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Hugh Pilaster lucía una corbata nueva, estilo fular, de color azul celeste, un poco ahuecada en la parte delantera del cuello y sujeta con un alfiler. Lo cierto es que debía llevar una chaqueta nueva, pero sólo ganaba sesenta y ocho libras anuales, de modo que había tenido que conformarse con realzar un poco las viejas prendas con una corbata nueva. El fular era la última moda y el azul celeste tal vez fuese un color atrevido; pero cuando lanzó un vistazo a su imagen, reflejada en el enorme espejo de encima de la repisa de la chimenea del salón de tía Augusta, comprobó que la corbata azul y el traje negro resultaban más bien atractivos, a juego con el tono garzo de sus ojos y la negrura de su pelo. Confió en que el fular le proporcionara un aire seductoramente desenvuelto. A lo mejor Florence Stalworthy llegaba a creerlo así. Desde que conoció a la muchacha, Hugh Pilaster había empezado a preocuparse por la ropa.

Resultaba un poco embarazoso vivir en casa de Augusta y ser tan pobre; pero en el Banco Pilaster era una tradición pagar a quienes trabajaban en él conforme a la función que desempeñaban, a lo que valían, al margen de si eran o no miembros de la familia. Otra tradición era la de que todo el mundo empezaba allí desde abajo. En el colegio, Hugh había sido un alumno estrella, y de no haberle gustado tanto meterse en jaleos, hubiera sido un destacado dirigente escolar; pero su educación contaba poco en el banco, donde realizaba tareas de auxiliar administrativo… y recibía el salario correspondiente a esa categoría. Sus tíos nunca le brindaron ayuda económica alguna, así que el muchacho tenía que aguantarse con su aspecto de quiero y no puedo.

Naturalmente, tampoco le preocupaba mucho lo que opinasen los demás acerca de su apariencia. Pero en el caso de Florence Stalworthy, la cosa cambiaba. Era una preciosidad de tez clara, hija del conde de Stalworthy; pero lo más estimulante de la joven era que se interesaba por Hugh Pilaster. La verdad es que Hugh Pilaster se hubiera sentido fascinado por cualquier muchacha que le dirigiese la palabra, lo cual le desazonaba, porque sin duda quería decir que sus sentimientos eran superficiales; pero no podía evitarlo. El hecho de que una chica le tocase ligeramente bastaba para que a Hugh se le secara la boca. Al instante le atormentaba la curiosidad, el anhelo de saber cómo serían la piernas de la moza debajo de las faldas y las enaguas. En ocasiones, el deseo llegaba a dolerle como una herida. Había cumplido ya los veinte años, pero experimentaba aquello desde los quince, y en los cinco años transcurridos no había besado a nadie, con la excepción de su madre.

Una fiesta como aquel té organizado por Augusta constituía una exquisita tortura. Como se trataba de una reunión social, todas las personas que alternaban allí eran agradables y simpáticas, encontraban en seguida un tema de conversación común y se interesaban unas por otras. Las muchachas parecían adorables, sonreían y a veces hasta coqueteaban, aunque, eso sí, discretamente. La casa estaba tan llena de gente que, inevitablemente, algunas damitas rozaban a Hugh, tropezaban con él al dar media vuelta, le tocaban el brazo o incluso oprimían sus pechos contra la espalda del muchacho cuando alguien las empujaba. A Hugh le aguardaba una semana de noches intranquilas.

Como no podía ocurrir de otra manera, a muchos de los presentes les unían lazos de parentesco. Su padre, Tobias, y el padre de Edward, Joseph, habían sido hermanos. Pero el padre de Hugh había retirado su capital del negocio de la familia, creó su propia empresa, se arruinó y se suicidó. Por esa razón Hugh tuvo que abandonar el costoso colegio interno de Windfield y continuar sus estudios, como alumno externo, en la Academia Folkestone para Hijos de Caballeros; por esa razón tuvo que ponerse a trabajar a los diecinueve años, en vez de realizar un viaje por Europa y derrochar unos cursos en la universidad; también por ese motivo tuvo que irse a vivir a casa de su tía, y por esa razón no tenía ropa nueva que ponerse para la fiesta. Era un pariente, pero un pariente pobre; un fastidio para una familia cuyo orgullo, confianza y posición social se basaban en los bienes materiales.

A ninguno de los Pilaster se le hubiera pasado jamás por la cabeza resolver el problema proporcionándole dinero. La pobreza era un castigo para quienes naufragaban en el proceloso mar de los negocios, y si uno empezaba a aliviar las penalidades fruto de los fracasos, entonces los frustrados carecerían de incentivo para hacer las cosas como era debido.

—También puedes poner colchones de plumas en las camas de las celdas de las cárceles —solían decir a quien les sugería facilitar algo la vida a los perdedores.

El padre de Hugh había sido víctima de una crisis financiera, pero eso no representaba ninguna diferencia. Cayó el 11 de mayo de 1866, fecha que los banqueros conocían como el Viernes Negro. Aquel día, una firma intermediaria de efectos mercantiles llamada Overend y Gurney S. L. se declaró en quiebra por cinco millones de libras esterlinas y arrastró en su hundimiento a muchas empresas, entre las que figuraban la Sociedad Bancaria de Londres, la firma constructora de sir Samuel Peto y la razón social Tobias Pilaster y Cía. Pero, de acuerdo con la filosofía de los Pilaster, en los negocios no había excusas. En aquellos momentos la crisis económica estaba causando estragos, y seguramente quebrarían un par de firmas más antes de que se superase por completo; pero los Pilaster se protegían enérgicamente, recusando a los clientes financieramente débiles, restringiendo los créditos y rechazando con firmeza inflexible todas las operaciones mercantiles que no fueran incuestionablemente seguras. Creían que seguir los dictados del instinto de conservación era el deber más importante de un banquero.

«Bueno» —pensaba Hugh—, «también yo soy un Pilaster. Puede que no tenga la nariz de los Pilaster, pero sé lo que es el instinto de conservación». A veces, cuando meditaba sobre lo que le había sucedido a su padre, la rabia hervía en su pecho y entonces nacía en él la absoluta determinación de llegar a ser más rico y más respetado que toda aquella maldita caterva. En su económico colegio diurno adquirió los prácticos conocimientos de la ciencia y la aritmética, mientras su privilegiado primo Edward forcejeaba con el griego y el latín; y la circunstancia de no asistir a la universidad le permitió ingresar antes en el mundo laboral del comercio. Nunca tuvo la tentación de cambiar de vida, de hacer algo distinto a lo que hacía: dedicarse a la pintura, ingresar en el Parlamento como diputado o convertirse en clérigo. Llevaba las finanzas en la sangre. En un momento determinado podía citar el tipo de interés bancario vigente antes de decir si estaba lloviendo o no. Estaba firmemente decidido a no ser jamás tan presuntuoso e hipócrita como sus parientes mayores, pero también estaba igualmente decidido a ser banquero.

Sin embargo, no se obsesionaba pensando mucho en ello. La mayor parte del tiempo pensaba en las chicas.

Salió a la terraza y vio que Augusta se dirigía hacia él. La mujer llevaba de la mano a una muchacha.

—Querido Hugh —dijo—, aquí tienes a tu amiga, la señorita Bodwin.

Hugh gruñó para sus adentros. Rachel Bodwin era una joven alta e intelectual de opiniones radicales. No era guapa —tenía el pelo castaño oscuro y los ojos claros, quizá demasiado juntos—, pero sí vivaracha e interesante, pletórica de ideas subversivas, y a Hugh le cayó bien al principio, cuando acababa de llegar a Londres para entrar a trabajar en el banco. Pero Augusta resolvió que Hugh debía casarse con Rachel y eso estropeó las relaciones. Antes de la intervención de Augusta, Rachel y Hugh discutieron encarnizada y libremente acerca del divorcio, la religión, la pobreza y el voto para las mujeres. Pero a partir del instante en que Augusta inició su campaña para que se unieran en matrimonio, dejaron de tratarse con confianza y apenas intercambiaban un mínimo de cháchara insípida.

—Tienes un aspecto encantador, señorita Bodwin —saludó Hugh automáticamente.

—Eres muy amable —correspondió ella en tono aburrido.

Augusta se disponía a retirarse cuando reparó en la corbata de Hugh.

—¡Cielos! —exclamó—. Pero ¿qué es eso? ¡Pareces un tabernero!

Hugh se puso carmesí. Si se le hubiera ocurrido una réplica ingeniosa y mordaz, se habría atrevido a soltársela, pero no acudió nada a su mente, y todo lo que pudo hacer fue murmurar:

—Es una nueva moda de corbata. Se llama fular.

—Dásela mañana al limpiabotas —dijo Augusta, y se alejó.

En el ánimo de Hugh brotó una llamarada de resentimiento contra el destino que le obligaba a vivir con una tía tan autoritaria.

—Las mujeres no deben formular comentarios sobre las prendas que llevan los hombres —silabeó malhumoradamente—. No es propio de una dama.

—Opino que las mujeres deben hacer comentarios sobre cualquier cosa que les interese, por lo que no tengo inconveniente en declarar que me gusta tu corbata y que hace juego con tus ojos.

Hugh se sintió reconfortado, al tiempo que le dirigía una sonrisa. Después de todo, Rachel era una chica simpática. Sin embargo, no era por su simpatía por lo que Augusta deseaba que Hugh se casase con ella. Rachel era hija de un abogado especializado en contratos mercantiles. Su familia no poseía más dinero que los ingresos que le procuraba la actividad profesional del padre, y en la escala social se encontraba varios peldaños por debajo de los Pilaster; en realidad, no estarían en aquella fiesta de no ser porque el señor Bodwin había realizado un trabajo provechoso para el banco. Rachel era una chica que ocupaba un lugar bastante bajo en la vida, y al casarse con ella, Hugh confirmaría su condición de miembro inferior de la familia Pilaster; y eso era lo que Augusta pretendía.

Hugh no rechazaba de plano la idea de declararse a Rachel. Augusta llegó a insinuarle que, si se casaba con aquella muchacha, les haría un generoso regalo de boda. Pero a él no le tentaba el regalo de boda, lo que sí le resultaba tentador era pensar que todas las noches podría meterse en la cama con una mujer, podría levantarle los faldones del camisón, por encima de los tobillos, de las rodillas, de los muslos…

—No me mires así —expresó Rachel, sagaz—. Sólo he dicho que me gusta tu corbata.

Hugh volvió a sonrojarse. Seguramente ni por asomo sospecharía lo que había estado pasando por su cerebro, ¿o sí? Los pensamientos que le inspiraban las mujeres eran tan ordinariamente físicos que casi siempre se avergonzaba de ellos.

—Lo siento —musitó.

—Hay un montón de Pilaster por aquí —constató Rachel alegremente, al lanzar una mirada a su alrededor—. ¿Qué tal te llevas con todos ellos?

Hugh también miró a su alrededor. Vio entrar entonces a Florence Stalworthy. Era extraordinariamente bonita, con sus bucles rubios cayéndole sobre los delicados hombros, su vestido rosa adornado con encajes y lazos de seda, su sombrero rematado con plumas de avestruz. Florence captó su mirada y le sonrió desde el otro lado de la estancia.

—Observo que he perdido tu interés —dijo Rachel con su franqueza característica.

—Lo lamento infinitamente —se excusó Hugh.

Rachelle le cogió el brazo.

—Hugh, querido, atiéndeme un momento. Me gustas. Eres una de las pocas personas de Londres que no son inenarrablemente aburridas. Pero no te quiero y jamás me casaré contigo, por mucho que tu tía se esfuerce en unirnos.

Hugh se sobresaltó.

—Digo que… —empezó.

Pero ella no había terminado.

—Y sé que te avergüenzas tanto como yo, así que, por favor, no finjas que la angustia te desgarra el corazón.

Al cabo de unos segundos de perplejidad, Hugh sonrió. Aquella forma de ir al grano era lo que le encantaba de la chica. Pero supuso que Rachel tenía razón: una cosa era gustar y otra querer. Él no estaba seguro de lo que era el amor, pero la muchacha sí parecía saberlo.

—¿Significa eso que podemos volver a enzarzarnos en feroces diatribas acerca del sufragio femenino? —preguntó jubiloso.

—Sí, pero no hoy. Hoy quiero hablarte de tu viejo compañero de colegio, el señor Miranda.

Hugh arrugó el entrecejo.

—Micky no podría deletrear la palabra «sufragio», y mucho menos explicarte qué quiere decir.

—Pues, a pesar de eso, la mitad de las debutantes de Londres se desmayan a su paso.

—No imagino por qué.

—Es una Florence Stalworthy en masculino —aclaró Rachel, y le dejó allí sin más.

La frente de Hugh se llenó de arrugas mientras le daba vueltas en la cabeza a aquellas palabras. Micky sabía que Hugh era un pariente pobre y lo trataba en consecuencia, de modo que a Hugh le resultaba difícil ser objetivo con respecto a él. Micky era bien parecido y vestía con magnificencia. A Hugh le recordaba a un gato de reluciente piel, lustroso y sensual. La cuestión no estribaba del todo en que se atildase con esmero; los hombres decían que no era muy viril, pero eso a las mujeres no parecía importarles.

Al seguir a Rachel con la mirada, Hugh la vio atravesar el salón y acercarse al punto donde estaban Micky y su padre, que habían entablado conversación con la hermana de Edward, Clementine, tía Madeleine y la joven tía Beatrice. Micky se volvió en aquel momento hacia Rachel, le prestó toda su atención, le estrechó la mano y le dijo algo que provocó la risa de la muchacha. Hugh se percató de que Micky siempre tenía a su alrededor a tres o cuatro mujeres con las que hablar.

Simultáneamente, experimentó un ramalazo de desagrado al calar en su cerebro la sugerencia de que a Florence podía gustarle Micky. Ella era atractiva y popular, lo mismo que él, pero Hugh pensaba que Micky tenía mucho de sinvergüenza.

Se abrió paso hasta llegar junto a Florence. Estaba emocionado, pero nervioso.

—¿Qué tal, lady Florence?

La muchacha sonrió deslumbradoramente.

—¡Qué casa tan extraordinaria!

—¿Te gusta?

—Pues, no sé qué decir.

—Eso es lo que dice casi todo el mundo.

Florence se echó a reír como si Hugh hubiera pronunciado una ocurrencia ingeniosa, y él se sintió en la gloria.

—Es muy moderna, ¿sabes? —continuó Hugh—. ¡Tiene cinco cuartos de baño!, y en el sótano hay una enorme caldera que calienta el agua que luego, por la red de tuberías que cubren el edificio, determina la temperatura dentro de la casa.

—Tal vez el barco de piedra que corona el gablete sea un poco excesivo.

Hugh bajó la voz.

—Opino lo mismo. Me hace pensar en la cabeza de un buey colocada encima de la puerta de una carnicería.

La muchacha volvió a reír. A Hugh le encantó ser capaz de provocar sus risas. Decidió que sería estupendo sacar a Florence de entre la multitud.

—Vayamos a ver el jardín —propuso.

—¡Qué adorable!

No tenía nada de adorable, puesto que todo estaba recién plantado, pero eso no importaba en absoluto. La condujo a través del salón y, al salir a la terraza, Augusta les abordó. Tras dirigir una mirada de reproche a Hugh, exclamó:

—Lady Florence, ¡qué amable ha sido al venir! Edward le enseñará el jardín. —Agarró a Edward, que se encontraba cerca, y los envió a los dos hacia el nuevo vergel, antes de que Hugh tuviese tiempo de pronunciar una sola palabra. El muchacho apretó los dientes y se prometió que no le permitiría salirse con la suya tan fácilmente—. Hugh, querido, ya sé que quieres charlar con Rachel —dijo Augusta. Le cogió de un brazo, lo llevó de nuevo al salón y Hugh no pudo hacer nada para impedirlo, porque no era cosa de liberarse de un tirón y montar una escena. De pie frente a ellos, Rachel hablaba con Micky Miranda y el padre de éste—. Micky, quiero que tu padre conozca a mi hermano político, don Samuel Pilaster —expresó Augusta. Apartó a Micky y a su padre y se los llevó de allí. Hugh volvió a quedarse de nuevo solo con Rachel.

La muchacha soltó una carcajada.

—No se puede discutir con ella.

—Sería como discutir con un tren que acaba de estrellarse —bufó Hugh. A través de la ventana vio ondular el vestido de Florence; el vuelo de su falda se agitaba al fondo del jardín, junto a Edward.

Rachel siguió la dirección de su mirada.

—Ve tras ella.

—Gracias —sonrió Hugh.

Se apresuró jardín adelante. Cuando se acercaba a la pareja se le ocurrió la jugada. ¿Por qué no imitar el juego de su tía y separar así a Edward de Florence? Augusta se volvería loca de rabia cuando lo averiguase… pero merecía la pena sufrir sus iras a cambio de disfrutar de unos minutos en el jardín a solas con Florence. «¡Al diablo!», pensó.

—¡Ah, Edward! —anunció—. Tu madre me ha encargado que te diga que vayas a encontrarte con ella. Está en el vestíbulo.

Edward no hizo objeción alguna: estaba acostumbrado a los súbitos cambios de idea de su madre.

—Le ruego me disculpe, lady Florence —se excusó. Los dejó y entró en la casa.

—¿De verdad envió a buscarle? —preguntó Florence.

—No.

—¡Qué perverso! —comentó la muchacha, pero sonreía.

Hugh la miró a los ojos y se recreó gozosamente en la alegría de su aprobación. Lo pagaría caro después, pero estaba dispuesto a soportar peores padecimientos por una sonrisa como aquélla.

—Vamos a ver el huerto —dijo Hugh.