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Era una soleada tarde de domingo y todo el mundo en Londres se había puesto sus mejores galas de día festivo para salir a dar un paseo. La amplia avenida de Piccadilly estaba libre de tránsito rodado, porque sólo un inválido conduciría en domingo. Piccadilly adelante, Maisie Robinson y April Tilsley deambulaban, observaban los palacios de los ricos y echaban el ojo a los hombres, con ánimo de engatusar a alguno.

Vivían en Soho, donde compartían habitación en una pensión de los barrios bajos de Londres, en la calle Carnaby, cerca del reformatorio de St. James. Acostumbraban a levantarse hacia el mediodía, se ataviaban minuciosamente y salían a patear las calles. Hacia el atardecer, por regla general, ya habían encontrado un par de hombres dispuestos a pagarles la cena: si no, el hambre les acuciaba. Casi no tenían dinero, pero tampoco necesitaban mucho. Cuando era imperioso pagar el recibo del alquiler, April pedía un «préstamo» a algún amiguito. Maisie llevaba siempre las mismas prendas y se lavaba la ropa interior todas las noches. Cualquier día, a lo mejor alguien le compraba un vestido nuevo.

Albergaba la esperanza de que, tarde o temprano, alguno de los clientes circunstanciales que le pagaban la cena le propusiera el matrimonio o la retirase de la carrera para convertirla en su amante.

April aún estaba entusiasmada con el suramericano que había conocido, Tonio Silva.

—¡Imagínate, podía permitirse el lujo de perder diez guineas en una apuesta! —exclamó— y siempre le han gustado las pelirrojas.

—A mí no me cayó nada bien el otro suramericano, el moreno —dijo Maisie.

—¿Micky? Era guapo.

—Sí, pero me parece que hay algo perverso en él.

April señaló una impresionante mansión.

—Ésa es la casa del padre de Solly.

Estaba a cierta distancia de la calle y tenía un paseo semicircular delante de la entrada. Era como un templo griego, con una hilera de columnas en la fachada que iban desde el suelo hasta el tejado. Brillaba el metal en la inmensa puerta delantera y cortinas de terciopelo rojo cubrían las ventanas.

—¡Imagínate: vivir ahí algún día! —soñó April.

Maisie negó con la cabeza.

—No seré yo.

—Ha ocurrido antes —dijo April—. En realidad, sólo tienes que ser más cachonda que las chicas de la clase alta, y eso no resulta difícil. Una vez te casas, puedes aprender a imitar el acento y todo eso en poco tiempo. Tú te expresas ya bastante bien, salvo cuando te cabreas y Solly es un chico estupendo.

—Un chico estupendo y gordo —replicó Maisie con una mueca.

—¡Pero con tanto dinero! ¡Dicen por ahí que su padre mantiene una orquesta sinfónica en su casa de campo sólo por si le da la ventolera de escuchar música después de la cena!

Maisie suspiró. No quería hablar de Solly.

—¿Adónde os fuisteis los demás después de que discutiera con aquel tal Hugh?

—A las peleas de perros y ratas. Después, Tonio y yo nos metimos en el hotel de Batt.

—¿Lo hiciste con él?

—¡Faltaría más! ¿A qué crees que fuimos al Batt?

—¿A jugar al whíst?

Emitieron sendas risitas.

—Pero tú también lo hiciste con Solly, ¿no? —exclamó April con cara de recelo.

—Le procuré una dosis de felicidad —dijo Maisie.

—¿Qué significa eso?

Maisie movió la mano como si agitara los dados y ambas volvieron a reír.

—¿Sólo se la cascaste? —se extrañó April—. ¿Por qué?

Maisie se encogió de hombros.

—Bueno, quizá tengas razón —dijo April—. A veces es mejor no entregárselo todo la primera vez. Ir dándoselo poco a poco puede despertarles más deseos.

Maisie cambió de tema.

—Me trajo malos recuerdos encontrar a ese fulano llamado Pilaster —confesó.

April movió la cabeza afirmativamente.

—A mí, los jefes me repatean los hígados. Los odio con ganas —dijo con repentino veneno en la voz. El lenguaje de April era incluso más vulgar que el que Maisie empleaba en el circo—. Jamás trabajaré para ninguno de ellos. Por eso me dedico a esto. Fijo mi propia tarifa y cobro por adelantado.

—Mi hermano y yo nos fuimos de casa el día en que Tobias Pilaster quebró —expuso Maisie. Sonrió tristemente—. Puede decirse que hoy estoy aquí gracias a los Pilaster.

—¿Qué hiciste después de marcharte de casa? ¿Entraste en el circo inmediatamente?

—No. —Maisie notó una sacudida en el corazón al recordar lo asustada y solitaria que se había sentido—. Mi hermano se fue de polizón en un barco que zarpaba rumbo a Boston. Desde entonces no he vuelto a verle ni he tenido noticias suyas. Estuve una semana comiendo desperdicios. Gracias a Dios, hacía buen tiempo… era el mes de mayo. Sólo llovió una noche; me cubría con harapos y tardé años en quitarme las pulgas de encima… recuerdo el funeral.

—¿De quién?

—De Tobias Pilaster. El cortejo fúnebre recorrió las calles. Había sido un tipo importante en la ciudad. Me acuerdo de un chiquillo, no mucho mayor que yo, que llevaba chaqueta negra y chistera y que iba cogido de la mano de su madre. Debía de ser Hugh.

—¡Qué cosas! —exclamó April.

—Luego me fui a Newcastle a pie. Me vestí de chico y empecé a trabajar en unos establos, ayudaba a los mozos. Me dejaban dormir por las noches sobre la paja, junto a las caballerías. Estuve allí tres años.

—¿Por qué te marchaste?

—Éstos empezaron a desarrollarse —dijo Maisie, y se agitó los pechos. Un sujeto de mediana edad que pasaba por allí se los vio, y sus ojos casi se le salieron de las órbitas—. Cuando el jefe de los mozos de cuadra se dio cuenta de que yo era una jovencita, intentó violarme. Le crucé la cara con una fusta y ahí acabó mi empleo.

—Confío en que le dejaras bien señalado —dijo April.

—Desde luego, se le enfriaron de golpe todos los ardores.

—Debiste sacudirle de igual modo en el paquete.

—Puede que le hubiese gustado.

—Después de los establos, ¿adónde fuiste?

—Entonces me metí en el circo. Empecé de cuidadora de los caballos y con el tiempo llegué a amazona. —Maisie suspiró con nostalgia—. Me gustaba el circo. La gente era afectuosa.

—Demasiado afectuosa, debo entender.

Maisie asintió.

—La verdad es que el presentador y yo no estábamos precisamente a partir un piñón y cuando me dijo que se la mamase comprendí que había sonado la hora de darse el piro de allí. Decidí que, si tenía que chupar pollas para ganarme la vida, era cosa de que me lo pagaran mejor. Y aquí me tienes.

Tenía facilidad para captar los giros y la forma de hablar de la gente y había adoptado el libérrimo vocabulario de April.

—¿Cuántas pollas has chupado desde entonces? —April le dirigió una mirada penetrante.

—A decir verdad, ninguna. —Maisie se sintió incómoda—. A ti no puedo mentirte, April… no estoy segura de que haya nacido para esta profesión.

—¡Eres perfecta para ella! —protestó April—. Tienes en los ojos un chisporroteo que los hombres son incapaces de resistir. Hazme caso. Sigue trabajándote a Solly Greenbourne. Ves haciéndole pequeñas concesiones, poco a poco. Un día le dejas que te toque el chumino, otro día le permites que te vea desnuda… en cuestión de tres semanas, lo tendrás jadeando de deseo. Una noche, cuando le hayas bajado los pantalones y tengas su herramienta en la boca, le dices: «Si me compras una casita en Chelsea, podrás hacer esto siempre que quieras». Te juro, Maisie, que si Solly te dice que no, yo me meto monja.

Maisie sabía que su amiga estaba en lo cierto, pero el alma se le resistía a hacer una cosa así. No estaba segura del motivo. En parte, era porque Solly no le atraía. Paradójicamente, otra razón consistía en que Solly era un chico estupendo. Ella se sentía incapaz de manipularle de forma tan despiadada. Lo peor de todo, sin embargo, estribaba en que tendría que abandonar cualquier esperanza de un amor auténtico… un matrimonio de verdad con un hombre por el que ella realmente bebiese los vientos. Por otra parte, tenía que vivir y estaba firmemente decidida a no llevar la vida que llevaban sus padres, a la espera semana tras semana de una paga miserable y siempre con la amenaza de quedarse sin empleo por culpa de una crisis financiera ocurrida a miles de kilómetros de distancia.

—¿Qué me dices de los otros? —preguntó April—. Tenías donde elegir.

—Me gustaba Hugh, pero le ofendí.

—De todas formas, ése no tiene dinero.

—Edward es un cerdo, Micky me asusta y Tonio es tuyo.

—Entonces, Solly es tu hombre.

—No lo sé.

—Yo sí. En el caso de que lo dejes escapar de entre los dedos, te pasarás la vida recorriendo Piccadilly a patitas y pensando: «Yo podría vivir ahora en esa casa».

—Sí, probablemente.

—Y si no es Solly, ¿quién? Puedes acabar con un asqueroso tendero de mediana edad, que te escatime el dinero hasta la miseria y que crea que tu obligación es lavarte tus propias sábanas.

Maisie meditó sobre aquella perspectiva mientras llegaban al extremo occidental de Piccadilly y torcían hacia el norte para entrar en Mayfair. Seguramente podría conseguir, si se lo proponía, que Solly se casara con ella. Y se consideraba capaz de interpretar el papel de gran señora sin excesivas dificultades. La expresión oral representaba la mitad de la batalla y siempre se le había dado bien la mímica.

Pero le enfermaba la idea de engatusar al bonachón de Solly y llevarlo a la trampa del matrimonio.

Al atajar por la callejuela de unas caballerizas, pasaron por delante de un gran establo de alquiler. Maisie sintió nostalgia del circo e hizo un alto para acariciar a un alto garañón castaño. El caballo le hocicó la mano. Una voz masculina dijo:

—Normalmente, Redboy no se deja manosear por desconocidos.

Al volver la cabeza, Maisie vio a un hombre de edad mediana, que vestía chaqueta negra y chaleco amarillo. Sus ropas más bien elegantes chocaban con su rostro curtido por la intemperie y su forma de hablar plebeya; Maisie supuso que se trataba de algún antiguo mozo de cuadra que se había establecido por su cuenta y al que le fueron bien las cosas. Le sonrió.

—No te importa que te acaricie, ¿verdad, Redboy? —dijo.

—No creo que pueda montarlo, ¿eh?

—¿Montarlo? Claro que sí puedo montarlo, sin silla y también de pie sobre el lomo. ¿Es suyo?

El hombre, con una divertida sonrisa, ejecutó una pequeña reverencia.

—Georges Sammles, a su servicio, señoras; propietario, como se indica ahí.

Señaló hacia la parte superior de la puerta donde estaba pintado su nombre.

—No debería fanfarronear, señor Sammles —dijo Maisie—, pero he pasado los últimos cuatro años en un circo, de modo que probablemente estoy en condiciones de cabalgar sobre cualquier animal que tenga usted en sus establos.

—¿Eso es cierto? —repuso el señor Sammles pensativamente—. Bueno, bueno.

—¿En qué está pensando, señor Sammles? —intervino April.

—Puede que esto sea un tanto repentino —señaló el señor Sammles tras un breve titubeo—, pero estaba pensando si no le interesaría a esta dama una proposición comercial.

Maisie se preguntó en qué consistiría. Hasta aquel momento, había creído que aquella conversación no pasaba de ser una charla desenfadada y ociosa.

—Adelante.

—Siempre nos interesan las proposiciones comerciales —dijo April sugestivamente.

Pero Maisie tenía la impresión de que el señor Sammles iba detrás de algo de lo que April no tenía ni idea.

—Verá, Redboy está en venta —empezó el hombre—. Pero uno no vende caballos si los tiene encerrados. Aunque si ha de pasearlo por el parque durante una hora o así una dama como usted, bonita y puede que atrevida, con figura de ánfora clásica, atraería enormemente la atención y existirían muchas probabilidades de que, tarde o temprano, alguien preguntara cuánto pediría por el caballo.

Maisie se preguntó si habría dinero en aquella propuesta. ¿Le brindaría la oportunidad de pagar el alquiler sin vender su cuerpo o su alma? Pero no formuló la pregunta que revoloteaba por su cerebro, sino que dijo:

—Y entonces tendría que decir a la persona interesada: «Vaya a los Establos Curzon y pregunte por el señor Sammles, puesto que el rocín es suyo». ¿Es eso lo que usted pretende?

—Exactamente eso, con la excepción de que, en vez de llamar rocín a Redboy, sería mejor que al aludir a él emplease un término como «esta magnífica criatura», «este regio ejemplar de corcel» o algo por el estilo.

—Quizá —dijo Maisie, mientras pensaba que podría utilizar sus propias palabras, no las de Sammles—. Y ahora, al negocio. —No iba a fingir que el dinero le tenía sin cuidado—. ¿Cuánto piensa pagar?

—¿Qué cree usted que vale ese trabajo?

Maisie citó una cantidad absurda.

—Una libra esterlina diaria.

—Es demasiado —se apresuró a decir Sammles—. Le daré media.

Maisie apenas pudo creer en su buena suerte. Diez chelines al día era un salario altísimo: las chicas de su edad que trabajaban de doncellas podían darse con un canto en los dientes si cobraban un chelín diario. El corazón empezó a latirle aceleradamente.

—Trato hecho —aceptó rauda, temerosa de que el hombre cambiara de idea—. ¿Cuándo empiezo?

—Venga mañana a las diez y media de la mañana.

—Aquí estaré.

Un apretón de manos y las jóvenes se retiraron. Sammles advirtió a Maisie mientras se alejaban:

—No se olvide de ponerse el mismo vestido que lleva hoy… es atractivo.

—No se preocupe —respondió Maisie. Era el único que tenía. Pero no iba a confesarle tal cosa a Sammles.