Micky y su padre salieron de la fiesta y emprendieron el regreso a su alojamiento, en Camberwell. Hasta llegar al río, su camino no hacía más que atravesar parques: primero Hyde Park, después Green Park y, por último, St. James’s Park. Se detuvieron en medio del puente de Westminster para descansar un poco y contemplar el panorama.
En la ribera norte del río se alzaba la mayor ciudad del mundo. Corriente arriba, el Parlamento, cuyo edificio era una imitación modernizada de la vecina abadía de Westminster, construida en el siglo XIII. Río abajo, se veían los jardines de Whitehall, el palacio del duque de Buccleuch y el gigantesco edificio de ladrillos de la nueva estación ferroviaria de Charing Cross.
Los muelles quedaban fuera de la vista y ningún barco de gran tonelaje navegaba en aquel momento por allí, pero la vía fluvial era un hormiguero de actividad y en ella pululaban pequeños botes, gabarras y cruceros de placer, lo que constituía un bonito espectáculo a la claridad del sol vespertino.
La orilla sur lo mismo podía pertenecer a otro país. Era el reino de las alfarerías de Lambeth, y allí, en campos de arcilla salpicados de talleres más o menos maltrechos, grupos de hombres de semblante grisáceo y mujeres andrajosas se afanaban aún, entregados a la tarea de hervir huesos, seleccionar escombros, alimentar el fuego de los hornos y echar barro en moldes para elaborar tuberías de desagüe y cañones de chimenea con los que atender a las necesidades de la ciudad, que crecía a gran ritmo. El olor que despedía aquella actividad era intenso incluso en el puente, situado a más de cuatrocientos metros de distancia. Los achatados tabucos en que vivían aquellos trabajadores se arracimaban alrededor de los muros del palacio de Lambeth, residencia londinense del arzobispo de Canterbury, como las inmundicias que dejan las olas sobre una orilla fangosa. Pese a la proximidad del palacio del arzobispo, al barrio se le conocía por el nombre de Acre del Diablo, probablemente porque las hogueras y el humo, los trabajadores que caminaban de un lado a otro arrastrando los pies y la espantosa fetidez que flotaba en el aire evocaban en la gente la idea del infierno.
Micky vivía en Camberwell, un suburbio respetable situado más allá de los alfares; pero su padre y él se demoraron en el puente, sin ningunas ganas de adentrarse por el Acre del Diablo. Micky aún seguía echando pestes por la circunstancia de que la escrupulosa conciencia metodista de Seth Pilaster hubiese estropeado sus planes.
—Solucionaremos ese problema del embarque de los rifles —dijo—. No te preocupes.
Papá Miranda se encogió de hombros.
—¿Quién se interpone en nuestro camino? —preguntó.
Era una pregunta sencilla, pero en la familia Miranda tenía un significado profundo. Cuando se encontraban frente a un problema insoluble, preguntaban: «¿Quién se interpone en nuestro camino?». Lo que, en realidad, quería decir: «¿A quién tenemos que matar para que se cumpla lo que deseamos?». Llevó de nuevo a Micky a la vida salvaje de la provincia de Santamaría, a todas las horribles leyendas que prefería olvidar; la historia acerca del modo en que su padre castigó a una amante que le había sido infiel: encañonó a la mujer con un rifle y apretó el gatillo; a la época en que una familia judía abrió una tienda junto a la suya, en la capital provincial, y entonces la incendió y abrasó vivos al hombre, a su esposa y a los hijos; a aquella vez en que un enano se vistió como Papá Miranda durante el carnaval y, así disfrazado, provocó la hilaridad de todo el mundo caminando de un lado a otro en perfecta imitación de los andares de Papá… hasta que éste, con toda la flema del mundo, se fue hasta el enano, empuñó la pistola y le voló la cabeza.
Ni siquiera en Córdoba eso era normal, pero la desatinada brutalidad de Papá Miranda le convertía en un hombre al que era obligado temer. En Inglaterra le habrían encerrado en la cárcel.
—No veo la necesidad de una acción enérgica —dijo Micky; intentaba disimular su nerviosismo con una actitud despreocupada.
—De momento, no hay prisa —convino Papá Miranda—. En nuestro país, el invierno está empezando. No habrá lucha hasta el verano. —Dirigió a Micky una dura mirada—. Pero debo tener allí los rifles a finales de octubre.
La mirada hizo que a Micky le flaqueasen las rodillas. Se apoyó en el pretil de piedra del puente para sostenerse.
—Me encargaré de ello, no te preocupes —aseguró inquieto. Papá Miranda asintió con la cabeza, como si no pudiera dudarlo. Permanecieron silenciosos durante un largo minuto. De repente, manifestó:
—Quiero que te quedes en Londres.
Micky notó que el alivio le encorvaba los hombros. Precisamente eso era lo que estaba esperando. Sin duda había hecho algo bien.
—Me parece una buena idea —articuló, mientras procuraba ocultar el desasosiego.
—Pero se suspende tu asignación —dijo su padre, soltando la bomba.
—¿Cómo?
—La familia no puede mantenerte. Debes ganarte la vida por ti mismo.
Una oleada de horror se abatió sobre Micky. Su mezquindad era tan proverbial como su violencia, pero, no obstante, aquello resultaba un golpe inesperado. Los Miranda eran ricos: tenían miles de cabezas de ganado vacuno, monopolizaban el comercio de caballerías en un inmenso territorio, arrendaban tierras a pequeños labradores y eran dueños de la mayor parte de las tiendas y almacenes de la provincia de Santamaría.
Ciertamente, su dinero no valía gran cosa en Inglaterra. Allá, en su patria, con un dólar de plata cordobés uno cenaba opíparamente, adquiría una botella de ron y disfrutaba de una prostituta toda la noche; en Inglaterra, apenas le permitía una cena de tres al cuarto y una jarra de cerveza floja. Eso lo había experimentado Micky, como un puñetazo, cuando fue al Colegio Windfield. Entonces se las arregló para agenciarse un suplemento a su asignación mediante partidas de naipes, pero, a pesar de todo, le costaba mucho llegar a fin de mes. Hasta que se hizo amigo de Edward. Incluso ahora, Edward corría con todos los gastos de los costosos entretenimientos que compartían; la ópera, las visitas al hipódromo, la caza y las prostitutas. Sin embargo, Micky necesitaba unos ingresos básicos con los que pagar el alquiler, la factura del sastre, los recibos de los clubes de caballeros, que constituían un elemento esencial de la vida de Londres, y las propinas para los servidores. ¿Cómo esperaba Papá Miranda que se procurase tal efectivo? ¿Aceptando un empleo? La idea era aterradora. Ningún miembro de la familia Miranda trabajaba a sueldo.
Se disponía a preguntarle a su padre cómo esperaba que viviese sin dinero, cuando el hombre cambió bruscamente de tema y dijo:
—Te aclararé ahora para qué son los rifles. Vamos a apoderarnos del desierto.
Micky no lo entendía. La propiedad de los Miranda ocupaba una enorme zona de la provincia de Santamaría. En la frontera de su hacienda se encontraba una finca más pequeña, que pertenecía a la familia Delabarca. Al norte de ambas había un territorio tan árido que ni Papá Miranda ni su vecino se molestaron jamás en reclamarlo.
—¿Para qué queremos el desierto? —quiso saber Micky.
—Debajo del polvo de la superficie hay un mineral que se llama nitrato. Se emplea como abono y es mucho mejor que el estiércol. Se puede enviar a todo el mundo y cobrarlo a precio alto. La razón por la que quiero que te quedes en Londres es porque has de encargarte de venderlo.
—¿Cómo sabemos que ese nitrato está allí?
—Delabarca ha empezado a explotarlo. El nitrato ha enriquecido a su familia.
Micky se excitó. Aquello podía transformar el futuro de la familia. No de forma automática, claro; no con la suficiente rapidez como para solucionar el problema de sobrevivir sin asignación. Pero a largo plazo…
—Hemos de actuar rápidamente —dijo Papá Miranda—. Riqueza es poder, y la familia Delabarca no tardará en ser más fuerte que nosotros. Antes de que ocurra tal cosa, hemos de destruirlos.