2

Hugh y Maisie tomaron el billete barato del vapor de recreo que hacía el trayecto entre el muelle de Westminster y Chelsea. La noche era cálida y clara, y por el fangoso río se ajetreaban, como cascarones de nuez, barcos, gabarras y transbordadores. Navegaron corriente arriba, pasaron bajo el nuevo puente ferroviario construido para la Estación Victoria, se deslizaron por delante del hospital de Christopher Wren, de Chelsea, en la ribera norte, y dejaron atrás los floridos prados de Battersea, en la orilla sur, tradicional campo de duelo londinense. El puente de Battersea era una destartalada estructura de madera que parecía lista para derrumbarse. En el extremo meridional se encontraban las factorías químicas, pero al otro lado las preciosas casitas de campo se arracimaban alrededor de la iglesia vieja de Chelsea, y en las aguas poco profundas se zambullían chiquillos desnudos.

Desembarcaron a cosa de kilómetro y medio más allá del puente y subieron por el malecón hacia la magnífica puerta dorada de los Jardines de Cremorne. Los jardines los constituían casi cinco hectáreas de arboledas y grutas, praderas y macizos de flores, sotos y helechales, entre el río y King’s Road. Estaba oscuro cuando llegaron y en las ramas de los árboles resplandecían farolillos chinos, cuya luz acompañaba a la de las farolas de gas encendidas a lo largo de los sinuosos senderos del parque. El lugar estaba muy concurrido: muchos de los jóvenes que asistieron a las carreras de caballos habían decidido acabar el día allí. Todo el mundo iba de veintiún botones y deambulaba indolentemente por los jardines, entre risas y coqueteos, las chicas de dos en dos, los muchachos en grupos más nutridos, las parejas cogidas del brazo.

Había sido un día precioso, cálido, despejado, lleno de sol, pero la noche, bochornosa, dejaba oír una amenaza de tormenta mediante intermitentes truenos. Hugh se sintió en seguida nervioso y regocijado. Le estremecía llevar a Maisie del brazo, pero le dominaba la insegura sensación de que desconocía las reglas del juego que estaba desarrollando. ¿Qué esperaba de él la muchacha? ¿Le permitiría besarla? ¿Le iba a dejar hacer todo lo que él quisiera? Anhelaba tocarla, acariciar su cuerpo, pero no sabía por dónde empezar. ¿Esperaría de él que llegase a todo? Estaba loco por hacerlo, pero era la primera vez que se encontraba frente a tal posibilidad y temía ponerse en ridículo. Los empleados del Banco Pilaster hablaban mucho de guayabos, de chicas fáciles y de lo que harían y no harían, pero Hugh sospechaba que la mayor parte de su cháchara era pura fanfarronería. De cualquier modo, a Maisie no se le podía tratar como a una de aquellas chicas casquivanas. Era más complicada que todo eso.

También le preocupaba un poco la posibilidad de que le viera algún conocido. Su familia reprobaría con todas sus fuerzas la conducta de Hugh Pilaster. El Jardín de Cremorne no sólo era un lugar propio de personas de clase inferior; en opinión de los metodistas también estimulaba la inmoralidad. Si le encontraba allí, seguro que Augusta lo utilizaría en su contra. Una cosa era que Edward llevase mujeres licenciosas a sitios de mala reputación: era el hijo y heredero. Pero en el caso de Hugh era muy distinto, carecía de dinero, su educación dejaba mucho que desear y se esperaba que fuese un fracasado como su padre: dirían que los jardines donde reinaba el placer impúdico representaban su hábitat natural y que el medio ambiente que le correspondía era el de los empleados, los artesanos y las chicas como Maisie.

Hugh se encontraba en un punto crítico de su carrera. Tenía al alcance de la mano el ascenso a la categoría de corresponsal, con un salario de ciento cincuenta libras esterlinas anuales, más del doble de lo que cobraba en aquellos momentos… y un testimonio que le atribuyera un comportamiento disoluto podía poner en peligro esa promoción.

Miró inquieto a los hombres que paseaban por los serpenteantes caminos, entre los cuadros de flores, temeroso de reconocer a alguno. Entre ellos no faltaban los pertenecientes a las capas altas de la sociedad, ni los que llevaban del brazo a apetecibles jovencitas; pero todos eludían la mirada de Hugh y éste comprendió que también sentían la misma aprensión que él a que les vieran allí. Llegó a la conclusión de que, si veía a alguien conocido, y viceversa, los que le reconociesen probablemente serían lo bastante listos como para mantener la boca cerrada; eso le tranquilizó.

Se enorgullecía de Maisie. Llevaba un vestido de color verdeazul y escote generoso, con polisón, y sombrero de marinero garbosamente dispuesto sobre la cabellera, peinada hacia arriba. Atraía sobre sí infinidad de miradas de admiración.

Pasaron por delante de un teatro de ballet, de un circo oriental, de un campo de bolos americano y de varias casetas de tiro al blanco. Luego fueron a cenar a un restaurante. Era una experiencia nueva para Hugh. Aunque los restaurantes eran cada vez más corrientes, su clientela la constituían, por regla general, personas de clase media: a las de clase alta aún no les gustaba la idea de comer en público. Los jóvenes como Edward y Micky lo hacían a menudo, pero entonces se consideraban un tanto sórdidos y, en realidad, sólo se atrevían cuando andaban a la búsqueda de muchachas fáciles o cuando ya estaban en compañía de las mismas.

Durante toda la cena, Hugh se esforzó por apartar de su pensamiento los pechos de Maisie. La parte superior de aquellos senos asomaba voluptuosamente por encima del escote del vestido: la carne era muy blanca, salpicada de pecas. Sólo una vez había visto Hugh unas tetas desnudas, en el burdel de Nellie, unas semanas antes. Pero nunca había tocado ningún pecho femenino. ¿Eran firmes, como músculos, o blandos? Cuando una mujer se quitaba el corsé, ¿sus tetas se movían al ritmo de los andares o permanecían rígidas? Si uno las tocaba, ¿cedían a la presión de la mano o se mostraban duras como rótulas? ¿Le permitiría Maisie tocárselas? A veces, incluso había pensado en besárselas, como aquel hombre del prostíbulo besó las de la puta, pero ése era un deseo secreto del que se avergonzaba. A decir verdad, se avergonzaba vagamente de todas aquellas ideas. Le parecía animalesco estar sentado junto a una mujer y pensar continuamente en su cuerpo desnudo, como si de ella no le importase nada más, como si sólo deseara utilizarla. Sin embargo, no podía evitarlo, y mucho menos en el caso de Maisie, que era tan atractiva.

Mientras comían, en otra zona de los jardines estallaba el fulgurante colorido de unos fuegos artificiales. Las explosiones y centelleos alteraban a los leones y tigres de la casa de fieras, que lanzaban al aire sus rugidos de protesta. Hugh recordó que Maisie había trabajado en un circo y le preguntó cómo era.

—Cuando uno convive íntimamente con las personas, llega a conocerlas a fondo —dijo Maisie en tono pensativo—. Lo que es bueno en algunos aspectos, y malo en otros. Unos se ayudan a otros continuamente. Hay aventuras amorosas, riñas, a veces peleas a brazo partido… en los tres años que estuve en el circo se cometieron tres asesinatos.

—Cielo santo.

—Y nunca puedes confiar en el dinero.

—¿Por qué?

—Cuando la gente se ve obligada a ahorrar, lo primero que suprime son los espectáculos de diversión.

—Nunca se me ocurrió pensarlo. Debo tener presente que bajo ninguna circunstancia debo invertir fondos del banco en el negocio del espectáculo.

Maisie sonrió.

—¿Siempre está pensando en las finanzas?

«No» —se dijo Hugh— «siempre estoy pensando en tus pechos».

—Ha de comprender —explicó—, que soy hijo de la oveja negra de la familia. De la actividad bancaria sé más que todos los muchachos jóvenes de la familia, pero tengo que esforzarme el doble para demostrar mi valía.

—¿Por qué es tan importante demostrar su valía?

«Buena pregunta», pensó Hugh. Meditó sobre ella. Al cabo de un momento dijo:

—Siempre he sido así, me parece. En el colegio, tenía que estar en los primeros puestos de la clase y el fracaso de mi padre lo empeoró: todo el mundo cree que voy a seguir el mismo camino, y he de demostrarles que se equivocan.

—En cierto modo, siento lo mismo, ¿sabe? De ninguna manera pienso llevar la misma vida que llevó mi madre, siempre en el filo de la miseria. Voy a ser rica, sin importarme lo que tenga que hacer para conseguirlo.

Hugh puso en su voz toda la suavidad diplomática que pudo al preguntar:

—¿Por eso sale con Solly?

Maisie frunció el ceño, y durante unos segundos Hugh pensó que iba a montar en cólera, pero el posible enojo pasó y la muchacha sonrió irónicamente.

—Supongo que ésa es una pregunta franca. Por si le interesa saber la verdad, no me enorgullezco de mi relación con Solly. Le he defraudado con respecto a ciertas… esperanzas.

Hugh se sorprendió. ¿Significaba eso que había llegado a todo con Solly?

—Parece que le gusta.

—Y él me gusta a mí. Pero no es camaradería lo que quiere, nunca lo fue, y eso es algo que siempre supe.

—Entiendo lo que quiere decir.

Hugh decidió que Maisie no se había acostado con Solly, lo cual significaba que posiblemente no estaría dispuesta a hacerlo con él. Se sintió decepcionado y aliviado: decepcionado porque la deseaba con todos los sentidos, aliviado porque ese apetito carnal le ponía muy nervioso.

—Parece muy contento por algo —observó Maisie.

—Supongo que me alegra saber que usted y Solly no son más que camaradas.

La muchacha pareció entristecerse un poco y Hugh se preguntó si no habría dicho algo inconveniente.

Pagó la cena. Era muy cara, pero llevaba consigo el dinero que tenía ahorrado para un traje, diecinueve chelines, así que disponía de efectivo de sobra. Cuando salieron del restaurante, los que deambulaban por los jardines parecían más jaraneros y alborotadores que antes, sin duda porque en el ínterin habían consumido cuantiosas dosis de cerveza y ginebra.

Llegaron a un baile. Bailar era algo en lo que Hugh se sentía seguro: la danza era la única asignatura que le habían enseñado bien en la Academia de Folkestone para Hijos de Caballeros.

Condujo a Maisie a la pista y la tomó en sus brazos por primera vez. Le hormiguearon las yemas de los dedos cuando su mano derecha se apoyó en la parte inferior de la espalda de la muchacha, inmediatamente encima del polisón. A través de la tela del vestido le llegó el calor del cuerpo de Maisie. Cogió con la izquierda la mano de la joven y ella se la apretó breve y ligeramente: una sensación que le estremeció.

Al término de la primera pieza, sonrió a Maisie, muy complacido, y ante su sorpresa la joven alzó la mano y le rozó los labios con la punta de un dedo.

—Me gustas cuando sonríes —le tuteó—. ¡Pones una cara tan infantil!

«Infantil» no era precisamente la impresión que intentaba dar, pero en aquel punto, cualquier cosa que a ella le gustara a él le parecía bien.

Bailaron de nuevo. Formaban buena pareja: aunque Maisie era bajita, Hugh sólo le sacaba unos centímetros, y ambos tenían los pies ligeros. Hugh había bailado con docenas de chicas, por no decir centenares, pero nunca había disfrutado tanto. Tenía la impresión de que acababa de descubrir la deliciosa experiencia de tener una mujer junto a su cuerpo, una muchacha que se movía y giraba al compás de la música, ejecutando, en armonía con él, complicados pasos de baile.

—¿Estás cansada? —le preguntó al concluir la pieza.

—¡Claro que no!

Volvieron a bailar.

En las fiestas de sociedad era de mala educación bailar con la misma muchacha más de dos piezas. Uno tenía que sacarla de la pista y ofrecerse para llevarle una copa de champaña o un sorbete. Hugh siempre se había burlado de tales reglas y ahora se sentía jubilosamente liberado, al no ser más que un cliente anónimo en aquel baile público.

Continuaron en el baile hasta la medianoche, cuando se interrumpió la música.

Todas las parejas que ocupaban la pista se diseminaron por los senderos de los jardines. Hugh observó que muchos hombres mantenían los brazos alrededor de su pareja, aunque ya no bailaban, así que, no sin cierta agitación interior, hizo lo propio. A Maisie no pareció importarle.

El regocijo empezó a salirse de madre. Al borde de las veredas, de trecho en trecho, había pequeñas cabinas, como palcos de la ópera, donde la gente podía sentarse, comer algo y contemplar el paso de la multitud que circulaba por allí. Grupos de estudiantes sin graduar, borrachos ya, habían alquilado algunas de aquellas cabinas. Pasó por delante de Hugh un peatón con la chistera cómicamente ladeada en la cabeza, y el mismo Hugh tuvo que agacharse de pronto para esquivar una rebanada de pan que surcó el aire volando hacia él. Acercó más a Maisie contra su cuerpo, protectoramente, y le encantó notar que la joven le pasaba el brazo alrededor de la cintura y le apretaba.

A unos pasos del camino principal se encontraban numerosos emparrados y bosquecillos sumidos en la sombra. Hugh a duras penas podía vislumbrar las formas de parejas sentadas en los bancos de madera, pero no estaba seguro de si sus componentes estaban abrazados o sólo sentados uno junto al otro. Se sorprendió cuando la pareja que marchaba delante de ellos se detuvo para besarse apasionadamente en mitad del sendero. Adelantó a la pareja, rodeándola mientras llevaba a Maisie aún cogida, y se sintió violento. Pero al cabo de un rato superó la sensación de incomodidad y empezó a excitarse. Unos minutos después, pasaron junto a otra pareja abrazada. Hugh captó la mirada de Maisie, la muchacha le sonrió y tuvo la certeza de que era un gesto de ánimo. Fuera como fuese, no consiguió reunir el valor preciso para lanzarse y besarla.

El ambiente de los jardines se tornaba cada vez más bullanguero. Tuvieron que dar un rodeo en torno a una pelotera en la que seis o siete hombres, que voceaban con la lengua estropajosa de los borrachos, asestaban golpes y puñetazos a otro. Hugh se percató de que paseaban por allí cierto número de mujeres solas, y se preguntó si serían prostitutas. La atmósfera era cada vez más ominosa y consideró que sería necesario proteger a Maisie.

Entonces apareció un grupo de treinta o cuarenta jóvenes que llegaban a la carga y dedicaban sus entusiasmos a quitar de la cabeza los sombreros masculinos, apartar a empujones a las mujeres y derribar sobre el suelo a los hombres. No había forma de evitar su embestida: avanzaban desplegados a lo ancho del camino y a través del césped de los lados. Hugh reaccionó con rapidez. Se colocó delante de Maisie, dando la espalda a los asaltantes, se quitó el sombrero y rodeó a la muchacha con ambos brazos, sosteniéndola fuertemente. La oleada humana pasó junto a ellos. Un hombro robusto se estrelló contra la espalda de Hugh, que se tambaleó, pero sin soltar a Maisie. Consiguió mantenerse en vertical. Por un lado, una muchacha salió despedida hacia el suelo, y por el otro, un hombre recibió un puñetazo en pleno rostro. Luego, los gamberros se perdieron de vista.

Hugh aflojó el abrazo y bajó los ojos sobre Maisie. La chica le miró, expectante. Tras un titubeo, Hugh se inclinó y la besó en la boca. Los labios de Maisie eran maravillosamente suaves y vivos. Hugh cerró los párpados. Hacía años que esperaba aquello: se trataba de su primer beso y le pareció tan delicioso como lo había soñado. Aspiró el perfume de Maisie. Los labios de la joven se movieron delicadamente contra los suyos. Hugh deseó que nunca acabara aquella dicha.

Maisie interrumpió el beso. Le lanzó una dura mirada y luego le abrazó con fuerza, apretando su cuerpo contra el de Hugh.

—Podrías estropear todos mis planes —susurró Maisie quedamente.

Hugh no sabía a ciencia cierta qué quería decir.

Miró a un lado. Vio un cenador con un asiento libre. Hizo acopio de coraje para preguntar:

—¿Nos sentamos?

—Bueno.

Avanzaron en la oscuridad y se acomodaron en el banco de madera. Hugh volvió a besarla.

Está vez lo hizo un poco menos a ciegas. Le pasó un brazo por encima de los hombros, la atrajo hacia sí y empleó la otra mano para levantarle la barbilla; la besó más apasionadamente que antes, oprimiendo con fuerza sus labios contra los de Maisie. Ella correspondió sin escatimar fogosidad, arqueando la espalda para que Hugh pudiera sentir la presión de los senos femeninos aplastándose sobre su pecho. Le sorprendió la buena voluntad de Maisie, aunque no conocía ninguna razón por la que a las chicas no tuviera que gustarles besar tanto como a los hombres. La avidez de Maisie lo hacía doblemente excitante.

Acarició la mejilla y el cuello de la joven. Después dejó caer la mano sobre el hombro de Maisie. Anhelaba tocarle los pechos, pero temía que eso la molestara, así que vaciló. La muchacha llevó sus labios hacia el oído de Hugh y, en un susurro que también era un beso, le animó:

—Puedes tocarlos.

Le maravilló que pudiese leer en su cerebro, pero la invitación le excitaba casi más de lo que le era posible resistir… no porque ella estuviese dispuesta a aceptarlo, sino porque lo había dicho. «Puedes tocarlos». Las puntas de los dedos de Hugh trazaron una línea desde el hombro de Maisie, se desplazaron a través de la clavícula, descendieron hacia la pechera y tocaron la turgencia de los senos por encima del escote del vestido. La piel era suave y cálida. Hugh no estaba seguro de lo que debía hacer a continuación. ¿Introducir la mano por el canalillo?

Maisie respondió a aquella pregunta no formulada tomándole la mano y oprimiéndola contra los pechos, por debajo del escote.

—Apriétalos, pero con suavidad —murmuró.

Así lo hizo. Comprobó que no eran como músculos ni como rótulas, sino más tiernos y dulces, salvo en los pezones. Su mano fue de uno a otro, acariciándolos y ciñéndolos alternativamente. Recibía sobre el cuello el tibio aliento de Maisie. Tuvo la sensación de que podría seguir así toda la noche, pero hizo una pausa para volver a besar en los labios a la muchacha. En esa ocasión, Maisie le besó brevemente, retiró la boca, le besó de nuevo, se retiró otra vez, repitió el juego, volvió a repetirlo… y aquello resultaba todavía más emocionante. Comprendió que existían infinidad de modos de besar.

De pronto, la joven se inmovilizó.

—Escucha —advirtió.

De un modo vago, Hugh había percibido que en los jardines se producía un alboroto cuyo volumen no cesaba de aumentar. En aquel momento comprendió que lo que oía eran gritos y estrépito de golpes. Al mirar hacia el camino vio que la gente corría en todas direcciones.

—Debe de haber estallado una pelea —opinó.

En aquel instante sonó el silbato de un policía.

—¡Maldición! —exclamó Hugh—. Ahora nos vamos a ver metidos en un lío.

—Vale más que nos vayamos —dijo Maisie.

—Dirijámonos a la entrada de King’s Road, a ver si tenemos suerte y encontramos un cabriolé.

—Bueno.

Hugh titubeó, no muy decidido a marcharse.

—Un beso más.

—Sí.

La besó y abrazó con fuerza.

—Hugh —articuló Maisie—. Me alegro de haberte conocido.

El muchacho pensó que era lo más bonito que nadie le había dicho en la vida.

Volvieron al camino y apresuraron el paso, alejándose hacia el norte. Un momento después les adelantaron dos jóvenes, lanzados a la carrera, uno en persecución del otro. El primero tropezó con Hugh y lo despidió contra el suelo. Cuando el muchacho consiguió incorporarse, los jóvenes habían desaparecido.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Maisie preocupada.

Hugh se sacudió el polvo y recogió el sombrero.

—Ni un rasguño —dijo—. Pero no quiero que a ti te pase nada. Atajemos por el césped… puede que sea más seguro.

En el momento en que abandonaban el sendero se apagaron las farolas de gas.

Siguieron adelante a través de la oscuridad. Llenaba ya el aire un continuo clamor de gritos masculinos y chillidos de mujeres, todo subrayado por los silbatos de la policía. A Hugh se le ocurrió de pronto la posibilidad de que le arrestasen. Todo el mundo se enteraría de su presencia allí. A Augusta iba a faltarle tiempo para afirmar que era demasiado disoluto para desempeñar en el banco un puesto de responsabilidad. Emitió un gruñido. Luego recordó el placer que había experimentado al tocar los pechos de Maisie y decidió que le tenía sin cuidado lo que Augusta dijese.

Continuaron manteniéndose a distancia de las veredas y los espacios abiertos, para desplazarse por las zonas cubiertas de matorrales y árboles. El terreno ascendía ligeramente, desde la orilla del río, lo que permitió comprender a Hugh que, mientras continuaran subiendo, irían en la dirección adecuada.

Vio a lo lejos el centelleo de unas linternas y se desvió hacia las luces. Empezaron a encontrar otras parejas que llevaban el mismo camino que ellos. Hugh confiaba en que tendrían menos probabilidades de que los agentes les abordaran si formaban parte de un grupo de personas evidentemente respetables y sobrias.

Se aproximaban a la puerta del parque cuando irrumpió por ella una tropa de treinta o cuarenta policías. Decididos a entrar en los jardines a través de la riada humana que intentaba salir, los agentes procedieron a vapulear con sus porras a hombres y mujeres, indiscriminadamente. La multitud dio media vuelta y trató de huir en dirección contraria.

Los reflejos de Hugh actuaron a toda velocidad.

—Deja que te coja —le dijo a Maisie.

La chica le miró perpleja, pero accedió:

—Como quieras.

Hugh se agachó, pasó un brazo por detrás de las rodillas de Maisie y rodeó su espalda con el otro. La levantó en brazos, al tiempo que la aleccionaba:

—Simula estar desmayada —dijo, y ella cerró los ojos y se quedó inerte. Hugh avanzó abriéndose paso entre la muchedumbre, mientras voceaba en el tono más autoritario que pudo—: ¡Abran paso! ¡Abran paso! —Al ver que llevaba en brazos a una mujer aparentemente indispuesta, hasta las personas que huían procuraban apartarse. Se acercó a la línea de agentes que marchaban de cara a él y que provocaban el pánico general. Le gritó a uno de ellos—: ¡Hágase a un lado, guardia! ¡Deje pasar a la señora! —La expresión del policía era hostil, y durante unos segundos, Hugh pensó que su triquiñuela no iba a dar resultado. Entonces, un sargento ordenó—: ¡Deje pasar al caballero!

Hugh atravesó el cordón policial y, súbitamente, se encontró en la zona despejada.

Maisie alzó los párpados y le sonrió. A él le gustaba llevarla así, en brazos, y, no tenía prisa alguna en dejar su carga en el suelo.

—¿Te encuentras bien?

Ella asintió. Parecía llorosa.

—Bájame.

La depositó en el suelo, suavemente, y la abrazó.

—Bueno, no llores —dijo Hugh—. Ya pasó todo.

Maisie meneó la cabeza.

—No se trata de ese alboroto. No es la primera vez que me veo en medio de una gresca. Pero sí es la primera vez que alguien cuida de mí. Toda mi vida he tenido que cuidar de mí misma. Ésta es una experiencia nueva.

Hugh no supo qué decir. Todas las muchachas que había conocido daban por supuesto que los hombres cuidarían de ellas automáticamente. Estar con Maisie era una revelación continua.

Buscó con la mirada un coche de punto. No había ninguno a la vista.

—Me temo que no vamos a tener más remedio que ir andando —expuso Hugh.

—Cuando tenía once años estuve andando cuatro días seguidos hasta que llegué a Newcastle —dijo Maisie—. Creo que seré capaz de ir a pie desde Chelsea hasta Soho.