas tú para dominar a la gente. Dudo siquiera que disfrutes con él.

Micky alargó un brazo y le cogió un pecho. Lo notó cálido y firme en el hueco de la mano, a pesar de las varias capas de tela de las prendas. Lo acarició, mientras observaba el semblante de Rachel, pero la expresión de la mujer no cambió. Se percató de que ella no iba a ceder a la pasión. Apretó con fuerza, hasta hacerle daño, y luego soltó el pecho.

—¿Qué mosca te ha picado? —inquirió con genuina curiosidad.

—Los hombres cogen enfermedades infecciosas en lugares como Nellie’s.

—Las chicas que trabajan allí son muy limpias…

—Por favor, Micky… no me tomes por imbécil.

Rachel tenía razón. Las prostitutas limpias no existen. La verdad es que él había tenido mucha suerte: durante los largos años que llevaba visitando burdeles, sólo había sufrido una sífilis benigna.

—Está bien —concedió—. Puedo coger una enfermedad infecciosa.

—Y contagiármela a mí.

Él se encogió de hombros.

—Es uno de los riesgos que corren las esposas. También puedo pegarte el sarampión, si lo cojo.

—Pero la sífilis puede ser hereditaria.

—¿A dónde quieres ir a parar?

—Puedo transmitirla a nuestros hijos, si los tenemos algún día. Y eso es algo que no estoy dispuesta a hacer. No traeré al mundo una criatura con tan espantosa enfermedad. —Respiraba a base de cortos jadeos, indicio de su enorme tensión. Micky pensó que estaba decidida a ello. Rachel concluyó—: Así que voy a dejarte, so pena de que accedas a abandonar todo contacto con prostitutas.

Era inútil seguir discutiendo.

—Ya veremos si, con la nariz partida, puedes dejarme —amenazó Micky, al tiempo que enarbolaba el bastón para golpearla.

Rachel estaba preparada. Esquivó el bastonazo y corrió hacia la puerta. Con sorpresa, Micky observó que estaba entreabierta, Rachel debía de haberla dejado así, en previsión de la posible violencia, pensó el hombre, y Rachel franqueó el umbral y salió a la calle como un relámpago.

Micky corrió tras ella. Otra sorpresa le esperaba en el exterior: había un coche de punto junto al bordillo. Rachel saltó dentro del vehículo. A Micky le maravilló lo meticulosamente que Rachel había planeado todo aquello. Se disponía a saltar también al interior del carruaje cuando se interpuso en su camino la figura de un hombre alto, con chistera. Era el padre de Rachel, el señor Bodwin, el abogado.

—Doy por supuesto que no quiere enmendar su mala conducta —dijo.

—¿Está secuestrando a mi esposa? —replicó Micky. Le enfurecía que le hubiesen ganado por la mano.

—Se marcha por propia y libre voluntad. —A Bodwin le temblaba levemente la voz, pero se mantuvo firme—. Volverá con usted cuando acceda a abandonar sus costumbres viciosas. Tras someterse, naturalmente, a un examen médico satisfactorio.

Durante un momento, Micky luchó contra la tentación de golpearle… pero sólo fue un momento. La violencia no era su estilo. De todas formas, el abogado le denunciaría por agresión, y un escándalo como ése podía destrozar su carrera diplomática. Rachel no valía tanto como eso.

Estaban igualados, comprendió. «¿Por qué voy a luchar?», se preguntó.

—Puede quedársela —dijo—. He terminado con ella. Volvió a entrar en la casa y cerró de un portazo.

Oyó alejarse el coche. Se sorprendió una vez más, al darse cuenta de que lamentaba la marcha de Rachel. Se había casado con ella puramente por conveniencia, claro —fue un modo de convencer a Edward para que hiciese lo propio—, y en algunos aspectos la vida sería más sencilla sin ella. Pero, curiosamente, disfrutaba con los enfrentamientos verbales diarios. Nunca había concedido tal clase de beligerancia a una mujer. Sin embargo, a menudo también resultaba fastidioso, y se dijo que, bien mirado, estaría mejor solo.

Cuando recobró el aliento, se puso el sombrero y salió.

Era una noche tibia de verano, con un cielo claro en el que refulgían las estrellas. El aire de Londres siempre sabía mejor en verano, cuando la gente no tenía necesidad de quemar carbón para calentar la casa.

Mientras descendía por Regent Street, su mente volvió al negocio. Desde que se encargó del apaleamiento de Tonio Silva, un mes antes, no había vuelto a oír hablar del artículo referente a las minas de nitrato. Tonio estaría seguramente recuperándose de las heridas. Micky había remitido a Papá Miranda un telegrama cifrado con el nombre y la dirección de cada uno de los testigos de las declaraciones juradas, testigos que sin duda ya estarían muertos. Hugh había quedado como un estúpido, al haber hecho sonar una alarma innecesaria, y Edward estaba encantado.

Entretanto, Edward había conseguido que Solly Greenbourne accediese en principio a lanzar la emisión de bonos del ferrocarril de Santamaría conjuntamente con los Pilaster. No resultó fácil: al igual que la mayoría de los inversores, Solly desconfiaba de América del Sur. Antes de cerrar el trato, Edward se vio obligado a ofrecerle una comisión más alta y a participar en un proyecto especulativo creado por Solly. Edward también tuvo que recurrir a la circunstancia sentimental de que habían sido compañeros de colegio, y Micky suponía que, dado el carácter bondadoso de Solly, eso fue lo que acabó de inclinar la balanza.

Ahora se estaban redactando los contratos. Era una tarea fatigosamente lenta. Lo que amargaba la vida a Micky era que su padre no podía entender por qué aquellas cosas no podían hacerse en unas horas. Exigía el dinero ya.

A pesar de todo, cuando pensaba en los obstáculos que había superado, Micky se sentía muy complacido consigo mismo. Cuando Edward se negó a hacerle caso, la tarea parecía imposible. Pero con la ayuda de Augusta logró persuadirle para que entrase en el matrimonio y consiguiera el nombramiento de socio del banco. Después tuvo que combatir la oposición de Hugh Pilaster y Tonio Silva. Ahora, por fin, el fruto de todos sus esfuerzos estaba a punto de caer en sus manos. En su patria, el ferrocarril de Santamaría sería siempre el ferrocarril de Micky. Medio millón de libras esterlinas era una suma cuantiosa, mayor que el presupuesto militar de todo el país. Esa proeza contaría más que todo cuanto su hermano Paulo hubiera logrado jamás.

Minutos después irrumpía en el Nellie’s. La fiesta estaba en todo su apogeo: no había una mesa libre, los cigarros cargaban el aire con la densidad del humo y las burlas obscenas y las risas roncas podían oírse por encima de la música de baile que interpretaba la orquestina. Todas las mujeres llevaban máscaras. Algunas eran simples antifaces, pero la mayoría eran más elaboradas, y unas cuantas cubrían toda la cabeza con aberturas para los ojos y la boca.

Micky se fue abriendo paso entre el gentío. Saludaba a los conocidos inclinando la cabeza y besó a algunas de las chicas. Edward estaba en la sala de juego, pero se levantó tan pronto vio entrar allí a Micky.

—April nos ha conseguido una virgen —dijo con lengua estropajosa. Era tarde, y ya había bebido una barbaridad.

La virginidad nunca había constituido una obsesión particular para Micky, pero una muchacha aterrada siempre tenía algo de estimulante, y la excitación le cosquilleó.

—¿Edad?

—Diecisiete.

«Lo que probablemente significa veintitrés», pensó Micky, que conocía el modo en que April calculaba la edad de sus chicas. Con todo, no dejaba de sentirse intrigado.

—¿La has visto?

—Sí. Va enmascarada, naturalmente.

—Naturalmente.

Micky se preguntó cuál sería su historia. Podía tratarse de una chica de provincias que se hubiera escapado de casa y se encontrara desvalida en Londres; quizá la raptaron en una granja; también cabía la posibilidad de que no fuese más que una criada harta de tener que trabajar como una esclava dieciséis horas diarias por seis chelines a la semana.

Una mujer con la cara cubierta por un pequeño antifaz negro le tocó en el brazo. Era una máscara más bien simbólica, y Micky reconoció a April.

—Una virgen auténtica —dijo April.

Sin duda le iba a cobrar a Edward una pequeña fortuna por el privilegio de tomar la virginidad de la muchacha.

—¿Le has metido la mano para tocar el himen? —preguntó Micky escéptico.

April meneó la cabeza negativamente.

—No hace falta. Sé cuando una chica me dice la verdad.

—Si no noto que se rompe, no cobrarás —dijo, aunque ambos sabían que el que iba a pagar era Edward.

—Conforme.

—¿Cuál es la historia?

—Es huérfana y la crió un tío suyo. El individuo estaba deseando que se la quitaran de las manos lo antes posible y concertó para la chica un matrimonio con un viejo. Cuando ella se negó a tal boda, el tío la puso de patitas en la calle. La rescaté de una vida de trabajos forzados.

—Eres un ángel —dijo Micky sarcásticamente. No creyó una palabra. Pese a que no podía ver la expresión de los labios de April, protegidos por la máscara, tenía la impresión de que la mujer había tramado algo. Le dirigió una mirada incrédula y pidió—: Cuéntame la verdad.

—Ya te la he contado —respondió April—. Si no la queréis, hay otros seis hombres por aquí dispuestos a pagar tanto como vosotros.

—La queremos —terció Edward con impaciencia—. Deja de discutir, Micky. Vamos a echarle un vistazo.

—Habitación número tres —les informó April—. Os está esperando.

Micky y Edward subieron por la escalera, cubierta de parejas abrazadas, y entraron en la habitación número tres.

La chica estaba de pie en un rincón. Vestía un sencillo vestido de muselina y llevaba la cabeza cubierta por una capucha, con sólo dos hendiduras para los ojos y otra un poco más amplia para la boca. De nuevo, la desconfianza se apoderó de Micky. No veían un solo centímetro de su cara ni de la cabeza: podía ser espantosamente fea, quizá deforme. ¿Se trataría de alguna especie de broma?

Al mirar fijamente a la muchacha se percató de que estaba temblando de miedo, lo que hizo que se desvanecieran automáticamente sus dudas y que nacieran vibraciones de deseo en su entrepierna. Para aterrarla todavía más, cruzó la habitación en dos zancadas, apartó el escote del vestido y hundió la mano en los senos de la chica. Ella se estremeció y un fulgor de pánico brilló en sus pupilas azules, pero aguantó el asalto. Tenía unos pechos menudos y firmes.

El miedo de la muchacha le inducía a ser brutal. Normalmente, Edward y él jugueteaban previamente con la mujer, pero decidió tomar a aquélla rápida y bruscamente.

—Ponte de rodillas en la cama —ordenó.

Ella obedeció de inmediato. Micky subió tras la chica y le levantó la falda. La muchacha soltó un pequeño grito de miedo. No llevaba nada debajo.

Penetrarla resultó más fácil de lo que había esperado: sin duda April debió de proporcionarle alguna crema para que se lubricase. Notó la oclusión del virgo. Agarró las caderas femeninas y tiró hacia sí, al tiempo que se hundía a fondo dentro de la joven. Se rompió la membrana. Ella estalló en sollozos y eso le excitó tanto que alcanzó el clímax inmediatamente.

Se retiró para ceder el sitio a Edward. Había sangre en el pene de Micky. Éste se sentía insatisfecho una vez concluido el coito, y deseó haberse quedado en casa: ahora estaría en la cama con Rachel. Recordó entonces que ella le había abandonado y eso le hizo sentirse peor.

Edward hizo volverse a la muchacha, para que se colocara boca arriba. Ella casi rodó fuera del lecho y Edward la cogió por los tobillos y tiró de ella para devolverla al centro de la cama. Al hacerlo, la capucha se alzó parcialmente.

—¡Dios santo! —exclamó Edward.

—¿Qué pasa? —preguntó Micky sin gran interés.

Edward estaba arrodillado entre los muslos de la chica, con la verga en la mano y la mirada fija en el rostro medio descubierto de la joven. Micky comprendió que debía de tratarse de alguien a quien conocían. Observó, fascinado, los intentos de la mujer para bajar de nuevo la capucha. Edward se lo impidió. Se la quitó del todo.

Micky contempló entonces los grandes ojos azules y la carita infantil de Emily, la esposa de Edward.

—¡En la vida había visto cosa semejante! —dijo, y estalló en carcajadas.

Edward profirió un rugido furibundo.

—¡Puerca repugnante! —aulló—. ¡Has hecho esto para avergonzarme!

—¡No, Edward, no! —le gritó Emily—. ¡Para ayudarte… para ayudarnos!

—¡Ahora lo saben todos! —vociferó Edward, al tiempo que le propinaba un puñetazo en la cara.

Emily chilló y se debatió. Edward volvió a golpearla. Micky arreciaba en su risa. Era la cosa más divertida que había presenciado en toda su existencia: ¡un hombre que va a una casa de putas y se encuentra allí con su propia esposa!

April acudió corriendo, en respuesta a los gritos.

—¡Déjala en paz! —chilló, e intentó separar a Edward de Emily.

Él la apartó de un empujón.

—¡Castigaré a mi esposa si me da la gana! —bramó.

—Eres un gran majadero, ¡ella sólo quiere tener un hijo!

—¡Pues lo que va a tener, en cambio, es mi puño!

Forcejearon un momento. Edward volvió a golpear a Emily, y entonces April le asestó a él un puñetazo en la oreja. Edward emitió un grito de dolor y sorpresa, lo que provocó que Micky cayera en una risa histérica.

Por último, April consiguió quitar a Edward de encima de Emily.

Ésta bajó de la cama. Aturdida, no se precipitó de inmediato fuera de la habitación. En vez de eso, habló a su marido:

—Por favor, no me abandones, Edward. Haré todo lo que quieras, ¡lo que sea!

Edward se abalanzó de nuevo hacia ella. April se agarró a las piernas del hombre y le hizo perder el equilibrio. Edward cayó de rodillas.

—¡Lárgate de aquí, Emily, antes de que te mate! —exclamó April.

Emily salió, entre lágrimas.

Edward seguía dándose a todos los demonios.

—¡Jamás volveré a poner los pies en esta sifilítica casa de putas! —vociferó, a la vez que agitaba el dedo índice ante April.

Echado en el sofá, con las manos en los costados, Micky se partía el pecho de risa.