3

Papá Miranda divertía a Augusta. ¡Qué palurdo era aquel rechoncho individuo! ¡Tan distinto de su apuesto y elegante hijo! Augusta tenía una debilidad especial por Micky Miranda. Cuando estaba con él, se sentía siempre más mujer, pese a lo joven que era el muchacho. Micky la miraba como si ella fuese la hembra más deseable que había visto en toda su vida. En algunos momentos Augusta llegaba a anhelar que hiciese algo más que mirarla. Era un antojo insensato, naturalmente, pero ello no impedía que lo experimentase de vez en cuando.

A la mujer le había alarmado la conversación acerca de Seth. Micky daba por supuesto que cuando el viejo Seth falleciese o se retirara, su hijo Samuel asumiría la dirección del Banco Pilaster, en calidad de presidente del consejo. Micky no habría hecho tal suposición por su propia cuenta: sin duda alguien de la familia lo había comentado en presencia del joven. Augusta no quería que Samuel tomase las riendas. Deseaba aquel cargo para su esposo Joseph, que era sobrino de Seth.

Lanzó una mirada por la ventana del salón y vio a los cuatro socios del Banco Pilaster reunidos en la terraza. Tres eran Pilaster: Seth, Samuel y Joseph; los metodistas de principios del siglo XIX preferían los nombres bíblicos. Sentado y con la manta cubriéndole las piernas, el viejo Seth parecía lo que era, un inválido completamente inútil. Junto a él estaba su hijo. El aspecto de Samuel no era tan distinguido como el de su padre. Tenía la misma nariz ganchuda, pero el trazo de la boca denotaba cierta debilidad y el estado de su dentadura dejaba mucho que desear. La tradición favorecería su candidatura a la sucesión, puesto que era el socio de más edad, después de Seth. El esposo de Augusta, Joseph, hacía uso de la palabra en aquel instante y subrayaba lo que estaba diciendo a su tío y a su primo con cortos movimientos de la mano, un gesto suyo de impaciencia muy peculiar. También él tenía la nariz clásica de los Pilaster, pero sus demás facciones eran más bien irregulares y se estaba quedando calvo. El cuarto socio, un poco más atrás, se limitaba a escuchar, cruzado de brazos. Era el comandante George Hartshorn, esposo de la hermana de Joseph, Madeleine. Antiguo oficial del ejército, tenía una relevante cicatriz en la frente, consecuencia de una herida que sufrió veinte años atrás, en la guerra de Crimea. No era, sin embargo, un héroe: una máquina de tracción de vapor asustó al caballo que montaba el comandante, quien salió despedido de la montura y fue a golpearse la cabeza con la rueda de un carro-cocina. A raíz de su matrimonio con Madeleine, se retiró del ejército e ingresó en el banco. Hombre de carácter amable, se dejaba dirigir por los otros; no era lo bastante inteligente para gobernar el establecimiento bancario, y de todas formas, nunca había habido un presidente del consejo cuyo apellido no fuese Pilaster. De modo que los únicos candidatos serios eran Samuel y Joseph.

Técnicamente, la decisión se adoptaba mediante el sufragio de los socios. Por tradición, la familia llegaba por lo general a un consenso. En realidad, Augusta tenía la irrevocable determinación de imponer su voluntad. Pero no le resultaría fácil.

El presidente del consejo del Banco Pilaster era una de las personas más importantes del mundo. Su decisión favorable a conceder un préstamo podía salvar a un monarca; su negativa, sin embargo, podía provocar una revolución. Junto con un puñado de otros banqueros, J. P. Margan, los Rothschild, Ben Greenbourne, tenía en sus manos la prosperidad de diversas naciones. Los jefes de estado le halagaban, los primeros ministros le consultaban, los diplomáticos le cortejaban; y su esposa se veía continuamente adulada por todos ellos.

Joseph deseaba la presidencia, pero carecía de sutileza. A Augusta le aterraba la idea de que su marido permitiera que se le escurriese la oportunidad de entre los dedos. Si se le dejaba actuar por su cuenta, lo más probable era que dijese simplemente que le gustaría que considerasen su candidatura y dejaría después que la familia decidiese. No se le ocurriría pensar que podían hacerse muchas otras cosas para asegurarse el triunfo en la competición. Por ejemplo, nunca haría nada para desacreditar a sus rivales.

Augusta iba a encontrar la manera de cumplir esa tarea por él.

No había tenido ninguna dificultad en descubrir el punto flaco de Samuel. A sus cincuenta y tres años, Samuel era soltero y vivía con un joven al que siempre citaba llamándole su «secretario». Hasta entonces, nadie de la familia había prestado atención a las disposiciones domésticas de Samuel, pero Augusta se preguntaba ya si no le iba a ser posible cambiar todo eso.

Respecto a Samuel, era cuestión de andarse con sumo cuidado. Se trataba de un hombre remilgado, meticuloso, escrupuloso, la clase de individuo que se cambiaría de ropa, de pies a cabeza, sólo porque le hubiera caído una gota de vino en la rodilla de una de las perneras del pantalón; pero no era débil. Un asalto frontal no sería la estrategia adecuada para atacarle.

Lastimarle no causaría a Augusta ningún remordimiento. Nunca le había sido simpático. Aquel hombre se comportaba a veces como si Augusta le pareciese simplemente divertida, y tenía un modo de negarse a aceptarla en su verdadero valor que a la mujer le resultaba profundamente molesto.

Mientras avanzaba entre los invitados, apartó de su cerebro la irritante resistencia de su sobrino Hugh a galantear a una joven tan perfectamente apropiada. Aquella rama de la familia siempre había sido problemática, pero Augusta no estaba dispuesta a permitir que le distrajera del asunto, más importante, que Micky le había señalado: la amenaza que constituía Samuel.

Localizó en el vestíbulo a su cuñada, Madeleine Hartshorn. Pobre Madeleine, cualquiera podía percatarse al instante de que era hermana de Joseph: la nariz de los Pilaster la delataba. En algunos hombres parecía distinguida, pero con un apéndice ganchudo como aquél en la cara ninguna mujer parecería atractiva.

Hubo un tiempo en que Madeleine y Augusta fueron rivales. Años atrás, cuando Augusta se casó con Joseph, Madeleine se tomó a mal la forma en que la familia empezó a girar en torno a su cuñada, aunque Madeleine nunca tuvo el magnetismo ni la energía con que contaba Augusta para preparar bodas, disponer funerales y actuar de casamentera, de conciliadora en las disputas, de organizadora y canalizadora de ayuda a los enfermos, las embarazadas, los despojados y los afligidos. La actitud de Madeleine estuvo a punto de originar una escisión en la familia y entonces Madeleine puso un arma en manos de Augusta. Cierta tarde, Augusta entró en una selecta tienda de vajillas de la calle Bond en el preciso momento en que Madeleine se deslizaba por la puerta de la trastienda del comercio. Augusta se entretuvo un poco en el local, fingiendo dudar en la compra de un portatostadas, hasta que vio que un apuesto joven seguía el mismo camino. Le constaba que, en las habitaciones situadas encima de tales establecimientos, parejas de amantes celebraban a veces citas románticas, y estaba casi completamente segura de que Madeleine tenía una aventura amorosa. Un billete de cinco libras le permitió ganarse la voluntad de la propietaria de la tienda, una tal señora Baxter, quien le informó de la identidad del joven: el vizconde de Tremain.

El descubrimiento conmocionó a Augusta, pero lo primero que se le ocurrió fue pensar que lo que Madeleine hacía con el vizconde de Tremain ella podía hacerlo con Micky Miranda. Aunque, naturalmente, eso era imposible del todo. Además, si ella había descubierto a Madeleine, alguien podría descubrir también a Augusta.

Eso sin duda la arruinaría socialmente. A un hombre que mantuviera relaciones extra matrimoniales se le consideraría un pícaro, pero también un romántico; una mujer que hiciese lo mismo era una prostituta. Si su secreto salía a la luz pública, la sociedad la rehuiría y su familia se avergonzaría de ella. Augusta decidió en primera instancia utilizar el secreto para controlar a Madeleine, suspendiendo sobre su cabeza la amenaza de exponerlo. Pero luego comprendió que se ganaría su hostilidad para siempre. Era necio multiplicarse innecesariamente los enemigos. Debía de existir algún medio para desarmar a Madeleine y al mismo tiempo convertirla en aliada. Tras mucho reflexionar sobre ello, elaboró una estrategia. En vez de intimidar a Madeleine con la noticia, simuló estar de su parte.

—Te daré un consejo, querida Madeleine —le había susurrado—. La señora Baxter no es muy de fiar. Dile a tu vizconde que busque un lugar más discreto.

Madeleine le había suplicado que le guardara el secreto y se mostró patéticamente agradecida cuando Augusta le prometió de mil amores eterno silencio. A partir de entonces, no hubo rivalidad entre ellas.

Durante la recepción, cogió a Madeleine del brazo, al tiempo que le decía:

—Ven a ver mi cuarto… creo que te gustará.

En el primer piso de la casa estaban el dormitorio y el salón de Augusta, la alcoba y la sala de Joseph y un gabinete. Augusta condujo a su cuñada al dormitorio, cerró la puerta y esperó la reacción de Madeleine.

Había amueblado y decorado la habitación al estilo japonés, con sillas caladas, paredes cubiertas con papel pintado a base de plumas de pavo real y una variedad de piezas de porcelana colocadas sobre la repisa de la chimenea. Había un inmenso armario ornamentado con motivos japoneses y cortinas de libélula celaban parcialmente el vano de la ventana salediza.

—¡Qué atrevido, Augusta! —aplaudió Madeleine.

—Gracias. —El efecto hacía a Augusta poco menos que absolutamente feliz—. Quería una tela de cortinas algo mejor, pero cuando fui a Liberty’s a comprarla se les había terminado. Ven a ver el cuarto de Joseph.

Cruzó con Madeleine la puerta que comunicaba ambas habitaciones. La alcoba de Joseph era una versión más moderada del mismo estilo, con el papel pintado de las paredes más oscuro y cortinas de brocado. Augusta se sentía especialmente orgullosa de un aparador lacado, dentro del cual se exhibía la colección de enjoyadas cajitas de rapé de su marido.

—¡Qué excéntrico es Joseph! —comentó Madeleine mientras contemplaba las cajitas de rapé.

Augusta sonrió. Su esposo no era nada excéntrico, hablando en términos generales, pero no dejaba de ser extraño que un recalcitrante hombre de negocios de religión metodista coleccionase algo tan frívolo y primoroso. A toda la familia le hacía gracia.

—Dice que es una inversión —explicó Augusta. Un collar de diamantes para ella también hubiera sido una inversión, pero Joseph no compraba nunca esas cosas, ya que los metodistas consideraban que las joyas eran una extravagancia innecesaria.

—Todo hombre ha de tener una afición —dogmatizó Madeleine—. Eso evita que se meta en jaleos.

Quería decir que evitaba que se metiera en las casas de lenocinio. La implícita referencia a los pecadillos de los hombres recordó a Augusta los propósitos que le bullían en la cabeza. «Despacito, despacito», se recomendó.

—Madeleine, querida, ¿qué vamos a hacer respecto al primo Samuel y su «secretario»?

Madeleine pareció desconcertada.

—¿Debemos hacer algo?

—Si Samuel va a ser el presidente del consejo, no tenemos más remedio.

—¿Por qué?

—Querida mía, el presidente del consejo de los Pilaster tiene que tratar con embajadores, jefes de estado e incluso miembros de la realeza… en consecuencia, su vida privada tiene que ser irreprochable por completo.

Madeleine empezó a comprender y se sonrojó.

—No estarás sugiriendo que Samuel es, en algún sentido, un depravado.

Eso era exactamente lo que Augusta estaba sugiriendo, aunque tampoco quería decirlo explícitamente, por temor a provocar en Madeleine una reacción en defensa de su primo.

—Confío en no saberlo nunca a ciencia cierta —manifestó evasivamente—. Pero lo importante es lo que la gente piense.

Madeleine no estaba muy convencida.

—¿De verdad crees que la gente piensa… eso?

Augusta hizo un esfuerzo para armarse de paciencia y soportar la delicadeza de Madeleine.

—Querida mía, las dos estamos casadas y sabemos cómo son los hombres. Tienen apetitos animales. El mundo da por hecho que un célibe de cincuenta y tres años que vive con un joven atractivo es un individuo vicioso, y el Cielo sabe que, en la mayoría de los casos, el mundo está probablemente en lo cierto.

Madeleine frunció el ceño y puso cara de preocupación. Antes de que pudiera decir algo, se oyó una llamada de aviso en la puerta y Edward entró en el cuarto.

—¿Qué se te ofrece, mamá? —preguntó.

A Augusta le fastidió la interrupción y, desde luego, no sabía de qué hablaba el muchacho.

—¿Qué quieres decir?

—Me has llamado.

—Estoy segura de que no he hecho tal cosa. Te he encargado que enseñaras el jardín a lady Florence.

Edward pareció dolido.

—¡Hugh ha dicho que deseabas verme!

Augusta comprendió la jugada.

—Eso te ha dicho, ¿eh?, y supongo que lo que está haciendo ahora él es enseñar el jardín a lady Florence, ¿no?

Edward vio adónde quería ir a parar su madre.

—Creo que sí —convino, con aspecto de persona humillada—. No te enfades conmigo, mamá, por favor.

Augusta se derritió al instante.

—No te preocupes, Teddy querido —dijo—. Hugh es un chico muy astuto.

Pero si creía que iba a dárselas de listo con tía Augusta era también un estúpido.

La distracción le había irritado, pero al pensar en ello comprendió que ya había dicho a Madeleine lo suficiente respecto al primo Samuel. En aquella fase del asunto lo único que deseaba era plantar la semilla de la duda; ir un poco más lejos sería cargar demasiado la mano. Decidió dejar las cosas así por el momento. Acompañó a su hermana política y a Edward fuera de la habitación mientras comentaba:

—Ahora debo volver con mis invitados.

Bajaron la escalera. A juzgar por el guirigay de conversaciones, risas y tintineo de cien cucharillas chocando contra la porcelana de las tazas y de los platos del té, la fiesta se desarrollaba satisfactoriamente. Augusta lanzó un rápido vistazo de comprobación al comedor, donde los criados servían ensalada de langosta, pastel de frutas y bebidas heladas. Empezó a cruzar la sala, y mientras intercambiaba un par de palabras, al paso, con cada invitado que atraía su mirada, buscó a una persona en particular: la madre de Florence, lady Stalworthy.

Le preocupaba la posibilidad de que Hugh se casara con Florence.

Hugh ya se las estaba arreglando demasiado bien en el banco. El muchacho poseía un cerebro con la rapidez de reflejos comercial de un vendedor de mercado y los seductores modales de un fullero. Hasta Joseph hablaba de él encomiásticamente, sin tener en cuenta la amenaza que para su hijo representaba Hugh. Unirse en matrimonio a la hija de un conde proporcionaría a Hugh una posición social que añadir a su talento natural, lo que le convertiría en un competidor peligroso para Edward. El querido Teddy carecía del encanto exterior de Hugh, así como de la cabeza de éste para los números, de forma que Edward necesitaba toda la ayuda que Augusta pudiera facilitarle.

Encontró a lady Stalworthy de pie ante el mirador del salón. Era una agraciada señora de mediana edad, que había acudido a la fiesta vestida con un modelo de color rosa y un sombrero de paja cubierto de flores de seda. Augusta se preguntó, inquieta, qué opinaría lady Stalworthy acerca de Hugh y Florence. Hugh no era un buen partido, pero desde el punto de vista de lady Stalworthy tampoco constituía ningún desastre. Florence era la menor de tres hijas y las dos mayores se habían casado bien, así que lady Stalworthy podía mostrarse indulgente. Augusta tenía que impedirlo. Pero ¿cómo?

Se situó junto a la dama y comprobó que lady Stalworthy miraba a Hugh y Florence, que hablaban en el jardín. Hugh explicaba algo y las pupilas de Florence relucían de placer mientras le contemplaba y le escuchaba.

—La despreocupada felicidad de la juventud —comentó Augusta.

—Hugh parece un buen chico —dijo lady Stalworthy.

Augusta la observó con momentánea dureza. En los labios de lady Stalworthy florecía una sonrisa soñadora. Augusta supuso que, en una época pasada, había sido tan guapa como su hija. En aquel momento debía de evocar su propia juventud. Era preciso que bajara de las nubes a la tierra de un golpe, decidió Augusta.

—Qué rápido pasan los días de despreocupada felicidad.

—Pero ¡qué idílicos son mientras duran!

Era el momento del veneno.

—El padre de Hugh murió, ya sabe —dijo Augusta—. Y su madre lleva una vida muy discreta en Folkestone, de modo que Joseph y yo nos sentimos en la obligación de tomarnos un interés paternal por el chico. —Hizo una pausa—. No tengo que decirle que emparentar con su familia sería un notable triunfo para Hugh.

—Qué amable de su parte decir una cosa así —expresó lady Stalworthy, como si acabara de escuchar un bonito cumplido—. Los Pilaster no tienen nada que envidiar en cuanto a familia distinguida.

—Gracias. Si Hugh trabaja con dedicación algún día se ganará bien la vida.

Lady Stalworthy pareció un poco sorprendida ante la insinuación.

—¿Su padre no dejó nada, pues?

—No. —Augusta creía oportuno informar a la señora de que Hugh no recibiría ningún dinero de sus tíos cuando se casara. Anunció—: Tendrá que trabajar, abrirse camino en el banco y vivir de su salario.

—Ah, sí —dijo lady Stalworthy, y en su semblante apareció un asomo de decepción—. Por suerte, Florence tiene una pequeña independencia.

A Augusta se le cayó el alma a los pies. De modo que Florence tenía dinero propio. La mujer se preguntó cuánto. Los Stalworthy no eran tan acaudalados como los Pilaster —pocas personas lo eran—, pero Augusta creía que estaban en situación económica algo más que buena. De cualquier modo, el que Hugh fuese pobre no bastaba para poner a lady Stalworthy en contra suya. Augusta tendría que recurrir a medidas más drásticas.

—Nuestra querida Florence sería una gran ayuda para Hugh… una influencia estabilizadora, estoy segura.

—Sí —articuló lady Stalworthy ambiguamente, y luego enarcó las cejas—. ¿Estabilizadora?

Augusta titubeó. Aquello era peligroso, pero había que arriesgarse.

—Nunca hago caso de las murmuraciones, y tengo la certeza de que usted tampoco —dijo—. Tobias tuvo muy mala suerte, de eso no hay duda, pero Hugh apenas muestra indicio alguno de que ha heredado la debilidad…

—Bueno —dijo lady Stalworthy, pero su rostro manifestaba una profunda inquietud.

—A pesar de todo, a Joseph y a mí nos haría felices verle casado con una muchacha tan sensible como Florence. Una intuye que sabría tratarle con mano firme si…

Augusta dejó la frase en el aire.

—Yo… —lady Stalworthy tragó saliva—. No recuerdo bien cuál era la debilidad de su padre.

—Bien, en realidad, se trataba de un chisme…

—Desde luego, esto quedará entre usted y yo, naturalmente.

—Quizá no debí mencionarlo.

—Pero he de saberlo todo, por el bien de mi hija. Estoy segura de que lo comprende.

—El juego —articuló Augusta en voz muy baja. Por nada del mundo querría que alguien la oyese: no faltaban allí personas que sabían que estaba mintiendo—. Eso fue lo que le indujo a quitarse la vida. La vergüenza, ya sabe.

«No permita el Cielo que los Stalworthy se tomen la molestia de comprobar la veracidad de lo que acabo de decir», pensó Augusta fervorosamente.

—Tenía entendido que su empresa quebró.

—Eso también.

—¡Qué tragedia!

—Lo cierto es que Joseph ha tenido que pagar las deudas de Hugh un par de veces, pero la última le habló muy seriamente y estamos seguros de que el chico no reincidirá.

—Eso es tranquilizador —declaró lady Stalworthy, pero su rostro expresaba algo muy distinto.

Augusta comprendió que probablemente ya había dicho bastante. La apariencia de que estaba a favor de la boda resultaba ya peligrosamente insostenible. Volvió a mirar por la ventana. Florence celebraba con su risa algo que decía Hugh; la muchacha había echado la cabeza hacia atrás y enseñaba los dientes de un modo más bien… indecoroso. Hugh se la estaba comiendo prácticamente con los ojos. En la fiesta, todos se daban cuenta de que se atraían el uno al otro.

—Calculo que no tardará mucho en declararse ese noviazgo —opinó Augusta.

—Tal vez ya han hablado suficiente por hoy —dijo lady Stalworthy con aire preocupado—. Vale más que intervenga. Dispénseme.

—No faltaba más.

Lady Stalworthy se encaminó hacia el jardín.

Augusta se sintió aliviada. Había llevado con eficacia aquella difícil conversación. Ahora, lady Stalworthy desconfiaba de Hugh, y cuando a una madre se le despierta la intranquilidad con respecto al pretendiente de su hija, es raro que al final se muestre favorable al muchacho.

Augusta miró en torno y localizó a Beatrice Pilaster, otra cuñada suya. Joseph había tenido dos hermanos: Tobias, el padre de Hugh, y William, al que siempre llamaban Young («Joven»), porque nació veintitrés años después de Joseph. William contaba ahora veinticinco años y aún no formaba parte del banco como socio. Beatrice era su esposa. Parecía una cachorrilla crecida, dichosa, torpona y ávida de ser amiga de todo el mundo.