Joseph Pilaster acabó de dar buena cuenta de un enorme plato de riñones de cordero a la parrilla con huevos revueltos, y empezó a untar de mantequilla una tostada. Augusta se preguntaba con frecuencia si el habitual mal genio de los hombres de mediana edad estaría relacionado con la cantidad de comida que ingerían. La idea de desayunar riñones la hacía sentirse enferma de veras.
—Sidney Madler va a venir a Londres —anunció Joseph—. Esta mañana tengo que verle.
Durante unos segundos, Augusta no supo de quién hablaba.
—¿Madler?
—De Nueva York. El que Hugh no sea socio le ha enfurecido.
—¿Y a él qué le importa? —se encolerizó Augusta—. ¡Cuánta insolencia!
Su tono era arrogante, pero estaba preocupada.
—Sé lo que va a decir —continuó Joseph—. Cuando formamos la empresa conjunta con Madler y Belle, quedó tácita e implícitamente entendido que la terminal en Londres de la operación la dirigiría Hugh. Ahora, Hugh se ha despedido, como sabes.
—Pero tú no querías que Hugh se despidiera.
—No, pero podía haberle retenido ofreciéndole el nombramiento de socio.
Augusta se percató de que existía cierto riesgo de que Joseph se debilitara. Tenía que infundirle fortaleza.
—Confío en que no irás a permitir que alguien de fuera decida quién debe y quién no debe ser socio del Banco Pilaster.
—Desde luego, no permitiré tal cosa.
A Augusta le asaltó una idea.
—¿Puede el señor Madler poner fin a la empresa conjunta?
—Puede, aunque hasta ahora no ha amenazado con hacerlo.
—¿Representa mucho beneficio?
—Representaba. Pero cuando Hugh empiece a trabajar con los Greenbourne, lo más probable es que lleve consigo la mayor parte de los negocios rentables.
—De modo que viene a dar lo mismo, más o menos, lo que piense el señor Madler.
—Quizá no. Pero algo tendré que decirle. Ha venido desde Nueva York para presentar su enérgica protesta por el asunto.
—Explícale que Hugh se casó con una mujer imposible.
No le será muy difícil dejar de comprenderlo.
—Naturalmente. —Joseph se puso en pie—. Adiós, querida.
Augusta se levantó también y le dio un beso en la boca a su marido.
—No te dejes avasallar, Joseph —recomendó.
Joseph cuadró los hombros y apretó los labios en una obstinada línea recta.
Después de que se hubo marchado, Augusta continuó sentada a la mesa. Durante un rato, sorbió café, y se preguntó hasta qué punto sería grave la amenaza. Había intentado robustecer la resistencia de Joseph, pero se daba cuenta de que no le era posible rebasar cierto límite. Tendría que vigilar atentamente aquella situación.
Le sorprendió enterarse de que la marcha de Hugh le iba a costar al banco una gran cantidad de beneficios. No se le había ocurrido que al ascender a Edward y hundir a Hugh estaba también perdiendo dinero. Se preguntó fugazmente si no estaría poniendo en peligro el banco, que era la base de todas sus esperanzas y planes. Pero eso era ridículo. El Banco Pilaster era inmensamente rico: nada de lo que ella hiciera podría amenazarlo.
Terminaba de desayunar cuando Hastead se le acercó furtivamente para anunciarle que había llegado el señor Fortescue. Augusta expulsó automáticamente de su cerebro a Sidney Madler. Aquello era mucho más importante. El corazón de la mujer aceleró sus latidos.
Michael Fortescue era su siervo político. Al haber ganado las elecciones parciales de Deaconridge con la ayuda financiera de Joseph, era ya diputado en el Parlamento y estaba en deuda con Augusta. Ella se apresuró a dejar bien claro el modo en que podía pagar dicha deuda: contribuyendo a que concedieran a Joseph un título de nobleza. Las elecciones parciales habían costado cinco mil libras esterlinas, cantidad suficiente para comprar la casa más hermosa de Londres, pero un precio muy bajo a cambio de un título. La hora de las visitas era por la tarde, así que los visitantes matinales eran los que tenían algo urgente que tratar. Augusta estaba segura de que Fortescue no se habría presentado tan temprano de no tener alguna noticia acerca de la dignidad nobiliaria. Por eso se le había desbocado el corazón.
—Hazle pasar al mirador —indicó al mayordomo—. Estaré con él en seguida.
Continuó sentada unos instantes más, en tanto trataba de calmarse.
Hasta entonces, su campaña se había desarrollado conforme al plan previsto. Arnold Hobbes publicó una serie de artículos en su periódico, The Forum, abogando por la concesión de títulos nobiliarios a los hombres dedicados al comercio. Lady Morte había hablado a la reina del asunto, cantando en plan laudatorio las virtudes de Joseph: dijo que Su Majestad parecía muy impresionada. Y Fortescue comentó al primer ministro Disraeli que, por parte de la opinión pública, existía una oleada favorable a la idea. Tal vez todo aquel esfuerzo estaba a punto de dar su fruto.
La tensión casi le resultaba excesiva, y notó como si le faltara un poco de aliento mientras subía apresuradamente la escalera, con la cabeza llena de frases que esperaba escuchar muy pronto: «Lady Whitehaven… el conde y la condesa de Whitehaven… muy bien, milady… como su señoría desee…».
El mirador era una estancia curiosa. Situado encima del vestíbulo frontal, se accedía a él por una puerta que se encontraba en un descansillo, a mitad de la escalera. Tenía una ventana salediza que daba a la calle, pero no era por eso por lo que la estancia recibía ese nombre. Lo peculiar de aquel cuarto era la ventana interior que daba al vestíbulo principal. Las personas que estaban en dicho vestíbulo no podían sospechar que les vigilaban, y en el curso de los años, Augusta había visto escenas muy insólitas desde aquella atalaya. La habitación era sencilla, pequeña y confortable, de techo bajo y con chimenea. Augusta recibía allí a las visitas matinales.
Fortescue era un hombre alto, bien parecido, de manos extraordinariamente grandes. Parecía un poco rígido. Augusta se sentó junto a él, al lado de la ventana, y le dedicó una sonrisa afectuosa y tranquilizadora.
—Vengo de entrevistarme con el primer ministro —dijo Fortescue.
Augusta apenas podía articular las palabras:
—¿Han hablado de los títulos de nobleza?
—Sí, ciertamente. Me las he arreglado para convencerle de que ya es momento de que la industria de la banca esté representada en la Cámara de los Lores, y ahora considera ya la conveniencia de conceder un título nobiliario a un hombre de la City.
—¡Maravilloso! —se exaltó Augusta. Pero Fortescue tenía una expresión incómoda, nada propia de quien es portador de buenas noticias. Augusta dijo inquieta—: Entonces, ¿a qué viene esa cara tan afligida?
—Hay malas noticias —repuso Fortescue, y de súbito pareció un tanto asustado.
—¿Cómo?
—Me temo que el primer ministro quiere conceder el título a Ben Greenbourne.
—¡No! —Augusta tuvo la sensación de que le habían asestado un puñetazo—. ¿Cómo es posible?
Fortescue se puso a la defensiva.
—Supongo que puede conceder títulos a quien le parezca bien. Es el primer ministro.
—¡Pero yo no me he tomado tanto trabajo para que salga beneficiado Ben Greenbourne!
—De acuerdo que es toda una ironía —dijo Fortescue lánguidamente—. Pero yo hice todo lo que pude.
—No sea tan fatuo —saltó Augusta—. Si quiere mi ayuda en próximas elecciones, tendrá que esforzarse más y mejor.
La rebeldía centelleó en los ojos de Fortescue, y durante unos segundos Augusta creyó que había perdido su colaboración, que el hombre le diría que pensaba pagarle la deuda y que ya no la necesitaba; pero luego, Fortescue bajó los ojos.
—Le aseguro que la noticia me ha anonadado…
—Cállese, déjeme pensar —dijo Augusta, y empezó a pasear de un extremo a otro del pequeño cuarto—. Hemos de encontrar algún medio para hacer cambiar de idea al primer ministro… tenemos que implicarle en algún escándalo. ¿Cuál es el punto flaco de Ben Greenbourne? Su hijo está casado con una mujerzuela, pero en realidad eso no es suficiente… —se le ocurrió que, si Greenbourne conseguía un título nobiliario, éste lo heredaría su hijo Solly, lo que significaba que eventualmente Maisie sería condesa. Tal pensamiento le resultó deprimente—. ¿Qué tendencia política tiene Greenbourne?
—Nadie lo sabe.
Augusta miró al joven y vio que le dominaba la pesadumbre. Comprendió que le había hablado con demasiada aspereza. Tomó asiento junto al hombre y cogió entre las suyas una de las enormes manazas de Fortescue.
—Tiene usted un instinto político notable; lo cierto es que eso fue lo primero que hizo que me fijara en usted. Dígame, según sus conjeturas, ¿hacia dónde se inclinarían sus preferencias?
Fortescue se fundió inmediatamente, como solían hacer los hombres cuando Augusta se tomaba la molestia de mostrarse simpática.
—Presionado, probablemente sería liberal. La mayor parte de los hombres de negocios son liberales, y lo mismo ocurre con los judíos. Pero como nunca ha manifestado públicamente su opinión, será difícil presentarlo como enemigo del gobierno conservador…
—Es judío —señaló Augusta—. Ésa es la clave.
Fortescue parecía dubitativo.
—El propio primer ministro es judío por nacimiento, y ahora le han nombrado lord Beaconsfield.
—Ya lo sé, pero es cristiano practicante. Además…
Fortescue alzó una ceja interrogadoramente.
—También yo tengo mis intuiciones —dijo Augusta—. Y mis intuiciones me dicen que las creencias religiosas de Greenbourne son la clave de todo.
—Si hay algo que pueda hacer…
—Ha sido usted maravilloso. De momento, no hay nada. Pero cuando el primer ministro empiece a tener dudas, recuérdele que hay una alternativa segura: la de Joseph Pilaster.
—Confíe en mí, señora Pilaster.
Lady Morte vivía en una casa de la calle Curzon que su marido no podía permitirse. Abrió la puerta un criado de librea y empolvada peluca. Augusta se vio conducida a una sala repleta de costosos artilugios decorativos comprados en las tiendas de Bond Street: candelabros de oro, marcos de plata con su retrato, adornos de porcelana, jarrones de cristal y un antiguo tintero de despacho enjoyado, que debió de haber costado tanto como un potro pura sangre de carreras. Augusta despreciaba a Harriet Morte por su debilidad derrochadora, que la incitaba a gastar un dinero que no tenía; pero al mismo tiempo le tranquilizó comprobar, al ver aquellos signos externos, que la mujer continuaba siendo tan extravagante como siempre.
Paseó por la habitación mientras esperaba. Una sensación de pánico se abatía sobre ella cada vez que imaginaba la perspectiva de que el honor del título se lo otorgasen a Ben Greenbourne, en lugar de concedérselo a Joseph. No creía que le fuera posible organizar por segunda vez una campaña como la que había montado. Y se retorcía interiormente ante la idea de que el título de condesa fuera algún día para aquella rata de alcantarilla llamada Maisie Greenbourne…
Entró lady Morte, que saludó con aire distante:
—¡Qué adorable sorpresa verla a usted a esta hora del día!
Reprochaba a Augusta el hecho de que la visitara antes del almuerzo. El cabello gris acero de lady Morte parecía peinado a toda prisa, y Augusta supuso que la dama no había acabado de vestirse del todo.
«Pero no has tenido más remedio que recibirme, ¿verdad? —pensó Augusta—. Temías que pudiera venir a hablarte de tu cuenta bancaria, así que no te quedaba más elección».
Sus pensamientos no tuvieron nada que ver con sus palabras, pronunciadas en un tono servil susceptible de halagar a la mujer.
—He venido a pedirle consejo respecto a un asunto urgente.
—Cualquier cosa en la que pueda serle útil.
—El primer ministro ha accedido a otorgar un título nobiliario a un banquero.
—¡Espléndido! Como sabe, se lo mencioné a Su Majestad. Sin duda, ha surtido efecto.
—Por desgracia, su deseo es concederlo a Ben Greenbourne.
—¡Oh, querida! ¡Qué fatalidad!
Augusta comprendió que a Harriet Morte le complacía en secreto la noticia. Odiaba a Augusta.
—Es algo más que fatalidad —dijo Augusta—. ¡He derrochado un esfuerzo enorme en este asunto y ahora parece que el beneficiado va a ser el mayor rival de mi marido!
—Comprendo.
—Me gustaría impedirlo.
—Dudo mucho que podamos hacer eso.
Augusta fingió pensar en voz alta.
—Le corresponde a la reina aprobar los títulos de nobleza, ¿verdad?
—Sí, desde luego. Técnicamente, ella es quien los otorga.
—Entonces, podría hacer algo, si usted se lo pidiera.
Lady Morte emitió una breve risita.
—Mi querida señora Pilaster, sobrestima usted mi influencia.
Augusta se mordió la lengua e hizo caso omiso del tono condescendiente. Lady Morte continuó.
—No es probable que Su Majestad imponga mi recomendación por encima de la del primer ministro. Además, ¿qué base hay para la objeción?
—Greenbourne es judío.
Lady Morte asintió.
—Hubo un tiempo en que ese argumento habría zanjado la cuestión. Recuerdo cuando Gladstone quiso nombrar par a Lionel Rothschild: la reina se negó categóricamente a aceptarlo. Pero eso ocurrió hace diez años. Desde entonces hemos tenido a Disraeli.
—Pero Disraeli es cristiano. Greenbourne es judío practicante.
—Me gustaría saber si ello representa alguna diferencia —musitó lady Morte—. Pudiera ser, ya sabe, y la reina critica continuamente al príncipe de Gales por tener tantos amigos judíos.
—Entonces, si usted le comentara que el primer ministro se propone ennoblecer a uno de ellos…
—Puedo sacarlo a colación. Sin embargo, no estoy segura de que eso sea suficiente para lograr el objetivo que usted pretende.
Augusta no daba tregua a su cerebro.
—¿Hay algo que podamos hacer para que Su Majestad se interese y se preocupe por todo este asunto?
—Si se produjera alguna protesta pública: interpelaciones en el Parlamento, quizá, o una campaña de prensa…
—La prensa. —Augusta cogió la idea al vuelo. Pensaba en Arnold Hobbes. Exclamó—: ¡Sí! Creo que eso puede arreglarse.
A Hobbes le trastornó hasta lo indecible la presencia de Augusta en su minúscula oficina llena de manchas de tinta. No le era posible ponerse de acuerdo consigo mismo acerca de si debía ordenar el despacho, atender a la señora o desembarazarse de ella. En consecuencia, trató de hacer las tres cosas al mismo tiempo con histérica torpeza: cogió pilas de cuartillas y de pruebas de imprenta y las trasladó del suelo a la mesa, para volverlas luego a poner nuevamente en el suelo; acercó a Augusta una silla, una copa de jerez y una bandeja de galletas; y, simultáneamente, le propuso ir a conversar a otro sitio. Augusta le dejó que siguiera actuando atropelladamente durante un par de minutos y después manifestó:
—Señor Hobbes, tenga la bondad de sentarse y escucharme.
—Claro, claro —dijo el hombre. Ocupó sumisamente una silla y observó a Augusta, a través de los sucios cristales de las gafas.
Mediante unas cuantas frases crispadas, Augusta le explicó la poco menos que inminente concesión del título a Ben Greenbourne.
—De lo más lamentable, de lo más lamentable —farfulló Hobbes nerviosamente—. Sin embargo, no creo que pueda acusarse a The Forum de falta de entusiasmo en la promoción de la causa que usted me sugirió tan amablemente.
«Y a cambio de lo cual has conseguido dos lucrativos cargos de director de empresas controladas por mi esposo», pensó Augusta.
—Ya sé que no es culpa suya —dijo en tono irritado—. La cuestión es, ¿qué puede hacer ahora al respecto?
—Mi periódico está en una posición muy difícil —repuso Hobbes con voz preocupada—. Tras una campaña tan sonada abogando por la concesión de un título nobiliario para un banquero, ahora no podemos dar un giro de ciento ochenta grados y protestar porque se haya atendido nuestra demanda.
—Pero nunca pretendieron que el honor se le otorgase a un judío.
—Cierto, cierto, aunque muchos banqueros son judíos.
—¿No podría escribir un artículo indicando que hay suficientes banqueros cristianos como para que al primer ministro no le resulte difícil elegir?
Hobbes siguió mostrándose reacio.
—Podríamos…
—¡Hágalo, pues!
—Perdóneme, señora Pilaster, pero no basta.
—No le entiendo —dijo Augusta impaciente.
—Una consideración profesional, pero necesito lo que los periodistas llamamos un sesgo. Por ejemplo, podríamos acusar a Disraeli —o lord Beaconsfield, como es ahora— de favoritismo hacia los miembros de su raza. Eso sería un sesgo, un enfoque torcido. Sin embargo, se trata de un hombre tan recto, en términos generales, que esa acusación precisa puede que no se sostuviera.
Augusta odiaba andarse por las ramas, pero refrenó su impaciencia porque no se le escapaba que allí había un auténtico problema. Meditó durante unos segundos, hasta que se le ocurrió una idea.
—Cuando Disraeli tomó posesión de su escaño en la Cámara de los Lores, ¿fue una ceremonia normal?
—En todos los sentidos, creo.
—¿Prestó juramento de lealtad sobre una Biblia cristiana?
—Desde luego.
—¿Viejo y Nuevo Testamento?
—Empiezo a comprender adónde quiere ir a parar, señora Pilaster. ¿Juraría Ben Greenbourne sobre una Biblia cristiana? A juzgar por lo que sé de él, lo dudo.
Augusta meneó la cabeza, no muy segura.
—Sin embargo, es posible, si no se dice nada sobre el asunto. No es un hombre que busque los enfrentamientos. Pero es muy testarudo cuando se le desafía. Si se armara una clamorosa petición pública para que prestase juramento como todos los demás pares, tal vez se rebelara. No consentiría que la gente dijese que le habían obligado a hacer algo a la fuerza.
—Una clamorosa petición pública —musitó muy pensativo Hobbes—. Sí…
—¿Podría crear una cosa así?
A Hobbes le enardeció la idea.
—Ya lo estoy viendo —dijo excitado—. «Blasfemia en la Cámara de los Lores». Vaya, señora Pilaster, eso es lo que llamamos un sesgo. Es usted genial. ¡Debería dedicarse al periodismo!
—¡Qué halagador! —ironizó Augusta. Pero Hobbes no captó el sarcasmo.
Hobbes se quedó súbitamente pensativo.
—El señor Greenbourne es un hombre muy poderoso.
—Y el señor Pilaster también.
—Naturalmente, naturalmente.
—Entonces, ¿puedo confiar en usted?
Hobbes sopesó rápidamente los riesgos y decidió respaldar la causa Pilaster.
—Déjelo de mi cuenta.
Augusta asintió. Empezaba a sentirse mejor. Lady Morte pondría a la reina en contra de Greenbourne; Hobbes, a través de la prensa, convertiría el asunto en un problema; y Fortescue estaba dispuesto a soplarle en el oído al primer ministro el nombre de una alternativa irreprochable: Joseph Pilaster. De nuevo, las perspectivas parecían buenas.
Se puso en pie para marcharse, pero Hobbes tenía algo más que decir.
—¿Puedo aventurar una cuestión relativa a otro tema?
—No faltaba más.
—Me han ofrecido una prensa a precio muy económico. Actualmente, como usted sabe, usamos imprentas externas. Si contásemos con nuestra propia prensa reduciríamos costes y tal vez pudiéramos también obtener unos ingresos extra imprimiendo otras publicaciones ajenas, en plan de servicio.
—Evidentemente —dijo Augusta con impaciencia.
—Me preguntaba si no habría modo de persuadir al Banco Pilaster para que me concediera un préstamo comercial.
Era el precio de su apoyo renovado.
—¿Cuánto?
—Ciento sesenta libras.
Un grano de anís. Y si en la campaña contra la concesión de títulos nobiliarios a los judíos ponía el mismo vigor y la misma bilis que prodigó en la que lanzó a favor del ennoblecimiento de banqueros, merecería la pena.
—Un trato, se lo garantizo… —dijo Hobbes.
—Hablaré con el señor Pilaster.
Joseph daría el visto bueno, pero Augusta no deseaba que Hobbes lo encontrase todo demasiado fácil. Lo valoraría más si se le concediera como a regañadientes.
—Gracias. Siempre es un placer tratar con usted, señora Pilaster.
—Sin duda —repuso ella, y se marchó.