Envuelto en un abrigo ligero para protegerse del frío de la noche de primavera, Micky Miranda montaba guardia en un portal de la calle Berwick. Fumaba un cigarro y observaba la calle. Había cerca una farola de gas, pero él se mantenía en la sombra para que los viandantes que pasaran por allí no pudieran verle la cara. Le desagradaba la violencia. Era el sistema de Papá Miranda, el de Paulo. Pero a Micky siempre la había parecido una especie de reconocimiento de fracaso.
La calle Berwick era en realidad un sucio pasaje en el que se alineaban tabernas y pensiones baratas. Varios perros husmeaban el arroyo y unos cuantos chiquillos jugaban bajo el resplandor de las farolas de gas. Micky llevaba allí desde el anochecer y no había visto un solo agente de policía. Era ya cerca de medianoche.
El Hotel Russe estaba al otro lado de la calle. Había conocido épocas mejores, pero aún se mantenía unos grados por encima del entorno. Brillaba una lámpara encima de la puerta y Micky distinguió dentro un vestíbulo con un mostrador de recepción. Sin embargo, no parecía haber nadie atendiendo ese mostrador.
Otros dos hombres remoloneaban por la acera, uno a cada lado de la entrada del hotel. Los tres esperaban a Antonio Silva.
Micky fingió calma delante de Edward y Augusta, pero lo cierto era que la posible aparición en The Times del artículo de Tonio le tenía desesperadamente preocupado. Le había costado un tremendo esfuerzo conseguir que los Pilaster lanzasen el ferrocarril de Santamaría. Incluso se casó con aquella zorra de Rachel a fin de lograr una emisión de los condenados bonos. Todo su futuro dependía del éxito de aquella operación. Si le fallaba a su familia en aquel asunto, su padre no sólo montaría en cólera, sino que reaccionaría de forma vengativa. Papá Miranda contaba con suficiente poder como para hacer que destituyeran a Micky del cargo de embajador. Sin dinero y sin empleo, difícilmente podría continuar en Londres: tendría que volver a casa y afrontar la humillación y la deshonra. De otro modo, la vida que tantos años llevaba disfrutando se habría terminado.
Rachel quiso saber dónde tenía Micky intención de pasar la noche. Él se echó a reír.
—Ni en sueños se te ocurra nunca interrogarme —le contestó.
Rachel le dejó de piedra al responder:
—Entonces también yo saldré por la noche.
—¿Adónde?
—Ni en sueños se te ocurra nunca interrogarme.
Micky encerró a Rachel en su cuarto.
Cuando volviera a casa, la encontraría incandescente de ira, pero eso ya había ocurrido antes. En las ocasiones anteriores en que se enfureció con él, Micky la arrojó encima de la cama, le rasgó la ropa y, entonces, Rachel se le sometió incluso con impaciencia. Volvería a hacerlo aquella noche, estaba seguro.
Deseó estar tan seguro con respecto a Tonio.
Ni siquiera tenía la certeza de que el hombre continuara hospedándose en aquel hotel, pero tampoco podía entrar y preguntarlo sin despertar sospechas.
Había actuado con toda la celeridad que le fue posible, pero a pesar de su rapidez le costó cuarenta y ocho horas localizar y contratar dos matones, reconocer el lugar y montar la emboscada. En ese espacio de tiempo, Tonio podía haberse mudado, en cuyo caso Micky se encontraría en dificultades.
Un hombre cauteloso se hubiera cambiado de hotel cada dos o tres días. Claro que un hombre cauteloso no habría utilizado hojas de papel en las que figurase una dirección. Tonio no pertenecía al tipo prudente. Por el contrario, siempre fue irreflexivo. Con toda probabilidad seguiría aún en el hotel, pensó Micky.
Tenía razón.
Pocos minutos después de medianoche, apareció Tonio. Micky creyó reconocer sus andares cuando la figura dobló la esquina del extremo más distante de la calle de Berwick, procedente de la plaza Leicester. Se puso tenso, pero resistió la tentación de moverse de inmediato. Se contuvo mediante un esfuerzo y aguardó a que el hombre pasara bajo la luz de una farola de gas, cuando se le pudo ver claramente el rostro durante unos segundos. No quedaba la menor duda: era Tonio. Micky pudo distinguir incluso el tono rojo zanahoria de sus patillas. Experimentó alivio, al mismo tiempo que aumentaba su nerviosismo: alivio al tener a Tonio a la vista, nerviosismo a causa de la temeraria y peligrosa agresión que iba a perpetrar.
Y entonces vio a los policías.
La peor suerte posible. Eran dos agentes, que bajaban por la calle de Berwick, desde la otra punta, con su casco, su capote y las porras colgadas al cinto. Las linternas de cristal abombado proyectaban su claridad sobre los rincones oscuros. Micky permaneció completamente inmóvil. Los agentes le vieron, observaron su chistera y su cigarrillo e inclinaron la cabeza con deferencia: no era asunto suyo si un hombre de clase alta perdía el tiempo en el quicio de una puerta; ellos perseguían delincuentes, no caballeros. Se cruzaron con Tonio a unos quince o veinte metros de la entrada del hotel. La frustración fue una amenaza que impacientó a Micky. Unos segundos más y Tonio estaría a salvo dentro del hotel.
Pero en aquel momento los dos policías doblaron la esquina y se perdieron de vista.
Micky hizo una seña a sus dos cómplices. Actuaron rápidamente.
Antes de que Tonio llegase a la puerta del hotel, los dos individuos agarraron a su víctima y la metieron en el callejón que bordeaba el edificio. Gritó una vez, pero sus protestas quedaron acalladas inmediatamente.
Micky arrojó la colilla del cigarrillo, atravesó la calzada y entró en el callejón. Los matones habían introducido un pañuelo en la boca de Tonio, para impedir que hiciese el menor ruido, y le estaban apaleando con barras de hierro. El sombrero se le había caído y la cabeza y el rostro estaban ya cubiertos de sangre. El abrigo le protegía el cuerpo, pero los malhechores le sacudían golpes en las rodillas y en las espinillas, así como en las manos, que no estaban protegidas.
Ver aquello puso enfermo a Micky.
—¡Basta, estúpidos! —les susurró—. ¿No veis que ya tiene bastante?
No quería que matasen a Tonio. Tal como estaban las cosas, el incidente parecería un robo rutinario, acompañado de una paliza salvaje. Un asesinato originaría mucho más alboroto… y los representantes de la ley habían visto la cara de Micky, aunque sólo fuera brevemente.
Con aparente mala gana, los dos matones dejaron de golpear a Tonio, que se desplomó contra el suelo, donde quedó inanimado.
—¡Vaciadle los bolsillos! —susurró Micky.
Tonio no se movió mientras le quitaban un reloj y su cadena, un billetero, varias monedas, un pañuelo de seda y una llave.
—Dadme la llave —dijo Micky—. Lo demás es vuestro.
El mayor de los dos matones, de nombre Ladrador —al que humorísticamente llamaban Perro—, dijo:
—Páguenos.
Micky entregó diez libras a cada uno, en soberanos de oro. Perro le dio la llave. Atado con un corto bramante llevaba un pequeño rectángulo de cartulina con el número once garabateado encima. Era cuanto Micky necesitaba.
Dio media vuelta para salir del callejón… y vio que los observaban. Desde la calle, un hombre los miraba fijamente. A Micky se le desbocó el corazón.
Perro lo descubrió un momento después. Gruñó un taco y alzó la barra de hierro como si se dispusiera a abatir al hombre. De súbito, Micky se dio cuenta de algo y sujetó el brazo de Perro.
—No —dijo—. No hará falta. Mírale bien.
El hombre que los observaba tenía la boca abierta y una mirada vacía en los ojos: era un tonto.
Perro bajó la barra de hierro.
—No nos perjudicará —comentó—. Tiene menos seso que un mosquito.
Micky lo apartó para pasar y salió a la calle. Al volver la cabeza vio que Perro y su compañero quitaban las botas a Tonio.
Micky se alejó, con la esperanza de que no le viese nadie más. Entró en el Hotel Russe. Bendijo su suerte al comprobar que seguía sin haber nadie en el pequeño vestíbulo. Echó escaleras arriba.
El hotel constaba de tres casas adosadas y Micky tardó un poco en orientarse, pero al cabo de dos o tres minutos se encontraba en la habitación número once.
Era un cuarto exiguo y sucio, atestado de unos muebles que en otro tiempo fueron quiero y no puedo y ahora eran simplemente vetustos. Micky depositó el sombrero y el bastón encima de una silla y procedió a un registro rápido y metódico. Encontró en el escritorio una copia del artículo para The Times, que se guardó. Sin embargo, no tenía mucho valor. Tonio tendría otras copias, aparte de que la memoria le permitiría redactar de nuevo el trabajo. Pero si deseaba que le publicasen el artículo tendría que aportar alguna clase de prueba, y tal evidencia era lo que Micky buscaba.
Encontró en la cómoda una novela titulada La duquesa de Sodoma, que estuvo tentado de llevarse, pero llegó a la conclusión de que sería un riesgo innecesario. Sacó las camisas y toda la ropa interior de los cajones y la arrojó al suelo. Allí no había nada escondido.
Realmente tampoco había esperado encontrarlo en un sitio tan obvio.
Miró debajo y detrás de la cómoda, la cama y el armario.
Se puso de pie encima de la mesa para echar un vistazo a la parte superior del armario: allí no había más que una gruesa capa de polvo.
Retiró las sábanas de la cama, palpó las almohadas por si tropezaba con algo duro y examinó el colchón. Y debajo del colchón fue donde, por fin, encontró lo que quería.
Dentro de un sobre grande había un fajo de documentos atados con cintas de abogado.
Antes de que pudiera examinar los documentos oyó pasos en el corredor.
Dejó los papeles y fue a situarse detrás de la puerta. Los pasos se alejaron y el ruido se desvaneció.
Desató las cintas y revisó los documentos. Estaban escritos en español y llevaban el sello de un abogado de Palma, la capital de Córdoba. Eran declaraciones juradas de testigos que habían presenciado flagelaciones y ejecuciones cometidas en los yacimientos de nitrato de la familia de Micky.
Micky levantó hasta los labios el fajo de papeles y lo besó. Era la respuesta a sus oraciones.
Se guardó los documentos en el bolsillo interior del abrigo. Antes de destruirlos tenía que tomar nota del nombre y la dirección de los testigos. Los abogados tendrían copia de las declaraciones juradas, pero esas copias resultaban inútiles sin los testigos. Y ahora que Micky sabía quiénes eran esos testigos, sus días estaban contados. Enviaría las direcciones a Papá Miranda y Papá Miranda los silenciaría.
¿Había allí algo más? Miró a su alrededor. Estaba todo manga por hombro. En la habitación no quedaba nada más para él. Tenía lo que necesitaba. Sin pruebas, el artículo de Tonio carecía de valor.
Abandonó el cuarto y bajó la escalera.
Se llevó una sorpresa al ver al recepcionista en el mostrador del vestíbulo. El hombre alzó la vista y preguntó provocativamente:
—¿Puedo preguntarle qué hace aquí?
Micky tomó una determinación instantánea. Si hacía caso omiso del empleado, el hombre se limitaría a pensar que era un grosero. Detenerse y dar una explicación proporcionaría al recepcionista la oportunidad de estudiar su rostro. Salió del hotel sin pronunciar palabra. El empleado no le siguió.
Al pasar por delante del callejón oyó un débil grito que pedía ayuda. Tonio se arrastraba hacia la calle, dejando tras de sí un rastro de sangre. Ver aquello estuvo a punto de hacerle vomitar. Hizo una mueca, disgustado, apartó rápidamente la mirada y siguió andando.