4

El embajador de Córdoba estaba atareadísimo. Al día siguiente se conmemoraba el Día de la Independencia cordobesa e iba a celebrarse durante la tarde una gran recepción dedicada a los miembros del Parlamento, funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores, diplomáticos y periodistas. Para aumentar sus preocupaciones, Micky Miranda había recibido aquella mañana una dura nota del ministro de Asuntos Exteriores británico sobre dos turistas ingleses asesinados mientras exploraban los Andes. Pero al recibir la visita de Edward Pilaster, Micky Miranda dejó a un lado todo lo demás, porque lo que tenía que decir a Edward era mucho más importante que la recepción o la nota de protesta. Necesitaba medio millón de libras y confiaba en que Edward se las proporcionase.

Micky llevaba un año en el cargo de embajador de Córdoba. Conseguirlo requirió toda su astucia, pero también le había costado a su familia una fortuna en sobornos, pagada en su patria. Había prometido a su padre devolver todo aquel dinero a la familia, y ahora estaba obligado a cumplir su promesa. Moriría antes que dejar a su padre en la estacada.

Condujo a Edward a la cámara del embajador, un inmenso despacho situado en la primera planta y dominado por una bandera cordobesa de tamaño natural. Se dirigió a la amplia mesa y extendió sobre ella un mapa de Córdoba, cuyas esquinas sujetó con la cigarrera, una botella de jerez, una copa y la chistera gris de Edward. Vaciló. Era la primera vez que pedía a alguien medio millón de libras.

—Aquí está la provincia de Santamaría, en el norte del país —empezó.

—Conozco la geografía de Córdoba —dijo Edward malhumorado.

—Claro —repuso Micky en tono tranquilizador.

Era cierto. El Banco Pilaster realizaba un considerable volumen de negocios en Córdoba, financiando sus exportaciones de nitrato, plata y carne vacuna salada, así como sus importaciones de equipo minero, armas y artículos de lujo. Edward se encargaba de todo aquel negocio gracias a Micky, que como agregado comercial primero y embajador después, hizo la vida difícil a quienquiera que no estuviese dispuesto a utilizar los servicios del Banco Pilaster para la financiación de su comercio con el país cordobés. En consecuencia, a Edward se le consideraba en Londres el máximo especialista en Córdoba.

—Claro que sí —repitió Micky—. Y sabes que todo el nitrato que extrae mi padre ha de transportarse mediante recuas de acémilas desde Santamaría hasta Palma. Pero lo que puede que ignores es que resulta perfectamente factible construir un ferrocarril a lo largo de esa ruta.

—¿Cómo estás tan seguro? Un ferrocarril es una cosa complicada.

Micky cogió de su escritorio un volumen encuadernado.

—Porque mi padre encargó un estudio topográfico a un ingeniero escocés, Gordon Halfpenny. Aquí tienes todos los detalles, incluido el coste de las obras. Échale un vistazo.

—¿Cuánto? —preguntó Edward.

—Quinientas mil libras.

Edward hojeó el informe.

—¿Cómo está la cuestión política?

Micky alzó los ojos hacia el gigantesco retrato del presidente García con su uniforme de comandante en jefe. Cada vez que Micky miraba el cuadro no dejaba de prometerse que, algún día, su propio retrato iba a ocupar aquel rectángulo de la pared.

—Al presidente le gusta la idea. Cree que fortalecerá su dominio militar de esa zona rural.

García confiaba en Papá Miranda. Desde que alcanzó el cargo de gobernador de la provincia de Santamaría —con la ayuda de los dos mil rifles Westley-Richard de cañón corto fabricados en Birmingham—, la familia Miranda se había convertido en uno de los más fervorosos partidarios del presidente y su más firme aliado. García no sospechaba las verdaderas razones de Papá Miranda para desear una línea ferroviaria que llegase a la capital: eso capacitaría a la familia Miranda para estar en condiciones de atacar la capital en el plazo de dos días, en vez de dos semanas.

—¿Cómo se costeará? —preguntó Edward.

—Recaudaremos el dinero en el mercado de Londres —dijo Micky alegremente—. La verdad es que he pensado que al Banco Pilaster le gustaría participar en la operación. —Se esforzó en respirar despacio y con normalidad. Aquél era el punto culminante de un prolongado y cuidadoso cultivo de la familia Pilaster: sería la recompensa a largos años de preparación.

Pero Edward meneó negativamente la cabeza.

—No opino lo mismo —dijo.

Micky se quedó atónito y con la moral por los suelos.

Había supuesto que, en el peor de los casos, Edward accedería a pensarlo.

—Pero vosotros allegáis fondos continuamente para construir ferrocarriles… ¡Creí que te encantaría aprovechar esta oportunidad!

—Córdoba no es lo mismo que Canadá o Rusia —dijo Edward—. A los inversores no les gusta vuestro régimen político, con un cacique en cada provincia acaudillando su propio ejército. Es medieval.

Micky no había pensado en eso.

—Financiasteis la mina de plata de Papá Miranda.

Eso había ocurrido tres años antes y había proporcionado a Papá Miranda unas lucrativas cien mil libras esterlinas.

—¡Exactamente! Resultó ser la única mina de plata de América del Sur que da beneficios.

En verdad, la mina era riquísima, pero Papá Miranda sólo recogía el rendimiento superficial y no dejaba nada para los accionistas. ¡Si hubiera permitido un pequeño margen en bien de la respetabilidad! Pero Papá Miranda nunca escuchaba tales consejos.

Micky trató por todos los medios de dominar el pánico que le anegaba, pero sus emociones debieron de hacerse visibles en su rostro, porque Edward observó preocupado:

—Vamos, muchacho, ¿es tan sumamente importante? Pareces desquiciado.

—Si, he de decirte la verdad, hubiera significado mucho para mi familia —reconoció Micky. Estaba convencido de que, si realmente quisiera, Edward podría reunir el dinero—. Con toda seguridad, si un banco con el prestigio que tiene el Pilaster respaldase el proyecto, la gente llegaría a la conclusión de que Córdoba es sin duda un buen lugar para invertir.

—En eso hay bastante de cierto —concedió Edward—. Si la idea la presentara un socio y de veras quisiera que la aprobasen, lo más probable es que saliera adelante. Pero yo no soy socio.

Micky comprendió que había subestimado la dificultad de conseguir medio millón de libras. Pero no estaba vencido. Encontraría algún medio.

—Tendré que pensarlo de nuevo —dijo con forzada jovialidad.

Edward vació su copa de jerez y se levantó.

—¿Vamos a almorzar?

Aquella noche, Micky y los Pilaster iban a asistir en la Ópera Cómica a una representación de H. M. S. Pinafore. Micky llegó unos minutos antes. Mientras esperaba en el vestíbulo, se encontró con la familia Bodwin, que siempre andaban pegados a los Pilaster: Albert Bodwin era un abogado que trabajaba bastante para el banco, y hubo una época en que Augusta intentó, esforzada e inútilmente, que la hija del jurista, Rachel Bodwin, se casara con Hugh.

El cerebro de Micky seguía dándole vueltas al problema de allegar fondos para el ferrocarril, pero el muchacho se puso automáticamente a coquetear con Rachel Bodwin, como hacía con todas las chicas y muchas mujeres casadas.

—¿Y cómo va el movimiento en pro de la emancipación femenina, señorita Bodwin?

La madre se puso colorada y aconsejó:

—Preferiría que no hablara usted de eso, señor Miranda.

—Entonces no lo haré, señora Bodwin, porque sus deseos son para mí como leyes parlamentarias de obligado cumplimiento. —Se volvió hacia Rachel. No era precisamente bonita (sus ojos estaban demasiado juntos), pero tenía una buena figura: piernas largas, talle estrecho y busto arrogante. En una súbita visión de fantasía, Micky se la imaginó con las manos atadas a la cabecera de la cama y las desnudas piernas separadas. La imagen le cautivó. Al levantar la vista de los pechos de la joven, sus ojos tropezaron con los de Rachel. La mayoría de las muchachas se habrían ruborizado y vuelto la cabeza, pero Rachel le devolvió la mirada con notable franqueza, al tiempo que sonreía, y fue Micky quien se sintió turbado. Buscó algo que decir, pero lo único que se le ocurrió fue preguntar—: ¿Sabías que nuestro amigo Hugh Pilaster ha regresado de las colonias?

—Sí. Le vi en Whitehaven House. Tú también estabas allí.

—Ah, sí, lo había olvidado.

—Hugh siempre me ha caído bien.

«Pero no quisiste casarte con él», pensó Micky. Rachel llevaba muchos años en el mercado matrimonial y empezaba a tener el aspecto de los artículos rancios, meditó, con bastante crueldad. Sin embargo, el instinto le decía que Rachel era una persona profundamente sexual. Su problema, indudablemente, consistía en que era demasiado imponente. Ahuyentaba a los hombres. Pero debía de empezar ya a desesperarse. Con la treintena acercándose y todavía célibe, seguramente no cesaría de preguntarse si su destino era la vida de solterona. Algunas mujeres podían considerar tal perspectiva con ecuanimidad, pero Micky presentía que Rachel no era de ésas.

Se sentía atraída por él, pero eso le ocurría a casi todo el mundo, viejos y jóvenes, varones y hembras. A Micky le gustaba caer bien a las personas ricas e influyentes, porque le conferían poder; pero Rachel no era nadie y el interés que tuviese por él carecía de valor.

Llegaron los Pilaster y Micky dedicó su atención a Augusta. La mujer lucía un impresionante vestido de noche de color rosa frambuesa oscuro.

—¡Qué… deliciosa está usted, señora Pilaster! —saludó Micky en voz baja, y ella sonrió de placer.

Las dos familias hablaron unos minutos y luego llegó el momento de ir a ocupar sus localidades.

Los Bodwin estaban en el patio de butacas, pero los Pilaster tenían un palco. Al separarse, Rachel le dedicó a Micky una cálida sonrisa, y le dijo sosegadamente.

—Quizá nos veamos más tarde, señor Miranda.

El padre la oyó, puso cara de desaprobación, la cogió del brazo y se la llevó apresuradamente, pero la señora Bodwin sonrió a Micky un segundo antes de alejarse.

A lo largo del primer acto siguió preocupándose por el préstamo del ferrocarril. Nunca se le ocurrió que los inversionistas pudieran considerar arriesgado el rudimentario sistema político de Córdoba, que había permitido a la familia Miranda abrirse paso, luchando, hasta la riqueza y el poder. Eso probablemente significaría que le iba a ser imposible conseguir que otro banco financiase el proyecto ferroviario. El único modo de recaudar los fondos precisos consistiría en utilizar su influencia en el interior de los Pilaster y las únicas personas a cuya influencia podía recurrir eran Edward y Augusta.

Durante el primer descanso se encontró momentáneamente a solas con Augusta en el palco y la abordó inmediatamente, a sabiendas de que el enfoque directo era lo que a ella le gustaba.

—¿Cuándo van a nombrar a Edward socio del banco?

—Ahí le duele —dijo Augusta agriamente—. ¿Por qué lo preguntas?

Le resumió brevemente la cuestión del ferrocarril, omitiendo las intenciones de Papá Miranda, a largo plazo, de atacar la capital.

—No puedo conseguir el dinero de otro banco… ninguno de ellos sabe nada de Córdoba porque, en beneficio de Edward, los mantuve siempre al margen de los negocios de mi país.

Ése no era el motivo, pero Augusta lo ignoraba: no entendía las cuestiones mercantiles.

—Pero sería un éxito si Edward lograra sacar adelante el préstamo.

Augusta asintió.

—Mi marido ha prometido hacer socio a Edward en cuanto se case —dijo.

Micky se sorprendió. ¡Edward casado! La idea era inaudita… y, sin embargo, ¿por qué tenía que serlo?

—Incluso estamos de acuerdo en la novia —añadió Augusta—: Emily Maple, la hija del diácono Maple.

—¿Cómo es?

—Bonita, joven —sólo tenía diecinueve años—, y muy razonable. Sus padres aprueban tal matrimonio.

Micky pensó que parecía estupendo para Edward: le gustaban las chicas guapas, pero necesitaba una a la que pudiese dominar.

—¿Qué obstáculo hay, pues?

—Simplemente, no lo sé. —Augusta frunció el entrecejo.

Pero, de una forma u otra, Edward nunca está dispuesto para declarársele.

A Micky no le extrañaba. No podía imaginarse a Edward de boda, por muy adecuada que fuese la novia. ¿Qué iba a ganar con el matrimonio? Los hijos no le ilusionaban. Sin embargo, ahora había un incentivo: la condición de socio del banco. Aunque a Edward le tuviese sin cuidado, a Micky sí que le importaba.

—¿Qué puedo hacer para animarle?

Augusta lanzó a Micky una aguda mirada.

—Tengo la extraña impresión de que, si tú te casaras, eso podía inducirle a él a hacer lo mismo.

Micky apartó la vista. Muy perspicaz por parte de Augusta. No tenía idea de lo que ocurría en las habitaciones privadas del prostíbulo de Nellie… pero no le faltaba intuición de madre. También él se daba cuenta de que, de casarse primero, a Edward le entrarían ganas de imitarle.

—¿Casarme yo? —acompañó la pregunta con una risita. Naturalmente, se casaría tarde o temprano, todo el mundo se casaba, pero no veía razón alguna para hacerlo. Aún no.

No obstante, si era el precio que debía pagar por la financiación del ferrocarril.

No era sólo el ferrocarril, reflexionó. La consecución de un préstamo conduciría al logro de otro. Países como Rusia y Canadá obtenían y renovaban préstamos todos los años en el mercado de Londres: para ferrocarriles, puertos, empresas de abastecimiento de agua y financiación general del gobierno. No había razón para que Córdoba no consiguiera lo mismo. Micky recibiría una comisión, oficial o extraoficial, sobre cada penique allegado; pero lo más importante era que el dinero se canalizaría de acuerdo con los intereses de su familia en Córdoba, lo que les haría aún más ricos y poderosos.

Y no conseguirlo era inconcebible. Si le fallaba a su padre en eso, no se lo perdonaría jamás. Para eludir la ira de su padre, Micky se casaría tres veces si fuera preciso.

Miró de nuevo a Augusta. Nunca hablaban de lo que sucedió en el dormitorio de Seth en septiembre de 1873, pero no cabía la posibilidad de que ella lo hubiese olvidado. Había sido sexo sin coito, infidelidad sin adulterio, todo y nada. Ambos estaban completamente vestidos, sólo duró unos segundos y, no obstante, había sido más apasionado, conmovedor y ardientemente inolvidable que cualquier otra cosa que Micky hubiese hecho con las meretrices del lupanar de Nellie, y estaba seguro de que también había sido toda una experiencia momentánea para Augusta. ¿Realmente le hacía gracia la perspectiva de que Micky se casara? La mitad de las mujeres de Londres se sentirían celosas, pero resultaba difícil saber lo que Augusta sentía en su corazón. Decidió preguntárselo directamente.

—¿Quiere que me case?

Ella vaciló. Micky vio en el rostro de Augusta una fugaz pesadumbre. Pero la expresión volvió a endurecerse de inmediato y la mujer dijo en tono firme:

—Sí.

Micky se la quedó mirando. Ella sostuvo su mirada. El hombre comprendió que hablaba en serio y se sintió extrañamente decepcionado.

—Ha de arreglarse pronto —manifestó Augusta—. Emily… Maple y sus padres no quieren que el asunto se mantenga en suspenso indefinidamente.

«En otras palabras» —pensó Micky—, «que lo mejor es que me case en seguida».

«Lo haré, pues. Sea».

Joseph y Edward regresaron al palco y la conversación derivó hacia otros temas.

Durante el acto siguiente, Micky se dedicó a pensar en Edward. Llevaban quince años siendo amigos. Edward era débil e inseguro, deseaba complacer a los demás pero no tenía iniciativa ni empuje. Su ambición en la vida estribaba en lograr que la gente le animase y le soportase, y Micky había estado satisfaciendo esa necesidad desde que empezó a hacerle los deberes de latín en el colegio. Ahora, Edward necesitaba que le empujasen al matrimonio, algo imprescindible para su carrera… y para la de Micky.

Durante el segundo entreacto, Micky le dijo a Augusta:

—A Edward le hace falta que alguien le ayude en el banco… un hombre inteligente, que le sea fiel y vele por sus intereses.

Augusta reflexionó unos segundos.

—Una idea muy buena, verdaderamente —determinó—. Alguien que conozcamos y en el que podamos confiar.

—Exacto.

—¿Se te ha ocurrido alguien? —preguntó Augusta.

—Tengo un primo que trabaja a mis órdenes en la embajada. Se llama Simón Oliver. Originalmente, Olivera, pero anglicanizó su apellido. Es un muchacho avispado y de absoluta confianza.

—Tráemelo al té —ordenó Augusta—. Si me gusta su aspecto, lo recomendaré a Joseph.

—Muy bien.

Empezó el último acto. Micky musitó para sí que Augusta y él pensaban al unísono con mucha frecuencia. Con Augusta era con quien debería casarse: juntos conquistarían el mundo. Expulsó de su cabeza tan fantástica idea. ¿Con quién iba a casarse? No podía ser una soltera rica, ya que no tenía nada que ofrecerle. Había varias herederas de altos vuelos a las que le costaría poco seducir, pero ganar su corazón no sería más que el principio; después tendría que librar una larga batalla con los padres, sin ninguna garantía de alcanzar el resultado apetecido. No, necesitaba una joven de orígenes modestos, alguien a quien ya le gustase y que le aceptara en seguida. Su mirada vagó ociosamente por el patio de butacas del teatro… y los ojos se le iluminaron al posarse en Rachel Bodwin.

Comprendió que cumplía todos los requisitos. Ya estaba medio enamoriscada de él. Buscaba marido desesperadamente. Al padre Micky no le caía nada bien, pero a la madre sí, y madre e hija, actuando conjuntamente, no tardarían en vencer la oposición del padre.

Pero lo más importante era que Rachel le excitaba.

Sería virgen, inocente y aprensiva. A aquella muchacha le haría cosas que la desconcertarían y la disgustarían. Tal vez se resistiese, lo cual mejoraría el asunto. Al final, una esposa tiene que ceder a las exigencias sexuales del marido, por extrañas y desagradables que puedan ser, porque la esposa no tiene a nadie a quien presentar sus quejas. Se la imaginó de nuevo atada a la cama, sólo que en esta ocasión se retorcía a causa del dolor, del deseo o de ambas cosas…

La función tocó a su fin. Al salir del teatro, Micky buscó a los Bodwin. Estaban en la acera, y mientras los Pilaster aguardaban su carruaje, Albert Bodwin llamaba a un coche de punto. Micky dirigió a la señora Bodwin una de sus más atractivas sonrisas.

—¿Me concedería el honor de visitarla mañana por la tarde? La señora Bodwin se mostró evidentemente sorprendida.

—El honor será mío, señor Miranda.

—Muy amable. —Micky estrechó la mano de Rachel, la miró a los ojos y se despidió—: Hasta mañana, pues.

Llegó el coche de Augusta y Micky abrió la portezuela.

—¿Qué opina de ella? —murmuró.

—Tiene los ojos demasiado juntos —respondió Augusta mientras subía al vehículo. Se acomodó en el asiento y luego añadió a través de la portezuela abierta—: Aparte de eso, me gusta.

Cerró la puerta de golpe y el coche se alejó.

Una hora después, Micky y Edward cenaban en una habitación reservada del Nellie’s. Además de la mesa, la estancia contenía un sofá, un armario, un lavabo y una amplia cama. April Tilsley había decorado de nuevo todo el local, y aquel cuarto contaba con los tejidos estampados de última moda de William Morris, así como con un juego de enmarcados dibujos que representaban parejas realizando actos sexuales entre una variedad de frutas y verduras. Pero era natural en aquel negocio que la clientela se emborrachase y cometiera desmanes, por lo que el papel de las paredes ya estaba roto, las cortinas llenas de manchas y la alfombra desgarrada. Menos mal que la escasa luz de las velas disimulaba el oropel de la habitación y quitaba años de edad a las mujeres.

Servían a Edward y Micky dos de sus chicas preferidas, Muriel y Lily, que calzaban zapatos de seda roja y se tocaban con enormes y elaborados sombreros pero que, aparte de ése, iban completamente desnudas. Llegaban del exterior los sonidos de una voz ronca que entonaba una canción y de una acalorada discusión, pero dentro del cuarto el ambiente era pacífico y sólo rompían el silencio los chasquidos del fuego de carbón de la chimenea y el murmullo de las palabras que pronunciaban las dos muchachas mientras servían la cena. Aquella atmósfera relajaba a Micky, cuya ansiedad por el préstamo del ferrocarril comenzó a disminuir. Por lo menos, tenía un plan. Nada le impedía tratar de ponerlo en práctica. Miró a Edward por encima de la mesa. Se dijo que la suya había sido una amistad fructífera. Hubo momentos en que casi llegó a sentir afecto por Edward. La dependencia de Edward resultaba agotadora, pero era esa dependencia lo que le confería a Micky poder sobre el banquero. Edward le había ayudado, él había ayudado a Edward y juntos habían disfrutado de todos los vicios que brindaba la ciudad más artificiosa del mundo.

Cuando terminaron de comer, Micky escanció otra copa de vino y anunció:

—Voy a casarme con Rachel Bodwin.

Muriel y Lily emitieron sendas risitas tontas. Edward se le quedó mirando durante largo rato.

—No me lo creo —dijo al final.

Micky se encogió de hombros.

—Puedes creer lo que gustes. Es verdad, de todas maneras.

—¿Hablas en serio?

—Sí.

—¡Cerdo!

Micky miró a Edward sorprendido.

—¿Qué pasa? ¿Por qué no he de casarme?

Edward se puso en pie y se inclinó por encima de la mesa con aire agresivo.

—Eres un maldito canalla, Micky Miranda, es todo lo que hay que decir.

Micky no había previsto semejante reacción.

—¿Qué mosca te ha picado? —preguntó—. ¿Es que no vas a casarte tú con Emily Maple?

—¿Quién te ha dicho eso?

—Tu madre.

—Bueno, no me voy a casar con nadie.

—¿Por qué no? Tienes veintinueve años. Yo también. Ya es hora de que te equipes con la apariencia de un hogar respetable.

—¡Al diablo el hogar respetable! —rugió Edward, y volcó la mesa.

Micky retrocedió de un salto mientras la vajilla se estrellaba contra el suelo y el vino se vertía. Las dos camareras, desnudas se echaron rápidamente hacia atrás, asustadas y temblorosas.

—¡Tranquilo! —gritó Micky.

—¡Después de todos estos años! —protestó Edward furioso—. ¡Después de todo lo que he hecho por ti!

A Micky le había dejado de una pieza la cólera de Edward. Comprendió que tenía que calmarle. Una escena como aquélla le perjudicaría de cara a su matrimonio, y eso era lo contrario de lo que Micky deseaba. Manifestó en tono razonable:

—No es un desastre. Nada va a cambiar para nosotros.

—¡Claro que sí!

—Te digo que no. Seguiremos viniendo aquí.

Edward pareció receloso. Con voz más tranquila, dijo:

—¿Seguiremos viniendo?

—Sí. Y también seguiremos yendo al club. Para eso están los clubes. Los hombres van a los clubes para estar lejos de sus esposas.

—Supongo que sí.

Se abrió la puerta e irrumpió April.

—¿A qué viene tanto jaleo? —quiso saber—. Edward, ¿has roto mi porcelana?

—Lo siento April. Te la pagaré.

—Estábamos explicándole a Edward —Micky se dirigía a April—, que podrá seguir viniendo aquí después de que se haya casado.

—Santo Dios, eso espero —dijo April—. Si por esta casa no apareciese ningún hombre casado, tendría que cerrar el negocio.

Se volvió hacia la puerta y voceó:

—¡Sidney! Trae una escoba.

Ante el alivio de Micky, Edward se aquietaba rápidamente.

—Al principio de estar casados —dijo Micky—, probablemente nos quedaremos en casa unas cuantas noches y organizaremos alguna que otra cena con invitados. Pero luego volveremos a la normalidad.

—¿A las esposas no les importa eso? —Edward enarcó las cejas.

Micky se encogió de hombros.

—¿Y qué más da si les importa? ¿Qué puede hacer una esposa?

—Si está descontenta, me imagino que amargar la vida al marido.

Micky comprendió que Edward tomaba a su madre como esposa típica. Por fortuna, pocas mujeres tenían una voluntad tan férrea o eran tan hábiles como Augusta.

—El truco consiste en no ser demasiado bueno con ellas —explicó Micky, hablando a través de las observaciones de los amigotes casados que frecuentaban el Club Cowes—. Si te portas bien con tu esposa querrá que te quedes en casa. Trátala mal y se alegrará lo indecible de verte marchar al club todas las noches y de que la dejes en paz.

Muriel echó los brazos al cuello de Edward.

—Me portaré igual contigo cuando estéis casados, Edward, te lo prometo —dijo—. Te la chuparé mientras miras cómo Micky se folla a Lily, tal como te gusta.

—¿Lo harás? —preguntó Edward con una sonrisa estúpida en los labios.

—Claro.

—Entonces, nada cambiará realmente —miró a Micky.

—Ah, sí —respondió Micky—. Cambiará una cosa. Serás socio del banco.