Hugh regresó a Londres al cabo de seis años.
En el transcurso de aquel período de tiempo, los Pilaster habían duplicado su riqueza… y Hugh fue responsable de ello en buena parte.
Se las había arreglado extraordinariamente bien, mucho mejor de lo que pudo soñar. El comercio transatlántico conoció un auge espectacular en unos Estados Unidos recuperados de la Guerra de Secesión, y Hugh se encargó de que el Banco Pilaster financiara una suculenta cuota de aquella cifra de negocios.
Luego asesoró a los socios en una serie de lucrativas emisiones de valores, títulos y bonos norteamericanos. Al término de la guerra, tanto el gobierno como las empresas comerciales necesitaban efectivo, y el Banco Pilaster allegó los fondos precisos.
Por último, adquirió una amplia y competente pericia en el caótico mercado de las acciones ferroviarias y aprendió a determinar qué compañías de ferrocarril ganarían fortunas y cuáles se quedarían estancadas en la primera sierra montañosa. Al principio, tío Joseph se mostró precavido, ya que recordaba la quiebra neoyorkina de 1873; pero Hugh había heredado el inquieto conservadurismo de los Pilaster y sólo recomendaba las acciones de calidad, mientras eludía escrupulosamente todo papel que oliese a especulación, por muy llamativamente atractivos que pareciesen tales valores. Sus juicios resultaron ser acertados. Los Pilaster eran ahora líderes mundiales en el negocio de promover capital para el desarrollo fabril de Estados Unidos. Hugh cobraba mil libras anuales y no ignoraba que valía mucho más.
Cuando el buque atracó en Liverpool, nada más desembarcar Hugh acudió a su encuentro el director de la agencia local del Pilaster, un hombre con el que había intercambiado por lo menos un telegrama semanal desde que él, Hugh, llegara a Boston. No se conocían en persona, y al identificarse mutuamente, el director exclamó:
—¡Dios mío, no imaginaba que fuese usted tan joven, señor!
Eso complació a Hugh, que aquella misma mañana había encontrado una cana plateada en su, en otro tiempo, cabellera negra azabache. Tenía veintiséis años.
Se dirigió en tren a Folkestone sin hacer un alto en Londres. Puede que los socios del Banco Pilaster opinaran que debía visitarles antes de ir a ver a su madre, pero Hugh pensaba de otro modo: les había entregado seis años de su vida y debía a su madre por lo menos un día.
La encontró más serenamente hermosa que nunca, pero aún llevaba luto por su marido, el padre de Hugh. Dotty, que ya tenía doce años, apenas se acordaba de él, y se mostró tímida hasta que Hugh la sentó en sus rodillas y le recordó lo mal que le había doblado las camisas.
Pidió a su madre que se mudara a una casa más amplia: ahora podía permitirse sin ningún problema pagar el alquiler. La mujer rechazó el ofrecimiento y le dijo que ahorrase para reunir su propio capital. Sin embargo, Hugh la convenció para que contratase otra sirvienta que ayudara a la señora Builth, la anciana ama de llaves.
Al día siguiente, tomó el ferrocarril de Londres, Chatham y Dover y llegó a la estación del Viaducto de Holborn de la capital inglesa. Unos empresarios que dieron por hecho que Holborn iba a convertirse en ajetreada escala para los ingleses en ruta hacia Niza o San Petersburgo habían edificado un inmenso hotel junto a la estación. Hugh no hubiese invertido una sola libra en él: según su criterio la estación la utilizarían principalmente los empleados de la City que residieran en los barrios en expansión del sureste de Londres.
Era una luminosa mañana de primavera. Se dirigió a pie al Banco Pilaster. Había olvidado el olor a humo del aire de Londres, mucho peor que el de Boston o Nueva York. Hizo una pausa momentánea delante del banco y contempló su imponente fachada.
Había dicho a los socios que deseaba volver a casa con permiso para ver a su madre, a su hermana y para darse una vuelta por el viejo país. Pero tenía otro motivo para volver a Londres.
Se aprestaba a soltar una bomba.
Llegaba con una proposición para fusionar la sucursal norteamericana del Pilaster con el banco neoyorkino de Madler y Bell, y formar así una sociedad que se llamaría Madler, Bell y Pilaster. Representaría un montón de dinero para el banco, coronaría todos los éxitos de Hugh en Estados Unidos, y le permitiría volver a Londres y graduarse, pasando de explorador a ejecutivo con atribuciones y capacidad de decisión. Significaría el fin de su período de exilio.
Se enderezó nervioso la corbata y entró en el banco.
El vestíbulo, que años atrás tanto le había impresionado con su suelo de mármol y sus formidables andariegos, ahora le pareció simplemente solemne. Cuando se disponía a subir la escalera se tropezó con Jonas Mulberry, su antiguo supervisor. La sorpresa de Mulberry fue tan grande como su alegría.
—¡Don Hugh! —exclamó, y le estrechó la mano con exultante energía—. ¿Ha vuelto para quedarse de manera permanente?
—Así lo espero. ¿Cómo está la señora Mulberry?
—Muy bien, gracias.
—Dele recuerdos. ¿Y los tres pequeños?
—Ahora son cinco. Todos gozan de perfecta salud, a Dios gracias.
Se le ocurrió a Hugh que tal vez el jefe de negociado conociese la respuesta a una duda que bailaba en el cerebro de Hugh.
—Mulberry, ¿estaba aquí cuando nombraron socio a don Joseph?
—Era un nuevo meritorio. El próximo junio hará veinticinco años de eso.
—Así que don Joseph tendría…
—Veintinueve.
—Gracias.
Hugh subió a la sala de los socios, llamó a la puerta y entró. Los cuatro socios se encontraban allí: tío Joseph, sentado en el escritorio del presidente del consejo, con un aspecto más viejo, más calvo y más parecido al viejo Seth; el esposo de tía Madeleine, el mayor Hartshorn, con su nariz enrojecida, acaso para guardar más semejanza con la cicatriz de la frente, leía The Times sentado junto al fuego; tío Samuel, tan elegantemente vestido como siempre, con su chaqueta cruzada de color gris marengo y su chaleco gris perla, revisaba un contrato mientras fruncía el ceño; el socio más reciente, Young William, que ahora contaba treinta y un años, anotaba algo en un cuaderno, sentado ante su escritorio.
Samuel fue el primero en saludar a Hugh.
—¡Querido muchacho! —dijo, al tiempo que se ponía en pie e iba a estrecharle la mano—… ¡Qué buen aspecto tienes!
Hugh dio la mano a todos y aceptó una copa de jerez. Volvió la cabeza para mirar los retratos colgados en las paredes de los anteriores presidentes del consejo.
—Hace seis años, en esta misma sala, vendí a sir John Cammel bonos del gobierno ruso por valor de cien mil libras —recordó.
—Sí, señor, eso hiciste —confirmó Samuel.
—La comisión que obtuvo el Pilaster por esa venta, el cinco por ciento, asciende a una cifra superior al total de lo que se me ha pagado en los ocho años que llevo trabajando para el banco —dijo con una sonrisa.
—Espero que no estés pidiendo aumento de sueldo —manifestó Joseph en tono irritado—. Actualmente, eres el empleado mejor pagado de toda la firma.
—Sin contar a los socios —puntualizó Hugh.
—Naturalmente —afirmó Joseph.
Hugh se percató de que había empezado mal. «Me precipité, como siempre» —se dijo—. «Ve más despacio».
—No pido aumento de sueldo —dijo—. Sin embargo, tengo una proposición que hacer a los socios.
—Será mejor que te sientes y nos hables de ella —invitó Samuel.
Hugh dejó la copa sin haber probado el jerez y se concentró. Deseaba con toda el alma que aceptaran su propuesta. Sería la culminación y la prueba de su triunfo sobre la adversidad. Proporcionaría de golpe al banco más operaciones y negocios que todos los que la mayoría de los socios pudieran aportar en un año. Y, por otra parte, si accedían iban a verse más o menos obligados a convertirle en socio.
—Boston ya no es el centro financiero de Estados Unidos —empezó—. Eso le corresponde ahora a Nueva York. La verdad es que deberíamos trasladar allí nuestras oficinas. Pero hay un inconveniente. Una parte sustancial de las operaciones que he realizado en los últimos seis años las llevé a cabo conjuntamente con la sucursal neoyorkina de Madler y Bell. Sidney Madler me tomó más bien bajo su protección cuando yo no era más que un inexperto principiante. Si nos trasladamos a Nueva York, entraremos en competencia con ellos.
—La competencia nada tiene de malo, allí donde es pertinente —aseveró el mayor Hartshorn. En raras ocasiones aducía algo que mereciese la pena cuando se trataba algún asunto, pero antes que guardar silencio prefería pronunciar con aire dogmático cualquier cosa que fuera evidente.
—Quizá. Pero tengo una idea mejor. ¿Por qué no fusionar nuestras oficinas norteamericanas con las de Madler y Bell?
—¿Fusionar? —preguntó Hartshorn—. ¿Qué quieres decir?
—Establecer una empresa en común. Se llamaría Madler, Bell y Pilaster. Tendría una oficina en Nueva York y otra en Boston.
—¿Cómo funcionaría?
—La nueva firma se encargaría de todas las operaciones financieras de importación y exportación que realizan ahora por separado ambas casas, y los beneficios se compartirían. ¡El Banco Pilaster tendría la oportunidad de participar en todas las nuevas emisiones de bonos y acciones que lanzaran al mercado Madler y Bell. Yo me encargaría de dirigir ese negocio desde Londres!
—No me gusta —dictaminó Joseph—. Equivale a poner en manos de otros el control de nuestras operaciones.
—Pero no han oído la parte mejor del negocio —dijo Hugh—. Todas las actividades mercantiles europeas de Madler y Bell, que actualmente se reparten entre diversos agentes de Londres, pasarían a manos de los Pilaster.
Joseph emitió un gruñido de sorpresa.
—Eso debe ascender a…
—Más de cincuenta mil libras anuales en comisiones.
—¡Santo Dios! —exclamó Hartshorn.
Todos se quedaron de una pieza. Nunca habían participado en una operación conjunta y no se esperaban una propuesta tan innovadora por parte de alguien que ni siquiera era socio, Pero la perspectiva de ingresar cincuenta mil libras anuales en concepto de comisiones era irresistible.
—Como es lógico —dijo Samuel—, has hablado de esto con ellos.
—Sí. Madler es muy inteligente, lo mismo que su socio, John James Bell.
—Y tú supervisarías desde Londres todo ese negocio en participación —observó Young William.
Hugh se percató de que William le consideraba un rival que sería mucho menos peligroso a cinco mil kilómetros de distancia.
—¿Por qué no? —dijo—. Al fin y al cabo, es en Londres donde se reúne el dinero.
—¿Y cuál sería tu rango?
Era una pregunta a la que Hugh hubiera preferido no responder tan pronto. Astutamente, William la había formulado para hacerle sentir violento. Ahora tenía que morder la bala.
—Creo que el señor Madler y el señor Bell esperarían tratar con un socio de pleno derecho.
—Eres demasiado joven para ser socio —se apresuró a decir Joseph.
—Tengo veintiséis años, tío —repuso Hugh—. Usted tenía veintinueve cuando le nombraron socio.
—Tres años es mucho tiempo.
—Y cincuenta mil libras es un montón de dinero. —Hugh se dio cuenta de que estaba mostrándose descarado, un defecto al que era proclive, y dio marcha atrás rápidamente. Sabía que, en caso de acorralarlos, rechazarían la propuesta por simple conservadurismo—. Pero se han de sopesar muchas cosas. Sé que desean tratar del asunto. Tal vez sea mejor que me retire, ¿no?
Samuel inclinó la cabeza discretamente y Hugh se encaminó a la puerta.
—Tanto si se acepta como si no, Hugh —dijo Samuel—, se te felicitará por habernos presentado una propuesta tan sugestiva… Estoy seguro de que todos estaremos de acuerdo en eso.
Miró interrogadoramente a los socios y todos asintieron.
Tío Joseph murmuró.
—Desde luego, desde luego.
Hugh no sabía si sentirse frustrado porque no aceptaban su proyecto de buenas a primeras, o complacido porque tampoco lo rechazaban de plano. Le embargaba una sensación desalentadora. Pero no podía hacer más.
—Gracias —dijo, y salió.
A las cuatro de aquella misma tarde se encontraba delante de la enorme y rebuscada mansión de Augusta en Kensington Gore.
Seis años recibiendo la caricia del hollín londinense habían oscurecido el tono rojo de los ladrillos y tiznado la blancura de la piedra, pero aún contaba con las figuras de aves y animales encima del gablete, y con el barco de velas desplegadas en el ápice del tejado. «¡Y dicen que los estadounidenses son ostentosos!», pensó Hugh.
Por las cartas de su madre, Hugh sabía que Joseph y Augusta habían destinado parte de su cada vez más cuantiosa riqueza a la compra de otros dos inmuebles, un castillo en Escocia y una mansión rural en el condado de Buckingham, Augusta había querido vender la casa de Kensington y comprar una residencia en Mayfair, pero Joseph se opuso a ello: le gustaba vivir allí.
El lugar era relativamente nuevo cuando Hugh se marchó, pero, no obstante, la casa estaba llena de recuerdos para él. Allí había sufrido la persecución de Augusta, cortejado a Florence Stalworthy, aplastado de un puñetazo la nariz de Edward y hecho el amor a Maisie Robinson. El recuerdo de Maisie era el más intenso. La pasión y la emoción eran más profundas en su memoria que la humillación y la vergüenza. Desde aquella noche, no había vuelto a ver ni a tener noticias de Maisie, pero seguía pensando en ella todos los días de su vida.
La familia continuaría teniendo presente el escándalo, tal como lo detalló Augusta: el depravado hijo de Tobias Pilaster llevó una ramera a la casa y luego, al verse sorprendido, atacó airadamente al pobre e inocente Edward. Así era. Podían pensar lo que les diese la gana, pero tenían que reconocerle como Pilaster y como banquero, y pronto, con un poco de suerte, le convertirían en socio de la firma.
Le maravillaba lo mucho que había cambiado la familia en seis años. Mediante las cartas que le escribía todos los meses, la madre de Hugh le tuvo informado de los acontecimientos domésticos. Su prima Clementine se prometió en matrimonio; Edward no, a pesar de los esfuerzos de Augusta; Young William y Beatrice tuvieron una niña. Pero la madre no le contó los cambios extraoficiales. ¿Tío Samuel vivía aún con su «secretario»? ¿Continuaba siendo Augusta tan cruel como siempre o se había suavizado un poco con la edad? ¿Puso Edward sobriedad en su vida y sentó la cabeza? ¿Se casó por fin Micky Miranda con alguna de las chicas que se enamoraban de él a montones todas las temporadas?
Era hora de verse cara a cara con todos ellos. Cruzó la calle y llamó a la puerta.
Le abrió Hastead, el untuoso mayordomo de Augusta.
No parecía haber cambiado: sus ojos seguían mirando en distintas direcciones.
—Buenas tardes, don Hugh —saludó, pero su voz de acento galés sonó como la escarcha, lo que indicaba que a Hugh aún no se le acogía favorablemente en aquella casa. La bienvenida de Hastead siempre podía considerarse como el reflejo de los sentimientos de Augusta con respecto a algo o a alguien.
Hugh atravesó el recibidor y entró en el vestíbulo. Allí, a guisa de comité de recepción, se encontraban las tres arpías de la familia Pilaster: Augusta, su hija Clementine y Madeleine, la cuñada. A sus cuarenta y siete años, Augusta se conservaba tan hermosa como siempre: su porte tenía aún una belleza clásica, de cejas oscuras y mirada soberbia, y si bien era un poco más corpulenta que seis años atrás, su alta estatura le permitía alardear aún de una bonita figura. Clementine era una edición más delgada del mismo libro, pero, carecía del aire indómito de su madre y le faltaba algo para que se la considerase guapa. Tía Madeleine era Pilaster en todos y cada uno de los centímetros de su persona, desde la curva nariz hasta el costoso encaje que adornaba el dobladillo de la falda de su vestido azul hielo, pasando por la totalidad de su enjuto, afilado y anguloso cuerpo.
Hugh apretó los dientes y besó a las tres.
—Bueno, Hugh —dijo Augusta—, confío en que tu estancia en el extranjero haya hecho de ti un joven juicioso.
No estaba dispuesta a dejar que nadie olvidase que Hugh había abandonado Inglaterra bajo oscuros nubarrones.
—Espero que el paso de los años y la edad nos haya hecho a todos más juiciosos, querida tía —replicó Hugh, y tuvo la satisfacción de observar que la exasperación oscurecía el rostro de Augusta.
—¡Ciertamente! —repuso la mujer en tono gélido.
—Hugh —intervino Clementine—, permíteme presentarte a mi novio, sir Harry Tonks.
Hugh le estrechó la mano. Harry era demasiado joven para tener el título de caballero, de modo que lo de sir debía de significar que era baronet, una especie de aristócrata de segunda clase. Hugh no le envidió su matrimonio con Clementine. La muchacha no era tan perversa como su madre, pero siempre había tenido esa tendencia.
—¿Qué tal la travesía? —preguntó Harry.
—Un viaje rápido —contestó Hugh—. He venido en uno de esos nuevos vapores de hélice. Sólo hemos tardado siete días.
—¡Por Júpiter! Maravilloso, maravilloso.
—¿De qué parte de Inglaterra es usted, sir Harry? —preguntó Hugh, sondeando los orígenes del hombre.
—Tengo unas propiedades en el condado de Dorset. La mayoría de mis arrendatarios cultivan lúpulo.
Pequeña aristocracia rural, concluyó Hugh: si tuviera un poco de sentido común, vendería sus granjas e ingresaría el dinero en el Banco Pilaster. A decir verdad, Harry no parecía muy inteligente, pero acaso fuera dócil. A las mujeres Pilaster les gustaba casarse con hombres a quienes se les podía manipular, y Harry era una versión joven de George, el esposo de Madeleine. A medida que envejecían se tornaban malhumorados y resentidos, pero rara vez se rebelaban.
—Pasemos al salón —ordenó Augusta—. Todos están allí esperando para verte.
La siguió, pero se detuvo en seco en el mismo umbral.
Aquella estancia amplia y familiar, con sus grandes chimeneas en cada extremo y sus puertaventanas que daban al jardín, aparecía transformada por completo. Todas las telas, adornos y muebles japoneses habían desaparecido y la nueva decoración era un profuso conjunto de diseños y estampados audaces, llamativos, multicolores. Al mirar más atentamente, Hugh comprobó que todo eran flores: margaritas amarillas en la alfombra, rosas rojas que trepaban en enrejado por el papel que cubría las paredes, amapolas en las cortinas y rosados crisantemos en la seda que envolvía las patas de las sillas, los espejos, las mesas y el piano.
—Has cambiado esta sala, tía —dijo Hugh de manera superficial.
—Todo procede de la nueva tienda que William Morris ha abierto en la calle de Oxford —informó Clementine—. Es la última moda.
—Pero tenemos que cambiar la alfombra —dijo Augusta—. No es del color apropiado.
«Nunca está satisfecha», pensó Hugh.
Allí se encontraban casi todos los miembros de la familia Pilaster. Comprendió que sentían curiosidad por él. Se marchó sumido en la deshonra y es posible que pensaran que jamás volvería… Pero le subestimaron, y había vuelto como un héroe conquistador. Ahora, todos deseaban echarle una segunda mirada.
Al primero que estrechó la mano fue a Edward. Su primo tenía veintinueve años, pero aparentaba más: había engordado mucho y coloreaba su rostro el tono típico del glotón.
—Así que has vuelto —dijo Edward. Trató de sonreír, pero sus labios no dibujaron más que una mueca de animosidad.
Hugh no podía reprochárselo. Los demás siempre habían comparado a los dos primos. Ahora, el éxito de Hugh en América proyectaba la atención sobre la falta de logros de Edward en el banco.
Micky Miranda fue el siguiente. Aún apuesto e inmaculadamente vestido, Micky parecía incluso más elegante y seguro de sí.
—Hola, Miranda —saludó Hugh—. ¿Sigues trabajando en la embajada de Córdoba?
—Soy el embajador de Córdoba —puntualizó Micky.
De cualquier modo, a Hugh no le sorprendió. Se alegró mucho de ver a su vieja amiga Rachel Bodwin.
—Hola, Rachel, ¿cómo te va? —Nunca había sido una chica guapa, pero Hugh comprendió que se había convertido en una mujer distinguida. Sus facciones eran angulosas y tenía unos ojos extraños, pero lo que seis años atrás era poco atractivo ahora resultaba extrañamente intrigante—. ¿A qué te dedicas en la actualidad?
—Hago campaña para reformar la ley sobre la propiedad femenina —dijo. Luego añadió con una sonrisa—: Con gran fastidio por parte de mis padres, que preferirían que hiciese campaña para pescar marido.
Hugh recordó que siempre había sido alarmantemente sincera. Respecto a eso, a él le parecía una muchacha interesante, pero no le era difícil comprender que muchos solteros en condiciones de formar pareja con ella se sintieran intimidados. A la mayoría de hombres les gustaban las mujeres un poco tímidas y no demasiado inteligentes.
Mientras hablaba con ella, Hugh se preguntó si Augusta desearía aún emparejarlos. Aunque esto carecía de importancia: el único hombre por el que Rachel mostró alguna vez verdadero interés fue Micky Miranda. Incluso en aquel momento, la muchacha se preocupó de introducir a Micky en la conversación que mantenía con Hugh. Éste jamás entendió por qué las chicas encontraban a Micky irresistible, y en el caso de Rachel aún le resultaba más sorprendente, puesto que tenía inteligencia de sobra para darse cuenta de que era un sinvergüenza; con todo, era casi como si Micky las fascinase más todavía precisamente por ser un bribón.
Siguió adelante y estrechó la mano de Young William y de su esposa. Beatrice le dio una bienvenida cálida, lo que hizo pensar a Hugh que no se encontraba tan sometida a la influencia de Augusta como las otras mujeres Pilaster.
Hastead les interrumpió para entregar un sobre a Hugh.
—Acaba de traerlo un mensajero —explicó.
Contenía una nota escrita con lo que a Hugh le pareció la caligrafía de una secretaria:
Piccadilly, 123
Londres
Martes
La señora de Solomon Greenbourne solicita el placer de su compañía en la cena de esta noche.
Debajo, con una letra que a Hugh le resultaba familiar, decía:
¡Bienvenido a casa!
SOLLY
Se sintió muy complacido. Solly siempre tan afectuoso y bonachón. Se preguntó por qué no podrían los Pilaster ser tan indulgentes. ¿Acaso los metodistas eran por naturaleza más rígidos que los judíos? Claro que quizá en la familia Greenbourne había tensiones que él ignoraba.
—El mensajero está esperando la respuesta, señor —dijo solícito Hastead.
—Mis saludos a la señora de Greenbourne —contestó Hugh—. Me encantará acompañarles a cenar.
Hastead hizo una reverencia y se retiró.
—Dios mío —comentó Beatrice—, ¿vas a cenar con los Greenbourne? ¡Qué maravilloso!
—No espero que sea tan maravilloso. —Hugh se mostró sorprendido—. Estudié en el mismo colegio que Solly y siempre me cayó bien, pero una invitación a cenar con él no fue nunca lo que se dice un privilegio muy codiciado.
—Ahora lo es —aseguró Beatrice.
—Solly se casó con una reina del espectáculo —le explicó William—. A la señora Greenbourne le encanta la diversión, y sus fiestas son de lo mejorcito de Londres.
—Forman parte de la Marlborough Set —dijo Beatrice reverencialmente—. Son amigos del príncipe de Gales.
Harry, el novio de Clementine, les oyó, y dijo en tono resentido:
—No sé adónde va a ir a parar la sociedad inglesa, cuando el heredero del trono prefiere a los judíos más que a los cristianos.
—¿De verdad? —preguntó Hugh—. Confieso que nunca he entendido por qué a la gente le desagradan los judíos.
—Yo no puedo soportarlos —reconoció Harry.
—Bueno, tu matrimonio te va a emparentar con una familia de banqueros, así que vas a conocer a una barbaridad de judíos en el futuro.
Harry pareció ligeramente ofendido.
—Augusta critica a la Marlborough Set en pleno, judíos y no judíos. Al parecer, la moral de esas personas no es lo que debería ser.
—Apuesto algo a que no invitan a Augusta a sus fiestas —dijo Hugh.
Beatrice rió entre dientes ante aquella idea.
—¡Desde luego que no! —confirmó William.
—Bueno —dijo Hugh—. Ardo en deseos de conocer a la señora Greenbourne.
Piccadilly era una calle de palacetes. A las ocho de una helada noche de enero, un ajetreado tráfico de carruajes y coches pululaba por la calzada, mientras las aceras iluminadas por farolas de gas aparecían llenas de hombres vestidos como Hugh, con frac y corbata blanca, mujeres envueltas en capas de terciopelo y cuello de piel, y pintadas prostitutas de uno y otro sexo.
Hugh avanzó por allí sumido en profundas cavilaciones.
Augusta se le mostraba tan implacablemente hostil como siempre. Había alimentado la secreta aunque débil esperanza de que se hubiera suavizado, pero no ocurría así. Y como la mujer aún ejercía el matriarcado, contar con su enemistad era tener en contra a toda la familia.
La situación en el banco era mejor. Los negocios obligaban a los hombres a ser más objetivos. Inevitablemente, Augusta trataría de impedir allí su avance, pero Hugh tenía en ese terreno muchas más posibilidades de defensa. Augusta dominaba el arte de manipular a los demás, pero su ignorancia era supina en lo referente a la banca.
En conjunto, la jornada no le había ido mal, y ahora se aprestaba ilusionadamente a pasar una noche festiva entre amigos.
Cuando Hugh partió rumbo a América, Solly Greenbourne vivía con su padre, Ben, en una amplia mansión con vistas al Green Park. Ahora Solly tenía casa propia, un poco más abajo de la calle donde estaba la de su padre, y no mucho más pequeña que la de éste. Hugh atravesó un imponente portal, entró en un amplio vestíbulo revestido de mármol verde y se detuvo para contemplar la impresionante curva del tramo de escalera construido en mármol negro y anaranjado. La señora Greenbourne tenía algo en común con Augusta Pilaster; ni una ni otra eran partidarias de dejar las cosas a medias a la hora del alarde suntuoso.
En el vestíbulo aguardaban un mayordomo y dos lacayos. El mayordomo se hizo cargo del sombrero de Hugh, sólo para entregárselo a uno de los lacayos; después, el otro lacayo le condujo escaleras arriba. En el rellano, lanzó una ojeada a través de una puerta que estaba abierta de par en par, y vio una pulimentada pista de baile y un arco alargado de ventanas con sus correspondientes cortinas. Luego, en seguida, le introdujeron en el salón.
Hugh no era ningún experto en artes decorativas, pero reconoció al instante el espléndido y costoso estilo Luis XVI. El techo era un derroche de artesonados, las paredes tenían recuadros de paneles de papel de terciopelo y todas las mesas y sillas se encaramaban en finas patas doradas que parecían a punto de quebrarse. Reinaban allí los colores amarillo, rojo anaranjado, verde y oro. Hugh se imaginó a los relamidos de turno comentando lo vulgar que resultaba todo aquello, mientras disimulaban su envidia fingiendo desagrado. Lo cierto es que era una decoración sensual. Se trataba de una estancia en la que personas inconcebiblemente ricas podían hacer lo que les placiera.
Diversos invitados habían llegado ya, andaban por allí y se entretenían bebiendo champán y fumando cigarrillos. Aquello era nuevo para Hugh: nunca había visto a la gente fumar en un salón. Solly le vio y abandonó el grupo de personas que reían alegremente para acudir a su encuentro.
—Pilaster, ¡has sido muy amable al venir! ¿Cómo estás, por el amor de Dios?
Hugh se dio cuenta de que Solly era un poco más extrovertido que antes. Seguía estando gordo, llevaba gafas y ya había una mancha de algo en su chaleco blanco, pero se mostraba más jovial que nunca y, Hugh lo captó en seguida, también era más feliz.
—Estoy muy bien, gracias, Greenbourne —dijo Hugh.
—¡Ya lo sé! He seguido tus progresos. Ojalá nuestro banco tuviese en América a alguien como tú. Espero que los Pilaster te paguen una fortuna… te la ganas.
—Dicen que te has convertido en un hombre mundano.
—No es cosa mía, es que me casé, ¿sabes? —Dio media vuelta y aplicó una leve palmada a la blanca espalda desnuda de una mujer menuda que llevaba un vestido de color verde y cáscara de huevo. La mujer miraba hacia el otro lado, pero su espalda le resultó a Hugh extrañamente familiar, y una sensación de déja vu le asaltó, lo que le hizo sentirse inexplicablemente triste. Solly le dijo a la mujer—: Querida, ¿te acuerdas de nuestro viejo amigo Hugh Pilaster?
Ella se demoró un momento más, mientras acababa lo que estaba diciendo a sus acompañantes, y Hugh pensó: «¿Por qué me he quedado sin aliento al verla?». Luego, la mujer se volvió despacio, como una puerta que se abriera hacia el pasado, y a Hugh se le paralizó el corazón al ver su cara.
—¡Claro que lo recuerdo! —dijo—. ¿Cómo está usted, señor Pilaster?
Hugh se quedó mirando, sin habla, a la mujer que se había convertido en la señora de Solomon Greenbourne.
Era Maisie.