En cuanto vio a la muchacha desnuda, Augusta tuvo plena consciencia de que aquélla era su oportunidad de desembarazarse de Hugh de una vez por todas.
Reconoció a Maisie de inmediato. Era la mujerzuela que la había insultado en el parque, la que llamaban la Leona. Ya entonces le cruzó por la cabeza la idea de que era posible que aquella pequeña lagartona pusiera algún día a Hugh en un brete muy serio: había algo arrogante e inflexible en el modo en que erguía la cabeza y en el brillo que irradiaban sus pupilas. Incluso en aquel momento, cuando debía mostrarse mortificada por la vergüenza, de pie allí, en cueros vivos, la joven devolvía la mirada fríamente a Augusta. Poseía un cuerpo magnífico, menudo pero estupendamente formado, con turgentes senos blancos y una exuberancia de vello áureo en la entrepierna. Su porte era tan altivo que Augusta casi se vio obligada a sentirse como una intrusa. Pero aquella moza sería la perdición de Hugh.
Empezaban a formarse en el cerebro de Augusta las líneas maestras de su plan cuando, súbitamente, vio a Edward tendido en el suelo, con el rostro cubierto de sangre.
Todos sus antiguos temores reaparecieron impetuosamente y Augusta retrocedió veintitrés años atrás, cuando Edward, de niño, estuvo a punto de morir. La inundó un pánico ciego.
—¡Teddy! —gritó—. ¿Qué ha pasado, Teddy? —Cayó de rodillas junto a su hijo y chilló de nuevo—: ¡Háblame, dime algo!
La poseía un pavor insoportable, el mismo que la dominó cuando su nene adelgazaba y adelgazaba de día en día, sin que los médicos supieran el motivo.
Edward se sentó y emitió un gemido. —¡Di algo!— suplicó Augusta.
—No me llames Teddy —obedeció Edward.
El terror de Augusta disminuyó un poco. El chico estaba consciente y podía hablar. Pero su voz era débil y la nariz parecía deformada.
—¿Qué ha pasado? —quiso saber Augusta.
—¡Sorprendí a Hugh con su puta y se volvió loco! —exclamó Edward.
La mujer hizo un esfuerzo para dominar el miedo y la furia, alargó la mano y tocó suavemente la nariz de Edward. El muchacho lanzó un sonoro lamento, pero permitió que la palpase con delicadeza. «No hay nada roto» —pensó la mujer—, «sólo está hinchada».
—¿Qué demonios ocurre? —oyó Augusta que decía su marido.
—Hugh atacó a Edward —explicó.
—¿Está bien el chico?
—Creo que si.
Joseph se volvió hacia Hugh.
—Maldición, señor, ¿qué pretendes con eso?
—Es de imbéciles preguntar una tontería así —replicó Hugh desafiante.
«Eso está bien, Hugh, empeórate las cosas» —pensó Augusta—. «Hagas lo que hagas, no pidas disculpas. Mi deseo es que tu tío siga estando furioso contigo».
Sin embargo, la atención de Joseph se dividía entre los jóvenes y la mujer, de forma que sus ojos no cesaban de volver al magnífico cuerpo desnudo. Augusta sintió la punzada de los celos.
Eso la calmó un poco. Edward no había sufrido tanto daño. Augusta empezó a pensar aceleradamente. ¿Cómo podía explotar la situación para sacarle el máximo partido? Hugh era ahora absolutamente vulnerable: podía hacerle lo que quisiera. Recordó de inmediato la conversación mantenida con Micky Miranda. Había que silenciar a Hugh, porque sabía demasiado acerca de la muerte de Peter Middleton. Era el momento de descargar el golpe.
Primero tenía que apartarlo de la chica.
Habían aparecido algunos sirvientes en ropa de dormir y se mantenían en el umbral que llevaba a la escalera posterior, dedicados a contemplar, llenos de pasmo, pero también sumidos en la fascinación que les producía la escena del rellano. Augusta vio a su mayordomo, Hastead, cubierto con el batín amarillo que Joseph desechó años atrás, y a Williams, un lacayo, con un camisón a rayas.
—Hastead y Williams, ¿quieren hacer el favor de ayudar al señor Edward a ir a la cama?
Los dos hombres se precipitaron hacia adelante y pusieron en pie a Teddy.
Augusta se dirigió seguidamente al ama de llaves.
—Señora Merton, cubra a esta joven con una sábana o cualquier otra cosa, acompáñela a mi habitación y encárguese de que se vista.
La señora Merton se quitó su propia bata y la echó sobre los hombros de la muchacha. Cubrió con la prenda la desnudez de Maisie, pero ésta permaneció inmóvil en su sitio.
—Hugh, ve corriendo a casa del doctor Humboldt, que está en la calle de la Iglesia: será mejor que el médico eche un vistazo a la nariz de Edward.
—No pienso dejar a Maisie —dijo Hugh.
—Puesto que eres tú quien ha ocasionado el daño —manifestó Augusta en tono agudo—, ¡lo menos que puedes hacer es ir a avisar al médico!
—No me pasará nada, Hugh —intervino Maisie—. Ve a buscar al doctor. Estaré aquí cuando vuelvas.
Pero Hugh continuó inmóvil.
—Por aquí, tenga la bondad —la señora Merton indicó la escalera de atrás.
—Oh, creo que iremos por la escalera principal —dijo Maisie.
Luego, con el paso majestuoso de una reina, recorrió el rellano y empezó a bajar por la escalera. La señora Merton la siguió.
—¿Hugh? —dijo Augusta.
Aún se resistía a obedecer, Augusta lo comprendió claramente, pero, por otra parte, a Hugh tampoco se le ocurría ninguna razón para negarse. Al cabo de un momento, accedió:
—Me pondré las botas.
Augusta disimuló su alivio. Los había separado. Ahora, si la suerte la acompañaba un poco más, sellaría el destino de Hugh. Se volvió hacia Joseph.
—Vamos. Bajemos a tu cuarto y tratemos este asunto. Descendieron por la escalera y entraron en el dormitorio del hombre. Nada más cerrarse la puerta, Joseph la tomó en sus brazos y la besó. Augusta comprendió que deseaba hacer el amor.
Eso no era normal. Hacían el amor una o dos veces a la semana, pero siempre era ella la que tomaba la iniciativa: entraba en la alcoba de él y se le metía en la cama. Lo consideraba parte de sus deberes de esposa, pero como prefería llevar ella las riendas, le desanimaba, le quitaba las ganas de entrar en el dormitorio de Augusta. De recién casados, refrenarle había sido mucho más arduo. Joseph insistía en tomarla cada vez que la deseaba, y durante una temporada, ella no tuvo más remedio que permitirle actuar a su modo; pero al final, Joseph acabó dando el rodeo preciso para plegarse al criterio de Augusta. Después, a lo largo de cierto tiempo, no cesó de incordiarla con sugerencias indecorosas, como que debían hacer el amor con la luz encendida, que ella debía ponerse encima e incluso que debía hacerle con la boca cosas que el pudor impide expresar. Pero Augusta resistió con firmeza, y hacía tiempo ya que Joseph había renunciado a poner de manifiesto tales ideas.
Ahora, sin embargo, estaba quebrantando la norma.
Augusta sabía por qué. Joseph se había puesto al rojo vivo ante la visión del cuerpo desnudo de Maisie, de aquellos jóvenes y firmes senos y de la cascada de su cabellera rubia. Ese pensamiento le dejó mal sabor de boca y rechazó a su esposo.
Joseph pareció resentido. Augusta deseaba que se indignase con Hugh, no con ella, así que le tocó el brazo en gesto conciliatorio.
—Luego —dijo—. Más tarde iremos a eso.
Joseph se avino.
—Hay sangre mala en Hugh —dijo el hombre—. Le viene de mi hermano.
—Después de esto, no puede seguir viviendo aquí —manifestó Augusta en un tono que no dejaba lugar a la discusión.
Joseph tampoco estaba dispuesto a discutir sobre ese punto.
—No, ciertamente.
—Tienes que despedirlo del banco —continuó Augusta. Joseph pareció tercamente molesto.
—Te agradecería que no formulases ningún aviso respecto a lo que debe hacerse en el banco.
—Joseph, te ha insultado al traer a esta casa a una desgraciada —recordó, utilizando un eufemismo de prostituta.
Joseph fue a sentarse ante el escritorio.
—Sé perfectamente lo que ha hecho. Simplemente te pido que mantengas separado lo que sucede en esta casa de lo que ocurre en el banco.
Augusta decidió emprender una momentánea retirada.
—Muy bien. Estoy segura de que sabes mejor que nadie lo que procede hacer.
Joseph siempre se deshinchaba cuando Augusta cedía inesperadamente en algo.
—Supongo que lo mejor que puedo hacer es despacharlo del banco —dijo al cabo de un momento—. Imagino que volverá a Folkestone, con su madre.
Augusta no estaba muy segura de ello. Aún no había trazado su estrategia; estaba reflexionando a toda prisa.
—¿En qué trabajaría?
—No lo sé.
Augusta se dio cuenta de que había cometido un error.
Hugh sería aún más peligroso si estuviese desempleado, resentido y dando vueltas por ahí sin nada que hacer. David Middleton todavía no se había puesto en contacto con él —posiblemente Middleton desconocía todavía que Hugh estaba en la alberca aquel día fatídico—, pero tarde o temprano se enteraría. Augusta empezó a ponerse nerviosa, arrepentida de no haber meditado un poco, antes de insistir en que había que despachar a Hugh. Se enfadó consigo misma.
¿Podría lograr que Joseph cambiase de idea otra vez? No le quedaba más remedio que intentarlo.
—Tal vez estemos siendo demasiado duros con él —dijo.
Joseph enarcó las cejas, sorprendido por aquella repentina muestra de clemencia.
—Bueno —prosiguió Augusta—, siempre estás diciendo que, como banquero, tiene un enorme potencial. Quizá despedirlo no sea inteligente.
Joseph empezó a enfadarse.
—¡Ponte de acuerdo contigo misma respecto a lo que quieres, Augusta!
La mujer fue a sentarse en una sillita baja colocada junto al escritorio. Dejó que se le levantara la falda del camisón y estiró las piernas, unas piernas que seguían siendo bonitas. Al mirarlas, la expresión de Joseph se suavizó.
Mientras el hombre se distraía, Augusta se estrujó el cerebro. Tuvo una súbita inspiración.
—Envíale al extranjero —sugirió.
—¿Eh?
Cuanto más profundizaba en la idea, más le gustaba.
Hugh quedaría lejos del alcance de David Middleton, pero dentro de la esfera de la influencia de Augusta.
—A Extremo Oriente o América del Sur —continuó, añadiendo entusiasmo a la propuesta—. A algún sitio donde su mala conducta no se refleje en mi casa de un modo directo.
Se volatilizó la irritación de Joseph hacia ella.
—No es mala idea —dijo en tono meditativo—. Hay una vacante en Estados Unidos. El muchacho que dirige nuestra oficina de Boston necesita un ayudante.
«América sería perfecto», pensó Augusta. Se sintió muy complacida de su propia brillantez mental.
Sin embargo, en aquel momento lo único que hacía Joseph era juguetear con la propuesta. Augusta quería que se comprometiese.
—Haz que Hugh se vaya lo antes posible —apremió—. No le quiero en esta casa ni un día más.
—Puede encargar su pasaje por la mañana —manifestó Joseph—. Después ya no habrá razón alguna para que permanezca en Londres. Puede ir a Folkestone a despedirse de su madre y quedarse allí hasta que zarpe el barco.
«Y no verá a David Middleton en varios años», pensó Augusta con satisfacción.
—¡Espléndido! —articuló—. Todo arreglado, pues.
¿Quedaba algún otro obstáculo? Recordó a Maisie. ¿Le importaría mucho a Hugh? Augusta lo dudaba, pero todo era posible. Quizá se negara a separarse de ella. Era un cabo suelto, y eso siempre preocupaba a Augusta. No podía llevarse a una ramera consigo a Boston pero, por otra parte, cabía la posibilidad de que el muchacho se negara a marcharse de Londres sin ella. Augusta se preguntó si podría arrancar de raíz aquel noviazgo, simplemente como precaución.
Se puso en pie y se dirigió a la puerta que comunicaba ambos dormitorios. Joseph pareció decepcionado.
—Debemos desembarazarnos de esa chica —dijo Augusta.
—¿Qué puedo hacer?
La pregunta sorprendió a Augusta. No era propio de Joseph brindar ofertas de ayuda. La mujer pensó con acritud que lo que deseaba era echarle otro vistazo a la puta aquélla. Meneó la cabeza.
—Ahora vuelvo. Métete en la cama.
—Muy bien —repuso él de mala gana.
Augusta entró en su alcoba y cerró la puerta tras de si. Maisie ya se había vestido. Llevaba otra vez el sombrero sujeto al pelo. La señora Merton acababa de doblar un vestido chillón de color azul verdoso, que introdujo en un bolso barato.
—Le he prestado un vestido mío, señora, ya que el de ella estaba empapado —explicó el ama de llaves.
Eso explicaba una pequeña duda que había estado molestando a Augusta. Pensaba que era improbable que Hugh hiciese algo tan ostentosamente estúpido como llevar una pelandusca a casa. Ahora comprendió cómo se habían desarrollado los acontecimientos. Les sorprendió el repentino chaparrón y Hugh llevó a la joven al interior de la casa para que se secara… y una cosa condujo a otra.
—¿Cómo te llamas? —preguntó a la muchacha.
—Maisie Robinson. Ya conozco su nombre.
Augusta tuvo consciencia de que odiaba a Maisie Robinson. No estaba segura del motivo: aquella chica no merecía la pena lo bastante como para justificar un sentimiento tan vehemente. La inquina tenía algo que ver con el aspecto y la actitud de la joven cuando estaba desnuda: tan sensual, tan orgullosa, tan independiente.
—Supongo que ahora quieres dinero —aventuró Augusta con desdén.
—¡Vaca hipócrita! —replicó Maisie—. No me venga a decir que se casó por amor con ese adefesio de marido que tiene.
Claro que no, y aquellas palabras dejaron a Augusta sin aliento. Había subestimado a aquella joven. Empezó mal y ahora tendría que salir del hoyo como pudiese. Comprendió que, en adelante, era cuestión de manejar a Maisie con cuidado. Se le había presentado una oportunidad providencial y no debía desaprovecharla.
Tragó saliva y se esforzó por parecer razonable. —¿Quieres sentarte un momento?— indicó una silla. Maisie puso cara de sorpresa, pero tras unos segundos de vacilación, tomó asiento.
Augusta se acomodó frente a ella.
Había que convencer a la chica de que no le quedaba más alternativa que renunciar a Hugh. Maisie se mostró despectiva cuando le insinuó lo del soborno, por lo que Augusta se sentía reacia a repetir la oferta: adivinó que el dinero no iba a dar resultado con aquella moza y era evidente que Maisie tampoco pertenecía al tipo de las que se dejan avasallar.
Augusta tenía que hacerla creer que la separación sería lo más adecuado, tanto para Hugh como para Maisie. Y el asunto funcionaría mejor si la propia Maisie pensaba que era idea suya dejar a Hugh, lo que seguramente se conseguiría mejor si Augusta adoptaba la postura contraria. Sí, ésa era una muy buena idea…
—Si quieres casarte con él —dijo Augusta—, yo no pienso impedírtelo.
La muchacha pareció sorprenderse, y Augusta se congratuló de haberla pillado con la guardia baja.
—¿Qué le hace pensar que quiero casarme con él? —preguntó Maisie.
Augusta estuvo en un tris de soltar una carcajada. Tuvo ganas de decir: «El hecho de que eres una pequeña y calculadora aventurera», pero en cambio contestó:
—¿Qué chica no querría casarse con él? Es apuesto, bien parecido y procede de una gran familia. No tiene dinero, pero las perspectivas de su porvenir no pueden ser más prometedoras.
Maisie entornó los párpados y declaró:
—Parece que usted desea que me case con él.
Precisamente ésa era la impresión que quería dar Augusta, pero había que actuar con sutileza. Maisie era recelosa y parecía demasiado inteligente para que la embaucasen con facilidad.
—No nos engañemos, Maisie —dijo—. Perdóname por expresarlo así, pero ninguna mujer de mi clase desearía que un hombre de su familia desposara a una mujer tan inferior socialmente con respecto a él.
Maisie no manifestó resentimiento alguno. —Puede desearlo, si le odia lo suficiente—. Alentada, Augusta continuó con su estrategia.
—Pero yo no odio a Hugh —negó—. ¿De dónde has sacado esa idea?
—De él. Me dijo que usted le trata como a un pariente pobre y que se asegura de que los demás miembros de la familia hagan lo mismo.
—¡Qué ingratas pueden ser las personas! Pero ¿por qué iba a querer arruinar su carrera?
—Porque al compararlos, todo el mundo se da cuenta de lo burro que es ese hijo de usted, Edward.
Una oleada de furor inundó a Augusta. De nuevo, Maisie se había acercado fastidiosamente a la verdad. Cierto que Edward carecía de la picardía astuta de Hugh, pero Edward era un muchacho dulce y estupendo, mientras que la educación de Hugh era deficiente.
—Creo que sería mejor que no mencionaras el nombre de mi hijo —reprochó Augusta en voz baja.
Maisie sonrió.
—Me parece que he puesto el dedo en la llaga. —Su expresión volvió a ser grave—. Así que ése es su juego, ¿eh? Bueno, pues no voy a seguírselo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Augusta.
De súbito asomaron lágrimas en los ojos de Maisie.
—Quiero decir que Hugh me gusta demasiado para arruinar su carrera.
Augusta se sintió admirada y complacida por la fuerza de la pasión de Maisie. A pesar de lo mal que había empezado, aquello estaba saliendo a las mil maravillas.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó a la joven.
Maisie luchó denodadamente por contener las lágrimas.
—No volveré a verle. Puede que usted acabe por destruirlo, pero yo no contribuiré a ello.
—Es posible que vaya tras de ti.
—Desapareceré. No sabe dónde vivo. Me mantendré lejos de los lugares a los que pueda ir a buscarme.
«Un plan estupendo» —pensó Augusta— «lo único que tienes que hacer es quedarte fuera de su vista unos días, después Hugh se habrá ido al extranjero y estará ausente varios años… tal vez no vuelva más». Pero no dijo nada. Se las había ingeniado para llevar a Maisie a una conclusión y la muchacha ya no necesitaba más ayuda.
Maisie se secó el rostro con la manga del vestido.
—Será mejor que me vaya, antes de que Hugh vuelva con el médico —se puso en pie—. Gracias por prestarme su vestido, señora Merton.
El ama de llaves, atenta y servicial le abrió la puerta.
—Por aquí, le indicaré la salida.
—Iremos por la escalera de atrás, por favor —dijo Maisie—. No quiero… —se interrumpió, tragó saliva y añadió, casi en un susurro— no quiero volver a ver a Hugh.
Salió.
La señora Merton fue tras ella y cerró la puerta.
Augusta dejó escapar un prolongado suspiro. Finalmente, lo había conseguido. Había detenido en seco la carrera de Hugh, neutralizado a Maisie Robinson y esquivado el peligro de David Middleton, todo en una noche. Maisie era un adversario formidable pero, al final, resultó excesivamente emotiva.
Augusta saboreó su triunfo durante un momento y luego se dirigió al dormitorio de Edward.
Estaba sentado en la cama. Tenía en la mano una copa, de la que tomaba sorbos de coñac. Alrededor de su contusionada nariz había sangre reseca y el chico parecía compadecerse de sí mismo.
—Mi pobre muchacho —dijo Augusta. Se acercó a la mesita de noche, humedeció la esquina de una toalla, se sentó en el borde de la cama y procedió a limpiar la sangre de encima del labio superior. Edward dio un respingo. Augusta se excusó—: Lo siento.
Edward le dedicó una sonrisa.
—No pasa nada, madre —dijo—. Sigue. Me alivia mucho. Mientras le lavaba la sangre, entró el doctor Humboldt, seguido de Hugh.
—¿Estuviste peleándote a puñetazo limpio, jovencito? —saludó alegremente.
Augusta se tomó el comentario como una ofensa.
—Desde luego que no —replicó malhumorada—. Le atacaron.
Humboldt se quedó un tanto atribulado.
—En efecto, en efecto —murmuró.
—¿Dónde está Maisie? —quiso saber Hugh.
Augusta no deseaba hablar de Maisie delante del médico.
Se puso en pie y llevo a Hugh fuera del cuarto.
—Se marchó.
—¿La echaste? —preguntó Hugh.
Augusta se sintió inclinada a ordenarle que no le hablase en aquel tono, pero decidió que no iba a ganar nada provocando la indignación de Hugh: la victoria que había obtenido ya era absoluta, aunque Hugh lo ignoraba.
—Si la hubiera echado —explicó en tono conciliador—, ¿no crees que se habría quedado esperándote en la calle para contártelo? No, se marchó por su propia voluntad. Dijo que te escribiría mañana.
—Pero también dijo antes que estaría aquí cuando yo volviese con el médico.
—Entonces es que cambió de idea. ¿Es que no has conocido nunca a una chica de su edad que haga eso?
Hugh pareció quedar desconcertado, no supo qué añadir.
—Sin duda deseaba salir cuanto antes de la embarazosa situación en que la colocaste —dijo Augusta.
La explicación le resultó lógica.
—Supongo que le hiciste sentirse tan violenta que no pudo soportar la prueba de seguir en la casa.
—Ya está bien —replicó Augusta en tono severo—. No quiero escuchar tus opiniones. Tu tío Joseph hablará contigo a primera hora de la mañana, antes de que salgas para el banco. Buenas noches.
Durante unos segundos dio la impresión de que Hugh iba a protestar. La verdad, sin embargo, era que no tenía nada que decir.
—Muy bien —murmuró por último y se metió en su cuarto.
Augusta regresó a la habitación de Edward. El médico cerraba su maletín en aquel momento.
—No tiene nada grave —diagnosticó—. Durante unos días, la nariz estará un poco pachucha y puede que mañana el ojo se le ponga amoratado; pero es joven y se curará en un dos por tres.
—Gracias, doctor. Hastead le acompañará a la salida.
—Buenas noches.
Augusta se inclinó sobre la cama y besó a Edward.
—Buenas noches, Teddy querido. Descansa.
—Muy bien, madre. Buenas noches.
A Augusta todavía le quedaba por cumplir una tarea más. Bajó la escalera y entró en la alcoba de Joseph. Había albergado la esperanza de que se hubiera ido a dormir, pero el hombre estaba leyendo, sentado en la cama, un ejemplar del Pall Mall Gazette. Apartó el periódico inmediatamente y levantó la ropa del lecho para que Augusta se metiera debajo.
La abrazó al instante. Ella se dio cuenta de que la habitación estaba llena de luz: había llegado el alba sin que se enterase. Cerró los ojos.
Joseph la penetró rápidamente. Augusta le rodeó con los brazos y correspondió a los movimientos de su esposo. Pensó en sí misma, a la edad de dieciséis años, tendida a la orilla del río, con su vestido color frambuesa y su sombrero de paja, y con el joven conde de Strang comiéndola a besos; solo que en el cerebro de Augusta el muchacho no se contentaba con besarla, sino que la levantaba las faldas y le hacía el amor allí, bajo el calor del sol, mientras las aguas del río chapoteaban a sus pies…
Una vez terminaron, Augusta permaneció junto a Joseph, dedicada a reflexionar sobre su victoria.
—Una noche extraordinaria —murmuró Joseph con voz soñolienta.
—Sí —coincidió Augusta—. Y qué chica tan horrible.
—Hummm —rezongó el hombre—. Un aspecto impresionante… arrogante y obstinada… deliciosa… tan estupenda como la que más… una figura adorable… como tú, a su edad.
Augusta se sintió mortalmente ofendida.
—¡Joseph! —protestó—. ¿Cómo puede ocurrírsete decir algo tan espantoso?
Él se abstuvo de responder y Augusta comprobó que se había quedado dormido. Furiosa, echó a un lado la ropa de la cama, saltó al suelo y salió precipitadamente de la habitación.
Aquella noche ya no volvió a dormir.