Dorothy, la hermana de Hugh, estaba doblándole las camisas y colocándolas dentro del baúl. Hugh sabía que cuando la niña se fuese a la cama, él tendría que volver a sacar la ropa y repetir el trabajo, porque Dorothy sólo contaba seis años y su forma de doblar las prendas dejaba mucho que desear; pero Hugh fingía que la chica lo estaba haciendo muy bien y la animaba.
—Háblame otra vez de América —pidió Dorothy.
—América está tan lejos que, por la mañana, el sol tarda cuatro horas más en llegar.
—¿Y la gente se queda en la cama toda la mañana?
—Sí… ¡Entonces se levantan a la hora de almorzar y desayunan!
La niña emitió una risita.
—¡Qué vagos!
—La verdad es que no lo son. Verás, allí no oscurece hasta la medianoche, de modo que tienen que trabajar todo ese tiempo.
—¡Y se van a dormir tarde! A mí me gusta acostarme tarde. Me gustaría mucho América. ¿Por qué no puedo ir contigo?
—Me gustaría que eso fuese posible, Dotty.
Hugh se sentía bastante triste: no volvería a ver a su hermanita en varios años. Cuando él regresara, Dotty estaría cambiadísima. Entendería los husos horarios.
La lluvia de septiembre tamborileaba sobre los cristales y el viento impulsaba las hojas de los árboles contra el vano de las ventanas. Hugh empaquetó un puñado de libros: Sistemas comerciales modernos, El empleado mercantil de éxito, La riqueza de las naciones, Robinson Crusoe. Los oficinistas veteranos del Banco Pilaster desdeñaban lo que solían llamar la «enseñanza de los librotes» y les encantaba afirmar que la experiencia era el mejor maestro, pero estaban equivocados.
Hugh consiguió aprender las tareas y procedimientos de trabajo de todos los departamentos con mucha mayor rapidez porque estudió previamente la teoría.
Iba a América en una época de crisis. A principios del decenio de 1870, varios bancos habían concedido empréstitos importantes sobre la seguridad de valores especulativos ferroviarios, y cuando la construcción de líneas de ferrocarriles empezó a tener problemas, a mediados de 1873, tales bancos empezaron a dar la impresión de que se tambaleaban. Unos días antes, Jay Cooke & Co. agentes del gobierno estadounidense, fueron a la quiebra, y arrastraron consigo al First National Bank de Washington; y la noticia llegó a Londres el mismo día a través del cable transatlántico, telegráfico. Ahora, los cinco bancos neoyorquinos, incluida la Union Trust Company —una entidad bancaria de suma importancia— y la Mechanbic’s Banking Association habían suspendido sus actividades. La Bolsa había cerrado sus puertas. El mundo de los negocios se vendría abajo, miles de personas se quedarían sin empleo, el comercio sufriría un descenso tremendo y el índice de operaciones norteamericanas de los Pilaster descendería y se haría más cauto… de modo que a Hugh le resultaría más arduo alcanzar su cifra de negocios.
Hasta entonces, la crisis apenas había tenido impacto en Londres. El tipo de interés bancario había subido un punto, hasta el cuatro por ciento, y un pequeño banco londinense con estrechos vínculos estadounidenses se había ido a pique, pero no cundió el pánico. A pesar de todo, el viejo Seth insistía en que les aguardaban dificultades en el futuro. Estaba ya muy débil. Se había trasladado a la casa de Augusta y se pasaba en la cama la mayor parte de los días. Pero se negaba a dimitir hasta que la nave de los Pilaster hubiese superado los contratiempos y peligros de aquella tempestad.
Hugh empezó a doblar sus prendas. El banco le había pagado dos trajes nuevos: el muchacho suponía que su madre había convencido al abuelo para que autorizase aquella compra. El viejo Seth era bastante tacaño con el resto de los Pilaster, pero tenía cierta debilidad por la madre de Hugh; lo cierto era que durante todos aquellos años la mujer se había mantenido gracias a la pequeña pensión que Seth le pasaba.
La madre insistió también en que Hugh dispusiera de unas cuantas semanas antes de emprender la travesía, al objeto de preparar bien sus cosas y despedirse adecuadamente. Desde que Hugh entró a trabajar en el banco, apenas le había visto —el sueldo del muchacho no le permitía adquirir con frecuencia un billete de tren y acercarse a Folkestone—, y la mujer deseaba pasar algún tiempo con su hijo, antes de que abandonara el país. Estuvieron la mayor parte de agosto allí, a la orilla del mar, mientras Augusta y su familia pasaban las vacaciones en Escocia. Ahora, las vacaciones habían concluido, era hora de marchar y Hugh se disponía a decir adiós a su madre.
Pensaba en ello cuando la mujer entró en la habitación. Hacía ocho años que era viuda, pero aún llevaba luto. No parecía tener el menor deseo de casarse de nuevo, aunque fácilmente hubiera encontrado otro esposo: aún era guapa, con sus serenos ojos azules y su hermosa mata de pelo rubio.
Hugh sabía que la mujer estaba muy triste, ya que no iba a verle en largos años. Pero en ningún momento habló de su tristeza: más bien compartía con Hugh la emoción y la inquietud que representaba el reto de establecerse en un país nuevo.
—Casi es hora de acostarse, Dorothy —dijo—. Ve a ponerte el camisón.
En cuanto la niña salió del cuarto, la madre procedió a volver a doblar las camisas de Hugh.
El joven deseaba hablarle de Maisie, pero la timidez le cortaba. Sabía que su madre había recibido una carta de Augusta. También pudo haber recibido noticias a través de otros miembros de la familia o incluso podía haberse entrevistado con alguno de ellos durante uno u otro de los escasos viajes de compras que hacía a Londres. La versión que pudieron haberle contado tal vez distase mucho de la verídica.
—Madre… —dijo al cabo de un momento.
—¿Qué, cariño?
—Lo que dice tía Augusta no siempre es completamente cierto.
—No hace falta que seas tan cortés —repuso la madre con una amarga sonrisa—. Augusta lleva años contando mentira tras mentira acerca de tu padre.
A Hugh le sobresaltó tanta franqueza.
—¿Crees que fue ella quien les dijo a los padres de Florence Stalworthy que yo jugaba?
—Tengo la absoluta certeza, por desgracia.
—¿Por qué será así esa mujer?
La madre dejó la camisa que estaba doblando y reflexionó durante unos segundos.
—Augusta era una muchacha preciosa —explicó—. Su familia asistía al culto de la Kensington Methodist Hall, que fue donde los conocimos. Entonces no era más que una chiquilla terca y malcriada. Sus padres no tenían nada especial: el padre, dependiente de comercio, se estableció por su cuenta, y acabó con tres pequeñas tiendas de comestibles en los barrios occidentales de Londres. Pero saltaba a la vista que ella estaba destinada a posiciones más altas.
La mujer se acercó a la ventana y miró hacia el lluvioso exterior, pero no veía el canal de la Mancha, agitado por la tempestad, sino el pasado.
—Tenía diecisiete años cuando el conde de Strang se enamoró de ella. Era un joven encantador: atractivo, bondadoso, de alta cuna y rico. Naturalmente, los padres del chico se horrorizaron ante la posibilidad de que se casara con la hija de un tendero. Sin embargo, Augusta era preciosa, e incluso entonces, a pesar de su juventud, tenía un aire lleno de dignidad que podía encumbrarla a las esferas sociales más elevadas.
—¿Se prometieron? —preguntó Hugh.
—Formalmente, no. Pero todo el mundo daba por descontado que el compromiso era inevitable. Entonces estalló un terrible escándalo. Acusaron al padre de Augusta de engañar sistemáticamente, dando de menos en el peso. Un empleado al que había despedido le denunció al Ministerio de Comercio. Se dijo que incluso estafaba a la iglesia que le compraba el té para los grupos de estudio de la Biblia que se reunían los martes. Surgió la posibilidad de que tuviera que ir a la cárcel. El hombre lo negó todo con vehemencia, y al final el asunto quedó en agua de borrajas. Pero Strang dejó a Augusta.
—Debió de quedarse con el corazón destrozado.
—No —dijo la madre—. De corazón destrozado, nada. Se puso furiosa de rabia. Durante toda su vida había sabido cómo salirse con la suya. Deseaba a Strang más de lo que nunca deseó nada… y no podía conseguirlo.
—Y se casó con tío Joseph por despecho, como se suele decir.
—Yo diría que se casó con él en un arrebato de furia. Tío Joseph era siete años mayor que ella, lo que es mucho tiempo cuando se tienen diecisiete años; y el aspecto físico de tío Joseph no era mucho mejor que ahora; pero sí era muy rico, incluso más rico que Strang. Hay que reconocer, en favor de Augusta, que siempre se esforzó al máximo para ser una buena esposa. Pero tío Joseph nunca será Strang, y ésa es una espina que sigue enojando a Augusta.
—¿Qué pasó con Strang?
—Se casó con una condesa francesa y murió en un accidente de caza.
—Casi lo siento por Augusta.
—Tenga lo que tenga, siempre ansía más: más dinero, un empleo más importante para su marido, una posición social más alta para ella. El motivo por el que es tan ambiciosa —para sí, para Joseph y para Edward— consiste en que aún suspira por lo que Strang hubiera podido darle: el título, la casa solariega, la vida de ocio ilimitado, riqueza sin tener que trabajar. Pero en realidad no era eso lo que Strang le ofrecía. Lo que le ofrecía era amor. Eso fue lo que Augusta perdió verdaderamente. Y nada pudo compensar nunca esa pérdida.
Era la primera vez que Hugh mantenía con su madre una conversación tan íntima. Se sintió alentado a abrirle su corazón.
—Madre —empezó—, respecto a Maisie…
La mujer pareció confusa.
—¿Maisie?
—La joven… por la que se ha armado todo este jaleo. Maisie Robinson.
Se aclaró la expresión de la mujer.
—Augusta no me dijo su nombre.
Hugh titubeó, antes de declarar de golpe:
—No es ninguna mujer «desgraciada».
La madre se sintió violenta: los hombres nunca hablaban a sus madres de cosas como la prostitución.
—Comprendo —dijo, y apartó la vista. Hugh prosiguió:
—Es una chica pobre, lo cual no deja de ser digno. Y judía. —Miró la cara de su madre y observó que la mujer estaba sorprendida, pero no horrorizada—. Eso es todo lo malo que tiene, nada más. Desde luego… —se interrumpió.
La madre se le quedó mirando.
—Sigue.
—La verdad es que era doncella.
La mujer se puso colorada.
—Lamento hablar de estas cosas, madre —se excusó Hugh—. Pero es que no quiero que de esta historia conozcas sólo la versión de tía Augusta.
La madre tragó saliva.
—¿La quieres mucho, Hugh?
—Más bien sí.
Hugh se dio cuenta de que las lágrimas fluían a sus ojos.
—No comprendo por qué ha desaparecido. No tengo idea de adónde puede haberse marchado. No llegué a conocer su dirección. Pregunté en los establos de alquiler para los que trabajaba y en los Salones Argyll, donde la conocí. Solly Greenbourne también le tenía mucho afecto y está tan desconcertado como yo. Tonio Silva conocía a April, la amiga de Maisie, pero Tonio ha regresado a América del Sur y no he logrado dar con April.
—¡Qué misterioso!
—Estoy seguro de que, de una forma u otra, tía Augusta arregló todo esto.
—Tampoco yo tengo la menor duda. No imagino cómo lo puede haber hecho, pero es espantosamente retorcida. No obstante, debes mirar al futuro, Hugh. Boston representa una gran oportunidad para ti. Tienes que trabajar duro y a conciencia.
—Es una chica verdaderamente extraordinaria, madre.
Su madre no le creía, Hugh lo adivinaba.
—Pero la olvidarás.
—Me pregunto si algún día conseguiré olvidarla.
La madre le dio un beso en la frente.
—La olvidarás. Te lo prometo.