Reinaba en Londres un pegajoso calor de puro bochorno y sus habitantes anhelaban aire fresco y campos abiertos. El día primero de agosto, todo el mundo fue a las carreras de Goodwood.
Viajaban en trenes especiales que partían de la Estación Victoria, en el sur de Londres. Las divisiones de la sociedad británica se reflejaban escrupulosamente en el sistema de transporte: la alta sociedad iba en los lujosamente tapizados vagones de primera clase; los comerciantes y maestros de escuela ocupaban los repletos pero cómodos coches de segunda; los obreros fabriles y los empleados del servicio doméstico se apiñaban en los duros bancos de madera de la tercera clase. Al apearse del tren, la aristocracia tomaba coches de punto, la clase media abordaba autobuses tirados por caballerías y los trabajadores marchaban a pie. Trenes anteriores se habían encargado ya de trasladar las vituallas de los ricos: innumerables cestas transportadas a hombros de fornidos y jóvenes lacayos, llenas de vajilla de porcelana y mantelería de hilo, pollo guisado y pepinos, champán y melocotones de invernadero. Para los menos adinerados se instalaban puestos de venta de salchichas, mariscos y cerveza. Los pobres llevaban pan y queso envuelto en pañuelos de hierbas.
Maisie Robinson y April Tilsley acompañaban a Solly Greenbourne y Tonio Silva. Su posición en la escala social era incierta. Solly y Tonio pertenecían, evidentemente, a la primera clase, pero Maisie y April deberían haber viajado en tercera. Solly se comprometió a adquirir billetes de segunda y para ir de la estación al hipódromo tomaron el autobús de caballos.
Sin embargo, a Solly le encantaban demasiado sus manjares como para comer lo que vendían en los puestos, de modo que había enviado por delante a cuatro sirvientes con un opíparo yantar a base de salmón frío y vino blanco en hielo. Extendieron sobre el suelo un mantel blanco como la nieve y tomaron asiento alrededor del mismo, encima de la mullida hierba. Maisie ponía en la boca de Solly las exquisiteces que tanto le gustaban. La muchacha se sentía cada vez más atraída por aquel chico. Era un joven amable con todo el mundo, divertido y de interesante conversación. Su único vicio era la glotonería. Maisie aún no le había dejado pasar a mayores, pero cuanto más reacia se mostraba ella a permitirle propasarse, mayor era el fervor amoroso de Solly.
Las carreras empezaban después del almuerzo. Había cerca un corredor que, de pie en un palco, voceaba las apuestas. Vestía un llamativo traje a cuadros, corbata de seda que ondulaba al viento, ramillete de flores en el ojal y sombrero blanco. Colgada del hombro llevaba una cartera de cuero llena de efectivo y sobre su cabeza había un cartel que rezaba: «William Tucker, King’s Head, Chichester».
Tonio y Solly apostaban en cada prueba. Maisie se aburría: si no se jugaba, una carrera de caballos era igual a otra. April no estaba dispuesta a separarse de Tonio, pero Maisie decidió dejar a los otros un rato y echar un vistazo por las proximidades.
Los caballos no constituían la única atracción. Los alrededores del hipódromo estaban atestados de tenderetes, puestos y carros. Había casetas de juego, barracas con fenómenos de feria y numerosas gitanas de piel oscura, con la cabeza cubierta por pañuelos de colores chillones, que decían la buenaventura. También se veía a vendedores de ginebra, sidra, pasteles de carne, naranjas y biblias. Los organillos y bandas de música competían entre sí y, entre la muchedumbre de peatones que circulaban por aquel maremágnum, prestidigitadores, malabaristas y acróbatas realizaban sus números y pedían peniques, al igual que los perros bailarines, los hombres que iban en zancos y los enanos y gigantes. Aquella atmósfera de bullicioso carnaval le recordó a Maisie el ambiente del circo y un destello de nostalgia le hizo lamentar haber abandonado aquella vida. Los artistas recaudaban como podían el dinero que el público les arrojaba y el corazón de la muchacha se enterneció al observar el éxito de los protagonistas.
Maisie se daba cuenta de que debía sacarle más partido a Solly. Era absurdo salir con uno de los hombres más ricos del mundo y vivir en una habitación del Soho. A aquellas alturas ya debía lucir diamantes y pieles y tener el ojo echado a alguna casita de los suburbios residenciales de St. John’s Wood o de Clapham. Su empleo de amazona de los caballos de Sammles no iba a durarle mucho: la temporada de Londres se acercaba a su término y la gente con posibilidades económicas para comprar caballos empezaba a trasladarse al campo. Así que no iba a seguir conformándose con que Solly se limitara a regalarle flores y nada más. Eso ponía frenética a April.
Pasó por delante de una gran carpa. A la entrada de la misma, había dos muchachas ataviadas como corredores de apuestas, mientras un hombre vestido con traje negro gritaba:
—¡La única carrera cierta que se desarrolla hoy en Goodwood es la llegada del Día del Juicio! ¡Apuesta por la fe en Jesucristo y ganarás la vida eterna!
El interior parecía fresco y sombrío. Maisie entró, obedeciendo a un impulso. La mayoría de las personas que ocupaban los bancos parecían ser ya devotos conversos. Maisie tomó asiento cerca de la salida y cogió un cantoral.
Comprendió por qué en los concursos hípicos la gente se congregaba en capillas y se ponía a rezar. Eso les daba la impresión de que pertenecían a algo. El sentimiento de esa pertenencia era la verdadera tentación que Solly representaba para ella: no tanto los diamantes y las pieles como la perspectiva de ser la amante de Solly Greenbourne, con una residencia en la que vivir, unos ingresos regulares y una posición en el esquema general. No era una posición respetable, ni permanente —el asunto concluiría en el instante en que Solly se cansara de ella—, pero sí era mucho más de lo que tenía en aquellos momentos.
La feligresía se puso en pie para entonar un himno. La letra hablaba de un baño en la sangre del cordero y Maisie se sintió mal. Salió de la tienda.
Pasó por delante de un teatrillo de títeres cuando la función alcanzaba su punto culminante, justo en el preciso segundo en que la estaca enarbolada por la esposa despedía hacia un lado del pequeño escenario al irascible señor Puñofiero. La muchacha observó al público con ojo experto. Si se llevaba con honestidad, un espectáculo «Puñofiero y Judy» no dejaba mucho beneficio: la mayor parte de los asistentes se marchaban sin soltar una perra y el resto se descolgaba con monedas de medio penique. Pero había otros sistemas para desplumar a los espectadores. Al cabo de un momento localizó en la parte de atrás a un galopín que robaba a un muchacho de chistera. Todo el mundo, salvo Maisie, miraba la función y nadie vio la pequeña y mugrienta mano deslizarse dentro del bolsillo del chaleco del primo.
Maisie no tenía intención de intervenir para nada. Los ricos y los jóvenes despistados merecían quedarse sin sus relojes de bolsillo y, en opinión de la muchacha, los cacos audaces merecían su botín. Pero cuando miró con más atención a la víctima reconoció el cabello negro y los ojos azules de Hugh Pilaster. Recordó que April le había dicho que Hugh no tenía dinero. Perder el reloj era algo que no podía permitirse. Maisie decidió salvarle de su propia negligencia.
Dio un rápido rodeo para situarse detrás del público. El ratero era un andrajoso zagal de pelo pajizo y unos once años, la edad que Maisie tenía cuando se marchó de casa. Tiraba con suavidad de la cadena del reloj de Hugh, que ya asomaba por el borde del bolsillo del chaleco. El auditorio que presenciaba la función prorrumpía en un estallido de risotadas en el momento en que la mano del ladronzuelo se cerraba en torno al reloj.
Maisie le agarró por la muñeca.
El bribón emitió un chillido asustado y forcejeó para liberarse, pero Maisie era demasiado fuerte para él.
—Dámelo y no diré nada —siseó.
El chiquillo vaciló unos segundos. Maisie vio en su sucia cara la guerra que mantenían el miedo y la codicia. Después, una especie de cansina resignación se abatió sobre el chico, que dejó caer al suelo el reloj.
—Lárgate y róbale el reloj a otro —dijo Maisie. Le soltó la muñeca y el chico desapareció en un abrir y cerrar de ojos.
Maisie recogió el reloj. Era una saboneta de oro. Abrió la tapa y comprobó la hora: las tres y diez. En el dorso del reloj figuraba la inscripción:
A Tobias Pilaster
De su amante esposa
Lydia
23 de mayo de 1851
Aquel reloj era un regalo que la madre de Hugh había hecho a su marido, el padre del muchacho. Maisie cerró la tapa y dio un toque a Hugh en el hombro.
Hugh volvió la cabeza, fastidiado por que le distrajeran del espectáculo; al instante, sus brillantes ojos azules se abrieron de par en par, en señal de sorpresa.
—¡Señorita Robinson!
—¿Qué hora es? —preguntó ella.
Hugh se llevó la mano automáticamente hacia el sitio donde debería estar su reloj y encontró el bolsillo vacío.
—Qué extraño… —miró a su alrededor, como si se le hubiera podido caer—. Espero que no lo haya…
Maisie se lo puso ante los ojos.
—¡Por todos los santos! —exclamó Hugh—. ¿Cómo rayos lo encontró?
—Vi que se lo robaban y lo rescaté.
—¿Dónde está el ladrón?
—Lo dejé marchar. No era más que un chiquillo insignificante.
—Pero… —estaba anonadado por la perplejidad.
—Le hubiera dejado marcharse con el reloj, pero sé que usted no puede comprarse otro.
—No lo dice en serio.
—Claro que si. De niña, yo también solía robar, siempre que estaba segura de que no me iban a coger.
—Qué horror.
Maisie volvió a sentirse fastidiada por aquel tipo. De acuerdo con la forma en que ella veía las cosas, en la actitud de Hugh se apreciaba cierta santurronería mojigata.
—Recuerdo el funeral de su padre. Era un día frío y estaba lloviendo. Su padre murió y dejó dinero a deber a mi padre… sin embargo, aquel día usted tenía un abrigo y yo no. ¿Era eso justo?
—Lo ignoro —replicó Hugh con repentino enojo—. Yo tenía trece años cuando mi padre fue a la bancarrota… ¿Significa eso que durante toda mi vida he de hacer la vista gorda ante la indignidad?
Maisie se vio cogida por sorpresa. Los hombres no solían hablarle casi nunca en aquel tono, y era la segunda vez que Hugh lo hacía. Pero no quería volver a discutir con él. Le tocó un brazo.
—Lo siento —se disculpó—. No pretendía criticar a su padre. Sólo deseaba que comprendiese los motivos que pueden inducir a un chiquillo a robar.
Hugh se suavizó al momento.
—Y yo no le he dado las gracias por recuperar mi reloj. Fue el regalo de bodas que mi madre le hizo a mi padre, así que su valor sentimental es mucho más precioso que su valor material.
—Y el chico encontrará otro reloj que robar.
Hugh se echó a reír.
—¡No he conocido a nadie como usted! —dijo—. ¿Le apetece una jarra de cerveza? ¡Tengo tanto calor!
Era precisamente lo que Maisie estaba deseando.
—Sí, por favor.
A unos metros de allí se encontraba una carreta de cuatro ruedas cargada de enormes cubas. Hugh adquirió dos jarras de tibia cerveza de malta. Maisie tomó un largo trago; estaba bastante sedienta. Aquella ale inglesa sabía mejor que el vino francés de Solly. En la carreta había un letrero escrito con tiza que advertía: «Márchate con un pote y se te estampará en la cabeza».
Una expresión reflexiva cubrió el rostro de Hugh, normalmente vivaracho, y al cabo de un momento comentó:
—¿Se da cuenta de que los dos fuimos víctimas de la misma catástrofe?
Maisie no se daba cuenta.
—¿Qué quiere decir?
—Hubo una crisis financiera en 1866. Cuando ocurre una cosa así, empresas perfectamente honradas se desploman… Como cuando cae el caballo de un tronco y arrastra con él a los demás. El negocio de mi padre se fue a pique porque personas que le debían dinero no se lo pagaron; y eso le angustiaba tanto que se quitó la vida, dejando viuda a mi madre y dejándome a mí huérfano a los trece años. Su padre de usted no podía darle de comer porque una persona le debía dinero y no podía pagarle, así que usted se marchó de casa a la edad de once años.
Maisie comprendió la lógica de aquellas palabras, pero su corazón no estaba dispuesto a reconocerlo: llevaba demasiado tiempo odiando a Tobias Pilaster.
—No es igual —protestó—. Los trabajadores no pueden controlar esas cosas, simplemente hacen lo que les mandan. Los amos tienen el poder. Es responsabilidad suya si algo sale mal.
Hugh pareció meditar.
—No sé, tal vez tenga razón. Ciertamente, a la hora de recoger los frutos los amos se llevan la parte del león. Pero estoy seguro de una cosa: amos o trabajadores, a sus hijos no hay que echarles la culpa.
Maisie sonrió.
—Cuesta trabajo creer que hemos encontrado algo en lo que estamos de acuerdo.
Acabaron sus cervezas, devolvieron los recipientes y se acercaron a un tiovivo con caballitos de madera que giraban a unos metros de allí.
—¿Quiere dar unas vueltas? —propuso Hugh.
—No, gracias —sonrió Maisie.
—¿Ha venido sola?
—No, estoy con… unos amigos. —Por alguna razón, no quiso que Hugh supiera que la había llevado allí Solly—. ¿Y usted? ¿Acompaña a su espantosa tía?
—No. —Hugh hizo una mueca—. Los metodistas no aprueban las carreras de caballos… se horrorizaría si supiese que estoy aquí.
—¿Le quiere mucho?
—Ni pizca.
—Entonces, ¿por qué le permite vivir con ella?
—Le gusta tener a la gente al alcance de su mirada, así puede dominarla mejor.
—¿Le domina a usted?
—Lo intenta. —Hugh sonrió—. A veces, consigo evadirme.
—Debe de ser duro convivir con ella.
—Mis posibilidades económicas no me permiten vivir por mi cuenta. He de tener paciencia y trabajar duro en el banco. Algún día ascenderé y seré independiente. —Volvió a esbozar una sonrisa—. Y entonces podré decirle a mi tía que cierre el pico, como hizo usted.
—Confío en que no le creara dificultades.
—Pues sí, me las creó, pero mereció la pena con tal de ver la cara que puso. En ese momento fue cuando usted empezó a caerme simpática.
—¿Y por eso me invitó a cenar?
—Sí. ¿Por qué rechazó la invitación?
—Porque April me había dicho que usted no tiene un penique a su nombre.
—Tengo lo suficiente para un par de chuletas y un budín de pasas.
—¿Cómo podría una chica resistir tal tentación? —dijo Maisie en tono de burla.
Hugh se echó a reír.
—Salga conmigo esta noche. Iremos al Jardín de Cremorne y bailaremos.
Estuvo a punto de aceptar, pero entonces pensó en Solly y se sintió culpable.
—No, gracias.
—¿Por qué no?
Ella se hizo la misma pregunta. No estaba enamorada de Solly y tampoco recibía dinero de él: ¿por qué, pues, le guardaba fidelidad? «Tengo dieciocho años» —pensó—, «y si no puedo salir a bailar con un chico que me gusta, ¿para qué vivo?».
—Está bien.
—¿Vendrá?
—Sí.
Hugh sonrió. La muchacha le hacía feliz.
—¿Voy a buscarla a su casa?
Maisie no quería que viese el barrio del Soho donde compartía una habitación con April.
—No. Es mejor que nos citemos en alguna otra parte.
—Muy bien… quedamos en el muelle de Westminster y tomaremos el vapor de Chelsea.
—¡Sí! —Hacía meses que Maisie no se sentía tan eufórica—. ¿A qué hora?
—¿A las ocho?
Maisie efectuó unos rápidos cálculos mentales. Solly y Tonio se quedarían hasta la última carrera. Luego cogerían el tren de regreso a Londres. En la Estación Victoria, se despediría de Solly e iría a Westminster andando. Pensó que podría hacerlo.
—En el caso de que me retrase, ¿me esperará?
—Toda la noche, si fuera preciso.
Maisie volvió a acordarse de Solly y de nuevo volvió a sentirse culpable.
—Será mejor que ahora vaya a reunirme con mis amigos.
—La acompañaré —se ofreció Hugh muy dispuesto.
La muchacha no lo deseaba.
—Es mejor que no.
—Como quiera.
Maisie alargó el brazo y se estrecharon la mano. Un gesto que parecía extrañamente formal.
—Hasta la noche —se despidió Maisie.
—Allí estaré.
Maisie se alejó, con la sensación de que los ojos del muchacho la seguían. «¿Por qué acepté?» —se iba preguntando la joven—. «¿Quiero salir con él? ¿Realmente me gusta ese chico? La primera vez que nos encontramos tuvimos una discusión que estropeó la fiesta y hoy la hubiera armado otra vez si yo no suavizo la tensión. La verdad es que no vamos a llegar a ninguna parte. Ni siquiera conseguiremos bailar juntos. Tal vez sea mejor que no acuda a la cita».
«Pero tiene unos adorables ojos azules…».
Adoptó la determinación de no pensar más en ello. Había convenido en encontrarse con él y lo cumpliría. Puede que disfrutase y puede que no, pero torturarse por anticipado no servía de nada.
Tendría que inventar un motivo para dejar a Solly. Había esperado que la llevase a cenar. Sin embargo, Solly nunca protestaba, aceptaría cualquier excusa, por inverosímil que fuese. Con todo y con eso, ella trataría de idear algo convincente, ya que le remordía la conciencia cuando abusaba de la bonachona naturaleza del muchacho.
Encontró a los demás en el mismo sitio donde los dejó. Se habían pasado la tarde entera entre la barandilla y el corredor de apuestas del traje a cuadros. A April y Tonio les fulguraban los ojos con alegría triunfal. En cuanto April vio a Maisie, le informó:
—Hemos ganado ciento diez libras… ¿No es maravilloso?
Maisie se sintió feliz por April. Era mucho dinero, ganado a cambio de nada. Estaba felicitándoles todavía cuando apareció Micky Miranda. Caminaba con los pulgares hundidos en los bolsillos de su chaleco color gris perla. A Maisie no le sorprendió verle: todo el mundo iba a Goodwood.
Aunque Micky era asombrosamente guapo, a Maisie no le caía nada bien. Le recordaba al maestro de ceremonias del circo, un sujeto convencido de que todas las mujeres deberían sentir estremecimientos de placer sólo con que él se les insinuara, y que se sentía afrentado en lo más profundo cuando alguna le daba calabazas. Como siempre, Micky llevaba de reata a Edward Pilaster. La relación de ambos despertaba la curiosidad de Maisie. Eran muy distintos: Micky, esbelto, inmaculado, seguro de sí; Edward, grandote, torpón, guarro. ¿Por qué eran tan inseparables? A la mayoría de la gente, sin embargo, le encantaba Micky. Tonio le miraba con una especie de nerviosa veneración, como un perrito mira a un amo cruel.
Detrás de ellos marchaban un hombre mayor y una joven. Micky presentó al hombre como su padre. Maisie le observó con interés. No se parecía en nada a Micky. De estatura más bien baja, tenía las piernas arqueadas, los hombros amplísimos y el rostro curtido por los elementos atmosféricos. A diferencia del hijo, parecía incómodo con su chistera y su cuello duro. La mujer se aferraba a él como una novia, pero era lo menos treinta años más joven que el hombre. Micky la presentó como la señorita Cox.
Charlaron acerca de sus ganancias. Edward y Tonio se habían embolsado una buena suma gracias a un caballo llamado Príncipe Charlie. Solly ganó al principio, pero luego lo volvió a perder, lo que no era obstáculo para que pareciese disfrutar tanto como los otros. Micky no dijo cómo le había ido, y Maisie supuso que no había apostado tanto como los demás: parecía una persona demasiado cuidadosa, demasiado calculadora, para ser un jugador arriesgado.
Sin embargo, sus siguientes palabras la sorprendieron.
—Esta noche vamos a tener una partida tipo peso pesado, Greenbourne —le dijo a Solly—, a libra la apuesta mínima. ¿Te unes a la fiesta?
A Maisie le asaltó la idea de que la postura lánguida de Micky ocultaba una considerable tensión. Era un tipo astuto.
Solly siempre estaba dispuesto a participar en lo que fuese.
—Me uno —aceptó.
—¿Tienes inconveniente en juntarte también con nosotros? —Micky se había vuelto hacia Tonio.
Su tono indiferente de lo tomas o lo dejas le sonó a falso a Maisie.
—Cuenta conmigo —manifestó Tonio excitado—. ¡Allí estaré!
April, con expresión molesta, se rebeló:
—Tonio, esta noche no… me prometiste…
Maisie sospechaba que, si la apuesta mínima era de una libra esterlina, aquello era un lujo que Tonio no podía permitirse.
—¿Qué te prometí? —dijo Tonio, al tiempo que dirigía un guiño a sus amigos.
Ella le susurró algo al oído y todos los hombres soltaron la carcajada.
—Es la partida más importante de la temporada, Silva —manifestó Micky—. Si te la pierdes, lo lamentarás.
Aquello le extrañó a Maisie. En los Salones Argyll tuvo la impresión de que Tonio no le caía simpático a Micky. ¿Por qué se esforzaba tanto ahora en convencerle para que participase en la partida de cartas?
—Hoy es mi día de suerte —declaró Tonio—, ¡mirad cuánto he ganado en las carreras de caballos! Jugaré a las cartas esta noche.
Micky lanzó una mirada a Edward y Maisie captó el alivio que reflejaron los ojos de ambos.
—¿Cenamos todos esta noche en el club? —sugirió Edward.
Solly miró a Maisie y ésta comprendió que acababan de proporcionarle una excusa ideal para no pasar la velada con él.
—Cena con los muchachos, Solly —concedió—. No me importa.
—¿De verdad?
—Sí. He pasado un día estupendo. Diviértete por la noche en tu club.
—Todo arreglado, pues —sentenció Micky.
Se despidieron los cuatro: su padre y él, la señorita Cox y Edward.
Tonio y April se dirigieron a hacer una apuesta para la siguiente carrera. Solly ofreció su brazo a Maisie y propuso:
—¿Paseamos un rato?
Se alejaron bordeando la baranda pintada de blanco que limitaba la pista. El sol era cálido y el aire campestre fragante. Al cabo de un momento, Solly preguntó:
—¿Te gusto, Maisie?
La muchacha se detuvo, se levantó sobre la punta de los pies y le besó en la mejilla.
—Me gustas una barbaridad.
Solly la miró a los ojos y Maisie se desconcertó al ver lágrimas tras los cristales de las gafas del muchacho.
—Solly, querido, ¿qué ocurre?
—Tú también me gustas mucho —dijo él—. Más que ninguna persona que haya conocido en la vida.
—Gracias. —Maisie se conmovió. Era insólito que Solly manifestase una emoción que no fuera suave entusiasmo.
—¿Te casarás conmigo? —preguntó a continuación ansiosamente el muchacho.
Se quedó pasmada. Era lo último que hubiera esperado. Los hombres como Solly no proponían el matrimonio a chicas como ella. Las seducían, les daban dinero, las convertían en amantes e incluso tenían hijos con ellas, pero nunca las desposaban. La dominó tal estupefacción que no pudo decir nada.
—Te proporcionaré cuanto desees —continuó Solly—. Por favor, dime que sí.
¡Casarse con Solly! Maisie se dio cuenta de que sería increíblemente rica por siempre jamás. Una cama blanda todas las noches, lumbre en la chimenea de todas las habitaciones de la casa y tanta y tanta mantequilla como pudiera consumir. Podría levantarse cuando le pareciese bien y no a la hora en que tenía que hacerlo por fuerza. Nunca más volvería a tener frío, ni hambre, ni vestiría prendas raídas, ni se aburriría.
La palabra «sí» le tembló en la punta de la lengua.
Pensó en el minúsculo cuarto de April en el Soho, con su nido de ratones en la pared; en el hedor que despedía el retrete los días calurosos; en las noches en que se acostó sin cenar; en cómo le dolían los pies por la noche, tras patear las calles durante toda la jornada.
Miró a Solly. ¿Resultaría excesivamente duro casarse con aquel hombre?
—¡Te quiero tanto! —dijo Solly—. Estoy desesperado por ti. Desde luego, la quería, Maisie no albergaba duda alguna. Y eso era lo malo.
Ella no le amaba.
Solly merecía algo mejor. Merecía una esposa que realmente le quisiese, no una golfilla aventurera con ganas de pescar marido rico. Si se casara con él, le estaría estafando y Solly era demasiado buenazo para eso.
Se sintió muy próxima al llanto.
—Eres el hombre más bondadoso y más amable con quien me he tropezado jamás…
—Por favor, no me digas que no —la interrumpió—. Si no puedes decir que sí, no digas nada. Piénsalo, aunque sólo sea un día, o acaso un poco más.
Maisie suspiró. Se daba perfecta cuenta de que tenía que rechazarlo y que sería más sencillo hacerlo inmediatamente, en aquel instante. Pero Solly imploraba…
—Lo pensaré —dijo Maisie.
En los labios de Solly apareció una sonrisa radiante.
—Gracias.
La muchacha movió la cabeza tristemente.
—Pase lo que pase, Solly, creo que jamás se me declarará un hombre mejor que tú.