A Solly le encantaba contemplar a Maisie mientras se vestía.
Todas las noches, la mujer se ponía su batín y llamaba a las doncellas para que le sujetaran el pelo y lo adornaran con flores, plumas o abalorios; luego despedía a las sirvientas y esperaba a su marido.
Aquella noche iban a salir, cosa que hacían casi a diario.
Durante la temporada de Londres, prácticamente sólo se quedaban en casa cuando daban una fiesta. Entre Pascua Florida y finales de julio nunca cenaban solos.
Solly se le presentó a las seis y media, con pantalones de etiqueta, chaleco blanco y una gran copa de champán. Para aquella velada, Maisie había decorado su cabellera a base de flores amarillas de seda. Tras quitarse el salto de cama, se erguía desnuda delante del espejo. Ejecutó una pirueta en honor de Solly y empezó a vestirse.
Se puso primero una camisa de hilo con flores bordadas en el escote. Llevaba cintas de seda en los hombros para atarlas al vestido y que no se viera. Acto seguido embutió las piernas en finas medias de lana que sujetó por encima de las rodillas con ligas elásticas. Se colocó un par de pantalones interiores de algodón, con perneras hasta las rodillas, galones trenzados en el dobladillo y cinta en el talle. Después se calzó unas zapatillas de seda gualda.
Solly cogió el corsé del bastidor y la ayudó a ponérselo, luego le ató bien apretadas las cintas a la espalda. La mayor parte de las mujeres debían vestirse con la ayuda de una o dos doncellas, porque les resultaba imposible ponerse por sí mismas los complicados corsés y vestidos. Sin embargo, Solly había aprendido a realizar aquellos servicios, porque prefería cumplirlos y estar presente a renunciar al placer de ver vestirse a Maisie.
Miriñaques y polisones habían pasado de moda, pero Maisie se puso unas enaguas con una tira de volantes y el dobladillo fruncido para aguantar la cola del vestido. La enagua iba sujeta a la espalda con un lazo que Solly se encargó de atar.
Por fin, Maisie estuvo en situación de colocarse el vestido. Era un modelo de tafetán de seda, listado de blanco y amarillo. El corpiño, holgado y suelto, resaltaba la exuberancia del busto y se fijaba en el hombro mediante un espléndido lazo. El resto de la prenda llevaba aderezos similares y se sujetaba en la cintura, la rodilla y el dobladillo. Para plancharla, una doncella se pasaba todo un día.
Maisie se sentó en el suelo y Solly levantó el vestido por encima de la cabeza de la mujer y lo bajó para que ella se introdujese en la prenda como en una tienda. Después, Maisie se fue levantando con cuidado, introdujo las manos por las sisas y la cabeza por el cuello del vestido. Conjuntamente, Solly y Maisie arreglaron los pliegues y el drapeado hasta que lo dieron por bueno.
Maisie abrió el joyero y sacó el collar de diamantes y esmeraldas, a juego con los pendientes, que Solly le había regalado con motivo de su primer aniversario de boda. Mientras ella se colocaba las joyas, Solly comentó:
—A partir de ahora, vamos a ver con mucha más frecuencia a nuestro viejo amigo Hugh Pilaster.
Maisie ahogó un suspiro. La naturaleza confiada de Solly podía resultar cargante. Cualquier marido normal, de mentalidad más o menos recelosa, habría adivinado la atracción latente que existía entre Maisie y Hugh y se pondría de mal humor cada vez que se mencionara al otro hombre, pero Solly era demasiado ingenuo. Ni por asomo suponía que estaba poniendo la tentación delante de Maisie, a su alcance.
—¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido?
—Viene a trabajar al banco.
No era tan malo. Maisie se había temido que Solly hubiese invitado a Hugh a que fuera a vivir con ellos.
—¿Por qué deja a los Pilaster? Creí que todo le iba muy bien.
—Le negaron el nombramiento de socio.
—¡Oh, no! —Maisie conocía a Hugh mejor que nadie, y estaba enterada de lo mucho que había sufrido como consecuencia de la bancarrota y el suicidio de su padre. No le costaba nada comprender lo destrozado que sin duda se sentía al rechazarle como socio de la firma. Maisie comentó con toda sinceridad—. Los Pilaster son una familia de alma mezquina.
—La culpa la tiene la esposa.
Maisie asintió.
—No me sorprende.
Había sido testigo del incidente en el baile de la duquesa de Tenbigh. Conociendo como conocía a los Pilaster, Maisie no pudo evitar preguntarse si no habría maquinado Augusta todo el suceso con objeto de desacreditar a Hugh.
—Tienes que sentirlo por Nora.
—Hummm.
Maisie había conocido a Nora unas semanas antes de la boda y experimentó una automática antipatía hacia la joven. A decir verdad, hirió los sentimientos de Hugh al decirle que Nora era una aventurera sin corazón y que no debería casarse con ella.
—De todas formas, le sugerí a Hugh que podías ayudarla.
—¿Cómo? —replicó Maisie agudamente. Apartó los ojos del espejo—. ¿Ayudarla?
—A rehabilitarse. Sabes lo que es verse mirada por encima del hombro por tener unos orígenes humildes. Tú superaste todos esos prejuicios.
—Y se supone que, por eso, ahora tengo que hacer una señorita de toda golfilla que entre en la buena sociedad por la vía del matrimonio, ¿no? —saltó Maisie.
—Es evidente que he hecho algo mal —se lamentó Solly en tono preocupado—. Pensé que te alegraría ayudarla, siempre te ha caído bien Hugh.
Maisie fue al armario para coger los guantes.
—Me gustaría que me hubieses consultado, antes de ofrecerme para esa tarea. —Abrió el armario. En la parte posterior de la puerta, con un marco de madera, colgaba el antiguo cartel salvado del circo, en el que aparecía ella mostrando los muslos, de pie sobre el lomo de un caballo blanco, encima de las palabras «Maisie la maravillosa». La imagen le hizo salir bruscamente de su rabieta y, súbitamente, se sintió avergonzada. Corrió hacia Solly y le echó los brazos al cuello—. ¡Oh, Solly! ¿Cómo puedo ser tan desagradecida?
—Vamos, vamos —murmuró él, al tiempo que le acariciaba los desnudos hombros.
—Has sido muy bueno conmigo y con mi familia y, naturalmente, haré esto por ti, si lo deseas.
—No me gusta obligarte a que hagas algo a la fuerza…
—No, no me obligas. ¿Por qué no iba a ayudarla a lograr lo que he logrado yo? —Miró el mofletudo rostro de su marido, cruzado en ese momento por unas arrugas de inquietud. Maisie le acarició las mejillas—. No te preocupes más. He sido terriblemente egoísta durante un momento, pero ya lo he superado. Ve a ponerte la chaqueta. Estoy lista.
Se alzó de puntillas y le besó en los labios, luego se retiró y se puso los guantes.
Sabía que realmente acababa de cargar con una cruz. La ironía de la situación era amarga. Le pedían que aleccionase a Nora para que desempeñara el papel de señora de Hugh Pilaster: la posición que ella anhelaba ocupar. En el rincón más profundo de su corazón aún deseaba ser la esposa de Hugh, y odiaba a Nora por haber ganado lo que ella había perdido. Toda aquella actitud era vergonzosa y Maisie decidió abandonarla. Debería alegrarse de que Hugh se hubiera casado. De no hacerlo, hubiera sido muy infeliz y, al menos en parte, ella habría tenido la culpa. Ahora no podía dejar de preocuparse por él. Experimentaba una sensación de pérdida, por no decir de pena, pero tenía que mantener esos sentimientos cerrados con llave en un cuarto en el que nadie entrara nunca. Se entregaría enérgicamente a la tarea de conseguir que Nora Pilaster recuperase el favor de la alta sociedad de Londres.
Solly volvió con la chaqueta y se encaminaron juntos a las habitaciones infantiles. Bertie, en camisón, jugaba con un tren de madera. Le encantaba ver a Maisie vestida de gala y se sentía muy desilusionado si, por alguna razón, ella salía una noche sin enseñarle antes cómo iba vestida. El niño contó lo que había pasado en el parque durante la tarde —se había hecho amigo de un perrazo enorme— y Solly se sentó en el suelo y jugó con él a los trenes durante un rato. Después llegó para Bertie la hora de acostarse, y Maisie y Solly bajaron a la planta baja y subieron al coche.
Iban a una cena, a la que seguiría un baile. Ambas cosas se celebraban a menos de ochocientos metros de su casa de Piccadilly, pero Maisie no podía ir andando por la calle con un vestido tan aparatoso: el dobladillo adornado, los volantes y los zapatos de seda estarían sucios cuando llegaran. Durante el trayecto, la mujer no pudo por menos que sonreír al pensar que, de niña, una vez estuvo andando cuatro días hasta llegar a Newcastle, y ahora era incapaz de recorrer ochocientos metros sin el coche.
Tuvo ocasión de iniciar la campaña en favor de Nora aquella misma velada. Cuando llegaron a su destino y entraron en el salón del marqués de Hatchford, la primera persona a la que vio fue al conde De Tokoly. Le conocía a fondo y siempre coqueteaba con ella, de modo que Maisie se sintió con atribuciones para ir derecha al grano.
—Quiero que perdone a Nora Pilaster por haberle abofeteado —dijo.
—¿Perdonar? —replicó él—. ¡Estoy halagado! Pensar que a mis años todavía pueda conseguir que una joven me dé un cachete en la cara… ¡es un gran cumplido!
Maisie imaginó que el hombre no pensaría lo mismo cuando lo recibió. Sin embargo, se alegró de que el conde De Tokoly hubiese decidido tomar el incidente a la ligera.
—Ahora bien —continuó el hombre—, si ella se hubiera negado a tomarme en serio… eso sí que habría sido un insulto.
«Eso era lo que Nora debió hacer», se dijo Maisie.
—Dígame una cosa —preguntó—, ¿le animó Augusta Pilaster a coquetear con la mujer de su sobrino?
—¡Qué idea más espantosa! —se escandalizó el conde—. ¡La señora de Joseph Pilaster haciendo de celestina! Nada de eso.
—¿Le animó a usted alguien?
Miró a Maisie con los párpados entornados.
—Es usted lista, señora Greenbourne; siempre la he respetado por ello. Más lista que Nora Pilaster. Ésa nunca llegará a ser lo que es usted.
—Pero no ha contestado a mi pregunta.
—Le diré la verdad, puesto que la admiro tanto. El embajador de Córdoba, el señor Miranda, me participó que Nora era… cómo le diría… receptiva…
«Así que eso fue…».
—Y Micky Miranda se lo dijo a instancias de Augusta, estoy segura. Esos dos son tan retorcidos y peligrosos como ladrones.
De Tokoly estaba disgustado.
—Espero que no me vaya a utilizar como mero instrumento.
—Ése es el peligro de ser tan previsible —dijo Maisie en tono mordaz.
Al día siguiente, Maisie llevó a Nora a su modista.
Mientras Nora examinaba modelos y telas, Maisie averiguó un poco más respecto al incidente en el baile de la duquesa de Tenbigh.
—Antes de la escena con el conde, ¿te dijo algo Augusta?
—Me advirtió de que no le permitiera tomarse ciertas libertades —respondió Nora.
—De modo que tú ya estabas a punto para enfrentarte a él, por decirlo así.
—Sí.
—Y si Augusta no te hubiese dicho nada, ¿habrías actuado de la misma manera?
Nora pareció meditar la contestación.
—Probablemente no le habría abofeteado… me habría faltado valor. Pero Augusta me hizo pensar que era importante pararle los pies de entrada.
Maisie asintió.
—Se los paraste. Augusta deseaba que sucediera eso. También se encargó de que alguien le dijera al conde que tú eras una mujer fácil.
La noticia sorprendió a Nora.
—¿Estás segura?
—Me lo dijo ese alguien. Augusta es lo que se dice un mal bicho y carece totalmente de escrúpulos. —Maisie se percató de que hablaba con su acento de Newcastle, algo que casi nunca le ocurría por entonces. Volvió a su deje normal—. No subestimes nunca la capacidad de Augusta para la perfidia.
—A mí no me asusta —aseguró Nora desafiante—. Tampoco yo tengo muchos escrúpulos.
Maisie no tuvo dificultad en creerla… y lo lamentó por Hugh.
La polonesa constituía el estilo perfecto de vestido para Nora, pensó cuando la modista lo colocó sobre la generosa figura de la mujer. La profusión de recargados detalles le sentaba de maravilla: los adornos plisados, el escote abierto y decorado con lazos, la falda atada a la espalda, con sus volantes, todo le quedaba estupendamente. Quizá Nora se pasaba un poco en cuanto a voluptuosidad, pero un corsé largo reduciría su tendencia al bamboleo.
—Estar guapa es tener ganada la mitad de la batalla —dijo Maisie, mientras Nora se admiraba en el espejo—. En lo que a los hombres concierne eso es realmente lo único que importa. Pero tendrás que hacer algo más para que te acepten las mujeres.
—Siempre me las he arreglado mejor con los hombres que con las mujeres —confesó Nora.
A Maisie no le extrañó: Nora pertenecía a esa clase de mujeres.
—A ti te debe de ocurrir igual —continuó Nora—. Por eso hemos llegado a donde hemos llegado.
«¿Somos iguales?», se preguntó Maisie.
—No es que me ponga al mismo nivel en el que estás tú —añadió Nora—. Toda chica ambiciosa de Londres te envidia.
Maisie hizo una mueca de disgusto al pensar que las cazadoras de novio rico la consideraban una heroína triunfadora, pero no dijo nada, porque seguramente se lo merecía. Nora se había casado por dinero y le encantaba reconocerlo ante Maisie, porque daba por supuesto que Maisie había hecho lo mismo y estaba en lo cierto.
—No me quejo —dijo Nora—, pero yo pesqué la oveja negra de la familia, el que carece de capital. Tú te casaste con uno de los hombres más ricos del mundo.
«La sorpresa que te llevarías —pensó Maisie—, si supieses lo dispuesta que estaría a intercambiar el esposo contigo».
Al día siguiente, Maisie llevó a Nora a su modista.
Apartó la idea de su mente. Muy bien, Nora y ella eran dos personas de la misma clase. Ayudaría a Nora a ganarse la aceptación de las brujas y de los esnobs que llevaban la voz cantante en la sociedad.
—No hables nunca del precio de las cosas —empezó, recordando sus propios errores—. Pase lo que pase, conserva siempre la calma y no te sulfures por nada. Si tu cochero sufre un ataque cardíaco, el carruaje se estrella, el viento se lleva tu sombrero y se te caen los pantalones, limítate a decir: «¡Dios santo, qué emocionante!», y coge un coche de punto. Ten presente en todo momento que el campo es mejor que la ciudad, el ocio superior al trabajo, lo antiguo es preferible a lo moderno y la categoría social es más importante que el dinero. Has de saber un poco de todo, pero sin ser nunca especialista en nada. Ejercítate en hablar sin mover los labios, mejorará tu acento. Cuéntale a la gente que tu bisabuelo era granjero en el condado de York: el condado de York es demasiado extenso para que nadie lo conozca del todo y la agricultura es la manera más honorable de ser pobre.
Nora adoptó una postura afectada, la acompañó de una expresión ambigua y dijo lánguidamente:
—Santo Dios, cuántas cosas tengo que aprender y recordar, ¿cómo voy a arreglármelas?
—Perfecto —aprobó Maisie—. Lo vas a hacer estupendamente.