La noticia de la caída de Hugh se difundió por toda la City en cuestión de horas. A la tarde siguiente, personas que clamaban por entrevistarse con él para presentarle rentables proyectos de líneas ferroviarias, fábricas de acero, astilleros y urbanizaciones suburbanas cancelaban sus citas. En el banco, empleados que antes le veneraban ahora le veían como un directivo más. Descubrió que podía entrar en cualquier café de los alrededores del Banco de Inglaterra sin atraer sobre sí automáticamente a puñados de personas deseosas de conocer su opinión acerca de la Gran Línea Ferroviaria Principal, la cotización de los bonos de Lousiana o la deuda nacional estadounidense.
En la sala de los socios hubo un tenso intercambio de pareceres. Tío Samuel se mostró indignado al anunciar Joseph que no se podía nombrar socio a Hugh. Sin embargo, Young William se alineó con su hermano Joseph y el mayor Hartshorn hizo lo mismo, por lo que Samuel quedó en desventaja a la hora de votar.
Fue Jonas Mulberry, el calvo y lúgubre jefe de negociado, quien informó a Hugh de lo sucedido entre los socios.
—He de decir que lamento la decisión, don Hugh —dijo con evidente sinceridad—. Cuando usted trabajaba a mis órdenes, como auxiliar, nunca intentó cargar sobre mí la culpa de sus equivocaciones… a diferencia de otros miembros de la familia con los que traté en el pasado.
—No me hubiera atrevido, señor Mulberry —repuso Hugh sonriente.
Nora se pasó llorando toda una semana. Hugh se negó a culparla de lo sucedido. Nadie le había obligado a casarse con ella: tenía que aceptar la responsabilidad de sus propias decisiones. Si la familia de Hugh tuviera el menor ápice de decencia se pondrían de su parte en una crisis como aquélla, pero Hugh nunca había esperado que le proporcionaran esa clase de apoyo.
Cuando Nora superó su disgusto, se mostró más bien indiferente y poco comprensiva, revelando una dureza de corazón que sorprendió a Hugh. La mujer no podía entender lo que el nombramiento de socio significaba para su marido. No sin sentirse decepcionado, Hugh comprendió que a Nora no se le daba bien imaginar los sentimientos de otras personas. Supuso que ello se debía a que creció en la pobreza y huérfana de madre, lo que la obligó a poner por delante sus propios intereses durante toda su vida. Aunque la actitud de Nora le desconcertaba, eso caía en el olvido cuando, por la noche, vestidos con sus prendas de dormir, se acostaban juntos en la enorme y blanda cama y hacían el amor.
El resentimiento fue aumentando dentro de Hugh como una úlcera, pero ahora tenía esposa, una casa grande y nueva, y seis criados que mantener, de modo que no le quedaba más remedio que seguir en el banco. Le habían asignado un despacho un piso más arriba del que ocupaba la sala de los socios, y Hugh extendió en la pared un mapa de América del Norte. Todos los lunes preparaba un resumen de las operaciones mercantiles norteamericanas efectuadas la semana anterior y se lo enviaba por cable a Sidney Madler, a Nueva York. El segundo lunes después del baile de la duquesa de Tenbigh, en la oficina del telégrafo, situada en la planta baja, encontró a un desconocido, un muchacho de morena cabellera y unos veintiún años.
—¡Hola! —le saludó con una sonrisa—. ¿Quién eres?
—Simón Oliver —respondió el hombre, con un acento que sonaba vagamente a español.
—Debes de ser nuevo aquí —dijo Hugh, al tiempo que le tendía la mano—. Soy Hugh Pilaster.
—¿Cómo estás? —repuso Oliver. Parecía un tanto malhumorado.
—Trabajo en los empréstitos norteamericanos —dijo Hugh—. ¿Y tú?
—Auxiliar administrativo a las órdenes de don Edward.
Hugh encontró la conexión.
—¿Eres de América del Sur?
—Sí, de Córdoba.
Eso tenía sentido. Como quiera que la especialidad de Edward era América del Sur en general y Córdoba en particular, sería de gran utilidad contar con la colaboración de un natural de ese país, sobre todo teniendo en cuenta que Edward no hablaba español.
—Fui al colegio con el embajador de Córdoba, Micky Miranda —explicó Hugh—. Debes de conocerle.
—Es mi primo.
—Ah. —No tenían el menor parecido familiar, pero Oliver vestía inmaculadamente, con prendas bien cortadas, planchadas y cepilladas, el pelo repeinado y engominado, los zapatos relucientes: sin duda todo a imagen y semejanza de su triunfante primo—. Bueno, espero que te guste trabajar con nosotros.
—Gracias.
Hugh iba muy pensativo durante el regreso a su despacho situado encima de la planta baja. Edward precisaba toda la ayuda que pudiera, pero a Hugh no dejaba de preocuparle el que Micky hubiera situado a un primo suyo en un puesto del banco de tanta influencia.
Su inquietud quedó justificada al cabo de unos días.
Fue otra vez Jonas Mulberry quien le dijo lo que estaba sucediendo en la sala de los socios. Mulberry entró en el despacho de Hugh con una relación de los pagos que el banco tenía que efectuar en Londres por cuenta del gobierno de Estados Unidos, pero el motivo real de su visita era charlar. Su rostro de perro de aguas era más largo que nunca cuando dijo:
—No me gusta, don Hugh. Los bonos de América del Sur nunca han sido buenos.
—¿Estamos lanzando una emisión de bonos suramericanos, entonces?
Mulberry asintió con la cabeza.
—Don Edward la propuso y los socios están conformes.
—¿Para qué son esos bonos?
—Una nueva línea ferroviaria de la capital, Palma, a la provincia de Santamaría.
—Cuyo gobernador es Papá Miranda…
—Padre del señor Miranda, amigo de don Edward. Y tío del ayudante de Edward, Simón Olivero.
Mulberry meneó la cabeza reprobadoramente.
—Yo trabajaba aquí cuando, hace quince años, el gobierno venezolano dejó al descubierto el pago de sus bonos. Mi padre, Dios lo tenga en su santa gloria, recordaba el incumplimiento de Argentina, en 1828. Y mire los bonos mexicanos… pagan dividendos de vez en cuando. ¿Quién ha oído hablar de bonos que liquidan sólo de vez en cuando?
Hugh asintió.
—De cualquier modo, los inversores a quienes les gusten los ferrocarriles pueden conseguir el cinco y el seis por ciento de su dinero invirtiéndolo en Estados Unidos… ¿por qué ir a Córdoba?
—Exacto.
Hugh se rascó la cabeza.
—Bueno, trataré de averiguar en qué están pensando.
Mulberry agitó un manojo de papeles.
—Don Samuel me pidió un resumen de pasivos de las aceptaciones del Lejano Oriente. Podría llevarle las cifras usted mismo.
Hugh sonrió.
—Está usted en todo.
Cogió los documentos y bajó a la sala de los socios.
Sólo estaban allí Samuel y Joseph. Joseph dictaba cartas a un taquígrafo y Samuel examinaba atentamente un mapa de China. Hugh depositó el informe encima de la mesa de Samuel.
—Mulberry me pidió que le trajera esto —dijo.
—Gracias. —Samuel alzó la vista y sonrió—. ¿Tienes algo más en la cabeza?
—Sí. Me pregunto por qué respaldamos el ferrocarril de Santamaría.
Hugh notó que Joseph hacía una pausa en su dictado. Pero luego lo reanudó.
—No es la inversión más sugestiva que hayamos lanzado, te lo garantizo —dijo Samuel—, pero avalada por el nombre de Pilaster seguramente será rentable.
—Eso mismo podría decirse de todas las emisiones que se nos propusieran —objetó Hugh—. La razón por la que nuestro prestigio es tan alto se debe a que nunca ofrecemos a los inversores unas acciones que sólo «están bien», a secas.
—Tu tío Joseph tiene la impresión de que América del Sur puede estar a punto para una reactivación de su desarrollo.
Al oír pronunciar su nombre, Joseph se les acercó.
—Esto es meter la punta del pie en el agua para comprobar su temperatura.
—Pues es arriesgado.
—Si mi bisabuelo no se hubiera arriesgado a invertir todo su capital en un barco negrero, el Banco Pilaster no existiría hoy.
—Pero desde entonces —observó Hugh—, el Banco Pilaster siempre ha dejado que las casas más pequeñas y más especulativas fuesen las que metieran la punta del pie en el agua.
A tío Joseph no le gustaba que le llevasen la contraria y repitió en tono irritado:
—Una excepción no nos perjudicará.
—Pero la tendencia a hacer excepciones puede perjudicarnos profundamente.
—No te corresponde a ti juzgar.
Hugh frunció el entrecejo. No le había engañado la intuición: la inversión carecía de sentido comercial y Joseph no podía justificarla. Entonces, ¿por qué la hizo? En cuanto se planteó la pregunta, Hugh comprendió cuál era la respuesta.
—Has emprendido este negocio a causa de Edward, ¿no? Quieres alentarle y ésta es la primera operación que se le ha presentado desde que le nombraste socio, así que le permites que la lleve adelante, aunque las perspectivas que ofrece no sean muy halagüeñas.
—¡No eres quién para poner en tela de juicio mis motivos!
—Ni tú eres quién para poner en peligro el dinero de otras personas sólo para favorecer a tu hijo. Dos pequeños inversores de Brighton y Harrogate pondrán sus ahorros en este ferrocarril y lo perderán todo si fracasa.
—No eres socio, así que tu opinión aquí no cuenta.
Hugh odiaba a quienes durante una discusión se salían por la tangente, en vez de enfocar el tema de modo frontal, y replicó mordazmente:
—Pero soy un Pilaster, y cuando degradas el buen nombre del banco, me estás degradando también a mí, a mi apellido.
—Me parece que hoy ya has dicho bastante, Hugh —intervino Samuel.
Hugh no ignoraba que debía callar, pero no pudo contenerse.
—Me temo que no, que no he dicho lo suficiente. —Se oyó a sí mismo gritar y bajó la voz—. Al llevar a cabo esta operación dilapidas el prestigio del banco. Nuestro buen nombre es nuestro activo más importante. Al utilizarlo de ese modo, derrochas tu capital.
Tío Joseph rebasó los límites de la cortesía.
—No te atrevas a plantarte aquí, en mi banco, y darme una conferencia sobre los principios de la inversión, insolente chiquilicuatro. ¡Sal de esta habitación!
Hugh contempló a su tío durante un largo instante. Estaba furioso y deprimido. El imbécil y débil Edward era socio, inducía al banco a emprender negocios ruinosos, con la ayuda de un padre poco sensato, y él, Hugh Pilaster, no podía impedirlo. Hirviendo de frustración, Hugh dio media vuelta y abandonó la sala dando un portazo.
Diez minutos después se presentaba ante Solly Greenbourne en solicitud de un empleo.
No estaba muy seguro de que los Greenbourne le aceptasen. Él constituía un activo que cualquier banco codiciaría, gracias a sus contactos en Canadá y Estados Unidos, pero los banqueros consideraban poco caballeroso piratear altos directivos a la competencia. Además, los Greenbourne podían temer que Hugh contase determinados secretos, a su familia cuando estuviesen a la mesa, y la circunstancia de que no fuese judío tal vez acentuara esos temores.
Sin embargo, los Pilaster le habían llevado a un callejón sin salida. Tenía que escapar.
Había llovido antes, pero el sol salió a media mañana y su calor arrancaba nubecillas de vapor al estiércol de caballo que alfombraba las calles de Londres. La arquitectura de la City era una mezcla de grandes edificios clásicos y viejas casas decrépitas: el de los Pilaster pertenecía al primer tipo, el de los Greenbourne al otro. Nadie hubiera supuesto que el Banco Greenbourne era más importante que el de los Pilaster, a juzgar por la apariencia de la oficina central. El negocio se había iniciado tres generaciones atrás, haciendo préstamos a los importadores de pieles, en dos habitaciones de una vieja casa de la calle del Támesis. A medida que fueron necesitando más espacio, los Greenbourne se limitaron a ir quedándose, una tras otra, con las casas contiguas y ahora el banco ocupaba cuatro edificios adyacentes y otros tres próximos. Pero en aquellos inmuebles destartalados se movía un mayor volumen de negocios que en el ostentoso esplendor del edificio del Banco Pilaster.
Dentro no reinaba en absoluto el reverencial silencio del vestíbulo del Pilaster. Hugh tuvo que abrirse camino casi a la fuerza entre las personas que atestaban el mismo portal, como solicitantes a la espera de que un rey medieval les concediese audiencia, todas y cada una de ellas convencidas de que si lograban hablar con Ben Greenbourne, presentar su caso o plantearle su propuesta harían fortuna. Los pasillos en zigzag y las estrechas escaleras del interior estaban obstruidos por viejos archivadores metálicos, cajas de cartón con material de escritorio y garrafas de tinta, y cada cubículo aprovechable se había convertido en oficina para un empleado. Hugh encontró a Solly en una amplia habitación de suelo irregular y con una ventana torcida que daba al río. El voluminoso cuerpo de Solly estaba medio oculto detrás de un escritorio sobre el que se apilaban montones de documentos.
—Vivo en un palacio y trabajo en un cuchitril —comentó Solly alegremente—. He intentado convencer a mi padre para que adquiera un edificio como el vuestro, dedicado expresamente a oficinas, pero dice que la propiedad no es rentable.
Hugh se sentó en un sofá apelmazado y aceptó una copa grande de jerez. Se sentía incómodo porque, en un rincón de su cerebro, pensaba en Maisie. La había seducido antes de que se convirtiera en esposa de Solly y lo hubiera hecho de nuevo de haberlo permitido ella. «Pero todo ha terminado ya», se dijo. Maisie mantuvo cerrada con llave la puerta de su alcoba en Kingsbridge Manor y él se había casado con Nora. No tenía intención de ser un marido infiel.
A pesar de todo, no dejaba de sentirse incómodo.
—He venido a verte porque quiero hablar de negocios —dijo.
Solly, hizo un ademán con la mano abierta.
—Tienes la palabra.
—El terreno en el que me he especializado es América del Norte, como sabes.
—¡No me digas! Lo tienes tan bien cogido y envuelto que ni siquiera hemos podido echar allí una mirada.
—Exacto y, como consecuencia, os estáis perdiendo una buena cantidad de operaciones provechosas.
—No hace falta que me lo refriegues por la cara. Mi padre no cesa de preguntarme continuamente por qué no te cultivo más.
—Lo que necesitáis es que alguien con experiencia en Norteamérica ponga manos a la obra, establezca una oficina vuestra en Nueva York y empiece a buscar negocio.
—Eso y un hada madrina.
—Hablo en serio, Greenbourne. Yo soy vuestro hombre.
—¡Tú!
—Quiero trabajar para vosotros.
Solly se quedó estupefacto. Miró por encima de la montura de sus gafas, como si tratara de asegurarse de que era realmente Hugh quien había dicho aquello.
—Supongo que debe de ser a causa del incidente que ocurrió en el baile de la duquesa de Tenbigh —aventuró al cabo de un momento.
—Han dicho que, por culpa de mi esposa, no me harán socio de la firma.
Hugh pensaba que Solly simpatizaría con él, puesto que también se había casado con una joven de clase social inferior.
—Lo siento —se condolió Solly.
—Pero no pido ningún favor —dijo Hugh—. Sé lo que valgo y tendrás que pagar mi precio si quieres mi colaboración. Ahora estoy ganando mil al año, y espero seguir subiendo mientras continúe proporcionando más y más beneficios al banco.
—Eso no es problema.
Solly meditó durante unos segundos.
—Podría anotarme un gran éxito, ya sabes. Te agradezco la oferta. Eres un buen amigo y un hombre de negocios formidable.
Hugh volvió a pensar en Maisie y sintió una punzada de culpabilidad al oír las palabras «buen amigo». Solly continuó:
—Nada me gustaría más que tenerte trabajando conmigo.
—Detecto un «pero» sobrentendido —dijo Hugh, al tiempo que se le estremecía el corazón.
Solly meneó su cabeza de búho.
—Ningún pero en lo que a mí concierne. Naturalmente, no puedo contratarte como contrataría a un tenedor de libros. Eso tendré que dejarlo claro con mi padre. Pero ya sabes cómo funcionan las cosas en el mundo de la banca: los beneficios son un argumento que pesa más que todos los demás. No me imagino a mi padre rechazando la posibilidad de conseguir un buen pedazo del pastel del mercado norteamericano.
Hugh no quería dar la impresión de que estaba demasiado impaciente y ávido, pero no pudo evitar la pregunta:
—¿Cuándo hablarás con él?
—¿Por qué no ahora? —dijo Solly. Se puso en pie—. Es cuestión de un minuto. Tómate otra copa de jerez.
Salió.
Hugh sorbió su jerez, pero estaba tan sobre ascuas que le costó trabajo ingerirlo. Nunca había solicitado un empleo. Era desconcertante darse cuenta de que su futuro dependía del capricho del anciano Ben Greenbourne. Comprendió por primera vez los sentimientos de los jóvenes pelagatos con cuello duro a los que había entrevistado para una plaza de oficinista. Inquieto, se levantó y fue a la ventana. En la orilla opuesta del río, una gabarra descargaba fardos de tabaco en un almacén: era tabaco de Virginia, probablemente él habría financiado la transacción.
Tuvo una sensación de destino incierto, un poco como la que había experimentado seis años atrás al subir a bordo del barco que le llevó a Boston: la sensación de que nada volvería a ser lo mismo.
Volvió Solly, acompañado de su padre. Ben Greenbourne tenía el porte erguido y la cabeza en forma de bala de un general prusiano. Hugh le estrechó la mano y observó con zozobra su semblante. Tenía una expresión solemne. ¿Significaba eso un «No»?
—Solly me ha dicho que tu familia ha decidido no ofrecerte la condición de socio de la firma —dijo Ben. Su forma de hablar era fríamente precisa, el acento recortado. Hugh pensó que el hombre era muy distinto a su hijo.
—Para ser exactos, me la ofrecieron y después retiraron la oferta —concretó Hugh.
Ben asintió. Era un hombre que apreciaba la precisión.
—No me corresponde a mí criticar su discernimiento. Sin embargo, si tu experiencia norteamericana está en venta, desde luego soy un comprador.
A Hugh, el corazón le dio un salto en el pecho. Aquello sonaba a oferta de empleo.
—¡Gracias! —dijo.
—Pero no quisiera que te hicieses vanas ilusiones, así que hay algo que debemos dejar claro desde el principio. No es probable que llegues a alcanzar aquí la categoría de socio.
Hugh no había ido tan lejos en sus previsiones, pero, no obstante, fue un golpe.
—Comprendo —articuló.
—Te lo digo ahora para que lo tengas presente en tu trabajo. Muchos cristianos son colegas valiosos y apreciados amigos, pero, hasta ahora, los socios de este banco han sido siempre judíos, y siempre lo serán.
—Agradezco su sinceridad —dijo Hugh. Estaba pensando: «Por Dios, eres un viejo de corazón gélido».
—¿Sigues queriendo el empleo?
—Sí.
Ben Greenbourne volvió a sacudir la cabeza.
—En ese caso, estoy deseando empezar a trabajar contigo —dijo, y abandonó el despacho.
Solly sonrió de oreja a oreja.
—¡Bienvenido a la firma!
Hugh se sentó.
—Gracias.
La idea de que nunca alcanzaría la condición de socio depreciaba un tanto el alivio y la satisfacción, pero hizo un esfuerzo para poner al mal tiempo buena cara. Obtendría un buen salario y viviría cómodamente: el único inconveniente era que jamás sería millonario… para ganar tanto dinero uno tenía que ser socio del banco.
—¿Cuándo puedes empezar? —preguntó Solly, como si no viera la hora de ello.
Hugh no había pensado en eso.
—Probablemente tendré que avisarles con nueve días de anticipación.
—Procura que sea menos tiempo, si puedes.
—Solly, esto es formidable. No puedo expresarte lo contento que estoy.
—Yo también.
Hugh no supo qué añadir, así que se levantó, dispuesto a retirarse, pero Solly dijo:
—¿Puedo hacerte una sugerencia?
—Por supuesto.
Hugh volvió a sentarse.
—Se refiere a Nora. Espero que no lo tomes como una ofensa.
Hugh vaciló. Eran viejos amigos, pero ciertamente no deseaba hablar de Nora con Solly. Sus propios sentimientos eran ambivalentes. Se sentía avergonzado por la escena que montó y, sin embargo, sabía que su mujer tenía justificación para ello. Estaba a la defensiva respecto al acento de Nora, a sus modales y a sus orígenes humildes, pero al mismo tiempo le enorgullecía que fuese tan guapa y tan encantadora.
A pesar de todo, difícilmente podía mostrarse susceptible con el hombre que iba a dar nuevo impulso a su carrera.
—Adelante —dijo.
—Como sabes, yo también me casé con una muchacha que… no estaba acostumbrada a la alta sociedad.
Hugh asintió con la cabeza. Lo sabía perfectamente, aunque ignoraba el modo en que Solly y ella hicieron frente a la situación, ya que él se encontraba fuera del país cuando se casaron. Debieron de arreglárselas bastante bien, puesto, que Maisie se había convertido en una de las principales anfitrionas de la sociedad londinense, y si alguien recordaba su plebeya extracción, nunca aludía a ello. Era un caso poco común, pero no único: Hugh tenía noticia de dos o tres celebradas bellezas pertenecientes a la clase trabajadora a las que la sociedad londinense había aceptado.
—Maisie sabe lo que Nora está pasando —continuó Solly—. Podría serle de gran ayuda: aleccionarle sobre lo que debe hacer y decir, los errores que tiene que evitar, los sitios donde adquirir vestidos y sombreros, la forma de dirigir al mayordomo y al ama de llaves, todo eso. Maisie siempre te ha apreciado mucho, Hugh, así que estoy seguro de que le encantará echar una mano. Y no hay motivo para que Nora no utilice el mismo sistema que empleó Maisie y no acabe convertida en pilar de la sociedad.
Hugh se conmovió hasta llegar casi a las lágrimas. Aquel gesto de apoyo por parte de su antiguo amigo le llegó al corazón.
—Se lo propondré —dijo con cierta sequedad, destinada a ocultar sus sentimientos. Se puso en pie para marcharse.
—Espero no haberme pasado de la raya —dijo Solly, inquieto, cuando se estrecharon la mano.
Hugh se encaminó a la puerta.
—Todo lo contrario. Maldita sea, Greenbourne, eres mejor amigo de lo que me merezco.
A su regreso al Banco Pilaster, Hugh encontró esperándole una nota. Decía:
10,30 de la mañana
Querido Pilaster:
Tengo que verte en seguida. Me encontrarás en el café de la Plage, a la vuelta de la esquina. Te espero. Tu viejo amigo.
ANTONIO SILVA
¡Así que Tonio había vuelto! Su carrera quedó destrozada cuando, en una partida de cartas con Edward y Micky, perdió una suma que después no pudo pagar. Abandonó el país, cubierto de oprobio, aproximadamente por las fechas en que lo hizo Hugh. ¿Qué había sido de él desde entonces? Lleno de curiosidad, Hugh se fue derecho al café.
Encontró a un Tonio más viejo, desharrapado y abatido.
Leía The Times sentado en un rincón del local. Tenía la misma pelambrera desgreñada color zanahoria, pero aparte de eso no quedaba nada del colegial enredador y travieso, ni del joven pródigo y libertino. Aunque sólo tenía veintiséis años, la misma edad que Hugh, alrededor de sus ojos ya aparecían pequeñas arrugas hijas de la preocupación.
—Triunfé en toda regla en Boston —respondió Hugh a la primera pregunta de Tonio—. Volví en enero. Pero no he dejado de tener problemas con mi maldita familia una y otra vez. ¿Qué me dices de ti?
—En mi país ha habido grandes cambios. Mi familia ya no es tan influyente como lo fue en otro tiempo. Todavía controlamos Milpita, la capital de nuestra provincia de origen, pero en la capital de la nación otros se han interpuesto entre los Silva y el presidente García.
—¿Quiénes?
—La facción Miranda.
—¿La familia de Micky?
—La misma. Se apoderaron de los yacimientos de nitrato del norte del país y eso les enriqueció. Monopolizan también las relaciones comerciales con Europa, gracias a sus conexiones con el banco de tu familia.
A Hugh le sorprendió la noticia.
—Sabía que Edward estaba haciendo grandes negocios en Córdoba, pero ignoraba que las operaciones se realizasen a través de Micky. A pesar de todo, supongo que eso no tiene importancia.
—Pues la tiene —dijo Tonio. Se sacó un fajo de papeles del bolsillo interior de la chaqueta—. Tómate un minuto para leer esto. Es un artículo que he escrito para The Times.
Hugh cogió el manuscrito y empezó a leerlo. Describía las condiciones de trabajo en una mina de nitrato propiedad de los Miranda. Dado que la explotación comercial la financiaba el Banco Pilaster, Tonio responsabilizaba al banco de los malos tratos que sufrían los mineros. Al principio, Hugh no se sintió impresionado: jornadas laborales largas, salarios de miseria y trabajo infantil eran características que se daban en todas las minas del mundo. Pero a medida que avanzaba en la lectura, comprendió que aquello era mucho peor. En las minas de los Miranda, los capataces llevaban látigos y armas de fuego, que utilizaban sin reservas para imponer la disciplina. A los trabajadores —incluidos mujeres y niños— se les flagelaba cuando disminuía su ritmo, y si intentaban marcharse antes de cumplir su contrato se disparaba contra ellos. Tonio tenía testigos oculares que referían tales «ejecuciones».
Hugh se horrorizó.
—¡Pero esto es asesinato! —exclamó.
—Eso mismo.
—¿Está enterado de ello vuestro presidente?
—Lo sabe. Pero los Miranda son ahora sus favoritos.
—¿Y tu familia…?
—Hubo una época en que podíamos poner coto a tales abusos. Pero ahora, controlar nuestra propia provincia requiere todo el esfuerzo de los Silva.
A Hugh le mortificó la idea de que su propia familia y el Banco Pilaster financiara una industria tan brutal, pero, por unos instantes, trató de dejar a un lado sus sentimientos y pensar fríamente en las consecuencias de aquello. El artículo que había escrito Tonio era precisamente la clase de material que The Times publicaría encantado. Se pronunciarían discursos en el Parlamento y se recibirían cartas al director en los semanarios. La conciencia social de los hombres de negocios, muchos de los cuales eran metodistas, les induciría a pensárselo cuidadosamente antes de relacionarse con los Pilaster. Sería extraordinariamente nefasto para el banco.
«¿Debo preocuparme?», pensó Hugh. El banco le había tratado mal y estaba a punto de abandonarlo. Pero, a pesar de todo, no podía pasar por alto el problema. Aún estaba empleado en el Pilaster, a fin de mes cobraría su sueldo y, al menos hasta entonces, debía su lealtad al banco. Estaba obligado a hacer algo. ¿Qué quería Tonio? El hecho de que enseñara a Hugh el artículo antes de publicarlo sugería que deseaba hacer un trato.
—¿Cuál es tu objetivo? —le preguntó—. ¿Quieres que dejemos de financiar el comercio del nitrato?
Tonio sacudió la cabeza.
—Si los Pilaster se retiran, otros cogerán el relevo… otro banco con la piel de la conciencia más gruesa y dura. No, debemos ser más sutiles.
—¿Has pensado en algo concreto?
—Los Miranda proyectan construir una línea ferroviaria.
—Ah, si. El ferrocarril de Santamaría.
—Ese ferrocarril hará de Papá Miranda el hombre más rico y poderoso de todo el país, salvo el propio presidente y Papá Miranda es una alimaña. Quiero que se suspenda el proyecto del ferrocarril.
—Y por eso vas a publicar este artículo.
—Varios artículos y celebraré reuniones, pronunciaré conferencias, presionaré a diputados del Parlamento y trataré de conseguir que el ministro de Asuntos Exteriores me conceda una audiencia: haré todo lo posible e imposible para socavar la financiación de ese ferrocarril.
Hugh pensó que también podía dar resultado. Los inversores huyen de todo lo que sea polémico. A Hugh le sorprendió el enorme cambio que se había producido en Tonio, del joven impetuoso incapaz de retirarse de una partida de naipes al prudente adulto que hacía campaña en pro de los mineros maltratados.
—¿Por qué acudes a mí?
—Podríamos abreviar el proceso. Si el banco decidiese no avalar los bonos del ferrocarril, yo no publicaría los artículos. Así, vosotros os evitaríais una desagradable publicidad negativa y yo conseguiría lo que quiero. —Tonio esbozó una sonrisa incómoda—. Confío en que no tomes esto como un chantaje. Sé que es algo drástico, pero no tan brutal como matar niños en una mina de nitrato.
Hugh meneó la cabeza.
—No es nada brutal. Admiro tu espíritu de cruzado. Las consecuencias que esto pueda tener para el banco a mí no me afectan de un modo directo… estoy a punto de despedirme.
—¿De veras? —Tonio se mostró atónito—. ¿Por qué?
—Es una larga historia. Te la contaré en otro momento. El resultado, sin embargo, es que lo único que puedo hacer es informar a los socios de que has acudido a mí con esta proposición. Ellos son los que están en condiciones de decidir qué opinan sobre el asunto y qué quieren hacer. De lo que sí estoy seguro es de que no me van a pedir mi opinión. —Aún tenía en la mano el manuscrito de Tonio—. ¿Puedo quedármelo?
—Sí, tengo una copia.
Las hojas de papel llevaban el membrete del Hotel Russe, domiciliado en la calle Berwick, en Soho. Hugh no había oído hablar de él: no se trataba de ninguno de los establecimientos hoteleros importantes de Londres.
—Te transmitiré lo que digan los socios.
—Gracias. —Tonio cambió de tema—. Lamento que nuestra conversación se haya tenido que centrar en este asunto. Hemos de reunirnos y hablar de los viejos tiempos.
—Has de conocer a mi esposa.
—Me encantaría.
—Me pondré en contacto contigo.
Hugh salió del café y regresó al banco. Al consultar el enorme reloj del vestíbulo le sorprendió constatar que, pese a todas las gestiones que había llevado a cabo durante la mañana, aún no era la una. Subió directo a la sala de los socios, en la que se encontraban Samuel, Joseph y Edward. Tendió el artículo de Tonio a Samuel, quien, tras leerlo, se lo pasó a Edward.
Éste se puso hecho una furia y no pudo llegar al final. Con el rostro como la grana a causa de la cólera, apuntó a Hugh con el índice, al tiempo que acusaba:
—¡Has tramado esto con tu viejo compinche del colegio! ¡Os habéis confabulado para arruinar todo el negocio con América del Sur! ¡Lo único que sucede es que te corroe la envidia porque a mí me han hecho socio y a ti no!
Hugh comprendió por qué estaba tan histérico. La operación comercial suramericana era la única contribución significativa que Edward había aportado a la firma.
—Eras un majadero en el colegio y todavía sigues siéndolo. —Hugh suspiró—. La cuestión es determinar si el banco quiere ser responsable del incremento del poder e influencia de Papá Miranda, hombre al que parece no importarle flagelar mujeres y asesinar niños.
—¡Eso no me lo creo! —protestó Edward—. La familia Silva es enemiga de los Miranda. Todo esto no es más que propaganda malintencionada.
—Estoy seguro de que eso es lo que dirá tu amigo Micky. Pero ¿es así?
Tío Joseph miró recelosamente a Hugh.
—Hace pocas horas entraste aquí con la intención de convencerme para que abandonara esa emisión. Me pregunto si esto no será un plan destinado a minar la primera operación importante que Edward va a llevar a cabo como socio.
Hugh se puso en pie.
—Si vas a lanzar dudas sobre mi buena fe, lo mejor es que me marche ahora mismo.
Se interpuso tío Samuel.
—Siéntate, Hugh —dijo—. No tenemos por qué averiguar si esa historia es cierta o no. Somos banqueros, no jueces. El hecho de que el ferrocarril de Santamaría vaya a ser polémico aumenta el riesgo de los bonos, lo cual significa que tenemos que reconsiderar la operación.
—No pienso dejarme intimidar —repuso tío Joseph agresivamente—. Dejemos que ese petimetre suramericano publique su artículo y que se vaya al diablo.
—Hay otro modo de llevar el asunto —murmuró Samuel tratando la beligerancia de Joseph con mayor seriedad de lo que merecía—. Podemos esperar a ver qué efecto tiene este artículo sobre la cotización de los valores suramericanos existentes hoy en el mercado: no son muchos, pero sí los suficientes como para calibrar ese efecto. Si caen en picado, cancelaremos el ferrocarril de Santamaría. Si no, continuaremos adelante.
Suavizado en cierto modo, Joseph aceptó:
—No me importa someterme a la decisión del mercado.
—Cabe considerar otra opción —prosiguió Samuel—. Podríamos intentar que otro banco participase con nosotros en la emisión de bonos y lanzarla conjuntamente. De esa forma, la publicidad hostil se debilitaría al tener un blanco dividido.
Hugh pensó que no le faltaba lógica a la idea. No es lo que él hubiese hecho; hubiera preferido cancelar la emisión de bonos. Pero la estrategia planteada por Samuel reduciría el riesgo, y eso era lo que la banca buscaba siempre. Como banquero, Samuel era mucho mejor que Joseph.
—Está bien —dijo Joseph con su impulsiva vehemencia de costumbre—. Edward, encárgate de encontrarnos un socio.
—¿A quién debo proponérselo? —preguntó Edward inquieto.
Hugh comprendió que no tenía ni idea acerca de un asunto como aquél.
Le respondió Samuel:
—Es una emisión importante. Si se piensa bien, no son muchos los bancos predispuestos a emprender una operación tan arriesgada en América del Sur. Tendrías que recurrir a los Greenbourne: puede que sean los únicos lo bastante fuertes como para aceptar el riesgo. Conoces a Solly Greenbourne, ¿verdad?
—Sí. Iré a verle.
Hugh se preguntó si no debería aconsejar a Solly que rechazase la propuesta de Edward, pero automáticamente cambió de idea: a él lo habían contratado como experto en América del Norte, y sería pecar de vanidoso si empezara a emitir opiniones sobre una zona completamente distinta. Decidió hacer un intento más para convencer a tío Joseph de que debía cancelar por completo la emisión.
—¿Por qué no nos limitamos a lavarnos las manos en lo que se refiere al ferrocarril de Santamaría? —dijo—. Es un negocio de escasa importancia. El riesgo siempre ha sido alto, y ahora tenemos encima la amenaza de una publicidad negativa. ¿Qué falta nos hace?
—Los socios han tomado su decisión —dijo Edward en tono petulante— y no tienes prerrogativa alguna para discutir y menos rechazar sus resoluciones.
Hugh se dio por vencido.
—Te doy la razón —dijo—. No soy socio, y pronto tampoco seré empleado.
Tío Joseph le miró, con el ceño fruncido.
—¿Qué significa eso?
—Me voy del banco.
Joseph se sobresaltó.
—¡No puedes hacer eso!
—Claro que puedo. Soy un simple empleado y me habéis tratado como tal. Así que, como simple empleado, me voy a trabajar a otro sitio, con un empleo mejor.
—¿Adónde?
—A decir verdad, iré a trabajar para los Greenbourne.
Los ojos de Joseph parecieron salírsele de las órbitas.
—¡Pero tú eres el único que lo sabe todo con respecto a los norteamericanos!
—Imagino que ése es el motivo por el que los Greenbourne tenían tantas ganas de contratarme —dijo Hugh.
No pudo evitar complacerse con la indignación de tío Joseph.
—¡Pero nos quitarás negocio!
—Debisteis pensar en eso en el momento de decidir retirar vuestra oferta de nombrarme socio.
—¿Cuánto te pagan?
Hugh se levantó para marcharse.
—No eres quién para preguntar eso —replicó con firmeza.
—¿Cómo te atreves a hablarle así a mi padre? —exclamó Edward.
El enojo de Joseph estalló como una burbuja, y ante la sorpresa de Hugh, el hombre se calmó automáticamente.
—Vamos, cállate, Edward —dijo—. Cierta dosis de astucia forma parte de las cualidades que ha de tener un buen banquero. Hay veces en que desearía que te parecieses un poco a Hugh. Puede que sea la oveja negra de la familia, pero al menos tiene agallas. —Se volvió hacia Hugh—. Muy bien, lárgate —dijo sin rencor—. Espero que te des un buen batacazo, pero temo que me voy a quedar con las ganas.
—Sin duda eso es lo más parecido a una despedida amable que voy a obtener de vuestra rama de la familia —dijo Hugh—. Buenos días.