2

Sentada ante su tocador, Augusta se puso el collar de perlas que siempre lucía en las cenas de gala. Era la pieza más cara de su joyero. Los metodistas no creían en los adornos costosos y el avaro esposo de Augusta, Joseph, lo utilizaba como excusa para no comprarle alhajas. Al hombre le hubiera gustado que su mujer dejase de decorar la casa con tanta frecuencia, pero Augusta lo hacía sin consultárselo: si las cosas se hiciesen al modo de Joseph, puede que no vivieran mejor que cualquiera de sus empleados. El hombre aceptaba de mala gana aquella redecoración y sólo insistía en que dejasen su alcoba en paz.

Augusta sacó del joyero el anillo que Strang le había regalado treinta años antes. Tenía la forma de una serpiente: el cuerpo era de oro, la cabeza, un diamante, y los ojos, dos rubíes. Se puso el anillo en el dedo y, como había hecho ya miles de veces, rozó la erguida cabeza contra sus labios, evocadoramente.

Su madre le había dicho:

—Devuelve el anillo y trata de olvidarle.

—Ya se lo he devuelto —respondió una Augusta que contaba a la sazón diecisiete años—, y le olvidaré.

Pero era mentira. Conservó el anillo, escondido en el lomo de su Biblia, y nunca olvidó a Strang. Si no podía tener su amor, se prometió Augusta, todas las cosas que él hubiera podido darle serían suyas, de ella, de un modo u otro, algún día.

Había asumido años atrás que nunca sería condesa de Strang. Pero estaba decidida a lograr un título. Y puesto que Joseph no lo tenía, ella iba a encargarse de conseguirle uno.

Llevaba años reflexionando sobre el problema, estudiando los mecanismos mediante los cuales los hombres alcanzaban títulos, y tras infinidad de noches en blanco, sus planes y anhelos habían desembocado en una estrategia bien meditada. Ahora estaba ya lista, y era el momento oportuno.

Iniciaría su campaña esa misma noche, durante la cena.

Entre los invitados figuraban tres personas que desempeñarían un papel crucial en la función de convertir en conde a Joseph.

Pensaba que podía tomar el título de conde de Whitehaven. Whitehaven era el puerto donde, cuatro generaciones atrás, la familia Pilaster se lanzó al negocio. El bisabuelo de Joseph, Amos Pilaster, había amasado su fortuna con una actividad legendaria, invirtiendo todo su dinero en un barco de esclavos. Pero luego emprendió operaciones comerciales menos azarosas: compraba piezas de sarga y percal estampado en las fábricas textiles de Lancashire y las embarcaba rumbo al continente americano. Su sede de Londres ya se llamaba Whitehaven House, en reconocimiento al lugar donde había nacido la empresa. Augusta sería condesa de Whitehaven si sus planes daban resultado.

Se imaginó a sí misma y a Joseph haciendo su entrada en un gran salón, en tanto el maestro de ceremonias anunciaba: «El conde y la condesa de Whitehaven», y la imagen la hizo sonreír. Vio a Joseph pronunciando en la Cámara de los Lores su discurso inaugural, cuyo tema estaría relacionado con las altas finanzas, mientras los demás pares le escuchaban con respetuosa atención. Los tenderos la llamarían «lady Whitehaven» en voz baja y la gente volvería la cabeza para ver quién era.

Sin embargo, se dijo que era para Edward para quien deseaba aquello tanto como cualquier otra cosa. Un día, Edward heredaría el título de su padre, y entretanto, estaría en condiciones de poner en sus tarjetas de visita: «Honorable Edward Pilaster».

Augusta sabía con exactitud lo que tenía que hacer, pero no obstante estaba intranquila. Conseguir una dignidad de par no era como comprar una alfombra… Una no podía llegarse al proveedor y decir: «Quiero ésa… ¿cuánto vale?», todo tenía que hacerse a base de indirectas. Esa noche tenía que ir con pies de plomo, Si daba un paso en falso, sus planes tan minuciosamente trazados se desmoronarían en un pestañeo. Si se había equivocado al juzgar a las personas elegidas, estaba sentenciada.

Llamó a la puerta una doncella:

—Ha llegado el señor Hobbes, señora.

«Esta chica pronto tendrá que llamarme milady», pensó Augusta.

Guardó el anillo de Strang, se levantó del tocador y atravesó la puerta que comunicaba su cuarto con el de Joseph. El hombre ya estaba vestido para la cena, sentado frente al armario donde conservaba su colección de enjoyadas cajitas de rapé y contemplando una de ellas a la luz de la lámpara de gas. Augusta se preguntó si sería el momento adecuado para sacar a relucir el tema de Hugh.

Hugh continuaba siendo un fastidio. Seis años antes creyó que se lo había quitado de encima para siempre, pero una vez más amenazaba con eclipsar a Edward. Había dicho que se le nombrara socio: Augusta no iba a tolerarlo de ninguna de las maneras. Estaba decidida a que, algún día, Edward fuese presidente del consejo del banco y no podía permitir que Hugh tomase la delantera.

¿No se equivocaría al preocuparse tanto? Quizá debiera dejar que Hugh dirigiese el negocio. Edward podría dedicarse a otra cosa, tal vez meterse en política. Pero el banco era el corazón de la familia. Los que lo dejaban, como Tobias, el padre de Hugh, al final siempre concluían en la nada. Los Pilaster podían derrocar a un monarca negándole un préstamo: pocos políticos contaban con esa capacidad. Era espantoso pensar que Hugh llegara a presidente del consejo, que alternase con embajadores, que tomara café con el ministro de Hacienda, que ocupase el lugar de honor en las reuniones familiares, situado por encima de Augusta y de su rama de la familia.

Pero en esa ocasión iba a resultar muy difícil desembarazarse de Hugh. Era mayor, más sensato y tenía una situación firme y estable en el banco. El muchacho despreciable había trabajado dura y pacientemente durante seis años para rehabilitar su nombre, ¿podría ella tirar por los suelos todo eso?

Sin embargo, no era el momento de plantear a Joseph la cuestión de Hugh. Augusta deseaba que su marido estuviese de buen humor durante la cena.

—Puedes seguir aquí un rato más, si te place —le comunicó—. Sólo ha llegado Arnold Hobbes.

—Muy bien, si no te importa —dijo Joseph.

A ella le convenía que Hobbes estuviese solo unos momentos.

Hobbes era editor de un periódico político llamado The Forum. Generalmente se alineaba con los conservadores, que estaban a favor de la aristocracia y la Iglesia establecida, y contra los liberales, el partido de los hombres de negocios y los metodistas. Los Pilaster eran ambas cosas, hombres de negocios y metodistas, pero los conservadores estaban en el poder.

Augusta sólo había hablado con Hobbes una o dos veces y suponía que al hombre debió de sorprenderle recibir aquella invitación. Sin embargo, Augusta confió en que la aceptaría. Seguro que no le llegaban muchas invitaciones para cenar en casas tan pudientes como la de Augusta.

Hobbes se encontraba en una situación curiosa. Era un hombre poderoso, ya que su periódico se leía y se respetaba en amplios sectores; sin embargo, también era pobre, porque sacaba escaso beneficio del mismo. Esa combinación resultaba embarazosa para Hobbes… y perfecta para el propósito de Augusta. El hombre poseía influencia para ayudarla a lograr sus objetivos y, al mismo tiempo, se le podía comprar.

Sólo existía un posible inconveniente. Augusta confiaba en que Hobbes no tuviese altos principios morales: eso destruiría su utilidad. Pero si le había juzgado correctamente, era un hombre corruptible.

Augusta estaba nerviosa y no las tenía todas consigo. Se detuvo un segundo, antes de franquear la puerta del salón, para decirse «Tranquilícese, señora Pilaster, estas cosas se le dan a usted muy bien». Al cabo de un momento, más calmada ya, entró en la estancia.

El hombre se levantó para saludarla con la debida cortesía. Era un individuo vivaracho y rápido de reflejos, con movimientos semejantes a los de un pájaro. Augusta calculó que su traje tenía por lo menos diez años. La mujer le condujo al asiento de la ventana para conferir a la conversación cierta sensación de intimidad, aunque no eran lo que se dice viejos amigos.

—Cuénteme qué diabluras ha cometido hoy —dijo Augusta en tono de broma—. ¿Le ha dado un repaso al señor Gladstone? ¿Ha socavado nuestra política india? ¿Se ha dedicado a acosar a los católicos?

Hobbes la miró a través de los sucios cristales de sus gafas.

—He escrito un artículo acerca del Banco de la Ciudad de Glasgow —dijo.

Augusta frunció el entrecejo.

—Ése es el banco que se hundió hace poco.

—Exactamente. Ya sabe que muchos sindicatos escoceses fueron a la ruina.

—Creo recordar que oí algo de eso —repuso Augusta—. Mi esposo dice que se sabía desde hace años que el Ciudad de Glasgow era poco sólido.

—No lo entiendo —se excitó Hobbes—. La gente sabe que un banco no es de fiar y, a pesar de ello, le permiten seguir con sus actividades hasta que quiebra… ¡y miles de personas pierden los ahorros de toda su vida!

Augusta tampoco lo comprendía. Sus conocimientos del negocio de la banca rozaban el punto cero. Pero vio ahí la oportunidad de conducir la conversación por el rumbo que le convenía.

—Quizá los mundos del comercio y del gobierno están muy separados entre sí —aventuró.

—Eso debe de ser. Una comunicación más estrecha entre los hombres de negocios y los hombres de Estado evitaría tales catástrofes.

—Me pregunto… —Augusta titubeó, como si estuviese dándole vueltas en la cabeza a una idea que acabara de ocurrírsele—. Me pregunto si alguien como usted consideraría la posibilidad de desempeñar la dirección de una o dos empresas.

Hobbes se mostró sorprendido.

—Desde luego, podría…

—Verá… cierta experiencia directa, lograda a través de la participación en la gerencia de una empresa mercantil le resultaría de bastante ayuda cuando redactase para su periódico algún trabajo sobre el mundo del comercio.

—Indudablemente.

—La retribución no sería muy alta… un par de cientos al año, en el mejor de los casos. —Augusta observó que se iluminaban los ojos del hombre: era una barbaridad de dinero para él—. Pero las obligaciones tampoco serían nada pesadas.

—Una idea de lo más interesante —reconoció Hobbes. Augusta comprendió que al hombre le costaba un esfuerzo tremendo disimular su entusiasmo.

—Si a usted le interesa, mi marido podría arreglarlo. Siempre está recomendando a directores para los cuadros administrativos de las empresas en las que tiene participación. Piénselo usted y dígame si le gustaría que le dijese algo a mi esposo.

—Muy bien, así lo haré.

Augusta pensó que, hasta ahí, todo iba como una seda.

Pero ponerle el cebo era la parte fácil. Ahora tenía que conseguir que se tragara el anzuelo.

—Y el mundo del comercio correspondería adecuadamente, claro —articuló Augusta en tono pensativo—. Opino que en la Cámara de los Lores debería haber más hombres de negocios sirviendo a su patria.

Se estrecharon ligeramente los párpados de Hobbes y Augusta supuso que su rápido cerebro empezaba a entender el trato que se le ofrecía.

—Sin duda —repuso Hobbes sin comprometerse.

—Tanto la Cámara de los Comunes como la de los Lores. —Augusta desarrolló el tema—. Deberían beneficiarse de los conocimientos y el buen juicio de los hombres de negocios con experiencia, en especial cuando se debatieran las finanzas del país. Sin embargo, existe un curioso prejuicio en contra de la idea de elevar a los hombres de negocios a la dignidad de nobles.

—Sí, cierto, es completamente absurdo —concedió Hobbes—. Nuestros comerciantes, fabricantes y banqueros son responsables de la prosperidad de la nación en mayor medida que los terratenientes y los clérigos; sin embargo, a éstos se les conceden títulos aristocráticos por sus servicios al país, mientras que se desatiende a los hombres que realmente trabajan y crean riqueza.

—Debería escribir usted un artículo sobre tal cuestión. Es el tipo de causa por la que su periódico habría hecho campaña en el pasado: la modernización de nuestras anticuadas instituciones.

Augusta le obsequió con la más cálida de sus sonrisas. Ya había puesto sus cartas sobre la mesa. Hobbes difícilmente podía dejar de darse cuenta de que tal campaña era el precio que tenía que pagar por el cargo de director de empresas que se le acababa de brindar. ¿Se erizaría, se mostraría ofendido y manifestaría su desacuerdo? ¿Se marcharía indignado? ¿Rechazaría la oferta, con una sonrisa elegante? En caso de que reaccionara de alguna de aquellas tres formas, Augusta tendría que intentarlo de nuevo con otra persona.

Tras una prolongada pausa, el hombre declaró:

—Tal vez tenga usted razón.

Augusta se relajó.

—Quizá deberíamos emprender una cosa así —continuó el hombre—. Estrechos vínculos entre el comercio y el gobierno.

—Títulos de nobleza para los hombres de negocios —dijo Augusta.

—Y cargos de director de empresa para los periodistas —añadió Hobbes.

Augusta comprendió que había ido todo lo lejos que podía ir en el terreno de la franqueza y que acababa de llegar el momento de retroceder. Si se reconocía que estaba sobornándole, acaso el hombre se sentiría humillado y rechazaría el trato. Se sentía satisfecha con lo conseguido hasta el momento y estaba a punto de cambiar de tema cuando se presentaron más invitados y le ahorraron ese trabajo.

El resto de la partida llegó en grupo y, simultáneamente, apareció Joseph. Al cabo de unos minutos, entró Hastead para anunciar:

—La cena está servida, señor.

Y Augusta anheló oírle decir «milord», en lugar de «señor». Abandonaron el salón y, tras cruzar el pasillo, pasaron al comedor. Aquella comitiva más bien corta inquietó a Augusta. En las casas aristocráticas el traslado del salón al comedor constituía un paseo distinguido y era un punto álgido del rito de la cena de gala. Tradicionalmente, los Pilaster se mofaban de los modales de la gente de alto copete, pero Augusta era distinta. Para ella, la casa en la que residían era incorregiblemente suburbana. Pero habían fracasado todos sus intentos de convencer a Joseph para mudarse de allí.

Aquella noche lo había dispuesto todo para que Edward entrase en el comedor acompañando a Emily Maple, una tímida y bonita muchacha de diecinueve años que asistía a la cena con su padre, un ministro metodista, y su madre. Saltaba a la vista que la casa y los invitados les abrumaban, como también era evidente que no encajaban muy bien en aquel círculo, pero Augusta se había lanzado a la búsqueda desesperada de una novia idónea para Edward. El joven tenía ya veintinueve años, y ante la frustración de su madre, nunca había mostrado el menor asomo de interés por ninguna chica en estado de merecer. A Emily no podría por menos que encontrarla atractiva: la joven tenía unos preciosos ojazos azules y una sonrisa dulcísima. A los padres les volvería locos tal emparejamiento. En cuanto a la muchacha, haría lo que le ordenasen. Pero tal vez a Edward hubiese que empujarle. Lo malo era que el joven no veía razón alguna para casarse. Le encantaba su estilo de vida, con amigotes masculinos, buenos ratos en el club y todo lo demás, por lo que sentar la cabeza y desposarse no le seducía casi nada. Durante cierto tiempo, Augusta asumió alegremente que se trataba de una fase normal en la vida de un joven, pero ya se estaba prolongando en exceso, y la mujer empezó a considerar si Edward no debería abandonarla de una vez. Tendría que presionar un poco al joven.

A su izquierda, en la mesa, Augusta situó a Michael Fortescue, un joven bien parecido que tenía aspiraciones políticas. Se decía que estaba muy próximo al primer ministro, Benjamin Disraeli, al que habían concedido el título de conde y tenía ahora el tratamiento de lord Beaconsfield. Fortescue era la segunda de las tres personas que Augusta necesitaba para conseguirle a Joseph la dignidad de par. No tenía la inteligencia de Hobbes, pero sí resultaba más complejo y seguro de si. Augusta había sido capaz de impresionar a Hobbes, pero a Fortescue tendría que seducirlo.

El señor Maple bendijo la mesa y Hastead escanció vino.

Aunque ni Joseph ni Augusta bebían vino, sí se les ofrecía a los invitados. Cuando sirvieron el consomé, Augusta dedicó a Fortescue una afectuosa sonrisa y dijo en voz baja:

—¿Cuándo vamos a verle en el Parlamento?

—Me gustaría saberlo —repuso el joven.

—Lo que sin duda sabe es que todo el mundo se hace lenguas de lo brillante que es usted.

La complacencia que le produjo aquella lisonja no evitó que el muchacho se sintiera un poco violento.

—Pues tampoco estoy seguro de saberlo.

—Y también es usted guapo… lo que nunca hace daño.

Fortescue pareció más bien sobresaltado. No había esperado que aquella señora tratase de coquetear… pero él no era precisamente contrario a ello.

—No debería esperar a la convocatoria de elecciones generales —prosiguió Augusta—. ¿Por qué no se presenta a unas elecciones parciales? Eso sin duda es bastante más fácil de preparar… la gente dice que tiene usted influencia con el primer ministro.

—La gente es muy amable, pero unas elecciones parciales resultan costosas, señora Pilaster.

Era la respuesta que Augusta estaba esperando, pero no iba a confesárselo así como así.

—¿De veras? —comentó.

—No soy rico.

—No lo sabía —mintió Augusta—. Entonces, tiene que encontrar a alguien que le patrocine.

—¿Un banquero, quizá? —adelantó Fortescue medio en broma medio en serio, pero triste.

—No es imposible. El señor Pilaster está deseando participar más activamente en el gobierno de la nación. —Podría hacerlo, si se le ofreciera un título nobiliario—. Y no comprende por qué los hombres que se dedican al comercio tienen que verse obligados a ser liberales. Entre nosotros, puedo confesarle que a menudo descubre que sus ideas están más de acuerdo con las de los conservadores jóvenes.

El tono confidencial de Augusta animó a Fortescue a ser franco —tal como ella pretendía—, y el muchacho preguntó sin rodeos:

—¿Y en qué forma le gustaría al señor Pilaster servir a la nación… aparte de subvencionar a un candidato en unas elecciones parciales?

Era un reto. ¿Debía responder a la pregunta o continuar por la vía indirecta? Augusta decidió ponerse a tono con la sinceridad de Fortescue.

—Tal vez en la Cámara de los Lores. ¿Lo cree usted posible?

Disfrutaba con aquella situación, lo mismo que él.

—¿Posible? Desde luego. Que sea probable, ya es otra cuestión. ¿Quiere que sondee?

Aquello resultaba más directo de lo que ella había previsto.

—¿Puede hacerlo discretamente?

El joven titubeó.

—Creo que si.

—Sería muy amable de su parte —dijo Augusta pletórica de satisfacción. Le había convertido en un conspirador.

—Le comunicaré el resultado de mi investigación.

—Y si se convocasen unas elecciones parciales adecuadas…

—Es usted muy buena.

Augusta le tocó el brazo. Pensó que era un joven muy atractivo. Le encantaba confabular con él.

—Creo que nos entendemos a la perfección —murmuró.

Observó que Fortescue tenía las manos anormalmente grandes. Retuvo el brazo del joven un momento, mientras le miraba a los ojos; luego volvió la cabeza.

Se sentía de maravilla. Había tratado ya con dos de las tres personas clave y no había tenido el más leve resbalón. En el curso del siguiente plato habló con lord Morte, que estaba sentado a su diestra. La conversación fue cortés e intrascendente: la persona sobre la que Augusta quería influir era la esposa de lord Morte, y eso tendría que esperar hasta después de la cena.

Los hombres se aposentaron en el salón para fumar sus cigarros y Augusta llevó a las damas al piso de arriba y las introdujo en su dormitorio. Allí se quedó a solas un momento con lady Morte. Quince años mayor que Augusta, lady Morte era azafata de la reina Victoria. Tenía cabellera gris acero y modales arrogantes. Al igual que Arnold Hobbes y Michael Fortescue, poseía influencia; y Augusta esperaba que, lo mismo que ellos, fuese también corruptible. La vulnerabilidad de Hobbes y Fortescue consistía en que eran pobres. Lord y lady Morte no eran pobres, pero sí pródigos; tenían mucho dinero, pero gastaban más de lo que tenían: el vestuario de lady Morte era espléndido, como magnífica era su colección de joyas, y lord Morte creía, en contra de la evidencia demostrada a lo largo de cuarenta años, que tenía un certero ojo clínico para los caballos de carreras.

Respecto a lady Morte, Augusta se sentía más nerviosa de lo que lo estaba ante los hombres. Las mujeres eran más difíciles. No aceptaban las cosas a pies juntillas y sabían cuándo alguien trataba de manipularlas. Treinta años de cortesana habían refinado la sensibilidad de lady Morte hasta el punto de que nada se le escapaba.

—El señor Pilaster y yo somos grandes admiradores de su querida reina —rompió el hielo Augusta.

Lady Morte asintió con la cabeza, como si dijera «Naturalmente». Sin embargo, el «naturalmente» no era tan natural: la reina Victoria resultaba antipática a gran parte del país: porque era reservada, seria, distante e inflexible.

—Si alguna vez hay algo que podamos hacer para ayudarle en sus nobles obligaciones —continuó Augusta—, será para nosotros un inmenso placer.

—Muy amable. —Lady Morte dio la impresión de estar un poco perpleja—. ¿Pero qué podrían hacer ustedes?

—¿Qué hacen los banqueros? Préstamos. —Augusta bajó la voz—. Imagino que la vida en la corte resultará mutiladoramente cara.

Lady Morte se puso tensa. En el medio ambiente de su clase social imperaba el tabú de que, bajo ningún concepto, debía hablarse de dinero, y Augusta lo estaba quebrantando de modo flagrante.

Pero Augusta persistió:

—Si abriesen ustedes una cuenta en el Banco Pilaster, nunca habría problema alguno en ese terreno…

Lady Morte se sentía ofendida, pero, por otra parte, se le estaba ofreciendo el notable privilegio de disponer de un crédito ilimitado en una de las empresas bancarias más importantes del mundo. Su instinto le aconsejaba desairar a Augusta, pero la codicia la retenía: Augusta pudo ver cómo se desarrollaba aquel conflicto en el rostro de lady Morte.

Y no concedió a la dama tiempo para la reflexión.

—Le ruego que me perdone por haber sido tan horriblemente sincera —continuó—. La culpa la tiene mi deseo de serle útil.

Lady Morte no iba a creerla, sino que daría por supuesto que Augusta buscaba simplemente el favor de la realeza, a través de ella, de lady Morte. Ésta no profundizaría en busca de algún motivo más concreto, y Augusta no estaba dispuesta a darle más pistas aquella noche.

Lady Morte vaciló un momento más y luego dijo:

—Es usted muy bondadosa.

Augusta había franqueado la tercera valla. Si había evaluado correctamente a la mujer, lady Morte se encontraría desesperadamente empeñada con el Banco Pilaster en el plazo de seis meses. Entonces se enteraría de lo que Augusta deseaba de ella.

La señora Maple, la madre de Emily, volvió del aseo y le tocó el turno a lady Morte. Se retiró con una expresión de tenue embarazo petrificada en el semblante. Augusta sabía que, en la carroza que los llevaría de vuelta a casa, lord Morte y ella se mostrarían de acuerdo en que las personas que se dedicaban al comercio eran increíblemente vulgares y de modales insufribles; pero una tarde, lord Morte perdería mil guineas apostadas a un caballo, justamente el día en que su sastre le reclamaba el pago de una factura de seis meses atrás, por un importe de tres mil libras. Entonces, lord y lady Morte recordarían la oferta de Augusta y llegarían a la conclusión de que los vulgares profesionales de la banca y el comercio no dejaban de ser útiles, después de todo.

Las damas se reunieron nuevamente en el salón de la planta baja y tomaron café. Lady Morte aún se mostraba distante, pero sin llegar a la grosería. Los hombres sólo tardaron unos minutos en acercárseles. Joseph llevó al señor Maple al piso de arriba, para enseñarle la colección de cajitas de rapé. Augusta se sintió encantada: Joseph sólo hacía tal cosa con las personas que le caían bien. Emily se puso a tocar el piano. La señora Maple le pidió que cantase, pero la muchacha respondió que estaba resfriada y mantuvo su negativa con extraordinaria obstinación, pese a los ruegos de su madre, lo que hizo pensar a Augusta que la joven podía no ser tan sumisa como parecía a primera vista.

Augusta consideraba cumplida la tarea que se había fijado para aquella noche: lo que ahora deseaba era que se fueran todos para así poder dar un repaso mental a la velada y hacer un resumen de los logros conseguidos. Ciertamente, no le gustaba ninguno de los invitados, salvo Michael Fortescue. A pesar de ello, se esforzó por mostrarse amable y charlar con ellos durante otra hora más. Pensó que Hobbes había picado; Fortescue hizo un trato y lo cumpliría; a lady Morte se le había indicado la resbaladiza pendiente que llevaba a la perdición, y que iniciara el descenso por ella sólo era cuestión de tiempo. Augusta se sintió aliviada y satisfecha.

Cuando por fin se hubieron retirado todos, Edward se dispuso a marchar al club, pero Augusta le detuvo.

—Siéntate un momento y atiéndeme —le dijo—. Quiero hablaros a ti y a tu padre.

Joseph, que ya iba camino del lecho, volvió a sentarse.

Augusta se dirigió a él:

—¿Cuándo vas a nombrar a Edward socio del banco? Joseph se enfurruñó automáticamente.

—Cuando sea mayor.

—Pero me han dicho que se está pensando en la posibilidad de hacer socio a Hugh, y Hugh tiene tres años menos que Edward.

Aunque Augusta ignoraba el modo en que se obtenía el dinero, estaba siempre perfectamente enterada de lo que pasaba en el banco en relación con los progresos personales y otras cosas de los miembros de la familia. Normalmente, los hombres no hablaban de asuntos profesionales delante de las damas, pero Augusta sabía sonsacarles en los tés que organizaba.

—La antigüedad no es el único camino por el que un hombre puede alcanzar la categoría de socio —replicó Joseph en tono irritado—. Otro camino viene dado por su capacidad para conseguir operaciones rentables, una capacidad que Hugh posee en un grado tan alto como no he visto en ningún hombre de su edad y otras vías para conseguirlo serían invertir en el banco un gran capital, gozar de una alta posición social o tener influencia política. Me temo que Edward no cuenta todavía con ninguno de esos requisitos.

—Pero es tu hijo.

—¡Un banco es un negocio, no una cena de sociedad! —dijo Joseph, francamente indignado ya. Odiaba que le llevasen la contraria—. Ser socio no es simplemente cuestión de jerarquía o prioridad. La capacidad de hacer dinero es la prueba concluyente.

Augusta tuvo un momento de duda. ¿Debía seguir insistiendo en el ascenso de Edward aunque el muchacho no estuviese realmente capacitado? Pero eso era una tontería. Era perfectamente apto. Puede que no sumara una columna de cifras con la misma rapidez que Hugh, pero la educación debía imponerse al final.

—Edward podría tener una gran inversión de capital en el banco si tú quisieras —señaló Augusta—. En cualquier momento que te plazca puedes poner dinero a su nombre.

En el semblante de Joseph apareció la terca expresión que tan bien conocía Augusta, la expresión que adoptaba para negarse a cambiar de casa o prohibir tajantemente a su esposa variar la decoración de su dormitorio, del dormitorio de Joseph.

—¡Eso no será antes de que el chico se case! —dijo, y con esas palabras abandonó la estancia.

—Le has sacado de quicio —constató Edward.

—Es sólo por tu bien, Teddy querido.

—¡Pero has empeorado las cosas!

—No, no es así —suspiró Augusta—. A veces, tu generosa perspectiva te impide ver lo que está ocurriendo. Tu padre puede creer que ha adoptado una actitud firme, pero si piensas en lo que ha dicho comprenderás que ha prometido que, en cuanto te cases, pondrá a tu nombre una suma importante y te convertirá en socio del banco.

—¡Dios, supongo que sí! —exclamó Edward sorprendido—. No se me había ocurrido considerarlo de ese modo.

—Eso es lo malo de ti, cariño. No eres taimado, como Hugh.

—Hugh ha tenido mucha suerte en América.

—Claro que la tuvo. ¿No te gustaría casarte?

Edward se sentó junto a su madre.

—¿Por qué me habría de casar, cuando estás tú para cuidarme?

—Pero ¿qué será de ti cuando yo haya desaparecido? ¿No te gusta esa pequeña Emily Maple? Pensé que era encantadora.

—Me ha dicho que la caza es cruel para el zorro —articuló Edward en tono desdeñoso.

—Tu padre te abrirá una cuenta con un fondo de por lo menos cien mil, tal vez más, puede que de un cuarto de millón.

Edward no se sintió impresionado.

—Tengo todo lo que quiero y me gusta vivir contigo —dijo.

—Y a mí me gusta tenerte cerca. Pero también quiero verte felizmente casado, con una esposa adorable, con fortuna propia y participación como socio del banco. Dime que pensarás en ello.

—Pensaré en ello. —Edward le dio un beso en la mejilla—. Ahora tengo que irme, de verdad, mamá. Prometí encontrarme con unos compañeros dentro de media hora.

—Vete, pues.

Edward se levantó y fue hacia la puerta.

—Buenas noches, mamá.

—Buenas noches —respondió Augusta—. ¡Piensa en Emily!