5

A Augusta ya no le satisfacía la decoración japonesa. El salón estaba repleto de biombos orientales, muebles angulosos de patas largas y delgadas, abanicos nipones y jarras colocadas en negros armarios lacados. Todo aquello era carísimo, pero ya empezaban a aparecer imitaciones baratas en las tiendas de la calle de Oxford y aquella imagen ornamental había dejado de ser exclusiva de las mejores casas. Por desgracia, Joseph no iba a permitirle volver a decorar la mansión tan pronto y Augusta tendría que convivir durante varios años con aquel mobiliario cada vez más vulgar.

En el salón era donde Augusta celebraba audiencia todos los días de la semana a la hora del té. Normalmente, primero se presentaban las señoras: sus hermanas políticas, Madeleine y Beatrice, y su hija, Clementine. Los socios llegaban, procedentes del banco, alrededor de las cinco: Joseph, el anciano Seth, George Hartshorn, marido de Madeleine, y alguna que otra vez Samuel. Si nada extraordinario alteraba la marcha del negocio, también asistían los chicos: Edward, Hugh y Young William. La única persona no perteneciente a la familia a la que se invitaba de modo regular a aquellos tés era Micky Miranda, pero éste de vez en cuando tenía que visitar a un clérigo metodista o acaso a un misionero que recaudaba fondos designados a convertir a los paganos de los mares del Sur, de Malaya o del recién explorado Japón.

Augusta se esforzaba mucho para lograr que los invitados acudiesen. A todos los Pilaster les gustaban los dulces, y ella servía deliciosos bollos y pastelitos, así como el mejor té de Assam y Ceilán. Los grandes acontecimientos, tales como las fiestas familiares y las bodas, se planeaban en el curso de aquellas sesiones, de forma que cualquiera que dejase de asistir pronto perdería contacto con lo que se preparaba.

A pesar de todo, de vez en cuando alguno de los miembros de la familia pasaba por una fase en la que el deseo de independencia le inducía a la deserción. El ejemplo más reciente lo protagonizó la esposa de Young William, Beatrice, cosa de un año antes, a raíz de la insistencia de Augusta en afirmar que no le sentaba bien la tela de un traje que había elegido Beatrice. Cuando ocurría una cosa así, Augusta se retiraba durante un rato, para regresar luego y ofrecer un gesto pródigamente generoso. En el caso de Beatrice, Augusta organizó una costosa fiesta en honor de la anciana madre de Beatrice, una dama al borde de la senilidad y que a duras penas se podía presentar en público. Beatrice se había sentido tan agradecida que olvidó lo de la tela del vestido… que era precisamente lo que Augusta pretendía.

Allí, en aquellas reuniones dispuestas para tomar el té, Augusta se enteraba de cuanto ocurría en la familia y en el banco. En aquella coyuntura precisa, lo que la inquietaba era el asunto del viejo Seth. Estaba imbuyendo meticulosamente en los miembros de la familia la idea de que Samuel no podía ser el próximo presidente del consejo, pero Seth no mostraba ninguna inclinación a retirarse, pese a su deficiente salud. A ella le resultaba enloquecedor tener en suspenso sus minuciosos planes por culpa de la obstinada tenacidad de un anciano.

Era a finales de julio, y Londres estaba cada vez más tranquilo. En aquella época del año la aristocracia abandonaba la ciudad, rumbo a los yates que les esperaban en Cowes o a los pabellones de caza de Escocia. Permanecerían en el campo hasta las Navidades, dedicados a matar aves a mansalva, cazar zorros y acechar ciervos. Entre febrero y Pascua iniciarían el regreso, y para el mes de mayo la «temporada» estaría en Londres en pleno apogeo.

La familia Pilaster no seguía ese programa. Aunque eran más ricos que la mayoría de los aristócratas, se trataba de personas de negocios y no tenían la menor intención de dilapidar la mitad del año persiguiendo ociosamente por el campo estúpidos animales. No obstante, por regla general resultaba fácil persuadir a los socios para que disfrutasen de unas vacaciones durante la mayor parte del mes de agosto, dado que durante el mismo no solía haber excesiva animación en el mundo de la banca.

Aquel año, las vacaciones se prolongarían sin duda todo el verano, ya que una lejana tempestad había retumbado ominosamente sobre las capitales financieras de Europa, pero lo peor parecía haber quedado atrás, el tipo de interés bancario había descendido al tres por ciento y Augusta había alquilado un pequeño castillo en Escocia. Ella y Madeleine pensaban partir al cabo de una semana, más o menos, y los hombres las seguirían veinticuatro o cuarenta y ocho horas después.

Unos minutos antes de las cuatro, mientras se encontraba de pie en el salón, sumida en el descontento que le producía su mobiliario y la terquedad de Seth, entró Samuel.

Todos los Pilaster eran feos, pero Samuel era el más feo de todos, pensó. Tenía la misma enorme nariz, pero también una boca femenina, débil, y una dentadura irregular. Era remilgado, iba inmaculadamente vestido y se mostraba quisquilloso con respecto a la comida, amante de los gatos y enemigo de los perros.

Pero lo que más le desagradaba a Augusta de él era que, de entre todos los hombres de la familia, era el más difícil de convencer. Augusta podía hechizar al viejo Seth, que incluso a su avanzada edad, se mostraba sensible a los encantos de cualquier mujer atractiva; podía salirse con la suya frente a Joseph, mediante la estrategia de agotarle la paciencia; George Hartshorn estaba bajo el dominio de Madeleine, así que podía manipularlo indirectamente; y los demás eran lo bastante jóvenes como para dejarse intimidar, aunque, a veces, Hugh le proporcionaba problemas.

Con Samuel no funcionaba nada… y menos sus encantos femeninos. Tenía una forma exasperante de reírse de ella, cuando Augusta creía haber sido sutil y hábil. Samuel daba la impresión de considerar que no merecía la pena tomarla en serio, y eso ofendía mortalmente a Augusta. La hería mucho más la tranquilidad burlona de Samuel que el que una mujerzuela la llamase vieja zorra en el parque.

Hoy, sin embargo, Samuel no mostraba aquella sonrisa escéptica y divertida. Parecía colérico, tan furioso, que durante unos segundos la alarma cundió en Augusta. Obviamente, había llegado temprano para encontrarla sola. Augusta recordó que llevaba dos meses conspirando para buscarle la ruina y le asaltó la idea de que, por menos de eso, se había asesinado a algunas personas. Samuel no le estrechó la mano, sino que se limitó a plantarse frente a ella, vestido con una chaqueta gris perla y corbata de color vino tinto. Despedía un tenue olor a colonia. Augusta alzó las manos en ademán defensivo.

Samuel dejó oír una risa carente de humor y se apartó.

—No voy a pegarte, Augusta —dijo—. Aunque bien sabe Dios que mereces una azotaina.

Naturalmente, no iba a tocarla. Samuel era un alma delicada que se negaba a financiar exportaciones de fusiles. Como un torrente impetuoso la confianza volvió al ánimo de Augusta. El desdén saturaba su voz al reprocharle:

—¿Cómo te atreves a criticarme?

—¿Criticarte? —la ira centelleó de nuevo en los ojos de Samuel—. No me rebajo a criticarte. —Hizo una pausa y, cuando volvió a hablar, la cólera de su voz estaba controlada—. Te desprecio.

A Augusta no se le podía intimidar dos veces.

—¿Has venido a decirme que estás dispuesto a renunciar a tus costumbres depravadas? —preguntó en tono cantarín.

—Mis costumbres depravadas —repitió él—. Lo que quieres es acabar con la felicidad de mi padre y amargarme a mi la vida, todo para saciar tu ambición, ¡y encima hablas de costumbres depravadas! Creo que estás tan impregnada de perversidad que has perdido la noción del mal.

Se expresaba con tal convencimiento y vehemencia que Augusta empezó a pensar si no habría cometido una iniquidad al amenazarle. Entonces se dio cuenta de que Samuel intentaba debilitar su resolución recurriendo a la posible simpatía de ella.

—A mí sólo me preocupa el banco —dijo fríamente.

—¿Ésa es tu excusa? ¿Eso es lo que alegarás ante el Todopoderoso el Día del Juicio Final, cuando te pregunte por qué me extorsionaste?

—Cumplo con mi deber.

Augusta tenía conciencia de que volvía a ser dueña de la situación y empezó a preguntarse a qué habría ido Samuel allí. ¿A declararse vencido… o a desafiarla? Si se daba por derrotado ella podría descansar tranquila, en la seguridad de que pronto iba a ser la esposa del presidente del consejo. Pero la alternativa hizo que le entrasen ganas de morderse las uñas. Si Samuel la desafiaba se desencadenaría una lucha ardua y prolongada, de resultado incierto.

Samuel se acercó a la ventana y contempló el jardín.

—Me acuerdo de ti, cuando eras una jovencita preciosa —articuló meditativamente. Augusta emitió un gruñido de impaciencia—. Solías ir a la iglesia con un vestido blanco y cintas también blancas en el pelo —continuó Samuel—. Pero las cintas no engañaban a nadie. Incluso entonces ya eras una déspota. Acabado el servicio religioso, todos íbamos a pasear por el parque y los otros niños te tenían miedo, pero jugaban contigo porque eras la que organizaba los juegos. Llegabas a aterrorizar a tus padres. Si no te salías con la tuya, montabas una rabieta tan estrepitosa que la gente detenía el coche para ver qué pasaba. Tu padre, que en paz descanse, tenía la expresión alucinada del hombre que no comprende cómo pudo haber traído al mundo semejante monstruo.

Lo que Samuel decía se acercaba mucho a la verdad y Augusta se sintió violenta.

—Eso ocurrió hace muchos años —dijo desviando la mirada. Samuel prosiguió, como si ella no hubiese dicho nada.

—No me preocupo por mí. Me gustaría ser presidente del consejo, pero puedo sobrevivir sin ese cargo. Sería un buen presidente del consejo, tal vez no tan dinámico como mi padre; mejor como miembro de un equipo. Pero Joseph no es la persona adecuada para ese destino. Es impulsivo, tiene mal genio y no sabe tomar decisiones acertadas; además, tú empeoras las cosas al inflamar sus aspiraciones y nublarle la visión. Es eficaz como integrante de un grupo, donde los otros pueden guiarle y refrenarle. Pero no está capacitado para ser el director, su criterio no es lo suficientemente bueno. A la larga, perjudicará al banco. ¿Eso no te importa?

Durante un momento, Augusta se preguntó si Samuel no tendría razón. ¿Estaba en trance de matar a la gallina de los huevos de oro? Pero había tanto dinero en el banco que jamás podrían gastarlo todo, aunque ninguno de ellos trabajase un día más. De todas formas, era ridículo decir que Joseph resultaría pernicioso para el banco. La tarea que realizaban los socios no tenía ninguna ciencia: iban al banco, leían las páginas financieras de los periódicos, prestaban dinero a la gente y cobraban el interés. No era difícil, Joseph podía hacerlo lo mismo que cualquiera de los demás.

—Los hombres siempre pretendéis que el negocio de la banca es algo complejo y misterioso —dijo Augusta—. Pero a mí no me engañas.

Comprendió que se comportaba a la defensiva.

—Responderé ante Dios, no ante ti.

—¿Tienes intención, realmente, de ir a contarle a mi padre la historia, tal como has amenazado? —dijo Samuel—. Sabes que eso podría matarle.

Augusta vaciló, pero sólo un segundo.

—No hay otra opción —dijo con firmeza.

Samuel la contempló durante un buen rato.

—Te creo, endemoniada —dijo.

Augusta contuvo la respiración. ¿Cedería Samuel? Tuvo la impresión de que la victoria estaba al alcance de su mano y, en su fantasía, oyó la voz de alguien que anunciaba respetuosamente: «Permítame que les presente a la señora de don Joseph Pilaster… esposa del presidente del consejo del Banco Pilaster…».

Samuel titubeó, para decir al final con evidente desagrado:

—Muy bien. Diré a los demás que no deseo ser presidente del consejo cuando mi padre se retire.

Augusta reprimió una sonrisa de triunfo. Había ganado. Emprendió la retirada para ocultar su júbilo.

—Disfruta de tu victoria —dijo Samuel amargamente—. Pero no olvides, Augusta, que todos tenemos algún secreto… incluso tú. Algún día alguien utilizará de esta misma forma tus secretos en contra tuya, y entonces te acordarás de lo que me hiciste.

Augusta se desconcertó. ¿A qué se refería? Sin ninguna razón que lo justificara en absoluto, la imagen de Micky Miranda acudió a su mente, pero la apartó automáticamente.

—No tengo secretos de los que avergonzarme —aseguró.

—¿De veras?

—No —insistió Augusta, pero le preocupó la confianza de Samuel.

Samuel Pilaster le dirigió una torva y extraña mirada.

—Ayer fue a verme un joven abogado que atiende por el nombre de David Middleton.

Durante unos segundos, Augusta no entendió a dónde quería ir a parar.

—¿Tengo que conocerle? —El nombre le resultaba perturbadoramente familiar.

—Le viste una vez, hace siete años, en una audiencia.

Augusta sintió un frío repentino. Middleton: aquel chico que se ahogó se llamaba así.

—David Middleton cree que a su hermano Peter lo mató… Edward —dijo Samuel.

Unos desesperados deseos de sentarse abrumaron a Augusta, pero se negó a conceder a Samuel la alegría de verla preocupada.

—¿Por qué trata de buscar complicaciones ahora, al cabo de siete años?

—Me dijo que aquella investigación nunca le dejó satisfecho, pero que guardó silencio para no acongojar más a sus padres. Sin embargo, su madre murió poco después que Peter y su padre ha fallecido este año.

—¿Por qué ha acudido a ti y no a mí?

—Es socio de mi club. Sea como fuere, ha releído las actas de la audiencia y dice que hubo varios testigos oculares a los que no se citó para que prestasen declaración.

Desde luego, los hubo, pensó Augusta preocupada. Estaban el entrometido Hugh, un muchacho suramericano que se llamaba Tony o algo así y una tercera persona a la que no se identificó nunca. Si David Middleton conseguía hablar con alguno de ellos, era posible que saliera a relucir toda la historia.

Samuel parecía pensativo.

—Desde mi punto de vista, fue una pena que el juez de instrucción formulase aquellos comentarios acerca del heroísmo de Edward. Despertaron el recelo de la gente. Todos hubieran creído que Edward permanecería inmóvil en el borde del estanque, temblando de nerviosismo mientras un chico se ahogaba. Cuantos le conocen saben perfectamente que sería incapaz de cruzar la calle para ayudar a alguien, y mucho menos de zambullirse en una alberca para rescatar a un muchacho en peligro de ahogarse.

Aquella forma de hablar era auténtica inmundicia y, además, insultante.

—¡Cómo te atreves! —exclamó Augusta, pero le resultó imposible poner en su voz el acostumbrado tono autoritario.

Samuel hizo caso omiso de su protesta.

—Los alumnos no creyeron aquella versión. David había estudiado en aquel mismo colegio unos años antes y conocía a muchos de los chicos mayores. Cuando habló con ellos, sus sospechas aumentaron.

—Toda esa idea es absurda.

—Middleton es un individuo luchador, como todos los abogados —dijo Samuel, prescindiendo de la opinión de Augusta—. No va a dejar las cosas como están.

—No me asusta lo más mínimo.

—Eso está bien, porque tengo la certeza de que no vas a tardar mucho en recibir su visita. —Se encaminó hacia la puerta—. No me quedaré a tomar el té. Buenas tardes, Augusta.

La mujer se dejó caer pesadamente en un sofá. Aquello no lo había previsto… ¿cómo iba a preverlo? Su triunfo sobre Samuel quedaba reducido a la nada. Aquel viejo asunto volvía a salir a la superficie, siete años después, ¡cuándo debía estar completamente olvidado! Experimentaba un profundo pánico por Edward. No soportaría que al muchacho le sucediera algo malo. Se agarró la cabeza para interrumpir el dolor que la aquejaba. ¿Qué podría hacer?

Entró Hastead, el mayordomo, seguido por dos doncellas con bandejas en las que llevaban té y pastas.

—¿Da usted su permiso, señora? —preguntó el mayordomo con su acento galés.

Los ojos de Hastead parecían mirar en distintas direcciones, y la gente nunca estaba muy segura del punto sobre el que concentraba la vista. Era algo que, al principio, desconcertaba, pero Augusta ya se había acostumbrado. Inclinó la cabeza afirmativamente.

—Gracias, señora —dijo Hastead, y procedió a disponer la porcelana.

Disfrutar de los modales obsequiosos de Hastead y observar a las criadas mientras cumplían las indicaciones del mayordomo a veces tranquilizaba a Augusta; pero en aquella ocasión no funcionó. Se puso en pie y anduvo hacia la puerta cristalera. El soleado jardín tampoco calmó su nerviosismo. ¿Cómo iba a parar los pies a David Middleton?

Seguía atormentándose con el problema cuando llegó Micky Miranda.

Se alegró de verle. Su aspecto era tan atractivo como siempre, con su chaqueta negra, sus pantalones a rayas, el cuello duro inmaculado, la corbata de seda negra anudada al cuello. Micky se percató de que algo la angustiaba y se mostró automáticamente simpático. Cruzó la estancia con la gracia y agilidad de un felino de la selva y su voz sonó como una caricia.

—Señora Pilaster, ¿qué es lo que la inquieta?

Augusta agradeció que Micky fuese el primero en llegar. Le cogió por los brazos.

—Ha ocurrido algo espantoso.

Las manos del muchacho descansaron sobre el talle de Augusta, como si estuvieran bailando, y ella experimentó un estremecimiento de placer cuando las puntas de los dedos de Micky le apretaron las caderas.

—No se preocupe —dijo el muchacho tranquilizadoramente—. Cuénteme lo que sucede.

Augusta empezó a calmarse. En momentos como aquél, su afecto por Micky aumentaba de modo inmenso. Le recordaba lo que había sentido hacia el joven conde de Strang cuando ella era una adolescente. Micky le recordaba mucho al conde de Strang: su porte, su consideración, su atractivo físico, sus prendas elegantes y, sobre todo, la forma en que se movía, la flexibilidad de sus piernas y la perfectamente engrasada maquinaria de su cuerpo. Strang era rubio e inglés, en tanto que Micky era moreno y latino, pero ambos tenían la habilidad de hacerla sentirse enormemente femenina. Deseó atraer hacia sí el cuerpo de Micky y apoyar la mejilla sobre el hombro del muchacho…

Se percató de que las doncellas no le quitaban ojo, y comprendió que resultaba ligeramente indecoroso que Micky estuviese allí con ambas manos sobre las caderas de la señora. Se apartó de él, le cogió del brazo y le condujo a través de la puerta cristalera hacia el jardín, donde estarían lejos del alcance de los oídos de la servidumbre. El aire era cálido y fragante. Se sentaron muy juntos en un banco de madera, a la sombra, y Augusta se volvió de lado para mirarle. Anhelaba cogerle la mano, pero eso hubiera sido incorrecto.

—He visto marcharse a Samuel —dijo Micky—. ¿Tiene él algo que ver con esto?

Augusta habló en voz queda y Micky se inclinó un poco más sobre ella, para oír lo que decía. Se puso tan cerca que Augusta habría podido besarle casi sin mover la cabeza.

—Ha venido a informarme de que no pretende ocupar el cargo de presidente del consejo.

—¡Buena noticia!

—Sí. Eso significa que, desde luego, el puesto va a ser para mi marido.

—Y mi padre podrá tener sus rifles.

—En cuanto Seth se retire.

—¡Es demencial el modo en que Seth se mantiene aferrado a su puesto! —exclamó Micky—. Mi padre no deja de preguntarme cuándo llegará la hora.

Augusta conocía el motivo de la preocupación de Micky: al joven le asustaba la posibilidad de que su padre le obligase a regresar a Córdoba.

—No concibo que Seth pueda durar mucho —dijo la mujer para animarle.

Micky la miró a los ojos.

—Pero no es eso lo que la mortifica a usted.

—No. Es aquel desdichado chico que se ahogó en vuestro colegio: Peter Middleton. Samuel me ha dicho que su hermano, el jurisconsulto, ha empezado a hacer preguntas.

Se oscureció el guapo rostro de Micky.

—¿Después de tantos años?

—Según parece, guardó silencio para no intranquilizar a sus padres, pero ahora han muerto ya.

Micky frunció el entrecejo.

—¿Es muy grave el problema?

—Puede que lo sepas mejor que yo —titubeó Augusta. Era un interrogante que tenía que plantear, pero le asustaba la respuesta. Se armó de valor—. Micky… ¿crees que Edward tuvo la culpa de que aquel chico muriese?

—Pues…

—¡Sí o no! —exigió la mujer.

Micky hizo una pausa, antes de decir:

—Sí.

Augusta cerró los ojos. «Teddy de mi alma» —pensó—, «¿por qué lo hiciste?».

—Peter era muy mal nadador —explicó Micky en voz baja—. Edward no lo ahogó, pero sí le dejó sin fuerzas. Peter estaba vivo cuando Edward dejó de atosigarle para salir en persecución de Tonio. Pero creo que Peter estaba demasiado débil para nadar hasta la orilla y se ahogó cuando nadie miraba.

—Teddy no quiso matarlo.

—Claro que no.

—Sólo eran bromas de estudiantes.

—Edward no pretendía hacerle ningún daño serio.

—Entonces no es asesinato.

—Me temo que sí —dijo Micky en tono grave, y a Augusta se le heló el corazón—. Si un ladrón tira a un hombre al suelo, sólo con intención de robarle, pero el hombre sufre en ese momento un ataque cardíaco y fallece, el ladrón es culpable de asesinato, aunque no pretendiera matarlo.

—¿Cómo lo sabes?

—Se lo consulté a un abogado, hace años.

—¿Por qué?

—Quería conocer la situación de Edward.

Augusta hundió el rostro entre las manos. Era peor de lo que había imaginado.

Micky le apartó las manos de la cara y se las besó por turno. Había tanta ternura en aquel gesto que la mujer sintió deseos de llorar.

Micky le retuvo las manos mientras decía:

—Ninguna persona razonable acosaría a Edward por algo que sucedió cuando era niño.

—¿Pero es David Middleton una persona razonable? —se exaltó Augusta.

—Quizá no. Parece haber estado alimentando esa obsesión a lo largo de los años. Dios no quiera que su insistencia le conduzca a la verdad.

Augusta se estremeció al imaginar las consecuencias. Estallaría un escándalo; la prensa sensacionalista publicaría titulares como: el vergonzoso secreto del heredero de un banco; la policía intervendría en el asunto; juzgarían al pobre Teddy; y si le declaraban culpable…

—¡Es demasiado terrible para imaginarlo! —murmuró.

—Entonces tenemos que hacer algo.

Augusta le apretó las manos, luego se las soltó y consideró la situación. Tenía que afrontar el problema en toda su magnitud. Había visto proyectarse la sombra del patíbulo sobre su único hijo. Era hora de dejar de atormentarse y entrar en acción. Gracias a Dios, Edward tenía en Micky un amigo de verdad.

—Debemos asegurarnos de que las investigaciones de Middleton no le llevan a ninguna parte. ¿Cuántas personas están enteradas de la verdad?

—Seis —respondió Micky al instante—. Nosotros tres, usted, Edward y yo, no vamos a decir nada. Luego está Hugh.

—No se encontraba allí cuando aquel chico murió.

—No, pero quizá vio lo suficiente como para saber que la historia que le contamos al juez de instrucción era falsa y la circunstancia de que mintiésemos nos hace parecer culpables.

—En ese caso, Hugh es un problema. ¿Y los otros?

—Tonio Silva lo presenció todo.

—En aquellas fechas no dijo nada.

—Entonces me tenía demasiado miedo. Pero dudo mucho de que ahora me lo tenga.

—¿Y el sexto?

—Nunca supimos quién era. No le vi la cara aquel día y luego no se presentó en ningún momento. Me temo que, respecto a él, no podemos hacer nada. Sin embargo, aunque alguien conozca su identidad, no creo que represente peligro alguno para nosotros.

Augusta notó un nuevo escalofrío de miedo: no estaba segura de eso.

Siempre existía el peligro de que un testigo desconocido apareciera de repente. Aunque Micky tenía razón al afirmar que no podría hacer nada.

—Son, pues, dos personas con las que podemos tratar: Hugh y Tonio.

Se produjo un meditativo silencio.

Augusta pensó que ya no era posible seguir considerando a Hugh una molestia de menor cuantía. Sus ideas y su entusiasmo laboral le estaban proporcionando bastante prestigio en el banco, y comparado con él, Teddy parecía una hormiguita diligente, pero lenta. Augusta se las había ingeniado para sabotear el posible noviazgo de Hugh y lady Florence Stalworthy. Pero Hugh constituía ahora una amenaza para Teddy mucho más seria. Habría que hacer algo respecto a él. Pero ¿qué? Aunque de segunda clase, también era un Pilaster. Se estrujó el cerebro, pero no se le ocurrió nada.

—Tonio tiene un punto débil —dijo Micky pensativamente.

—¿Ah, sí?

—Juega, pero se le da muy mal. Apuesta más alto de lo que puede permitirse… y pierde.

—Quizá puedas preparar una partida.

—Quizá.

Por la mente de Augusta cruzó la idea de que Micky sabía hacer trampas jugando a las cartas. Sin embargo, no era posible preguntárselo: tal sugerencia sería mortalmente insultante para un caballero.

—Puede ser caro —dijo Micky—. ¿Me respaldaría?

—¿Cuánto te puede hacer falta?

—Cien libras esterlinas, me temo.

Augusta no vaciló: estaba en juego la vida de Teddy.

—Muy bien —aceptó. Oyó voces en la casa: empezaban a llegar los otros invitados al té. Se levantó—: No sé cómo hay que tratar con Hugh —adelantó en tono preocupado—. Tendré que reflexionar sobre ello. Debemos entrar ya en la casa.

Su hermana política, Madeleine, estaba allí y empezó a hablar en cuanto franquearon el umbral.

—Esa modista me va a conducir a la bebida, dos horas para hilvanar un dobladillo, no tengo tiempo ni para tomar una taza de té; ah, conseguiste otro de esos celestiales pasteles de almendra, pero, Dios mío, ¿verdad que hace un tiempo caluroso?

Augusta dio un apretón de complicidad en la mano a Micky y se sentó para servir el té.