El baile de disfraces de la duquesa de Tenbigh fue el primer gran acontecimiento de la temporada en el Londres de 1879. Durante varias semanas, antes de su celebración, todo el mundo habló de él. Se gastaron fortunas en trajes de fantasía y muchos se mostraban dispuestos a recorrer la distancia que fuera precisa para conseguir una invitación.
Augusta y Joseph no estaban invitados, lo cual no tenía nada de extraño; no pertenecían a la escala superior de la sociedad londinense. Pero Augusta deseaba ir, y adoptó mentalmente la decisión de asistir a aquella fiesta.
Tan pronto tuvo noticias del baile se apresuró a mencionárselo a Harriet Morte, quien respondió poniendo en su rostro una expresión de embarazo, pero sin decir nada. Azafata de la reina, lady Morte tenía una gran influencia social; y, por si fuera poco, era prima lejana de la duquesa de Tenbigh. A pesar de ello, no se brindó para conseguirle a Augusta la oportuna invitación.
Augusta verificó la cuenta de lord Morte en el Banco Pilaster y descubrió que tenía un descubierto de mil libras. Al día siguiente, el noble recibió una nota en la que se le preguntaba cuándo iba a regularizar aquel saldo deudor.
Augusta visitó a lady Morte aquel mismo día. Se disculpó, asegurando que le remitieron la nota por equivocación y que el empleado que la cursó ya estaba despedido. Después volvió a mencionar el baile.
El rostro normalmente impasible de lady Morte se animó de modo fugaz con una fulgurante expresión de puro odio al comprender el trato que se le estaba ofreciendo. Augusta siguió impávida. Le tenía sin cuidado lo que lady Morte sintiese hacia ella, sólo quería utilizarla y lady Morte se vio enfrentada a una simple alternativa: ejercer su influencia para que invitasen a Augusta al baile o reunir de inmediato las mil libras para saldar el descubierto. Eligió la opción más fácil, y las tarjetas de invitación llegaron al día siguiente.
A Augusta le molestó que lady Morte no le hubiese ayudado por propia voluntad. Resultaba hiriente haberse visto obligada a coaccionar a lady Morte. Llevada por su rencor, Augusta le exigió una invitación adicional para Edward.
Augusta iba a ir disfrazada de reina Isabel y Joseph se presentaría como conde de Leicester. La noche del baile, cenaron en casa y después se cambiaron de ropa. Una vez vestida, Augusta fue a la habitación de Joseph para ayudarle a ponerse el disfraz y hablarle de su sobrino Hugh.
Le había sacado de sus casillas el hecho de que a Hugh fuesen a nombrarle socio del banco al mismo tiempo que a Edward. Pero lo más humillante era que todo el mundo sabía que a Edward le iban a hacer socio sólo porque se había casado y había recibido por ello una inversión de doscientas cincuenta mil libras en el banco, mientras que a Hugh se le nombraba socio porque había procurado a la entidad unos beneficios espectaculares gracias a las operaciones conjuntas con Madler y Bell, de Nueva York. Ya había quien hablaba de Hugh como potencial presidente del consejo. Eso provocaba en Augusta un rabioso rechinar de dientes.
El ascenso tendría efecto a finales de abril, cuando se renovara formalmente el contrato anual de sociedad. Pero a principios de dicho mes, con gran satisfacción por parte de Augusta, Hugh cometió el increíble error de casarse con una muchacha regordeta, perteneciente a la clase trabajadora de Camden Town.
El episodio de Maisie, ocurrido seis años antes, había mostrado la debilidad de Hugh por las chicas del arroyo, pero Augusta jamás hubiera esperado que se casara con una de ellas. La ceremonia se celebró en la más estricta intimidad, en Folkestone, y a ella asistieron la madre y la hermana de Hugh, y el padre de la novia. Luego, Hugh informó al resto de la familia, presentándolo como fait accompli.
Mientras arreglaba la gorguera isabelina de Joseph, Augusta aventuró:
—Supongo que tendréis que pensar de nuevo eso de nombrar socio a Hugh, ahora que se ha casado con una criada.
—No es una criada, es corsetera. O lo era. Ahora es la señora de Pilaster.
—Da igual, un socio del Pilaster difícilmente puede tener por esposa a una dependienta.
—Debo decir que, en mi opinión, puede casarse con quien le plazca.
Augusta ya se temía que Joseph enfocara así la cuestión.
—No dirías eso si la chica fuera fea, huesuda y antipática —replicó en tono ácido—. Te muestras tan tolerante sólo porque es guapa y coqueta.
—Lo que ocurre, sencillamente, es que no lo considero un problema.
—Un socio del banco tiene que alternar con ministros, diplomáticos, dirigentes de grandes empresas. Esa chica no sabrá comportarse adecuadamente. Puede avergonzarle en cualquier momento.
—También puede aprender. —Joseph vaciló, antes de decir—: A veces creo que olvidas tus propios orígenes.
Augusta se irguió en toda su estatura.
—¡Mi padre tenía tres tiendas! —exclamó vehemente—. ¿Cómo te atreves a compararme con esa putilla?
Joseph se apresuró a plegar velas.
—Está bien, lo siento.
Augusta se sentía ultrajada.
—Es más, yo nunca trabajé en los establecimientos de mi padre —dijo—. Me educaron como a una dama.
—Ya me he disculpado, no se hable más del asunto. Es hora de marchar.
Augusta cerró la boca, pero hervía por dentro.
Edward y Emily les esperaban en el vestíbulo, disfrazados de Enrique II y Leonor de Aquitania. Edward tenía problemas con los galones dorados de las ligas y dijo a su madre:
—Adelantaos vosotros y luego me enviáis el coche.
—Ah, no —intervino Emily automáticamente—, quiero ir ahora. Te arreglas las ligas por el camino.
Emily tenía los ojos azules y una preciosa carita de niña.
Estaba muy atractiva con su vestido del siglo XII, con bordados, su manto y su larga toca en la cabeza. Sin embargo, Augusta había descubierto que no era tan tímida como parecía. Durante los preparativos para la boda quedó bien claro que Emily tenía voluntad propia. Dejó de mil amores que Augusta se encargase de organizar el desayuno nupcial, pero insistió, más bien con terquedad, en elegir personalmente su vestido de novia y sus damas de honor.
En el carruaje, una vez partieron, Augusta recordó vagamente que el matrimonio de Enrique II y Leonor había sido tormentoso. Confió en que Emily no le proporcionase a Edward demasiados quebraderos de cabeza. Desde el día de la boda, Edward siempre estuvo de mal humor, por lo que Augusta sospechaba que algo iba mal. Trató de averiguarlo interrogando a Edward con sutileza, pero el hombre no parecía dispuesto a soltar palabra.
Lo importante era que se había casado e iba a ser socio del banco. Estaba arreglado. Todo lo demás podía solucionarse.
El baile empezaba a las diez y media y los Pilaster llegaron a tiempo. Resplandecían todas las ventanas de Tenbigh House. Una multitud de curiosos se había congregado fuera de la casa y una larga fila de carruajes esperaba en Park Lane su turno para entrar en el patio. La muchedumbre acogía con aplausos los vestidos de los invitados cuando éstos se apeaban de los vehículos y subían por la escalinata que llevaba a la puerta. Mientras aguardaba, Augusta miró hacia adelante y vio entrar en la casa a Antonio y Cleopatra, varios caballeros y cabezas redondas, dos diosas griegas y tres Napoleones.
Por fin, su coche llegó a la entrada y se apearon. Dentro de la casa había otra cola que, desde el vestíbulo, ascendía por la curvada escalera hasta el rellano, donde el duque y la duquesa de Tenbigh, disfrazados de Salomón y reina de Saba, daban la bienvenida a sus invitados. El vestíbulo estaba repleto de flores, y una orquesta interpretaba música para amenizar la espera a los que formaban la cola.
Inmediatamente después de los Pilaster se encontraban Micky Miranda —invitado a causa de su condición de diplomático— y su esposa, Rachel. Micky aparecía más elegante y apuesto que nunca con las vestiduras de seda roja de su disfraz de cardenal Wolsely, y al verle, el corazón de Augusta se alborotó durante unos segundos. La mujer miró luego con ojo crítico a la esposa, que había optado por presentarse como esclava, lo que era más bien sorprendente. Augusta había incitado a Micky al matrimonio, pero no podía evitar una punzada de resentimiento hacia la joven más bien vulgar que había obtenido su mano. Rachel devolvió a Augusta la mirada fríamente, y tras besar la mejilla de la mujer, cogió con aire posesivo el brazo de Micky.
Mientras subían despacio por la escalera, Micky le transmitió a Rachel:
—Está aquí el enviado español… procura ser amable.
—Sé tú amable con él —repuso Rachel en tono crispado—. A mí me parece un baboso.
Micky frunció el entrecejo, pero no añadió nada más.
Con sus extremistas opiniones y sus modales contundentes, Rachel hubiera sido la esposa ideal de un periodista de investigación o un parlamentario radical. Augusta pensaba que Micky merecía alguien menos excéntrico y más atractivo físicamente.
Por delante, Augusta localizó a la otra pareja de recién casados: Hugh y Nora. Merced a su amistad con los Greenbourne, Hugh era miembro de la Marlborough Set, por lo que se le invitaba a todos los acontecimientos sociales, lo que no podía por menos que incomodar a Augusta. Hugh iba de rajá indio, y Nora parecía estar allí disfrazada de encantador de serpientes, con un vestido de lentejuelas con cortes que revelaban unos pantalones de odalisca. Llevaba enrolladas en los brazos y las piernas serpientes artificiales, y la cabeza de papier maché de una de ellas descansaba sobre su exuberante busto. Un escalofrío sacudió a Augusta.
—La esposa de Hugh es insufriblemente vulgar —le murmuró a Joseph.
El hombre se sintió inclinado a la indulgencia:
—Al fin y al cabo, sólo se trata de un baile de disfraces.
—Ninguna otra mujer de las que están aquí ha tenido el mal gusto de enseñar las piernas.
—No veo la diferencia entre un vestido y unos pantalones abiertos.
Augusta pensó, con desagrado, que Joseph probablemente disfrutaría admirando las piernas de Nora. Era muy fácil para una mujer así dejar a un hombre con la boca abierta.
—No creo que encaje bien como esposa de un socio del Banco Pilaster.
—Nora no tiene que tomar ninguna decisión financiera.
Augusta se hubiera puesto a lanzar gritos de frustración.
Evidentemente, no bastaba con que Nora fuese una chica de la clase obrera. Tendría que hacer algo imperdonable antes de que Joseph y los demás socios se volvieran contra Hugh.
Bueno, era una idea.
La indignación de Augusta se apagó a la misma velocidad con que se había encendido. Tal vez, se dijo, habría algún modo de conseguir que Nora se metiese en un buen brete. Miró de nuevo hacia la parte superior de la escalera y observó a su presa.
Nora y Hugh conversaban con el agregado húngaro, el conde De Tokoly, un hombre de dudosa moralidad que iba apropiadamente disfrazado de Enrique VIII. Nora era precisamente la clase de chica que encantaría al conde, pensó Augusta con resentimiento. Las damas respetables cruzarían hasta el otro lado de una habitación para evitar hablar con él, pero a pesar de todo le habían invitado porque formaba parte del cuerpo diplomático acreditado. No captó el menor indicio de desaprobación en el semblante de Hugh mientras su esposa aleteaba las pestañas ante el viejo libertino. A decir verdad, la cara de Hugh sólo manifestaba adoración. Estaba excesivamente enamorado para darse cuenta de la falta. Pero eso no duraría mucho.
—Nora está hablando con el conde De Tokoly —informó Augusta a su marido en un murmullo—. Haría bien en cuidar su reputación.
—No seas grosera con él —recomendó Joseph bruscamente—. Esperamos conseguir dos millones de libras para su gobierno.
A Augusta le importaba un comino el tal De Tokoly. Siguió reflexionando sobre Nora. La joven era vulnerable en aquellos momentos, cuando todo le resultaba desconocido y no había tenido tiempo de imponerse en los modales de la clase alta. Si pudiera provocar su deshonra de algún modo aquella misma noche, preferentemente delante del príncipe de Gales…
En el instante preciso en que pensaba en el príncipe, un clamoroso vitoreo sonó fuera de la casa, indicando que la comitiva real acababa de llegar.
Al cabo de un momento entraron el príncipe y la princesa Alexandra, vestidos de rey Arturo y reina Ginebra: les seguía un séquito de caballeros con armadura y damas con atavío medieval. La orquesta interrumpió de golpe el vals de Strauss que estaba interpretando e inició el himno nacional. Todos los invitados al baile se inclinaron e hicieron la reverencia obligada, y la cola que ascendía por la escalera se onduló como una ola, a medida que pasaba el cortejo real. Al inclinarse ante él, Augusta pensó que el príncipe engordaba año tras año. No estaba segura de si se le encanecía la barba, pero sí de que se estaba quedando calvo rápidamente. Siempre había sentido lástima por la bonita princesa, por todo lo que tenía que aguantar de aquel manirroto y mariposón esposo.
En lo alto de la escalera, el duque y la duquesa dieron la bienvenida a sus reales invitados y los acompañaron al salón de baile. Los que se encontraban en la escalera se precipitaron hacia arriba para seguirlos.
En el amplio salón de baile, grandes ramos de flores del invernadero de la campiña de Tenbigh se apilaban alrededor de las paredes, y las luces de miles de velas se reflejaban en los altos espejos situados entre las ventanas. Los lacayos que distribuían champán iban vestidos como cortesanos isabelinos, con jubón y calzas. Los anfitriones acompañaron al príncipe y la princesa hasta el estrado situado en el fondo del salón. Se había dispuesto todo de forma que los disfraces más espectaculares desfilaran por delante de la partida real, y tan pronto los príncipes ocuparon sus asientos, el primer grupo entró en la estancia. Se formó la esperada aglomeración delante del estrado, y Augusta se encontró hombro con hombro con el conde De Tokoly.
—¡Qué criatura más deliciosa es la mujer de su sobrino, señora Pilaster! —comentó el hombre.
Augusta le dirigió una sonrisa de escarcha.
—Es usted muy generoso al decir una cosa así, conde.
De Tokoly alzó una ceja.
—¿Detecto una nota de desacuerdo? Sin duda hubiera preferido usted que Hugh eligiera a una novia de su propia clase social.
—Conoce la respuesta sin que yo se la diga.
—Pero el encanto de esa joven es irresistible.
—Indudablemente.
—Luego le pediré que me conceda un baile. ¿Cree usted que aceptará?
Augusta no pudo resistir la tentación de pronunciar un ácido comentario.
—Estoy segura de que sí. No es melindrosa.
Se retiró. Desde luego, era esperar demasiado que Nora ocasionara alguna clase de incidente con el conde…
Tuvo una súbita inspiración.
El conde era el factor crítico. Si lo situaba junto a Nora, la combinación podía resultar explosiva.
El cerebro de Augusta se lanzó a toda marcha. Aquella noche constituía una oportunidad perfecta. Tenía que actuar de inmediato.
La excitación hizo que el aliento le fallara un poco.
Augusta miró alrededor, localizó a Micky y fue hacia él.
—Quiero que hagas algo por mí, ahora, en seguida —dijo.
Micky le dirigió una mirada de suficiencia.
—Lo que quiera —murmuró.
Ella pasó por alto la insinuación.
—¿Conoces al conde De Tokoly?
—Naturalmente. Todos los diplomáticos nos conocemos.
—Dile que Nora no es todo lo buena chica que debiera ser.
Los labios de Micky se curvaron en una semisonrisa.
—¿Sólo eso?
—Puedes adornarlo un poco, si lo deseas.
—¿Debo darle a entender que lo sé, digamos, por propia experiencia?
Aquella conversación transgredía los límites de lo propiamente honesto, pero la idea de Micky era buena, y Augusta asintió con la cabeza.
—Mejor que mejor.
—¿Sabe lo que hará el conde? —preguntó Micky.
—Confío en que le haga a la chica una proposición deshonesta.
—Si es eso lo que quiere…
—Sí.
Micky asintió.
—Soy su esclavo, tanto en esto como en todo.
Augusta desechó el cumplido con un impaciente movimiento de la mano: estaba demasiado tensa para escuchar ocurrentes galanterías. Buscó a Nora con la mirada y la vio contemplando, entre la maravilla y el desconcierto, la lujosa decoración y los extravagantes disfraces: la joven no había visto nada igual en su vida. Tenía la guardia baja. Sin más reflexión, Augusta se abrió paso entre la muchedumbre hasta llegar junto a Nora.
Le habló al oído:
—Un consejo.
—Se lo agradeceré mucho, seguro —dijo Nora.
Era harto posible que Hugh hubiese hecho a Nora un malévolo relato del carácter de Augusta, pero la muchacha no manifestó la más leve sombra de hostilidad, dicho sea en su favor. Parecía no haberse formado opinión alguna respecto a Augusta, y en su recibimiento no hubo ni calor ni frialdad.
—Te he visto hablar con el conde De Tokoly —dijo Augusta.
—Un viejo verde —se apresuró a calificar Nora.
Augusta hizo una mueca ante la vulgaridad de Nora, pero continuó:
—Ten cuidado con él, si estimas tu reputación.
—¿Qué tenga cuidado? —se extrañó Nora—. ¿Qué quiere usted decir exactamente?
—Que seas cortés, naturalmente… pero pase lo que pase, no le permitas que se tome ninguna libertad. El menor estímulo que se le insinúe es suficiente para que se lance, y si no se le frena inmediatamente, puede convertirse en un hombre muy molesto.
Nora inclinó la cabeza para indicar que comprendía el aviso.
—No se preocupe. Sé cómo tratar a los tipos de esa calaña.
Cerca, Hugh hablaba con el duque de Kingsbridge. Vio a Augusta, pareció recelar algo y fue a colocarse al lado de Nora. Pero Augusta ya había dicho todo lo que necesitaba decir, de modo que se retiró y se dedicó a observar el desfile. Había cumplido su tarea: la semilla estaba plantada. Sólo faltaba esperar con ansiedad y confiar en que sucediese lo mejor.
En aquel momento pasaban por delante del príncipe algunos miembros de la Marlborough Set, entre los que figuraban el duque y la duquesa de Kingsbridge, así como Solly y Maisie Greenbourne. Iban disfrazados de soberanos orientales: sha, bajá, sultanas, y en vez de inclinarse y hacer reverencias, se arrodillaron y prodigaron zalemas, lo que arrancó al corpulento príncipe una sonora carcajada y a la multitud una ovación. Augusta aborrecía a Maisie Greenbourne, pero en aquel momento casi ni se daba cuenta. Su cerebro estaba calculando las posibilidades de su plan. La intriga podía fallar por cien causas distintas: otra cara bonita podía cautivar a De Tokoly, Nora podía manejarlo con cierta gracia y sin problemas, Hugh podía permanecer demasiado cerca de su esposa para que De Tokoly intentara algo ofensivo… Pero con un poco de suerte, el drama que había urdido tal vez funcionase… en cuyo caso se iba a armar un alboroto serio.
La procesión tocaba ya a su fin cuando, con enorme desaliento, Augusta vio el rostro de David Middleton, el cual se abría paso entre la gente, hacia ella.
Le había visto seis años atrás, cuando fue a interrogarla acerca de la muerte del hermano de David, Peter, en el Colegio Windfield, y ella le comunicó que los dos testigos, Hugh Pilaster y Antonio Silva, se habían ido al extranjero. ¿Cómo era que un simple abogado había recibido una invitación para aquel gran acontecimiento social? Augusta recordó vagamente que David Middleton era pariente lejano del duque de Tenbigh. Difícilmente hubiera podido ella preverlo. Era un desastre en potencia. «¡No puedo estar en todo!», se dijo.
Observó con horror que Middleton se iba derecho a Hugh.
Augusta se acercó, bordeando la aglomeración. Oyó decir a Middleton:
—Hola, Pilaster, me enteré de tu regreso a Inglaterra. ¿Te acuerdas de mí? Soy hermano de Peter Middleton.
Augusta se colocó de espaldas para que Middleton no reparase en ella y aguzó el oído para captar la conversación por encima del zumbido de las voces que le rodeaban.
—Recuerdo que… estuviste en la audiencia —dijo Hugh—. Permite que te presente a mi esposa.
—¿Cómo está usted, señora Pilaster? —dijo Middleton a la ligera, y proyectó de nuevo su atención sobre Hugh—. Aquel interrogatorio no me dejó satisfecho, ¿sabes?
Augusta se quedó helada. Middleton tenía que estar absolutamente obsesionado para plantear un tema tan inadecuado en mitad de un baile de disfraces. Era insoportable. ¿Es que el pobre Teddy nunca iba a verse libre de aquella antigua sospecha?
No entendió la respuesta de Hugh, pero el tono le pareció reservadamente neutro.
Middleton elevó un poco la voz y a los oídos de Augusta llegaron con nitidez sus palabras.
—Debes saber que nadie, en todo el colegio, creyó la versión de Edward acerca de sus esfuerzos para salvar a mi hermano de morir ahogado.
Augusta estaba tensa y temerosa de lo que Hugh pudiera decir, pero éste continuó mostrándose circunspecto y contestó algo acerca de que aquello había sucedido hacía mucho tiempo.
De pronto, Micky se colocó junto a Augusta. El rostro de Micky era una máscara de cortesía relajada, pero Augusta observó la rigidez de sus hombros y comprendió que Micky tenía los nervios de punta.
—¿Es ése el señor Middleton? —murmuró al oído de Augusta.
Ella inclinó la cabeza afirmativamente.
—Me pareció reconocerle.
—Calla, escucha —ordenó Augusta.
Middleton se había puesto ligeramente agresivo.
—Creo que sabes lo que ocurrió de verdad —su voz era desafiante.
—¿De veras crees eso? —el tono de Hugh se hizo más audible y menos amistoso.
—Perdóname por ser tan brusco, Pilaster. Era mi hermano. Llevo años preguntándome qué sucedió. ¿No crees que tengo derecho a saberlo?
Hubo una pausa. Augusta sabía que invocar a lo que se tenía o no derecho en el caso era la clase de llamamiento que conmovería al mojigato de Hugh. Deseó intervenir, acallarlos o cambiar de tema para que el grupo se disgregara, pero eso equivaldría a confesar que ella tenía algo que ocultar; así que permaneció allí quieta, impotente y aterrada, inmóvil como si hubiese echado raíces en el suelo, mientras aguzaba el oído para escuchar por encima del murmullo de la gente.
—No vi morir a Peter —repuso Hugh por último—. No puedo decirte qué sucedió. No lo sé con certeza, y las conjeturas podrían conducir a error.
—Eso significa que sospechas algo, ¿verdad? ¿Supones cómo sucedió?
—En un caso de estas características no hay sitio para las suposiciones. Sería una irresponsabilidad. Quieres conocer la verdad, dices. Yo estoy a favor de eso. Si yo supiese la verdad, consideraría mi deber contártela. Pero no la conozco.
—Creo que estás protegiendo a tu primo.
Hugh se sintió ofendido.
—Maldita sea, Middleton, eso es demasiado fuerte. Tienes perfecto derecho a estar enojado, pero no a arrojar dudas sobre mi sinceridad.
—Bueno, alguien está mintiendo —dijo Middleton con toda rudeza, y se marchó.
Augusta volvió a respirar. El alivio puso debilidad en sus piernas, se le doblaron las rodillas y, subrepticiamente, se inclinó sobre Micky en busca de apoyo. Los preciosos principios de Hugh habían actuado a su favor. Hugh sospechaba que Edward había contribuido a provocar la muerte de Peter, pero no lo diría, porque sólo se trataba de una sospecha. Y ahora Middleton había provocado a Hugh. Todo caballero tenía a gala, y era eso lo que le distinguía, no pronunciar jamás una mentira, y para un joven como Hugh, sugerir que acaso no estuviese diciendo la verdad era un insulto grave. No resultaba probable que Middleton y Hugh volvieran a dirigirse la palabra.
La crisis había estallado súbitamente, como una tormenta de verano, dando a Augusta un susto de muerte; pero se desvaneció con idéntica celeridad, dejándola un poco sacudida, pero sana y salva.
Concluyó el desfile. La orquesta atacó una cuadrilla. El príncipe condujo a la princesa a la pista y el duque tomó a la princesa para iniciar el primer grupo de cuatro. Otros grupos se sumaron de inmediato al baile. Fue un baile más bien sosegado, probablemente porque casi todo el mundo vestía disfraces pesadísimos y tocados incómodos.
—Puede que el señor Middleton haya dejado de ser un peligro para nosotros —le dijo Augusta a Micky.
—Sí, si Hugh continúa manteniendo la boca cerrada y mientras su amigo Silva siga en Córdoba. A medida que pasan los años, su familia va teniendo menos influencia. No espero volver a verle otra vez por Europa.
—Estupendo. —La mente de Augusta se centró de nuevo en la intriga que llevaba entre manos—. ¿Hablaste con De Tokoly?
—Sí.
—Muy bien.
—Espero que sepa usted lo que hace.
Augusta le disparó una mirada de reproche.
—Estúpido de mí —dijo Micky—. Usted siempre sabe lo que hace.
La segunda pieza era un vals y Micky preguntó a Augusta si le concedía el honor. En la época en que Augusta era joven, el vals se consideraba indecente, porque las parejas bailaban demasiado juntas y el hombre siempre tenía su brazo alrededor de la cintura de la mujer. Pero ahora hasta lo bailaban los miembros de la realeza.
En cuanto Micky la tomó en sus brazos, Augusta se sintió transfigurada. Fue como regresar a los diecisiete años y estar bailando con Strang. Cuando bailaba, Strang pensaba ante todo en su pareja, no en sus pies, y Micky poseía la misma cualidad. Lograba que Augusta se sintiera joven, bonita y despreocupada. La mujer tuvo conciencia de la suavidad de las manos de Micky, del masculino olor a tabaco y aceite de macasar, y del calor de su cuerpo al estrecharla entre sus brazos. Experimentó un destello de envidia hacia Rachel, que compartía el lecho con Micky. Evocó momentáneamente la escena en el cuarto del viejo Seth, seis años antes, pero le pareció irreal, como un sueño que tuvo una vez, y no llegaba a creer del todo que aquello hubiese ocurrido de veras.
Algunas mujeres en su situación tendrían una aventura extramatrimonial clandestina, pero aunque a veces Augusta soñaba despierta con secretos encuentros con Micky, lo cierto es que no se sentía capaz de unas relaciones a escondidas, con citas fugaces en callejones y esquinas, abrazos furtivos, evasiones y excusas. Además, tales líos amorosos a menudo acababan por descubrirse. A ella le parecía más aceptable abandonar a Joseph y fugarse con Micky. Él se mostraría dispuesto. De un modo u otro, estaría dispuesto si ella se proponía que lo estuviese. Pero cada vez que jugueteaba con aquel sueño, hacía recuento de todas las cosas a las que tendría que renunciar: las tres casas, el coche, la asignación para vestidos, la posición social, la asistencia a fiestas y bailes como aquél en el que se encontraba. Strang podía haberle proporcionado todo eso, pero Micky sólo podía ofrecerle su seductora persona, lo cual no era suficiente.
—Mire allí —indicó Micky.
Augusta siguió la dirección que señalaba el movimiento de cabeza de Micky y vio a Nora bailando con el conde De Tokoly. Se puso tensa.
—Acerquémonos a ellos —dijo.
No era fácil, porque el grupo real se encontraba en aquella esquina y todo el mundo se esforzaba por aproximarse a ellos; pero Micky condujo hábilmente a Augusta a través del gentío hasta llegar cerca de ellos.
El vals continuaba, repitiendo ilimitadamente su manido compás. Por el momento, Nora y el conde parecían bailar como cualquier otra pareja. El hombre pronunciaba de vez en cuando un comentario en voz baja, y ella asentía y sonreía. Tal vez el conde la llevaba demasiado cerca de sí, pero no lo suficiente como para que se notara. Mientras la orquesta seguía tocando, Augusta se preguntó si no habría juzgado mal a las dos víctimas. La preocupación tensó sus nervios y eso la hizo bailar deficientemente.
El vals ascendía hacia su culminación, Augusta continuó observando a la pareja. De pronto, se produjo un cambio. En la cara de Nora apareció un gesto de helada consternación: el conde debió de decir algo que no le había gustado. Las esperanzas de Augusta remontaron el vuelo. Pero en seguida quedó claro que lo que el hombre dijo no fue lo bastante ofensivo como para que Nora organizase una escena, y siguieron bailando.
Augusta estaba a punto de abandonar todas sus ilusiones, y el vals desgranaba sus últimos compases, cuando llegó el estallido.
Augusta fue la única persona que lo vio empezar. El conde acercó los labios al oído de Nora, hasta casi rozarle la oreja, y dijo algo. La muchacha se sonrojó, dejó bruscamente de bailar y apartó de sí al conde; nadie, salvo Augusta, observó aquello, porque la pieza estaba acabando. Sin embargo, el conde quiso seguir tentando la suerte y volvió a hablar, acompañando sus palabras con una de sus características sonrisas lascivas. En ese preciso instante, la música cesó, y en el momentáneo silencio que se produjo entonces, Nora propinó una bofetada al conde.
El chasquido resonó como un disparo de una punta a otra de la sala de baile. No se trataba del cortés cachete de una dama, creado para recurrir a él en los salones, sino de la clase de sopapo que disuadiría a un borracho sobón en una taberna. El conde salió despedido hacia atrás… y tropezó con el príncipe de Gales.
Surgió un apagado grito colectivo de asombro procedente de las gargantas de cuantos se hallaban alrededor. El príncipe se tambaleó y el duque de Tenbigh le sostuvo. En medio del horrorizado silencio, el acento cockney de Nora se elevó en el aire, fuerte y claro:
—¡No vuelva a acercarse a mí, repugnante viejo réprobo!
Durante otro segundo formaron un cuadro estático: la mujer ultrajada, el conde humillado y el príncipe atónito.
El júbilo se apoderó de Augusta. ¡Había resultado…! ¡Había salido mejor de lo que esperaba!
Hugh apareció entonces junto a Nora y la tomó del brazo; el conde se irguió en toda su estatura y se alejó todo lo majestuosamente que pudo, y un grupo cargado de nerviosismo se cerró protectoramente alrededor del príncipe y lo ocultó a la vista del público. Las conversaciones reventaron por todo el salón, resonantes como el fragor sordo de un trueno.
Augusta miró triunfalmente a Micky.
—¡Brillante! —murmuró él, con auténtica admiración—. ¡Es usted genial, Augusta!
La cogió del brazo y la acompañó fuera de la pista de baile.
El esposo la estaba esperando.
—¡Esa espantosa joven! —se exaltó en tono de recriminación—. Armar esa escena ante las mismas barbas del príncipe… ¡ha lanzado la desgracia sobre toda la familia, y sin duda nos ha hecho perder también un contrato de lo más importante!
Era precisamente la reacción que Augusta había esperado.
—Tal vez ahora te habrás convencido ya de que no se puede nombrar socio a Hugh —dijo con expresión victoriosa.
Joseph la miró pensativamente. Durante unos terribles instantes Augusta temió haberse excedido y que Joseph adivinara que ella había orquestado el incidente. Pero si tal idea cruzó por la mente del hombre, debió de desecharla, porque dijo:
—Tienes razón, querida. Siempre has tenido razón.
Hugh conducía a Nora hacia la puerta.
—Nos vamos, naturalmente —dijo en tono neutro al pasar.
—Todos tendríamos que irnos ya —manifestó Augusta.
Sin embargo, no quería marcharse en seguida. Si no se hablaba más del asunto, existía el peligro de que al día siguiente, cuando todos se hubieran calmado, quizá dijesen que la cosa no había sido tan grave como parecía. Para impedir eso Augusta deseaba provocar más alboroto ahora: exaltación, palabras indignadas, acusaciones que no se olvidarían fácilmente. Detuvo a Nora, apoyando una mano en el brazo de la muchacha, y le dijo acusadoramente:
—Te advertí con respecto al conde De Tokoly.
—Cuando un hombre insulta a una dama en la pista de baile —dijo Hugh—, no queda más remedio que hacer una escena.
—No seas ridículo —exclamó Augusta—. Cualquier joven bien educada hubiera sabido exactamente lo que correspondía hacer. Nora debió decir que se encontraba indispuesta y avisar para que le trajeran el coche.
Hugh sabía que eso era cierto y no intentó negarlo. De nuevo, Augusta temió que el incidente fuese a menos hasta quedar reducido a nada. Pero Joseph aún estaba enojado.
—El Cielo sabe el inmenso daño que has causado esta noche al banco y a la familia —dijo a Hugh.
Hugh se puso rojo.
—Exactamente, ¿qué quieres decir? —preguntó sofocado.
La cólera de Joseph aumentó.
—Ciertamente, hemos perdido la cuenta húngara y nunca más volverán a invitarnos a un acto real.
—Eso lo sé perfectamente bien —replicó Hugh—. Lo que yo pregunto es por qué has dicho que he sido yo el que ha causado el daño.
—¡Porque trajiste a la familia a una mujer que no sabe comportarse!
«Esto va cada vez mejor», pensó Augusta con perverso regodeo.
Hugh estaba ahora como la grana, pero la furia con que habló era controlada.
—Pongamos esto en claro. ¿Una esposa Pilaster debe soportar que la insulten y la humillen en un baile y no hacer ni decir nada que ponga en peligro una operación mercantil? ¿Es ésa tu filosofía?
Joseph estaba enormemente ofendido.
—¡Mocoso insolente! —clamó lleno de furia—. ¡Lo que digo es que al casarte con una individua de clase inferior te has descalificado como futuro socio del banco!
«¡Lo ha dicho!» —pensó Augusta jubilosamente—. «¡Lo ha dicho!».
El sobresalto dejó a Hugh sin habla. A diferencia de Augusta, no pensaba las cosas por anticipado y no había previsto las implicaciones del escándalo. Ahora, las consecuencias de lo sucedido empezaban a calar en su mente y Augusta vio cómo cambiaba su expresión, de la cólera a la desesperación, pasando por la inquietud y la comprensión de esas consecuencias.
Le costó un esfuerzo ímprobo disimular una sonrisa victoriosa. Logró lo que deseaba: había ganado. Era posible que, posteriormente, Joseph lamentara sus palabras, pero también era improbable que se volviera atrás y las retirara… era demasiado orgulloso.
—Así que se trata de eso —dijo Hugh al final. Miraba a Augusta, y no a Joseph. No sin sorpresa, ella observó que Hugh estaba al borde de las lágrimas—. Muy bien, Augusta. Tú ganas. No sé cómo lo has hecho, pero no me cabe la menor duda de que provocaste el incidente.
Miró a Joseph.
—Pero debes reflexionar, tío Joseph. Debes pensar en quién se preocupa de verdad por el banco… —Volvió a mirar a Augusta—. Y quiénes son sus verdaderos enemigos.