EL TRÁNSITO POR EL PARQUE: AL DIRECTOR DE THE TIMES
Muy señor mío:
En las últimas fechas, hacia las once y media de la mañana, se ha advertido que en Hyde Park se produce todos los días un gran atasco, originado por la larga fila de carruajes detenidos en la calzada, lo que ocasiona que durante cerca de una hora no haya forma de circular por allí. Se han sugerido diversas explicaciones: que la causa se debe al gran número de residentes en el campo que acuden a la ciudad durante la temporada o que la prosperidad de Londres es tal que incluso permite a las esposas de los comerciantes tener coche de caballos y pasear en él por el parque, pero la auténtica verdad no se ha mencionado en parte alguna. La culpa la tiene una dama, cuyo nombre permanece en el anonimato, pero a la que los hombres llaman «la Leona», sin duda por el color rojo leonado de su cabellera. Se trata de una criatura encantadora, vestida con atrayente buen gusto, que monta con gran pericia y valor caballos que amedrentarían a muchos varones y que con idéntica habilidad conduce un carruaje tirado por un tronco de caballerías perfectamente emparejadas. Es talla fama de su belleza y audacia ecuestre que todo Londres emigra al parque a la hora en que se supone que va a presentarse la dama; y, una vez allí, comprueba que no puede moverse. Usted, señor, cuya profesión es la de saberlo todo y conocer a todo el mundo, y que acaso esté por lo tanto al corriente de la verdadera identidad de «la Leona» ¿no podría convencerla para que desistiera de aparecer por allí, al objeto de que el parque recupere su estado normal de tranquilo decoro y fluida circulación?.
Queda de usted, su seguro servidor.
UN OBSERVADOR
«Esta carta tiene que ser una broma», pensó Hugh, mientras bajaba el periódico, la Leona era bastante real —había oído hablar de ella a los empleados del banco—, pero no era la causa de la congestión del tránsito rodado. A pesar de todo, se sintió intrigado. Miró hacia el parque, a través de las emplomadas ventanas de la Mansión Whitehaven. Era fiesta. Lucía el sol y, en la calle, numerosas personas paseaban a pie, a caballo o en coche. Hugh se dijo que muy bien podía ir a darse una vuelta por el parque, con la esperanza de ver sobre el terreno la causa de tanto alboroto.
Tía Augusta también proyectaba ir al parque. Su birlocho estaba aparcado delante de la casa. El cochero lucía su peluca y el lacayo de librea permanecía allí, listo para subir detrás. En aquella época del año, tía Augusta iba al parque casi todas las mañanas, como hacían todas las señoras de la clase alta y todos los hombres ociosos. Afirmaban que era para respirar aire fresco y hacer ejercicio, pero lo más importante consistía en que el parque era un escenario en el que uno veía a los demás y los demás le veían a uno. La verdadera causa del atasco circulatorio estribaba en que la gente detenía sus vehículos para chismorrear y eso bloqueaba el camino.
Hugh oyó la voz de su tía. Se levantó de la mesa del desayuno y salió al vestíbulo. Como de costumbre, tía Augusta iba ataviada con esplendorosa elegancia. Llevaba un vestido de mañana, con un ceñido jubón sin mangas y metros de volantes en la parte inferior. Se había equivocado con el sombrero, en opinión de Hugh: un canotier minúsculo, de unos siete centímetros y medio de diámetro, sujeto por delante en lo alto del peinado. Era la última moda, y en las jóvenes guapas quedaba simpático; pero Augusta distaba mucho de ser simpática y en ella, aquel sombrerito resultaba ridículo. No cometía a menudo errores semejantes, pero cuando lo hacía era porque se empeñaba en seguir la moda con excesiva fidelidad.
En aquel momento se dirigía a tío Joseph. El hombre tenía el aire de persona hostigada que solía adoptar cuando Augusta le hablaba. Permanecía de pie frente a ella, medio vuelto, atusándose con impaciencia las espesas patillas. Hugh se preguntó si existiría entre ellos alguna brizna de afecto. Sin duda lo hubo en otra época, supuso, puesto que concibieron a Edward y a Clementine. En muy raras ocasiones se mostraban cariñosos, pero alguna que otra vez, meditó Hugh, Augusta tenía atenciones con Joseph. Sí, se dijo que probablemente se querían todavía.
Augusta continuó hablando como si Hugh no estuviese delante, lo cual era corriente en ella.
—Toda la familia está preocupada —insistía, sin que tío Joseph le llevase la contraria—. Podría ser un escándalo.
—Pero la situación —sea cual fuere— lleva años manteniéndose y a nadie se le ha ocurrido que pueda ser escandalosa.
—Porque Samuel no es el presidente del consejo. Un hijo de vecino cualquiera puede hacer muchas cosas sin llamar la atención. Pero el presidente del consejo del Banco Pilaster es una figura pública.
—Bueno, tal vez el asunto no sea urgente. Tío Seth aún vive y da la impresión de que va a durar indefinidamente.
—Ya lo sé —concedió Augusta, y en su tono había una nota de frustración—. A veces, me gustaría… —se calló antes de revelar demasiado—. Tarde o temprano tendrá que soltar las riendas. Podría ocurrir mañana mismo. El primo Samuel no puede aparentar que no existe motivo de preocupación.
—Quizá —convino Joseph—. Pero si él lo disimula de esa forma, no estoy seguro de que pueda hacerse.
—Es posible que haya que plantear el problema a Seth.
Hugh se preguntó cuánto sabría el viejo Seth de la vida de su hijo. En el fondo de su alma, probablemente conocería la verdad, pero tal vez jamás lo admitiese, ni siquiera ante sí mismo.
Joseph pareció sentirse incómodo.
—Dios no lo permita.
—Desde luego, sería una desgracia —dijo Augusta con vivaz hipocresía—. Pero debes hacer entender a Samuel que, a menos que ceda, su padre entrará en escena, y si eso sucede, a Seth habrá que informarle de todas las circunstancias.
Hugh no pudo por menos que admirar la astucia e implacabilidad de Augusta. Enviaba un recado a Samuel: renuncia a tu secretario u obligaremos a tu padre a afrontar la realidad de que su hijo está más o menos casado con un hombre.
Lo cierto era que a Augusta le tenía absolutamente sin cuidado la relación entre Samuel y su secretario. Lo único que deseaba a toda costa era impedir que Samuel se convirtiera en el presidente del consejo… a fin de que aquel manto cayese sobre los hombros de Joseph, su marido. Era una jugada muy ruin, y Hugh se preguntó si Joseph se daría cuenta cabal de lo que estaba haciendo Augusta.
—Me gustaría resolver este asunto sin recurrir a acciones tan drásticas —decía en aquel instante Joseph en tono desazonado.
Augusta bajó la voz hasta: convertirla en un murmullo íntimo. Cada vez que lo hacía, Hugh pensaba siempre que la mujer se mostraba transparentemente farisea, como un dragón que intentase ronronear.
—No dudo de que encontrarás el modo de hacerlo así —dijo, esbozó una sonrisa suplicante—. ¿Vienes hoy conmigo? Me gustaría que me acompañaras.
Joseph negó con la cabeza.
—Tengo que ir al banco.
—¡Qué lástima estar encerrado en un despacho polvoriento en un día tan hermoso como hoy!
—Ha habido pánico en Bolonia.
Hugh estaba intrigado. Desde el «Krach» de Viena varios bancos habían quebrado y numerosas empresas se hundían en distintas partes de Europa, pero era la primera vez que se producía una situación de «pánico». Hasta entonces, Londres había salido indemne. En junio, el tipo de interés bancario, termómetro del mundo financiero, había subido hasta el siete por ciento —que no era del todo el nivel febril— y ahora había descendido ya al seis por ciento. Sin embargo, puede que aquel día hubiese cierta excitación.
—Espero que el pánico no nos afecte a nosotros —dijo Augusta.
—Mientras tengamos cuidado, no nos afectará —respondió Joseph.
—Pero hoy es fiesta… ¡en el banco no habrá nadie que pueda prepararte el té!
—Me atrevo a afirmar que sobreviviré a media jornada sin té.
—Le diré a Sara que vaya al banco dentro de una hora. Ha hecho un pastel de cerezas, tu preferido… te llevará un pedazo y te prepararé té.
Hugh vio su oportunidad.
—¿Quiere que vaya con usted, tío? Tal vez necesite un oficinista.
Joseph movió la cabeza negativamente.
—No te necesitaré.
—Es posible que quieras que te lleve algún recado, querido —sugirió Augusta.
Hugh añadió sonriente:
—O es posible que quiera pedirme consejo.
Joseph no apreció la broma.
—No voy a hacer más que leer los mensajes telegráficos que lleguen y decidir lo que ha de hacerse cuando los mercados bursátiles abran de nuevo mañana por la mañana.
—A pesar de todo, me gustaría ir… —insistió Hugh neciamente—. Es simple interés.
Siempre era un error acosar a Joseph.
—He dicho que no te necesito —espetó con voz irritada—. Vete al parque con tu tía, ella sí que necesita un escolta.
Se puso el sombrero y salió.
—Tienes talento para incordiar innecesariamente a las personas, Hugh —acusó Augusta—. Ponte el sombrero y acompáñame, ya estoy lista.
En realidad, Hugh no deseaba acompañar a Augusta en el birlocho, pero su tío había ordenado que lo hiciera, y como, por otra parte, sentía curiosidad por ver a la Leona, no discutió.
Apareció Clementine, la hija de Augusta, vestida para salir. De niños, Hugh había jugado con su prima, lo que le permitía saber que Clementine siempre había sido una chivata. Cuando tenían siete años, le pidió a Hugh que le enseñase el pirulo y luego corrió a contarle a su madre lo que Hugh había hecho, con lo que consiguió que al niño le sacudieran una buena zurra. Ahora, a sus veinte años, Clementine se parecía mucho a su madre, si bien todo lo que tenía Augusta de autoritaria en Clementine era timidez.
Salieron los tres. El lacayo ayudó a las damas a subir al carruaje. Era un vehículo nuevo, pintado de azul brillante y del que tiraba una pareja de soberbios caballos capones de pelaje gris: un carruaje digno de la esposa de un banquero importante. Augusta y Clementine iban de cara al sentido de la marcha, y Hugh de espaldas, frente a ellas. Como brillaba el sol, el birlocho llevaba la capota bajada, pero las damas abrieron sus sombrillas. El auriga hizo restallar el látigo y partieron.
Instantes después llegaban al paseo de Coches del Sur. Se encontraba tan concurrido como había aseverado el caballero que escribió la carta a The Times. Había centenares de caballerías montadas por hombres tocados con chistera y mujeres que cabalgaban a la amazona; docenas de carruajes de todo tipo: abiertos y cerrados, de dos y de cuatro ruedas; además de niños a lomos de ponis, parejas que iban a pie, niñeras que empujaban cochecitos de niño y personas con perros. Los carruajes rutilaban, recién pintados, los caballos aparecían limpios y cepillados, los hombres vestían ropa de calle y las mujeres lucían los colores más luminosos que los tintes de la nueva industria química era capaz de producir. Todo el mundo se movía despacio, para examinar mejor a caballerías y vehículos, vestidos y sombreros. Augusta hablaba con su hija, y el diálogo no requería más contribución por parte de Hugh que, llegado el caso, algún que otro asentimiento de cabeza.
—¡Ahí está lady St. Ann con un sombrero Dolly Varden! —exclamó Clementine.
—Se pasó de moda hace un año —comentó Augusta.
—Vaya, vaya —dijo Hugh.
Otro coche se puso a su altura y Hugh vio a su tía Madeleine Hartshorn. Si llevase patillas, sería exactamente igual que su hermano Joseph, pensó Hugh. Dentro de la familia, aquella mujer era la comadre más afín a Augusta. Entre ambas controlaban la vida social de los Pilaster. Augusta constituía la fuerza impulsora, pero Madeleine era su acolita más fiel.
Se detuvieron ambos vehículos y las señoras intercambiaron saludos. Obstruían la calzada y dos o tres carruajes tuvieron que pararse detrás de los de ellas.
—Date un paseo con nosotras, Madeleine —invitó Augusta—, quiero hablar contigo.
El lacayo de Madeleine la ayudó a apearse de su coche y a subir en el de Augusta. Reanudaron la marcha.
—Amenazan con contarle al viejo Seth lo del secretario de Samuel —informó Augusta.
—¡Oh, no! —protestó Madeleine—. ¡No deben hacerlo!
—He hablado con Joseph, pero no se echarán atrás —continuó Augusta.
Aquel tono de sincera preocupación volvió a dejar a Hugh sin aliento. ¿Cómo se las arreglaba para conseguirlo? Tal vez se convencía a sí misma de que era verdad cualquier cosa que le conviniera decir en un momento determinado.
—Hablaré con George —dijo Madeleine—. El disgusto podría matar a tío Seth.
Hugh jugueteó con la idea de informar a su tío Joseph de aquella conversación. Pensó que seguramente Joseph se quedaría de una pieza al enterarse del modo en que sus esposas les estaban manipulando, tanto a él como a los otros socios. Pero quizá no le creyesen. Él, Hugh, no era nadie… y la prueba era que Augusta no se privaba de decir todo aquello delante de él.
El birlocho disminuyó el ritmo de la marcha hasta casi detenerse. Delante había un embotellamiento de caballerías y vehículos.
—¿A qué se debe este atasco? —preguntó Augusta en un tono irritado.
—Debe de tratarse de la Leona —apuntó Clementine muy excitada.
Hugh exploró ávidamente a la multitud, pero no logró entrever siquiera la causa de aquel alto en el paseo. Había diversos carruajes de distintas clases, nueve o diez corceles y unos cuantos peatones.
—¿Qué es eso de una leona? —quiso saber Augusta.
—¡Ah, mamá, es célebre!
Cuando, a paso lento, el carruaje de Augusta se acercaba, un coche pequeño, tipo victoria, surgió de entre los demás, tirado por una pareja de ponis de braceo alto y conducido por una mujer.
—¡Ésa es la Leona! —chilló Clementine.
Hugh miró a la mujer que conducía la victoria y se quedó atónito al reconocerla.
Era Maisie Robinson.
La muchacha restalló el látigo y los caballos aceleraron el paso.
Llevaba un vestido de merino castaño, con volantes de seda y, en la garganta, una corbata de lazo color champiñón. Se tocaba con un alegre sombrerito de copa pequeña y ala ondulada.
Hugh volvió a sentirse indignado con ella por lo que dijo acerca de su padre. Aquella joven no sabía nada de finanzas y no tenía ningún derecho a acusar tan inconscientemente de deshonestidad a nadie. Con todo, le era imposible negar que la muchacha tenía un aspecto absolutamente hechicero. Había algo irresistiblemente encantador en la postura de su menudo, proporcionado y bonito cuerpo sobre el asiento del conductor, en el ángulo del sombrero e incluso en el modo en que empuñaba el látigo y sacudía las riendas.
¡Así que la Leona era Maisie Robinson! Pero ¿cómo se había agenciado tan súbitamente de caballos y carruajes? ¿Acaso había conseguido dinero de forma inesperada? ¿Qué se llevaba entre manos?
Mientras Hugh continuaba maravillándose, se produjo un accidente.
Un nervioso pura sangre adelantó al trote el birlocho de Augusta y, entonces, un pequeño pero escandaloso terrier lo asustó. El caballo retrocedió, alzó las patas delanteras y el jinete fue a parar al suelo… justo frente a la victoria de Maisie.
Casi automáticamente, la muchacha cambió de dirección, demostrando un impresionante dominio del vehículo, y se atravesó en la calzada. Su maniobra para eludir al caballo la llevó delante de las caballerías de Augusta, lo que hizo que el cochero diese un tirón a las riendas y soltara un juramento.
Maisie detuvo bruscamente su carruaje junto al de Augusta. Todo el mundo miró al jinete caído. Parecía ileso. Se puso en pie sin necesidad de ayuda y echó a andar entre maldiciones, dispuesto a recuperar su cabalgadura.
Maisie reconoció a Hugh.
—¡Hugh Pilaster, vaya por Dios!
Hugh se sonrojó.
—Buenos días —saludó, y no supo qué hacer ni qué decir a continuación.
Comprendió de inmediato que acababa de cometer un grave error de etiqueta. Con sus tías allí, no debió saludar a Maisie, ya que no le era posible presentarles a semejante persona. Debió fingir que no conocía a aquella mujer.
Sin embargo, Maisie no hizo el menor intento de dirigirse a las damas.
—¿Le gustan estos ponis? —preguntó. Parecía haber olvidado la pelotera que tuvieron.
Hugh estaba completamente deslumbrado por la belleza de aquella sorprendente mujer, por su destreza en el arte de conducir vehículos y por sus modales despreocupados.
—Son magníficos —repuso Hugh sin mirarlos.
—Se venden.
Tía Augusta intervino con voz gélida:
—¡Hugh, ten la bondad de decirle a esa persona que nos deje pasar!
Maisie miró a Augusta por primera vez.
—Cierre el pico, vieja zorra —dijo como si tal cosa.
Clementine emitió un jadeo, a tía Madeleine se le escapó un grito de horror y Hugh se quedó boquiabierto. Las bonitas prendas que vestía, el costoso carruaje y el no menos caro tiro de caballos le hicieron olvidar fácilmente que Maisie era una golfilla de los barrios bajos. Sus palabras fueron tan espléndidamente vulgares que, durante unos segundos, el asombro abrumó a Augusta hasta el punto de que le fue imposible replicar. Nadie se había atrevido nunca a hablarle así.
Maisie no le dio tiempo a recuperarse. Miró a Hugh de nuevo y le pidió:
—¡Dile a tu primo Edward que debería comprar mis ponis!
Agitó en el aire la tralla y se alejó.
Augusta entró en erupción:
—¿Cómo te atreves a hacerme tal feo ante semejante persona? —le hervía la voz y la sangre—. ¿Cómo tuviste el valor de quitarte el sombrero ante ella?
Hugh seguía con la vista fija en Maisie, viendo alejarse por el paseo su bien formada espalda y su gracioso sombrerito.
Tía Madeleine, con gran satisfacción, se sumó a la reprimenda.
—¿Cómo es posible que la conozcas, Hugh? ¡Ningún joven bien criado debería alternar con ese tipo de mujeres! ¡Y parece que incluso se la presentaste a Edward!
Fue Edward quien se la presentó a Hugh, pero éste no iba a cargar las culpas sobre su primo. De todas formas, tampoco iban a creerle.
—La verdad es que no puede decirse que la conozca mucho —dijo.
Clementine estaba intrigada.
—¿Dónde te la presentaron?
—En un lugar llamado Salones Argyll.
Con el ceño fruncido, Augusta miró a Clementine y vetó:
—No quiero que sepas tales cosas. Hugh, dile a Baxter que nos lleve a casa.
—Yo voy a caminar un poco —expresó Hugh, y abrió la portezuela del coche.
—¡Piensas ir detrás de esa mujer! —protestó Augusta—. ¡Te lo prohíbo!
—Adelante, Baxter —dijo Hugh tras apearse. El cochero agitó las riendas, giraron las ruedas y Hugh se destocó educadamente ante sus indignadas tías, que se alejaron paseo adelante.
Aquello no iba a quedar así. Habría más follón después. Informarían a tío Joseph y, antes de nada, todos los socios estarían enterados de que Hugh se relacionaba con mujeres de mala nota.
Pero era fiesta, brillaba el sol, el parque estaba repleto de personas que disfrutaban de lo lindo y Hugh no iba a amargarse el día porque sus tías se hubiesen enojado.
Se sentía alegre mientras avanzaba por el camino. Marchaba en dirección contraria a la que había tomado Maisie. Pero la gente conducía en círculos, de modo que era posible que volviera a cruzarse con ella.
Deseaba hablar de nuevo con ella. Quería aclarar la cuestión acerca de su padre. Resultaba extraño, pero ya no se sentía furioso con la joven por lo que había dicho. La señorita Robinson estaba equivocada, simplemente, pensó, y lo comprendería si él se lo explicaba. De todas formas, el mero hecho de hablar con ella resultaba excitante.
Llegó a Hyde Park Corner y torció hacia el norte a lo largo de Park Lane. Saludó quitándose el sombrero a numerosos parientes y conocidos: a Young William y Beatrice, que iban en una berlina; a tío Samuel, que cabalgaba a lomos de una yegua castaña; al señor Mulberry, que iba acompañado de su esposa e hijos. Maisie podía haberse detenido en el otro extremo del parque, o tal vez se había marchado ya. Empezó a tener la impresión de que no volvería a verla.
Pero la vio.
Cruzaba Park Lane. Se disponía a marcharse. Era ella, indudablemente, con su corbata de seda color champiñón alrededor del cuello. Ella no le vio.
Se dejó llevar por un impulso y cruzó la calzada en pos de la mujer, se adentró por Mayfair y descendió por delante de unos establos, lanzado a la carrera a fin de alcanzarla. Maisie detuvo la victoria delante de una cuadra y se apeó de un salto. Un mozo salió del establo y empezó a ayudarle a desenganchar los caballos.
Hugh llegó junto a ella, jadeante. Se preguntó por qué lo había hecho.
—Hola, señorita Robinson —saludó.
—¡Hola otra vez!
—La he seguido —explicó Hugh sin que hiciera falta.
La muchacha le dirigió una mirada franca.
—¿Por qué?
Sin pensarlo, Hugh soltó bruscamente:
—Me preguntaba si querría usted salir conmigo una noche. Maisie ladeó la cabeza y enarcó las cejas ligeramente, mientras estudiaba la propuesta. Su expresión era amistosa, como si le sedujese la idea, y Hugh pensó que aceptaría. Pero, al parecer, alguna consideración práctica estaba en guerra con sus inclinaciones. La muchacha apartó la vista de Hugh y una pequeña arruga surcó su frente; después pareció haber adoptado su decisión.
—Usted no puede permitirse el lujo de tenerme —dijo, en tono concluyente; le volvió la espalda y entró en el establo.