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Sólo había una estampa en la buhardilla que Maisie compartía con April. Se trataba del llamativo cartel de un circo en el que aparecía Maisie, con un ceñido conjunto de lentejuelas, de pie sobre el lomo de un caballo al galope. Debajo, en letras rojas, las palabras «Maisie la maravillosa». La imagen no respondía demasiado a la realidad de la vida, porque el circo no tenía caballos blancos y las piernas de Maisie jamás fueron tan largas. A pesar de ello, la muchacha adoraba el cartel. Era su único recuerdo de aquella época.

Aparte de eso, la habitación sólo contenía una cama estrecha, un lavabo, una silla y un taburete de tres patas. La ropa de las muchachas colgaba de unos clavos hundidos en la pared. La suciedad de las ventanas sustituía a las cortinas. Intentaban mantener limpio el lugar, pero era imposible. De la chimenea caía hollín, los ratones entraban y salían por las grietas del entarimado del piso y el polvo y los insectos se filtraban a través de las rendijas existentes entre el marco de la ventana y los ladrillos del muro. Llovía y el agua goteaba desde el alféizar de la ventana y desde la grieta abierta en el techo.

Maisie estaba vistiéndose. Era Rosh Hashanah, cuando se abría el Libro de la Vida, y en aquella época del año siempre se preguntaba qué se escribía para ella. Lo cierto es que no rezaba nunca, pero casi esperaba, de un modo algo solemne, que en su página del libro algo bueno le estuviera pasando.

April había ido a la cocina a preparar el té, pero volvía en aquel momento. Irrumpió en la habitación, con un periódico en la mano.

—¡Eres tú, Maisie, eres tú! —exclamó.

—¿Qué?

—Sales en el Lloyd’s Weekly News. Escucha esto: «Señorita Maisie Robinson, antes Miriam Rabinowicz. Si la señorita Robinson se pone en contacto con los señores Goldman y Jay, abogados, en Gray’s Inn, recibirá una noticia de sumo interés para ella». ¡Tienes que ser tú!

El corazón de Maisie aceleró sus latidos, pero el rostro de la muchacha adoptó un gesto severo y su voz rezumó frialdad:

—Es cosa de Hugh —dijo—. No iré.

April puso cara de decepción.

—Sin duda has heredado dinero de algún pariente del que hace mucho tiempo que no sabes nada.

—Puede que sea la reina de Mongolia, pero no me daré la caminata hasta la Gray’s Inn por una posibilidad tan remota.

Se las arregló para que el tono de su voz sonara frívolo, pero le dolía el corazón. Pensaba en Hugh las veinticuatro horas del día, y se sentía muy desdichada. A duras penas conocía al joven, pero le era imposible olvidarlo.

No obstante, estaba decidida a intentarlo. Sabía que Hugh había andado buscándola. Que había ido noche tras noche a los Salones Argyll, que acosó a preguntas al propietario de los establos Sammles y que recorrió la mitad de las pensiones baratas de Londres. Luego, el rastreo cesó y Maisie supuso que Hugh había abandonado la búsqueda. Ahora, sin embargo, parecía que lo único que había hecho era cambiar de táctica, y que trataba de llegar a ella mediante anuncios en los periódicos. Resultaba penoso seguir dándole esquinazo cuando la buscaba con tanta insistencia, sobre todo teniendo en cuenta qué ella también anhelaba desesperadamente volver a verle. Pero había tomado su determinación. Le quería demasiado para destrozar su futuro.

Pasó los brazos por dentro del corsé.

—Échame una mano —pidió a April.

April empezó a tirar de las cintas para atar el corsé.

—Mi nombre nunca ha aparecido en los periódicos —comentó envidiosamente—. El tuyo ha salido ya dos veces, si cuentas el de la Leona como nombre.

—¿Y de qué me ha servido? Dios mío, estoy engordando.

April ató las cintas y la ayudó a ponerse el vestido. Aquella noche iban a salir. April tenía un nuevo pretendiente, un hombre de mediana edad, editor de revista, con esposa y seis hijos en Clapham. Él y un amigo suyo iban a llevar a April y Maisie a un teatro de variedades.

Hasta entonces, pasearían por la calle Bond y mirarían los escaparates de las tiendas de modas. No comprarían nada. Para esconderse de Hugh, Maisie se había visto obligada a dejar de trabajar para Sammles —con gran disgusto por parte del hombre, ya que la muchacha había vendido cinco caballos y un poni—, y el dinero que había ahorrado desapareció rápidamente. Pero tenía que salir, hiciera el tiempo que hiciese: era demasiado deprimente quedarse en la habitación.

El vestido de Maisie le apretaba demasiado en los senos y dio un respingo cuando April le levantó los pechos. April le dirigió una curiosa mirada y preguntó:

—¿Te duelen los pezones?

—Si, me duelen… no se por que.

—Maisie —dijo April en tono preocupado—, ¿cuándo te vino la regla por última vez?

—Pues, nunca llevo la cuenta. —Maisie meditó durante unos segundos, y un escalofrío la recorrió. Exclamó—: ¡Oh, santo Dios!

—¿Cuándo?

—Creo que fue antes de las carreras de Goodwood. ¿Crees que estoy embarazada?

—Ha aumentado tu cintura, te duelen los pezones y hace dos meses que no tienes la regla… sí, estás embarazada —declaró April en tono irritado—. No puedo creer que hayas sido tan estúpida. ¿Quién fue?

—Hugh, naturalmente. Pero sólo lo hicimos una vez. ¿Cómo puede una quedarse embarazada por un coito?

—Siempre se queda una embarazada por un coito.

—Oh, Dios mío. —Maisie tuvo la impresión de que acababa de atropellarla un tren. Conmocionada, desconcertada y asustada, se sentó en la cama y estalló en lágrimas—. ¿Qué voy a hacer? —se lamentó desesperadamente.

—Para empezar, puedes ir al bufete de un abogado.

De pronto, todo era distinto.

Al principio, Maisie se sintió horrorizada y furiosa. Después comprendió que debía ponerse en contacto con Hugh, por el bien de la criatura que llevaba dentro y al reconocer eso ante sí misma, se sintió más alegre que amilanada. Anhelaba volver a verle. Se había convencido de que sería un error. Pero el niño lo cambiaba todo. Ahora estaba obligada a ponerse en contacto con Hugh, y el alivio de tal perspectiva la debilitó.

Con todo, estaba nerviosísima cuando April y ella subían la empinada escalera que conducía al bufete de los abogados establecidos en Gray’s Inn. Era posible que el anuncio no lo hubiese puesto Hugh. No le sorprendería nada que el muchacho se hubiera dado por vencido. Ella fue todo lo desalentadora que una joven podía serlo, y ningún hombre llevaría la antorcha eternamente. Cabía la posibilidad de que el anuncio tuviese algo que ver con sus padres, si aún vivían. Tal vez las cosas habían empezado por fin a irles bien y contaban con dinero para emprender la búsqueda de su hija. Maisie no estaba segura de sus sentimientos acerca de eso. Hubo muchas ocasiones en que deseó de todo corazón volver a ver a su madre y a su padre, pero al mismo tiempo temía que se avergonzasen de la vida que llevaba.

Llegaron a lo alto de la escalera y entraron en la oficina exterior. El pasante era un joven de chaleco color mostaza y sonrisa condescendiente. Las muchachas estaban empapadas por la lluvia y sus ropas aparecían manchadas de barro, pero pese a ello el empleado se mostró predispuesto al coqueteo.

—¡Señoritas! —exclamó—. ¿Cómo es posible que dos diosas como ustedes necesiten los servicios de los señores Goldman y Jay? ¿Qué puedo hacer por ustedes?

April aprovechó la ocasión.

—De momento, quítese ese chaleco. Me hace polvo los ojos.

Maisie no estaba aquel día de humor para galanteos.

—Me llamo Maisie Robinson —dijo.

—¡Ajá! El anuncio. Por un feliz azar, el caballero en cuestión se encuentra en este preciso instante con el señor Jay.

Un ramalazo de agitación enervó a Maisie.

—Dígame una cosa —pidió titubeante—. Ese caballero en cuestión… ¿Es por casualidad don Hugh Pilaster?

Miró al empleado con ojos suplicantes. El hombre no captó la expresión de aquella mirada y repuso en tono excitado:

—¡Santo Dios, no!

Las ilusiones de Maisie se derrumbaron de nuevo. Tomó asiento en el duro banco de madera situado junto a la puerta, mientras se esforzaba por contener las lágrimas.

—No es él —articuló.

—No —dijo el empleado—. La verdad es que conozco a Hugh Pilaster… estuvimos juntos en el colegio de Folkestone. Se ha ido a América.

Maisie se echó hacia atrás como si hubiera recibido un puñetazo.

—¿América? —balbuceó.

—A Boston, Massachusetts. Tomó un barco hace quince días. Así pues, ¿le conoce usted?

Maisie hizo caso omiso de la pregunta. El corazón se le había quedado como una piedra, pesado y frío. Se había ido a América. Y ella tenía en su interior un hijo suyo. Se sintió demasiado horrorizada para llorar.

—¿Quién es, entonces? —interpeló April agresivamente. El pasante empezó a darse cuenta de que había perdido pie. Dejó a un lado sus aires de superioridad y dijo con una voz plena de nerviosismo:

—Vale más que se lo diga él personalmente. Dispénsenme un momento.

Desapareció por una puerta.

Maisie contempló con mirada vacía las cajas de documentos apiladas junto a la pared y leyó los títulos escritos en los lados: Finca Blenkinsop, Regina contra Harineras Wiltshire, Gran Ferrocarril del Sur, Stanley Evans (fallecido). Pensó que todo lo que se trataba en aquel despacho constituía una tragedia para alguien: muerte, quiebra, divorcio, procesamiento.

Cuando la puerta se abrió de nuevo salió por ella un hombre distinto, un hombre de aspecto impresionante. No era mucho mayor que Maisie y su rostro parecía el de un profeta bíblico: ojos oscuros que miraban desde debajo de unas espesas cejas negras, una enorme nariz de anchas aletas, una barba enmarañada. Le pareció un tanto familiar, y al cabo de un momento Maisie comprendió que le recordaba a su padre, aunque su padre nunca tuvo un aire tan feroz.

—¿Maisie? —preguntó el hombre—. ¿Maisie Robinson?

Las ropas de aquel caballero eran un poco extrañas, como si las hubiesen comprado en un país extranjero, y su acento sonaba a norteamericano.

—Sí, soy Maisie Robinson —respondió la muchacha—. ¿Quién diablos es usted?

—¿No me reconoces?

De pronto, Maisie recordó la figura de un chico delgado como el alambre, harapiento y descalzo, con un asomo de bigote sobre el labio superior y una mirada de a vida o muerte en los ojos.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó—. ¡Danny! —Olvidó por un momento sus problemas mientras se precipitaba en los brazos del hombre—. ¿De verdad eres tú, Danny?

El abrazo del hombre fue tan recio que le hizo daño.

—Claro que soy yo —confirmó.

—¿Quién? —preguntaba April—. ¿Quién es?

—¡Mi hermano! —contestó Maisie—. ¡El que se marchó a América! ¡Ha vuelto!

Danny suspendió el abrazo y contempló a Maisie.

—¿Cómo es que estás tan guapa? —se admiró—. ¡Eras una mequetrefa enana y esquelética!

Maisie le tocó la barba.

—Sin toda esta pelambrera alrededor de la boca, te habría reconocido.

Sonó una discreta tosecilla detrás de Danny y Maisie alzó la cabeza para ver a un hombre mayor que, de pie en el umbral de la puerta, les observaba con una expresión algo desdeñosa.

—Según parece, hemos tenido éxito —dijo.

—Señor Jay —manifestó Danny—, permítame presentarle a mi hermana, la señorita Robinson.

—A su servicio, señorita Robinson. ¿Puedo hacerle una sugerencia?

—¿Por qué no? —accedió Danny.

—Hay un café en Theobalds Road, a cuatro pasos de aquí. Sin duda tienen ustedes un montón de cosas que decirse.

Evidentemente, deseaba verlos fuera del despacho, pero a Danny parecía tenerle sin cuidado lo que el señor Jay deseara. Al margen de lo que pudiera haber pasado, Danny no había aprendido a ser deferente con el prójimo.

—¿Qué decís, chicas? ¿Charlamos aquí o nos vamos a un café?

—Vámonos —dijo Maisie.

—Y quizá —añadió el señor Jay—, señor Robinson, pueda usted volver luego y liquidar la minuta.

—No se me olvidará. Vamos, muchachas.

Salieron del bufete y bajaron la escalera. Maisie reventaba de preguntas, pero, aunque le costó lo suyo, refrenó la curiosidad hasta que encontraron el café y se acomodaron alrededor de una mesa.

—¿Qué estuviste haciendo durante los últimos siete años? —preguntó por fin.

—Tendiendo ferrocarriles —respondió Danny—. Casualmente, llegué en el momento oportuno. Acababa de terminar la guerra civil y entonces empezó el auge de las líneas ferroviarias. Necesitaban obreros tan desesperadamente que los llevaban en barco desde Europa. Hasta un flacucho chaval de catorce años encontraba empleo en seguida. Trabajé en el primer puente de acero que se construyó, sobre el Mississippi, en St. Louis; después me contrataron en la construcción del ferrocarril Unión Pacific, en Utah. A los diecinueve años ya era capataz, un cargo para jóvenes. Me afilié al sindicato y capitaneé una huelga.

—¿Por qué has vuelto?

—Se produjo una quiebra en la Bolsa. Las empresas ferroviarias se quedaron sin dinero y los bancos que las financiaban se arruinaron. Había miles de hombres, cientos de miles buscando trabajo. Decidí volver a la patria y empezar una nueva vida.

—¿Y qué harás…? ¿Construir ferrocarriles aquí?

Danny movió la cabeza negativamente.

—Tengo una idea. Verás, me ha ocurrido ya dos veces: la quiebra financiera me destrozó la vida. Los individuos que tienen bancos son las personas más imbéciles del mundo. No aprenden nunca, de modo que cometen los mismos errores una y otra vez. Y los hombres que trabajan son los que sufren las consecuencias. Nadie les ayuda… nadie los ayudará nunca. Tienen que ayudarse entre sí, unos a otros.

—Las personas nunca se ayudarán unas a otras, En este mundo, todos miran para sí. Una tiene que ser egoísta.

Maisie recordó que April decía eso a menudo, aunque en la práctica era un ser generoso, que haría cualquier cosa por una amiga.

—Voy a crear una especie de club para trabajadores —dijo Danny—. Cada miembro pagará seis peniques a la semana y si se quedan sin trabajo, el club les abonará una libra semanal mientras encuentran un nuevo empleo.

Maisie se quedó mirando a su hermano llena de admiración. Aquel plan era formidablemente ambicioso… pero ella había pensado lo mismo cuando, a sus catorce años, Danny dijo: «En el puerto hay un barco que zarpará por la mañana rumbo a Boston… esta noche treparé por una maroma y me esconderé en uno de los botes de la cubierta». Había cumplido lo que dijo que iba a hacer, y probablemente ahora también lo haría. Según sus palabras, había dirigido una huelga. Parecía haberse convertido en la clase de persona a la que siguen otros hombres.

—¿Qué ha sido de papá y mamá? —preguntó Danny—. ¿Te mantuviste en contacto con ellos?

Maisie negó con la cabeza y luego, ante su propia sorpresa, rompió a llorar. Experimentó de pronto el dolor de haber perdido a su familia, un dolor que durante todos aquellos años siempre se negó a reconocer.

Danny apoyó una mano en su hombro.

—Volveré al norte, a ver si descubro su pista.

—Espero que los encuentres —dijo Maisie—. Los echo mucho de menos.

Observó que April la estaba mirando atónita.

—Temo que se avergüencen de mí.

—¿Y por qué iban a avergonzarse? —preguntó Danny.

—Estoy embarazada.

El rostro de Danny enrojeció.

—Y no te has casado.

—No.

—¿Vas a casarte?

—No.

Danny se enfureció.

—¿Quién es el cerdo…?

—No me hagas la escena del hermano ultrajado, ¿quieres? —alzó Maisie la voz.

—Me gustaría romperle el cuello…

—¡Cállate, Danny! —conminó Maisie indignada—. Me dejaste sola hace siete años y no tienes ningún derecho a comportarte como si yo te perteneciese. —Danny pareció abochornado y Maisie continuó, en tono más tranquilo—: No importa. Se hubiera casado, creo, pero yo no le quería, así que olvídate de él y de todas formas, se ha ido a América.

Danny se calmó.

—Si no fuese tu hermano, me casaría yo mismo. ¡Eres un rato bonita! De cualquier modo, puedes disponer del poco dinero que me queda.

—No lo quiero. —Maisie se dio cuenta de que sus palabras rezumaban ingratitud, pero no podía evitarlo—. No es preciso que te cuides de mí, Danny. Emplea tu dinero en ese club de trabajadores. Supe arreglármelas cuando tenía once años, así que supongo que ahora también puedo hacerlo.