Micky era quien más desagradaba a Hugh. Durante toda la pelea, no había dejado de reír histéricamente. Al principio, Hugh no determinó el motivo por el que aquella risa le sonaba tan familiar. Hasta que acudió a su memoria la imagen de Micky riéndose exactamente igual cuando Edward arrojó al agua de la alberca la ropa de Peter Middleton. Fue la desagradable evocación de un recuerdo terrible.
Edward regresó con las bebidas y propuso:
—Vamos al Nellie’s.
Engulleron los vasitos de coñac y abandonaron el local. En la calle, Tonio y April se despidieron para deslizarse luego al interior de un inmueble con toda la apariencia de hotelucho barato. Hugh supuso que alquilarían una habitación por una hora, o acaso para toda la noche. Dudó entre acompañar o no a Edward y Micky. No se estaba divirtiendo, pero sentía curiosidad por enterarse de lo que pasaba en el Nellie’s. Había decidido gozar de una velada de crápula, así que pensó que debía disfrutarla hasta el fin, en vez de retirarse a la mitad.
El Nellie’s estaba en la calle del Príncipe, cerca de la plaza de Leicester. Dos porteros de uniforme montaban guardia en la entrada. En el momento en que llegaban los tres jóvenes, los porteros despedían a un hombre de mediana edad, tocado con bombín.
—Sólo traje de etiqueta —dijo uno de los porteros, imponiendo su voz por encima de las protestas del aspirante a cliente.
Al parecer, los porteros conocían a Edward y a Micky, puesto que uno de ellos se llevó la mano a la gorra y el otro abrió la puerta. Avanzaron por un largo pasillo que llevaba a otra puerta. Los examinaron por una mirilla y, finalmente, la puerta se abrió.
Fue un poco como entrar en un espacioso salón de palacete de Londres. El fuego crepitaba alegremente en dos enormes chimeneas, había sofás, sillas y mesitas por todas partes y la estancia se encontraba llena de hombres en traje de etiqueta y mujeres que se cubrían con vestidos largos.
No obstante, en seguida se daba uno cuenta de que aquél no era un salón corriente. La mayoría de los hombres llevaban puesto el sombrero. Aproximadamente la mitad de ellos estaban fumando —lo que no se permitía en las salas de las mansiones elegantes— y algunos se habían quitado la chaqueta y aflojado el nudo de la corbata. Casi todas las mujeres iban totalmente vestidas, pero unas cuantas parecían estar en ropa interior. Algunas se sentaban sobre las rodillas de los hombres, otras los besaban y una o dos no les hacían ascos, ni mucho menos, a los que las acariciaban íntimamente.
Por primera vez en su vida, Hugh se veía en un prostíbulo.
Resultaba un poco ruidoso: los hombres bromeaban en voz alta, las mujeres reían a carcajadas y, en algún punto de la pieza, un violín desgranaba un vals. Hugh siguió a Micky y a Edward en su recorrido a lo largo del salón. Colgaban de las paredes cuadros de mujeres desnudas y parejas copulando, lo que provocó en Hugh un principio de erección. En el fondo de la sala, debajo de una pintura al óleo que representaba una compleja orgía al aire libre, aparecía sentada la persona más gorda que Hugh había visto jamás: una mujer de inmenso tetamen, pintarrajeadísima, con una bata de seda que era como una enorme tienda de color rosa. Ocupaba una silla semejante a un trono y estaba rodeada de muchachas. A su espalda ascendía una escalera alfombrada de rojo, que era de suponer llevaba a los dormitorios.
Edward y Micky se acercaron al trono e hicieron una reverencia. Hugh los imitó.
—Nell, cariño mío —dijo Edward—, permíteme que te presente a mi primo, don Hugh Pilaster.
—Bienvenidos, chicos —respondió Nell—. Subid a pasar un buen rato con estas bellezas.
—Dentro de un momento, Nell. ¿Hay partida esta noche?
—Siempre hay partida en casa de Nellie —afirmó la mujer, al tiempo que indicaba con un floreo del brazo una puerta situada en una de las paredes laterales.
Edward volvió a inclinarse versallescamente.
—Volveremos —dijo.
—¡No me falléis, galanes!
Se dirigieron a la puerta.
—Actúa con señorío real —murmuró Hugh.
Edward se echó a reír.
—Éste es el lupanar más soberbio de Londres. Algunas de las personas que esta noche se inclinan ante ella, mañana por la mañana lo harán frente a la reina.
Pasaron a la habitación contigua, donde doce o catorce hombres se sentaban en torno a dos mesas de bacarrá. Cada mesa tenía trazada una línea blanca a unos treinta centímetros del borde; los jugadores empujaban fichas de color por encima de esa raya y hacían sus apuestas. Casi todos tenían bebidas junto a ellos, y la atmósfera estaba impregnada de humo de cigarros.
Quedaban libres algunas sillas ante una de las mesas, asientos que Edward y Micky ocuparon inmediatamente. Un camarero les entregó cierta cantidad de fichas y cada uno de los dos jóvenes firmaron el correspondiente recibo. Hugh preguntó a Edward en voz baja:
—¿A cuánto es la apuesta?
—Una libra, mínimo.
A Hugh se le ocurrió que, si jugaba y ganaba, podría ir a acostarse con una de las mujeres de la otra sala. Desde luego, no llevaba una libra encima, pero era evidente que Edward tenía allí crédito… se acordó entonces de que Tonio había perdido diez guineas en el reñidero de perros y ratas.
—No pienso jugar —dijo.
—Ni por lo más remoto imaginé que lo hicieras —repuso Micky lánguidamente.
Hugh se sintió violento. Estuvo tentado de pedir una copa al camarero, pero luego pensó que probablemente le costaría el sueldo de una semana. El que tenía la banca barajó los naipes del carrito, sirvió cartas y Micky y Edward hicieron sus apuestas. Hugh decidió esfumarse de allí.
Regresó al salón principal. Al mirar de cerca el mobiliario y la decoración, se percató de que todo era apariencia, oropel: el terciopelo de la tapicería estaba cuajado de manchas, la pulimentada madera tenía señales de quemaduras y las alfombras aparecían raídas y rotas. A su lado, un borracho se había puesto de rodillas y le cantaba a una suripanta, mientras dos compañeros del hombre soltaban groseras carcajadas. En el sofá contiguo, una pareja se besaba con las bocas abiertas. Hugh tenía noticia de que algunas personas se daban besos linguales, pero era la primera vez que veía hacerlo. Miró, hipnotizado, mientras el hombre desabotonaba la pechera de la mujer y procedía a acariciarle los senos. Eran blancos y fláccidos, con grandes pezones de color granate. A Hugh la escena le excitaba y le repugnaba a la vez. Pese a su desagrado, se le endureció el pene. El individuo del sofá inclinó la cabeza y empezó a besar los pechos de la cortesana. Hugh no podía creer lo que estaba viendo. La mujer miró por encima de la cabeza del hombre, vio que Hugh era todo ojos y le dedicó un guiño.
Una voz le dijo al oído:
—Puedes hacerme lo mismo a mí, si te gusta.
Dio media vuelta, con el sentimiento de culpabilidad de alguien a quien sorprenden ejecutando algo vergonzoso. A su lado se encontraba una muchacha de su misma edad, de cabellera oscura y rostro maquillado en exceso. No pudo evitar que sus ojos descendieran sobre los pechos de la chica. Los apartó automáticamente, dominado por una sensación de enorme incomodidad.
—No seas tímido —le animó ella—. Mira todo lo que quieras. Están ahí para que los disfrutes. —Con inmenso horror, Hugh sintió en la entrepierna la mano de la profesional. Ésta comprobó que estaba empalmado y le dio un apretón a la verga—. Dios mío, estás al rojo vivo.
Hugh sufría una exquisita angustia. La meretriz levantó la cabeza y le besó en los labios, al tiempo que le frotaba el cimbel.
Fue demasiado. Incapaz de controlarse, Hugh eyaculó en los calzoncillos.
La chica lo notó. Durante unos segundos pareció sorprendida, pero no tardó en estallar en carcajadas.
—¡Dios mío, eres un pipiolo! —exclamó casi a voz en grito. Hugh se sintió humillado. La chica volvió la cabeza y dijo a la prostituta que tenía más cerca—: No hice más que tocarle ¡y se corrió!
Varios de los presentes rompieron a reír.
Hugh dio media vuelta y se dirigió a la salida. Las carcajadas parecieron perseguirle a lo largo de la estancia. Tuvo que hacer un esfuerzo para dominarse y no echar a correr. Por fin, llegó a la puerta. Un segundo después estaba en la calle.
La noche había refrescado un poco. Hugh respiró hondo e hizo una pausa para tranquilizarse. Si aquello era libertinaje, no le gustaba. La zorrita de Maisie se había manifestado insultante con respecto a su padre; la pelea del perro y las ratas resultaba vomitiva; las meretrices se habían reído de él. Todo y todos podían irse al diablo.
Uno de los porteros le dirigió una sonrisa de simpatía.
—¿Ha decidido retirarse temprano, señor?
—Qué idea más estupenda —dijo Hugh, y se alejó.
Micky estaba perdiendo. Sabía hacer trampas en el bacarrá, pero para eso debía ser el banquero. Sin embargo, aquella noche la banca se le negaba. Se sintió secretamente aliviado cuando Edward sugirió:
—Vamos por un par de chicas.
—Ve tú —dijo Micky con fingida indiferencia—. Seguiré jugando mientras.
Un relámpago de miedo surcó los ojos de Edward.
—Se está haciendo tarde.
—Trato de recuperar lo que he perdido —dijo Micky testarudo.
Edward bajó la voz.
—Pagaré tus fichas.
Micky hizo como que titubeaba, antes de ceder.
—Ah, bueno, está bien.
Edward sonrió.
Liquidó lo que se debía y ambos pasaron al salón. Casi al instante, una rubia de voluminosa delantera acudió hacia Edward. Éste pasó un brazo por encima de los desnudos hombros de la coima y oprimió los exuberantes senos contra su pecho.
Micky echó un vistazo al plantel de ninfas. Una hembra algo mayorcita, de mirada libidinosa, captó su atención. Micky le sonrió y la pupila se le acercó. Apoyó la mano en la parte delantera de la camisa de Micky, le hundió las uñas en el pecho, se puso de puntillas y le mordisqueó suavemente el labio inferior.
Micky vio que Edward le estaba observando, con el rostro enrojecido a causa de la excitación. El deseo empezó a apremiarle. Bajó la vista sobre la mujer.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Alice.
—Vamos arriba, Alice —se decidió.
Los cuatro subieron juntos la escalera. En el descansillo se alzaba la estatua de un centauro con su enorme pene erecto; al pasar, Alice frotó aquel miembro. Junto a la figura del centauro, una pareja realizaba el acto sexual a pie firme, ajenos al borracho que los contemplaba sentado en el suelo.
Las mujeres se dirigieron a dos habitaciones separadas, pero Edward las condujo hacia el mismo cuarto.
—¿Esta noche cama redonda? —dijo Alice.
—Tenemos que ahorrar —dijo Micky, y Edward se echó a reír.
—¿Ibais juntos al colegio? —dijo la mujer, como si conociera bien el paño, mientras cerraba la puerta—. ¿Solíais meneárosla el uno al otro?
—Calla —ordenó Micky, al tiempo que la abrazaba.
Mientras Micky besaba a Alice, Edward se acercó por detrás a la mujer, le pasó los brazos por debajo de las axilas y ahuecó las manos sobre sus pechos. Alice pareció ligeramente sorprendida, pero no puso ninguna objeción. Micky notó que las manos de Edward se movían entre su cuerpo y el de la mujer y comprendió que Edward se restregaba contra los glúteos de Alice.
Al cabo de un momento, la otra muchacha preguntó:
—¿Qué tengo que hacer yo? Me siento un poco desdeñada.
—Vete quitando las bragas —le contestó Edward—. Eres la siguiente.