3

Kingsbridge Manor era una de las mayores mansiones de Inglaterra. Maisie se había alojado allí tres o cuatro veces y aún no había visto la mitad del edificio. La casa tenía veinte dormitorios principales, sin contar las habitaciones de los aproximadamente cincuenta criados. Se calentaba a base de fuegos de carbón, la iluminación era mediante velas y sólo contaba con un cuarto de baño, pero todas sus carencias de comodidades modernas las compensaban sus lujos tradicionales: camas de cuatro postes con cortinas de gruesa seda, deliciosos vinos añejos de las inmensas bodegas subterráneas, caballos, armas, libros y juegos sin fin.

El joven duque de Kingsbridge poseyó otrora cuarenta mil quinientas hectáreas de las mejores tierras de cultivo del condado de Wilt, pero por consejo de Solly había vendido la mitad, y con el producto de esa venta adquirió una buena superficie de terreno en South Kensington. En consecuencia, la depresión agrícola que empobreció a tantas grandes familias de terratenientes no afectó en absoluto a Kingo, que aún estaba en condiciones de divertir a sus amigos a lo grande.

El príncipe de Gales les había acompañado durante la primera semana. Solly, Kingo y el príncipe compartían la afición por las bromas y el alboroto jovial, a lo cual Maisie contribuyó con su granito de arena. Sustituyó la crema batida del postre de Kingo por espuma de jabón; desabotonó los tirantes de Solly mientras descabezaba un sueñecito en la biblioteca, y cuando el hombre se puso en pie, sus pantalones fueron a parar al suelo; y pegó con cola las páginas de The Times, de forma que no había manera de abrir el periódico. El azar quiso que fuera el príncipe el primero en coger el diario, y cuando sus esfuerzos con las páginas resultaron inútiles se produjo un instante de tensión, mientras todos se preguntaban qué ocurriría —porque aunque al heredero del trono le encantaban esa clase de chanzas, nunca había sido víctima de ninguna—, pero el hombre, al percatarse del caso, empezó a reír entre dientes y todos los demás soltaron la carcajada, más a causa del alivio que de la propia gracia de la situación.

El príncipe se había marchado, Hugh Pilaster llegó y entonces empezaron las complicaciones.

Invitar a Hugh había sido idea de Solly. A Solly le caía bien Hugh. A Maisie no se le ocurrió ninguna pega convincente que oponer. También había sido Solly quien pidió a Hugh que cenase con ellos en Londres.

Aquella noche, Hugh recobró la compostura con la suficiente rapidez y demostró ser un invitado perfectamente a tono con las circunstancias. Quizá sus modales no fuesen tan refinados como hubieran podido ser de haberse pasado los últimos seis años alternando en los salones londinenses en vez de moverse por los almacenes de depósito bostonianos, pero su encanto natural suplió los posibles defectos. Durante los dos días que llevaba en Kingsbridge no había dejado de divertir a todos con los relatos de la vida en Norteamérica, país que ninguno de ellos había visitado.

Resultaba irónico que a Maisie le parecieran un poco toscos los modales de Hugh. Seis años antes ocurría lo contrario. Pero la mujer aprendía con celeridad. Había adquirido el acento de las clases altas sin ninguna dificultad. La gramática le costó un poco más. Lo más duro de todo, sin embargo, fueron las pequeñas sutilezas de comportamiento, los toques de gracia de la superioridad social: la forma de franquear una puerta, hablarle a un perrito, cambiar de tema de conversación o hacer caso omiso de un borracho. Pero Maisie había puesto los cinco sentidos en el aprendizaje de todo aquello y ahora lo practicaba con absoluta naturalidad.

Hugh se había recuperado de la conmoción que le supuso el encuentro, pero Maisie no. Nunca olvidaría la cara que puso Hugh al verla. Ella estaba preparada, pero para Hugh había constituido una auténtica sorpresa y a causa de esa misma sorpresa, mostró sus sentimientos al desnudo, y Maisie vio, con desánimo, el dolor que apareció en los ojos del hombre. Le había herido profundamente seis años atrás, y Hugh aún no lo había superado.

La expresión del rostro de Hugh la obsesionó desde entonces. Al enterarse de que iba a ir allí, Maisie se llevó un disgusto. No quería verle. No deseaba que el pasado volviese. Estaba casada con Solly, que era un buen esposo, y no podía sufrir la idea de herirle y estaba Bertie, su razón de vivir.

A su hijo le impusieron el nombre de Hubert, pero le llamaban Bertie, que también era el nombre del príncipe de Gales. Bertie Greenbourne cumpliría cinco años el día primero de mayo, pero eso era un secreto: su aniversario se celebraba en septiembre, para ocultar el hecho de que había nacido sólo seis meses después de la boda. La familia de Solly conocía la verdad, pero nadie más estaba enterado de ello: Bertie nació en Suiza, durante la gira de doce meses por Europa que constituyó su viaje de novios. Desde entonces, Maisie había sido feliz.

Los padres de Solly no acogieron favorablemente a Maisie. Estirados, ceremoniosos y judíos esnobs de origen alemán que vivían en Inglaterra desde generaciones atrás, consideraban a los judíos rusos que se expresaban en yiddish una especie de advenedizos, de intrusos recién desembarcados. El hecho de que la joven llevara en su seno al hijo de otro hombre confirmaba sus prejuicios y les proporcionó una excusa para rechazarla. Sin embargo, la hermana de Solly, Kate, que tenía más o menos la misma edad que Maisie y una hija de siete años, solía mostrarse amable con ella cuando sus padres no se encontraban por allí.

Solly la quería, como también quería a Bertie, pese a que ignoraba quién era el padre. Maisie tenía suficiente con ese cariño… hasta que regresó Hugh.

Se levantó temprano, como siempre, y se dirigió al ala de la enorme mansión donde estaban las habitaciones de los niños. Bertie desayunaba en el comedor de aquella parte de la casa con los hijos de Ringo, Anne y Alfred, bajo la supervisión de tres niñeras. La mujer besó la pegajosa cara del niño.

—¿Qué estás desayunando? —preguntó.

—Copos de avena con miel.

Bertie hablaba arrastrando las sílabas, con el cansino acento de las clases superiores, el deje que a Maisie tanto le había costado adquirir, y del que a veces se olvidaba.

—¿Está bueno?

—La miel es estupenda.

—Creo que tomaré un poco —dijo Maisie, y se sentó. Sería más digestivo que los arenques y los riñones picantes que constituían el desayuno de los adultos.

Bertie no tenía ningún rasgo de Hugh. De recién nacido se parecía a Solly, porque todos los niños pequeños se parecían a él; ahora cada vez era más y más semejante a su madre, pelirrojo y de ojos verdes. De vez en cuando, Maisie veía en el niño alguna expresión propia de Hugh, sobre todo cuando esbozaba aquella sonrisa traviesa suya; pero, por fortuna, no se apreciaba ningún parecido evidente.

Una de las niñeras sirvió a Maisie un plato de copos de avena con miel y la mujer los probó.

—¿Te gustan, mamá? —preguntó Bertie.

—No hables con la boca llena, Bertie —le llamó al orden Anne.

Anne Kingsbridge tenía siete años, y como era mayor, se las daba de dominanta con Freddy, su hermano de cinco años, y con Bertie.

—Son deliciosos —dictaminó Maisie.

—¿Queréis tostadas con mantequilla, niños? —ofreció otra doncella y, a coro, los chiquillos dijeron que sí.

Al principio, Maisie había creído que era antinatural para los chiquillos criarse rodeados de sirvientes, y temió que Bertie creciese superprotegido; pero no tardó en comprobar que los niños ricos jugaban, se revolcaban por el suelo, trepaban por las tapias y se peleaban unos con otros lo mismo que los niños pobres, y que la diferencia principal consistía en que las personas que los limpiaban después cobraban por hacerlo.

A Maisie le hubiera gustado tener más hijos, hijos de Solly, pero algo se malogró en su interior durante el alumbramiento de Bertie, y los médicos suizos dijeron que no podría concebir más criaturas. Al final resultó cierto, puesto que llevaba cinco años durmiendo con Solly sin que un solo mes le hubiese fallado la regla. Bertie era el único hijo que tendría en toda su vida. Lo lamentaba profundamente por Solly, que nunca sería padre, aunque él afirmaba que tenía ya más felicidad de la que se merecía cualquier hombre.

La duquesa consorte de Kingo, Liz para sus amistades, se integró en el grupo de los que desayunaban en el comedor de los niños poco después de que lo hiciera Maisie. Cuando lavaban a los chiquillos las manos y la cara, Liz comentó:

—¿Sabes?, mi madre nunca hubiera hecho esto. Sólo nos veía una vez bañados, limpios y vestidos. Es algo tan fuera de lo común…

Maisie sonrió. Por el hecho de lavarle la cara a su propio hijo, Liz la creía de lo más prosaico y plebeyo.

Permanecieron allí hasta las diez de la mañana, cuando llegó la institutriz y puso a los niños a trabajar con sus dibujos y pinturas. Maisie y Liz regresaron a sus habitaciones. Aquél era un día tranquilo, en el que no se salía de caza. Algunos hombres se fueron a pescar y otros recorrerían el bosque acompañados por un par de perros, con la intención de soltar algún que otro escopetazo a los conejos. Las damas, y los caballeros que preferían las damas a los perros, se darían un paseo por el parque antes del almuerzo.

Solly había desayunado ya y estaba listo para salir. Llevaba un traje de calle de paño color terroso y chaqueta corta. Maisie le dio un beso y le ayudó a ponerse los botines: si ella no hubiera estado allí, Solly habría tenido que llamar a su ayuda de cámara, puesto que no se podía agachar lo suficiente como para atarse los cordones del calzado. Maisie se puso un sombrero y un abrigo de piel y Solly se cubrió con un gabán escocés con esclavina y un sombrero hongo a juego. A continuación, bajaron a reunirse con los demás en el vestíbulo, azotado por las corrientes de aire.

Era una mañana luminosa y gélida, estupenda si una contaba con abrigo de piel, pero criminal si una vivía en un cuchitril por el que circulaban vientos helados y tenía que andar descalza. A Maisie le gustaba recordar las privaciones de su niñez: eso intensificaba el placer que le producía estar casada con uno de los hombres más ricos del mundo.

Caminó con Kingo a un lado y Solly al otro. Hugh iba detrás, con Liz. Aunque Maisie no podía verle, sí notaba su presencia, le oía charlar con Liz y provocar las risas de la mujer y se imaginaba el brillo chispeante de sus ojos. Unos ochocientos metros de caminata les llevaron al portillo principal. Se desviaban ya para atravesar el huerto cuando Maisie vio una alta figura familiar, de barba negra, que se acercaba a ellos procedente de la aldea. Durante unos segundos creyó que se trataba de su padre; luego reconoció a Danny, su hermano.

Danny había regresado a su ciudad de origen seis años atrás para descubrir que sus padres ya no vivían en su antiguo domicilio y que se habían ido sin dejar nuevas señas. Decepcionado, se dirigió al norte, llegó a Glasgow y fundó la Asociación para el Bienestar de los Trabajadores, que no sólo aseguraba a los obreros contra el desempleo, sino que también promovía, mediante campañas, normas de seguridad en las fábricas, el derecho a sindicarse y la regulación financiera de las corporaciones. Su nombre había empezado a aparecer en los periódicos: Dan Robinson, no Danny, porque ya era demasiado impresionante para que le llamasen Danny. Su padre leyó el nombre en la prensa, acudió a su despacho y celebraron un jubiloso encuentro.

Resultó que el padre y la madre habían entrado en contacto finalmente con otros judíos poco después de que Maisie y Danny se marcharan de casa. Les prestaron dinero para trasladarse a Manchester, donde el padre encontró trabajo y nunca más volvieron a la miseria. La madre superó la enfermedad y ahora disfrutaba de una salud estupenda.

Maisie ya estaba casada con Solly cuando la familia volvió a reunirse. De mil amores, Solly hubiera proporcionado al padre de Maisie una casa y unos ingresos vitalicios, pero el hombre no quería retirarse, y pidió a Solly un empréstito para abrir una tienda. Mamá y papá vendían ahora caviar y otros manjares exquisitos a los ciudadanos ricos de Manchester. Cuando Maisie iba a visitarlos, se quitaba los diamantes, se ponía un delantal y despachaba detrás del mostrador, confiando en que nadie de la Marlborough iría a Manchester, y en caso de que lo hiciera, no saldría a comprar sus propias vituallas.

Al ver a Danny en Kingsbridge, Maisie temió automáticamente que les hubiera ocurrido algo a sus padres, así que echó a correr al encuentro de su hermano con el corazón en la garganta, a la vez que gritaba:

—¡Danny! ¿Ocurre algo malo? ¿Se trata de mamá?

—Papá y mamá están perfectamente, lo mismo que todos los demás —respondió Danny con su deje estadounidense.

—Gracias a Dios. ¿Cómo has sabido que estaba aquí?

—Me escribiste.

—Ah, sí.

Con su barba rizada y sus pupilas centelleantes, Danny parecía un guerrero turco, pero vestía como un oficinista: traje negro bastante raído y bombín. Se había dado una buena caminata, a juzgar por sus botas embarradas y su expresión de cansancio. Kingo le miró con aire interrogador, pero Solly se apresuró a intervenir con su acostumbrada gracia social. Estrechó efusivamente la mano de Danny.

—¿Cómo estás, Robinson? —saludó—. Aquí, mi amigo, el duque de Kingsbridge. Kingo, permíteme que te presente a mi cuñado, Dan Robinson, secretario general de la Asociación para el Bienestar de los Trabajadores.

Muchos se hubieran quedado cortadísimos al presentarles a un duque, pero Danny no era de ésos.

—¿Cómo está usted, duque? —dijo con sencilla cortesía. Kingo le estrechó la mano cautelosamente. Maisie supuso que Kingo pensaba que mostrarse educado con las clases inferiores estaba bien hasta cierto punto, pero que no debía excederse.

—Y éste es nuestro amigo Hugh Pilaster —dijo luego Solly.

Maisie se puso tensa. En su ansiedad por saber lo que podía haberles ocurrido a sus padres había olvidado que Hugh iba tras ella. Danny conocía algunos secretos acerca de Hugh, secretos que Maisie jamás había contado a su esposo. Danny sabía que Hugh era el padre de Bertie. Hubo un tiempo en que Danny quiso partirle la cara a Hugh. Nunca se encontraron frente a frente, pero Danny no había olvidado. ¿Cómo reaccionaría?

Sin embargo, ahora tenía seis años más. Dirigió a Hugh una glacial mirada, pero le estrechó la mano con cortesía.

Al ignorar todo lo referente a su paternidad y no percatarse del mar de fondo de aquella situación, Hugh le habló a Danny en tono amistoso.

—¿Así que usted es el hermano que se marchó de casa y fue a Boston?

—Exacto.

—¡Qué extraño que Hugh sepa eso! —comentó Solly.

Solly no tenía ni idea de lo mucho que Hugh y Maisie sabían el uno del otro: no estaba enterado de que pasaron juntos una noche, durante la cual se contaron recíprocamente la historia de su vida.

A Maisie le desconcertaba aquella conversación: era patinar por una superficie en la que había demasiados secretos… y la capa de hielo era muy delgada. Se apresuró a volver a terreno más firme.

—¿Por qué estás aquí, Danny?

La expresión cansada de su rostro se tiñó de amargura.

—Ya no soy secretario general de la Asociación para el Bienestar de los Trabajadores —explicó—. Por tercera vez en mi vida, unos banqueros incompetentes me han arruinado.

—¡Danny, por favor! —protestó Maisie. Danny estaba perfectamente enterado de que Solly y Hugh eran banqueros.

—¡No te preocupes! —manifestó Hugh—. Nosotros también odiamos a los banqueros incompetentes. Son una amenaza para todos. Pero ¿qué ha sucedido exactamente, señor Robinson?

—Me he pasado cinco años levantando la Asociación para el Bienestar —dijo Danny—. Era un éxito inmenso. Abonábamos semanalmente cientos de libras de los beneficios e ingresábamos miles de libras en suscripciones. ¿Pero qué íbamos a hacer con el superávit?

—Supongo que reservarlo frente a la posibilidad de que un año vinieran mal dadas —aventuró Solly.

—¿Y dónde crees que lo pusimos?

—En un banco, confío.

—En el Banco de la Ciudad de Glasgow, para ser más concreto.

—¡Oh, querido! —dijo Solly.

—No entiendo —se extrañó Maisie.

Solly se lo aclaró:

—El Banco de la Ciudad de Glasgow ha quebrado.

—¡Oh, no! —exclamó Maisie. Le entraron ganas de llorar.

—Y todos los chelines pagados a costa de sudores —asintió Danny— se han perdido por culpa de unos estúpidos con sombrero de copa. Y aún hay quien se pregunta por qué los obreros hablan de revolución. —Suspiró—. Desde que se produjo la bancarrota he intentado levantar la Asociación, pero era una tarea imposible y me he dado por vencido.

Intervino Kingo bruscamente:

—Señor Robinson, lo lamento por usted y por los miembros de su asociación. ¿Quiere tomar un bocado? Si ha venido andando desde la estación de ferrocarril se ha echado a las piernas más de diez kilómetros.

—Sí, lo tomaré. Y gracias.

—Llevaré a Danny a la casa —dijo Maisie—, y vosotros podéis continuar el paseo.

Comprendía que su hermano estaba muy dolido y deseaba quedarse a solas con él y hacer lo que pudiera para aliviar sus heridas.

Evidentemente, los demás también se sentían afectados por la tragedia.

—¿Se quedará a pasar la noche, señor Robinson? —preguntó Kingo.

Maisie se sobresaltó. Kingo era demasiado generoso. Ya era suficiente mostrarse cortés con Danny durante unos momentos allí, en el parque, pero si Danny se quedaba toda la noche, Kingo y sus quiméricos amigos se cansarían en seguida de las prendas baratas de Danny y de su preocupación por la clase obrera, empezarían a desairarle y se sentiría herido.

Pero Danny declinó:

—He de estar en Londres esta noche. Sólo vine a pasar unas horas con mi hermana.

—En tal caso —se brindó Kingo—, permítame que le lleve a la estación en mi carruaje, cuando esté usted dispuesto.

—Verdaderamente amable por su parte.

Maisie cogió del brazo a su hermano.

—Ven conmigo y almuerza un poco.

Una vez Danny se marchó rumbo a Londres, Maisie fue a reunirse con Solly para dormir la siesta.

Tendido en la cama, con un batín de seda roja, Solly la contempló mientras se desnudaba.

—No puedo salvar esa Asociación para el Bienestar —dijo—. Aunque tuviera algún sentido financiero para mí, que no lo tiene, no lograría convencer a los demás socios.

Maisie experimentó un súbito arrebato de afecto por Solly. No le había pedido que ayudase a Danny.

—Eres un hombre muy bueno. —Le abrió el batín y estampó un beso en la enorme barriga de Solly—. Ya has hecho mucho por mi familia, así que no tienes por qué disculparte. Además, te consta que Danny no aceptaría nada; es demasiado orgulloso.

—Pero ¿qué va a hacer?

Maisie se quitó las enaguas y se bajó las medias.

—Mañana tiene una entrevista en la Sociedad de Ingenieros Unidos. Aspira a un acta de diputado del Parlamento y confía en que le respalden.

—Y supongo que luchará por una reglamentación más estricta de los bancos por parte del gobierno.

—¿Tú estarías en contra de eso?

—A nosotros no nos gusta que el gobierno nos diga lo que tenemos que hacer. Desde luego, hay demasiadas bancarrotas; pero es posible que se produzcan todavía más si los políticos se dedican a dirigir los bancos. —Se dio media vuelta y apoyó la cabeza en el codo para ver mejor a Maisie mientras se quitaba la ropa íntima—. No quisiera tener que dejarte esta noche.

Maisie coincidía con él. Aparte de que le excitaba la perspectiva de encontrarse allí con Hugh mientras Solly estaba ausente, eso le hacía sentirse más culpable aún.

—No me importa —dijo.

—Me avergüenzo de mi familia.

—No debes avergonzarte.

Era la Pascua judía y Solly iba a celebrar con sus padres la fiesta conmemorativa del Éxodo. A Maisie no la habían invitado. La mujer comprendía la animadversión de Ben Greenbourne hacia ella y llegaba incluso a medio creer que merecía la forma en que la trataba, pero a Solly le mortificaba profundamente aquella postura. A decir verdad, hubiera reñido con su padre de haberle dejado Maisie, pero ella no quería tener también aquello sobre su conciencia, e insistía para que él continuara viendo y tratando a sus padres con toda normalidad.

—¿Estás segura de que no te importa que vaya? —preguntó preocupado.

—Estoy segura. Escucha, si sintiera la religión con la misma convicción que tú, podría irme a Glasgow y celebrar la Pascua con mis padres. —Se tornó pensativa—. Lo cierto es que nunca me he considerado parte de esa fe judía, desde que salimos de Rusia, por lo menos. Cuando llegamos a Inglaterra, no había judíos en la ciudad. Prácticamente ninguna de las personas con las que conviví en el circo tenían religión. Incluso cuando me casé con un judío, tu familia me recibió mal. Mi destino es ser una intrusa, y si te digo la verdad, no me importa. Dios nunca hizo nada por mí. —Sonrió—. Mi madre dice que mi marido, tú, me lo ha dado Dios, pero eso es una tontería: te conseguí yo misma, exclusivamente yo.

Solly se tranquilizó.

—Te echaré de menos esta noche.

—Hummmm.

Al cabo de un momento, tendidos uno junto a otro, pero invertidas las posiciones, Solly acarició la entrepierna de Maisie mientras la mujer le besaba, le lamía y luego le chupaba el pene. A él le encantaba hacer eso por la tarde, y emitió un suave gemido cuando entró en la boca de Maisie.

Ella cambió de postura y se acurrucó en el hueco del brazo de Solly.

—¿A qué sabe? —preguntó él con voz amodorrada. Maisie chasqueó los labios.

—A caviar.

Solly soltó una risita y cerró los ojos.

Maisie empezó a acariciarse. Al cabo de unos segundos, Solly roncaba. No se movió lo más mínimo mientras ella se corría.

—A los individuos que dirigían el Banco de la Ciudad de Glasgow deberían encarcelarlos —dijo Maisie poco antes de la cena.

—Eso es un poco duro —respondió Hugh.

La observación le pareció a Maisie un tanto afectada.

—¿Duro? —silabeó en tono irritado—. ¡No tan duro como lo que les ha ocurrido a los trabajadores que han perdido su dinero!

—A pesar de todo, nadie es perfecto, ni siquiera esos trabajadores —insistió Hugh—. Si un albañil comete un error y una casa se derrumba, ¿debe ir a la cárcel?

—¡No es lo mismo!

—¿Por qué no?

—Porque el albañil cobra treinta chelines semanales y está obligado a obedecer las órdenes de un capataz, mientras que el banquero consigue miles de libras y se justifica alegando que carga con el peso de la responsabilidad.

—Absolutamente cierto. Pero el banquero también es un ser humano, y tiene esposa e hijos que mantener.

—Puedes decir lo mismo de los asesinos y, sin embargo, los ahorcan sin tener en cuenta para nada el destino de sus hijos huérfanos.

—Pero si un hombre mata a otro accidentalmente, por ejemplo, al disparar sobre un conejo y alcanzar a un hombre que estaba detrás de unos matorrales, ni por asomo se le envía a la cárcel. Entonces, ¿por qué hay que encarcelar a los banqueros que pierden los fondos de otras personas?

—Para que escarmienten otros banqueros y tengan más cuidado.

—De acuerdo con esa lógica, podemos ahorcar al hombre que dispara contra el conejo para que escarmienten en cabeza ajena y tengan más cuidado otros tiradores.

—Hugh, lo dices sólo por espíritu de contradicción.

—No, no es así. ¿Por qué hay que tratar a los banqueros negligentes con mayor severidad que a los cazadores de conejos?

—La diferencia consiste en que los disparos imprudentes no arrojan a la miseria todos los años a millares de trabajadores, mientras que los banqueros descuidados si.

En ese punto, terció Kingo lánguidamente:

—Según he oído decir, es harto probable que los directores del Banco de la Ciudad de Glasgow vayan a la cárcel; y el gerente también.

—Eso creo —dijo Hugh.

Maisie estuvo a punto de manifestar a voces su frustración.

—Entonces, ¿por qué has estado llevándome la contraria? Hugh sonrió.

—Para ver si podías justificar tu actitud.

Maisie recordó que Hugh siempre tenía la facultad de hacerle jugarretas como aquélla y se mordió la lengua. Su personalidad temperamental era parte de su atractivo para la Marlborough Set, una de las razones por las que la aceptaban a pesar de sus orígenes; aunque se cansarían, se hastiarían si se excediera en sus berrinches. El talante de Maisie cambió de manera fulminante.

—¡Me ha ofendido, caballero! —gritó en plan teatral—. ¡Le reto a singular duelo!

—¿Con qué armas se baten en duelo las damas? —rió Hugh.

—¡Agujas de ganchillo, al amanecer!

Todos soltaron la carcajada, y en aquel momento entró un criado y anunció que la cena estaba servida.

Eran dieciocho o veinte comensales alrededor de la alargada mesa.

Maisie nunca cesaba en su adoración por las impolutas mantelerías y la fina porcelana, los centenares de velas que reflejaban el resplandor de sus llamas en las piezas de cristalería, el inmaculado blanco y negro de los trajes de etiqueta de los hombres y los espléndidos colores y las alhajas de valor incalculable de las señoras. Había champán todas las noches, pero como se iba derecho a la cintura de Maisie, ella sólo se permitía tomar un par de sorbitos.

Se encontró sentada junto a Hugh. Por regla general, la duquesa solía colocarla en el asiento contiguo al de Kingo, porque a Kingo le gustaban las mujeres bonitas y la duquesa era tolerante; pero aquella noche parecía haber variado la fórmula. Nadie bendijo la mesa, ya que tal invocación religiosa se hacía sólo los domingos. Sirvieron la sopa y Maisie conversó jovialmente con los hombres situados a uno y otro lado. Sin embargo, sólo tenía en la cabeza a su hermano. ¡Pobre Danny! Tan inteligente, tan entregado a su causa, tan gran dirigente… y tan poco afortunado. Se preguntó si conseguiría hacer realidad su nueva aspiración: convertirse en miembro del Parlamento. Confió en que lo lograra. Su padre se sentiría muy orgulloso.

Hoy, cosa desacostumbrada, su pasado se había inmiscuido de modo visible en su nueva vida. Era sorprendente la escasa diferencia que se apreciaba. Al igual que ella, Danny no parecía pertenecer a una clase particular de sociedad. Representaba a los trabajadores; vestía ropas propias de clase media y, sin embargo, mostraba los mismos modales seguros, confiados y ligeramente arrogantes de Kingo y sus amigos. A éstos les resultaría difícil determinar si era un muchacho de la alta sociedad que había preferido el camino del sacrificio entre los obreros o un mozo de la clase trabajadora que había ascendido en la vida.

Algo similar podía aplicarse a Maisie. Quien tuviese un mínimo instinto para captar las diferencias se daría cuenta en seguida de que no era una dama nacida en alta cuna. Sin embargo, interpretaba el papel con tal perfección, era tan guapa y encantadora, que nadie podía llegar a creer del todo los insistentes rumores que afirmaban que Solly la había sacado de una sala de baile. Si la sociedad de Londres tuvo algún inconveniente en aceptarla, quedó soslayado cuando el príncipe de Gales, hijo de la reina Victoria y futuro rey, se confesó «cautivado» por la muchacha y le envió una pitillera de oro con broche de diamante.

A medida que avanzaba la cena, Maisie fue notando cada vez más intensamente la presencia de Hugh a su lado. Se esforzó por mantener la conversación en tono trivial y tuvo buen cuidado en dirigir la palabra al hombre que tenía al otro lado al menos tanto como a Hugh; pero el pasado parecía estar allí inmóvil, junto a su hombro, a la espera de que ella lo reconociese, como un cansino y paciente pedigüeño.

Desde el regreso de Hugh a Londres, se habían encontrado tres o cuatro veces, y ahora llevaban ya cuarenta y ocho horas bajo el mismo techo, pero en ninguna ocasión aludieron para nada a lo sucedido entre ellos seis años antes. Todo lo que Hugh sabía era que Maisie desapareció sin dejar huella, sólo para emerger de nuevo convertida en señora de Solomon Greenbourne. Tarde o temprano, Maisie tendría que darle alguna explicación. La mujer temía que hablar de aquello significase reavivar el fuego de los viejos sentimientos, tanto en él como en ella. Pero había que hacerlo, y puede que aquel momento, con Solly ausente, fuera el adecuado.

Hubo un instante en que, a su alrededor, todos hablaban ruidosamente. Maisie decidió explicarse entonces. Se volvió hacia Hugh y, de súbito, la emoción la embargó por completo. Empezó a hablar tres o cuatro veces, pero luego no pudo seguir. Por último, se las arregló para pronunciar unas pocas palabras:

—Hubiera arruinado tu carrera, ya sabes.

Tuvo que hacer un esfuerzo tremendo para que no se le escapasen las lágrimas, y no pudo añadir nada más.

Hugh comprendió al instante a qué se refería.

—¿Quién te dijo que habrías arruinado mi carrera?

Si le hubiese hablado en tono amable, quizá Maisie se hubiera venido abajo, pero por suerte Hugh se mostró agresivo, lo que impulsó a la mujer a replicar:

—Tu tía Augusta.

—Ya suponía yo que estaba mezclada en esto de algún modo.

—Pero tenía razón.

—No lo creo —dijo Hugh; su indignación aumentaba a toda velocidad—. No arruinaste la carrera de Solly.

—Calma. Solly no era la oveja negra de la familia. A pesar de todo, resultó bastante difícil. Su familia aún me odia.

—¿Aun siendo judía?

—Sí. Ninguna ley impide que los judíos sean tan esnobs como cualquier otro.

Estaba dispuesta a que Hugh no supiera nunca el verdadero motivo: que Bertie no era hijo de Solly.

—¿Por qué no me dijiste simplemente lo que estabas haciendo, y la razón por la que lo hacías?

—No pude. —Al recordar aquellos días terribles notó que se sofocaba de nuevo, y respiró hondo para tranquilizarse—. Me costó mucho cortar de aquella forma, me destrozó el corazón. No hubiera podido hacerlo en absoluto de tener que justificarme también ante ti.

Hugh no iba a dejarla soltar el anzuelo así como así.

—Pudiste enviarme una nota.

Maisie bajó la voz hasta convertirla casi en un susurro.

—No hubiera sido capaz de escribirla.

Al menos, Hugh pareció aplacarse. Tomó un sorbo de vino y apartó sus ojos de Maisie.

—Fue terrible, no entenderlo, no saber si estabas viva. —Hablaba con aspereza, pero Maisie vio en sus ojos el dolor que le producía la evocación.

—Lo siento —dijo con voz débil—. Siento haberte lastimado así, no quería hacerlo. Sólo deseaba evitarte la infelicidad. Lo hice por amor.

Tan pronto se oyó articular la palabra «amor» lamentó haberla pronunciado. Hugh se apresuró a recogerla.

—¿Amas a Solly ahora? —preguntó con brusquedad.

—Sí.

—Los dos parecéis bien asentados.

—Tal como vivimos… no es difícil sentirse contento.

El enojo de Hugh hacia Maisie no había concluido. Siguió manifestándolo:

—Has conseguido lo que siempre quisiste.

Era un poco cruel, pero Maisie pensó que tal vez lo merecía, de forma que asintió con la cabeza.

—¿Qué ha sido de April?

Maisie titubeó. Era ir demasiado lejos.

—Me consideras igual que April, ¿no es así? —preguntó dolida.

Sea, como fuere, aquello apagó la cólera de Hugh, que sonrió tristemente y dijo:

—No, tú nunca fuiste como April. Eso me consta. Lo que no impide que quiera saber qué le ocurrió. ¿Sigues viéndola?

—Sí.… discretamente.

April era un tema de conversación neutro: hablar de ella los apartaría del terreno peligrosamente emotivo. Maisie decidió satisfacer la curiosidad de Hugh.

—¿Conoces un lugar llamado Nellie’s?

—Es un burdel —Hugh bajó la voz.

Maisie no pudo evitar la pregunta:

—¿Has ido allí alguna vez?

Hugh pareció avergonzado.

—Sí, estuve una vez. Resultó un fiasco.

Eso no la sorprendió: recordaba lo ingenuo e inexperto que era Hugh a los veinte años.

—Bueno, el local pertenece ahora a April.

—¡Por Dios! ¿Cómo ha sido eso?

—Primero, April se hizo amante de un famoso novelista y vivía en la casita de campo más preciosa de Clapham. El escritor se cansó de April por las mismas fechas en que Nell pensaba en retirarse, así que April vendió la casita de campo y compró a Nell su negocio.

—Fabuloso —dijo Hugh—. Nunca olvidaré a Nell. Era la mujer más gorda que he visto en la vida.

El silencio había caído repentinamente sobre el ámbito de la mesa y varios de los que se encontraban cerca de Hugh oyeron su última frase. Brotó una carcajada general y alguien preguntó:

—¿Quién era esa dama tan gorda?

Hugh se limitó a sonreír, sin responder a la pregunta. Después de eso, se mantuvieron al margen de temas peligrosos, pero Maisie se sentía subyugada y un tanto frágil, como si hubiera sufrido una caída y estuviese llena de magulladuras.

Concluida la cena y una vez los hombres hubieron terminado sus cigarros, Kingo anunció que le apetecía bailar. Se enrolló la alfombra del salón, se convocó al lacayo que sabía tocar polkas al piano y se le puso ante el teclado.

Maisie bailó con todos, salvo con Hugh, pero comprendió entonces que resultaba demasiado evidente que lo eludía, así que bailó también con él. Fue como si hubieran retrocedido seis años y se encontraran de nuevo en los Jardines de Cremorne. Hugh casi no tenía que dirigirla: los movimientos de ambos parecían sincronizados. Maisie no pudo evitar la desleal idea de que Solly era un bailarín muy torpe.

Luego, Hugh bailó con otra pareja; pero entonces ningún otro hombre volvió a sacar a Maisie. Las diez dieron paso a las once y apareció el coñac y se olvidaron los convencionalismos: se aflojaron las blancas corbatas, algunas mujeres se quitaron los zapatos y Maisie bailó todas las piezas con Hugh. Ella se daba cuenta de que debía sentirse culpable, pero nunca se le había dado bien la sensación de culpa: lo estaba pasando muy bien y no iba a dejarlo.

Cuando el lacayo pianista quedó agotado, la duquesa pidió un poco de aire fresco y las doncellas se esfumaron en busca de los abrigos, al objeto de que todos pudieran dar un paseo por el jardín. En la oscuridad exterior, Maisie cogió a Hugh del brazo.

—Todo el mundo sabe lo que he hecho durante los últimos seis años, ¿pero qué me dices de ti?

—Me gusta Estados Unidos —repuso Hugh—. No existe el sistema de clases. Hay ricos y pobres, pero no aristocracia ni estupideces acerca de la jerarquía y el protocolo. Lo que has hecho tú, al casarte con Solly y convertirte en amiga de los miembros de la alta sociedad de la Tierra, es aquí bastante insólito, y estoy por jugarme algo a que no les has dicho la verdad respecto a tus orígenes…

—Creo que lo sospechan… pero tienes razón, no se lo he confesado.

—En Estados Unidos uno se jacta de sus comienzos humildes del mismo modo que Kingo presume aquí de que sus antepasados combatieron en la batalla de Agincourt.

A Maisie le interesaba Hugh, no los Estados Unidos.

—No te has casado.

—No.

—En Boston… ¿hubo alguna chica que te gustara?

—Lo intenté, Maisie —dijo él.

De pronto, Maisie deseó no haber llevado la conversación por aquel derrotero, ya que tuvo la premonición de que la respuesta a la última pregunta destruiría su felicidad; pero ya era demasiado tarde, la cuestión se había planteado y Hugh estaba hablando:

—En Boston había muchas jóvenes guapas, chicas inteligentes, muchachas que hubieran sido esposas y madres fantásticas. Presté atención a algunas y parece que les gustaba. Pero cuando llegaba a ese punto en el que hay que declararse o dejarlo me daba cuenta, una y otra vez, de que lo que sentía no era suficiente. Que no era lo que sentía por ti. Que no era amor.

Lo había dicho.

—Calla —susurró Maisie.

—Dos o tres madres se pusieron más bien de uñas conmigo, luego se extendió mi fama y las chicas se volvieron desconfiadas. Se mostraban amables y simpáticas, pero sabían que algo no funcionaba bien en mi persona, que no era serio, que no era de los que se casan. Hugh Pilaster el banquero inglés destroza corazones. Y si una chica parecía enamorarse de mí, pese a mi historial, yo mismo la desanimaba en seguida. No me gusta romper el corazón a nadie. Sé demasiado bien lo que se siente.

Maisie se daba cuenta de que tenía el rostro húmedo por las lágrimas, y se alegró de la discreta oscuridad que lo ocultaba.

—Lo siento —se disculpó, pero su murmullo fue tan bajo que a duras penas le resultó audible a ella misma.

—De todas formas, ahora sé lo que me ocurría. Supongo que lo he sabido siempre, pero los dos últimos días han ahuyentado toda posible duda.

Se habían rezagado un tanto de los demás, y Hugh se detuvo y miró a Maisie.

—No lo digas, Hugh, por favor —pidió ella.

—Aún estoy enamorado de ti. Ni más ni menos.

Estaba dicho, y todo se había derrumbado.

—Creo que tú también me quieres —continuó Hugh implacable—. ¿No es así?

Maisie alzó la mirada hacia él. Pudo ver, reflejadas en sus pupilas, las luces de la casa situada al otro lado del césped, pero el rostro de Hugh estaba sumido en sombras. Él inclinó la cabeza, la besó en los labios y ella no se apartó.

—Lágrimas saladas —dijo Hugh al cabo de un momento—. Me quieres. Lo sabía.

Se sacó del bolsillo un pañuelo doblado y rozó suavemente el rostro de Maisie, secándole las lágrimas de sus mejillas.

Ella tenía que cortar aquello de raíz.

—Debemos reunirnos con los demás —dijo—. Pueden murmurar.

Dio media vuelta y echó a andar con paso vivo, de forma que Hugh tuviera que soltarla del brazo o ir con ella. Fue con ella.

—Me sorprende que te preocupe el que la gente murmure —dijo él—. Tu círculo es famoso porque le tienen sin cuidado esas cosas.

Realmente no le inquietaba lo que pudiesen pensar o decir los demás. Le preocupaba su propia persona. Le obligó a apretar el paso hasta que se reunieron con el resto de la partida, entonces Maisie le soltó el brazo y habló a la duquesa.

Maisie estaba confusamente preocupada por lo que había dicho Hugh acerca de la fama de tolerante que tenía la Marlborough Set. Era verdad, pero Maisie habría deseado que no empleara la frase «le tienen sin cuidado esas cosas»; no estaba segura del motivo.

Cuando entraban de nuevo en la casa, el alto reloj del vestíbulo desgranaba las campanadas de medianoche. Maisie se sintió de pronto agotada por las tensiones del día.

—Me voy a la cama —anunció.

Maisie observó que la duquesa lanzaba a Hugh una mirada pensativa y que luego la miraba a ella y contenía una sonrisa. Entonces comprendió que todos pensaban que Hugh dormiría con ella esa noche.

Las damas subieron juntas, mientras los hombres se disponían a jugar al billar y tomarse una copa antes de acostarse. Al recibir el beso de buenas noches de las mujeres, Maisie vio la misma expresión en las pupilas de cada una de ellas, un brillo de excitación con su toque de envidia.

Entró en su dormitorio y cerró la puerta. Un fuego de carbón ardía en la chimenea y la llama de las velas colocadas en la repisa y en el tocador iluminaba la estancia. Como de costumbre, sobre la mesita de noche había una bandeja con bocadillos y una botella de jerez, por si en el curso de la noche le asaltaba el hambre; Maisie nunca la tocaba, pero el bien aleccionado personal de Kingsbridge Manor dejaba allí la bandeja todas las noches, sin falta.

Empezó a desnudarse. Puede que todos se equivocaran: tal vez Hugh no se presentara durante la noche. La idea se le clavó como una cuchillada de dolor y comprendió que anhelaba verle cruzar la puerta, para que ella pudiera abrazare y besarle, besarle de verdad, no con el sentimiento de culpa con que lo hizo en el jardín, sino ávida, desvergonzadamente. Aquella sensación llevó a su memoria el recuerdo abrumador de la noche vivida tras las carreras de Goodwood, seis años atrás, la estrecha cama en casa de la tía de Hugh, y la expresión que apareció en el rostro del hombre cuando ella se quitó el vestido.

Contempló su cuerpo en el alargado espejo. Hugh notaría los cambios producidos en él. Seis años antes, sus pezones eran pequeños y rosados, como hoyuelos, pero ahora, después de haber criado a Bertie, habían aumentado de tamaño, tenían color de fresa y sobresalían nítidamente de la redondez de sus pechos. De joven no necesitaba corsé, su talle natural era de avispa, pero después del embarazo la cintura no recuperó su esbeltez normal.

Oyó subir a los hombres, andares pesados y risas provocadas por alguna broma. Hugh tenía razón: ninguno de ellos se escandalizaría porque se suscitara un pequeño adulterio durante una reunión en una casa de campo. «¿No se considerarían un tanto infieles a su amigo Solly?», pensó Maisie irónicamente. Y entonces, como una bofetada en pleno rostro, sacudió su cerebro el pensamiento de que la única que debía considerarse infiel era ella.

Había tenido a Solly apartado de su mente durante toda la velada, pero ahora había vuelto en espíritu: el inofensivo y amable Solly; el bonachón y generoso Solly; el hombre que la amaba hasta la locura, el hombre que cuidaba de Bertie, a sabiendas de que era hijo de otro hombre. Pocas horas después de que abandonara la casa, Maisie estaba a punto de permitir que otro hombre se metiera en su cama. «¿Qué clase de mujer soy?», pensó.

Impulsivamente se llegó a la puerta y echó la llave. Comprendió en aquel momento por qué le había desagradado oír a Hugh afirmar: «Tu círculo es famoso porque le tienen sin cuidado esas cosas». Pensó que, a los ojos de Hugh, aquello parecía un asunto vulgar, uno más de los innumerables coqueteos, idilios e infidelidades que daban tema de cotilleo a las damas de la alta sociedad. Solly merecía algo mejor que la traición de una aventura amorosa vulgar.

«Pero deseo a Hugh», se dijo.

La idea de desaprovechar la ocasión de pasar la noche con él puso afán de llanto en sus ojos. Pensó en la sonrisa juvenil, en el pecho huesudo, en los ojos azules y en la blanca piel de Hugh; y recordó la expresión de la cara del muchacho cuando contempló su cuerpo desnudo, una expresión de maravilla y felicidad, de deseo y embeleso… Y le pareció muy duro renunciar.

Sonó una suave llamada a la puerta.

Maisie estaba de pie en mitad del cuarto, desnuda, paralizada y muda.

Giró el picaporte y alguien empujó la puerta que, naturalmente, no iba a abrirse.

Oyó pronunciar su nombre en voz baja.

Se acercó a la puerta y dirigió la mano hacia la llave.

—¡Maisie! —susurró él—. Soy yo, Hugh.

Le anhelaba con tal intensidad que el sonido de la voz de Hugh humedeció su interior. Se llevó el dedo a la boca y lo mordió con fuerza, pero el dolor no pudo enmascarar el deseo.

Él volvió a llamar a la puerta.

—¡Maisie! ¿Me dejas entrar?

Ella apoyó la espalda en la pared y las lágrimas resbalaron por su rostro, deslizándose barbilla abajo y cayéndole sobre los pechos.

—¡Hablemos un poco al menos!

Maisie sabía que, si abría la puerta, no hablarían… ella le tomaría en sus brazos y caerían sobre el suelo envueltos en el frenesí del deseo.

—¡Di algo! ¿Estás ahí? Sé que estás ahí.

Maisie permaneció inmóvil, mientras lloraba silenciosamente.

—¡Por favor! —suplicó Hugh—. ¡Por favor!

Al cabo de un rato se marchó.

Maisie durmió mal y se despertó temprano, pero con el amanecer del nuevo día su ánimo se elevó un poco. Antes de que los otros huéspedes se hubieran levantado, ella se dirigía ya, como de costumbre, al ala de la casa donde estaban las habitaciones de los niños. Se detuvo de pronto ante la entrada del comedor. Después de todo, no había sido la primera invitada en levantarse. Oyó dentro una voz masculina. Hizo una pausa y aguzó el oído. Era Hugh.

—Y precisamente en ese momento —decía—, el gigante se despertó.

Sonó un infantil chillido de encantado terror y Maisie reconoció la voz de Bertie.

—Jack bajó por el tallo de la mata de judías todo lo deprisa que le permitieron sus piernas —continuó Hugh—, ¡pero el gigante le persiguió!

Anne, la hija de Kingo, con el tono de suficiencia y superioridad que le conferían sus siete años, dijo:

—Bertie se esconde detrás de la silla porque tiene miedo. Yo no tengo miedo.

Maisie también quería ocultarse como Bertie, así que dio media vuelta y emprendió el regreso a su cuarto, pero luego se detuvo. Tendría que enfrentarse a Hugh en cualquier momento de la jornada, y las habitaciones de los niños tal vez fuesen el mejor lugar. Se recompuso y entró.

Hugh tenía extasiados a los tres chiquillos. Bertie casi ni se percató de la llegada de su madre. Hugh miró a Maisie con ojos dolidos.

—No te interrumpas —dijo Maisie. Se sentó al lado de Bertie y le abrazó.

Hugh volvió a proyectar su atención sobre los niños.

—¿Y qué creéis que hizo luego Jack?

—Yo lo sé —dijo Anne—. Cogió un hacha.

—Exacto.

Maisie continuó allí sentada, con los brazos alrededor de Bertie, el cual miraba, con los ojos desorbitados, al hombre que era su verdadero padre. «Si puedo soportar esto» —pensó Maisie—, «puedo hacer cualquier cosa».

—Y cuando el gigante aún estaba a mitad del tallo de la mata de judías —siguió contando Hugh—. ¡Jack corto el tallo! Y el gigante cayó, se estrelló contra el suelo… y murió. Y Jack y su madre vivieron contentos y felices para siempre.

—Cuéntalo otra vez —pidió Bertie.