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—¿Y cómo está la querida Rachel? —preguntó Augusta a Micky, al tiempo que le servía el té.

—Muy bien —respondió Micky—. Tal vez venga luego.

En realidad, no acababa de entender a su esposa. Era virgen cuando se casaron, pero se comportaba como una prostituta. Se sometía a él en cualquier momento, en cualquier lugar, y siempre con entusiasmo. Una de las primeras cosas que pretendió fue atarla a la cabecera de la cama, recrear la imagen que alegró su mente la primera vez que se sintió atraído por la muchacha; y, no sin cierta decepción por parte de Micky, Rachel accedió a sus deseos. Hasta entonces, él no había propuesto nada a lo que ella se hubiera resistido. Incluso la había tomado en el salón, donde era constante el riesgo de que los sirvientes les sorprendiesen; Rachel pareció disfrutar allí más que nunca.

Por otra parte, era todo lo contrario a la sumisión en las demás cuestiones de la vida. Discutía con él en lo referente a la casa, la servidumbre, el dinero, la política y la religión. Cuando él se hartaba de contradecirla, intentaba ignorarla y luego la insultaba, pero no conseguía nada. A Rachel le dominaba la engañosa ilusión de que le asistía tanto derecho como a un hombre a tener sus propios puntos de vista.

—Confío en que represente una ayuda en tu trabajo —dijo Augusta.

Micky asintió.

—Es una buena anfitriona a la hora de ejercer de embajadora —repuso Micky—. Atenta y rebosante de gracia.

—Creo que se lució en la fiesta que organizasteis en honor del embajador Portillo —comentó Augusta.

Portillo era el enviado portugués y Augusta y Joseph habían asistido a la cena.

—Rachel tiene el increíble proyecto de abrir una casa de maternidad para mujeres solteras —dijo Micky mostrando su irritación.

Augusta mostró su repulsa con un negativo movimiento de cabeza.

—Eso es imposible para una mujer con la posición social que tiene ella. Además, ya hay un par de instituciones de maternidad.

Rachel afirma que se trata de instituciones religiosas que sólo se dedican a recordar a las mujeres lo malas que son. El establecimiento que ella propone las ayudará sin obligarlas a rezar.

—Peor que peor —dijo Augusta—. ¡Imagínate lo que diría la prensa sobre ello!

—Exacto. Me he mantenido muy firme en ese asunto.

—Es una muchacha afortunada —manifestó Augusta, a la vez que obsequiaba a Micky con una sonrisa íntima.

El hombre comprendió que trataba de coquetear y se abstuvo de corresponder. Lo cierto era que estaba demasiado comprometido con Rachel. Ciertamente, no la amaba, pero en sus relaciones con ella había profundizado enormemente, y ella absorbía todo su vigor sexual. Para compensar su distracción, retuvo unos segundos la mano de Augusta, cuando ella le pasaba la taza de té.

—Me halaga —dijo Micky en voz baja.

—No lo dudo. Pero creo que algo te preocupa.

—La querida señora Pilaster, tan perspicaz como siempre. ¿Cómo voy a imaginar que puedo ocultarle algo? —Le soltó la mano y cogió la taza de té—. Sí, estoy un poco nervioso en lo que concierne al ferrocarril de Santamaría.

—Creí que los socios habían llegado ya a un acuerdo.

—Así fue, pero parece que organizar esas cosas lleva mucho tiempo.

—El mundo de las finanzas se mueve muy despacio.

—Yo lo comprendo, pero mi familia, o mejor, mi padre, me remite dos cables a la semana. Maldigo el día en que el telégrafo llegó a Santamaría.

Irrumpió Edward con la noticia.

—¡Ha vuelto Antonio Silva! —dijo antes de haber cerrado la puerta.

Augusta palideció.

—¿Cómo lo sabes?

—Hugh le ha visto.

—Eso es un golpe —reconoció Augusta, y a Micky le sorprendió observar que a la mujer le temblaba la mano mientras posaba la taza y el platillo.

—Y David Middleton todavía anda por ahí formulando preguntas —dijo Micky.

Recordaba la conversación que Middleton había mantenido con Hugh en el baile de la duquesa de Tenbigh. Micky fingía estar preocupado, pero apenas se sentía disgustado. Le gustaba que Edward y Augusta recordasen de vez en cuando el culpable secreto que compartían.

—No es sólo eso —informó Edward—. Trata de sabotear la emisión de bonos del ferrocarril de Santamaría.

Micky frunció el ceño. La familia de Tonio se había opuesto al plan del ferrocarril en la propia Córdoba, pero el presidente García rechazó sus argumentos. ¿Qué podía hacer Tonio en Londres?

A Augusta se le ocurrió la misma pregunta.

—¿Acaso puede hacer algo?

Edward tendió a su madre un puñado de papeles.

—Lee esto.

—¿Qué es? —inquirió Micky.

—Un artículo que Tonio tiene intención de publicar en The Times, acerca de las explotaciones mineras de nitrato de tu familia.

Augusta echó un rápido vistazo a las cuartillas.

—Asegura que la vida de los mineros de nitrato es dura y peligrosa —dijo en tono irónico—. ¿Quién va a suponer que es una fiesta en un parque?

—También dice —añadió Edward— que, por desobediencia, se flagela a las mujeres y se mata a tiros a los niños.

—¿Y eso qué tiene que ver con vuestra emisión de bonos? —quiso saber Augusta.

—El ferrocarril transportará el nitrato a la capital. A los 400 inversores no les hace ninguna gracia la controversia. Muchas de ellos ya miran con desconfianza los bonos de América del Sur. Un asunto como éste podría ahuyentarlos definitivamente.

—Intentamos conseguir que otro banco participe con nosotros en el negocio, pero básicamente vamos a dejar que Tonio publique el artículo, a ver qué sucede. Si la publicidad negativa que puede originar hunde los valores suramericanos, tendremos que renunciar a la emisión del ferrocarril de Santamaría.

Al infierno el maldito Tonio. Era hábil, el muy condenado… y Papá Miranda un estúpido, al convertir sus minas en campamentos de esclavos y esperar conseguir dinero en el mundo civilizado. ¿Pero qué podría hacerse? Micky se devanaba los sesos. Había que silenciar a Tonio, pero no era posible convencerle ni sobornarle. Un escalofrío heló el corazón de Micky al comprender que no le quedaba más remedio que recurrir a métodos más contundentes y peligrosos.

Fingió tranquilidad.

—Por favor, ¿puedo ver ese artículo?

Augusta se lo pasó.

De lo primero que Micky tomó nota mental fue de la dirección del hotel que figuraba en el membrete. Adoptó un aire despreocupado, que desde luego era incapaz de sentir, y dijo:

—Pero si esto no es ningún problema. En absoluto.

—¡Aún no lo has leído! —protestó Edward.

—No necesito leerlo. He visto la dirección.

—¿Y qué?

—Ahora que sabemos dónde encontrarle, podemos hacerle una visita y llegar a un acuerdo con él —dijo Micky—. Dejen que me encargue del asunto.