Micky Miranda contaba veintitrés años cuando su padre fue a Londres a comprar rifles.
El señor don Carlos Raúl Xavier Miranda, más conocido por Papá, era hombre de baja estatura y hombros macizos. Su curtido rostro constituía una talla de agudas aristas que irradian crueldad y agresividad. A lomos de su garañón castaño, con los zahones y el sombrero de fieltro de anchas alas, su figura podía resultar airosa e impresionante; pero en Hyde Park, vestido con levita y chistera, se sentía ridículo y eso le convertía en un individuo de peligroso mal genio.
No se parecían mucho. Micky era alto y esbelto, de facciones regulares y más inclinado a sonreír que a fruncir el ceño. Los refinamientos de la vida de Londres le tenían robado el corazón: ropa elegante, modales educados, sábanas de hilo y fontanería interior. Su gran temor era que su padre se empeñase en hacerle regresar a Córdoba. No podría suportar la vuelta al tormento de los días en la silla de montar y las noches durmiendo en el duro suelo. Todavía era peor, incluso, la perspectiva de verse bajo el dominio de su hermano Paulo, que era una réplica de su padre. Tal vez Micky volviera a casa algún día, pero entonces lo haría como personaje importante por méritos propios, no como benjamín de Papá Miranda. Mientras tanto, tenía que convencer a su padre de que le era mucho más útil allí, en Londres, que en la casa familiar de Córdoba.
Paseaban por el South Carriage Drive en la soleada tarde de un sábado. A pie, a caballo o en carruajes descubiertos pululaban asimismo por el parque innumerables londinenses bien trajeados, todos ellos disfrutando de la cálida temperatura. Pero Papá Miranda no disfrutaba precisamente.
—¡Debemos hacernos con esos rifles! —murmuró para sí en español. Y lo repitió un par de veces.
Micky se expresó en el mismo idioma:
—Puedes adquirirlos en Córdoba —dijo tanteando el terreno.
—¿Dos mil unidades? —dudó—. Quizá me fuera posible. Pero sería una compra tan desproporcionada que todo el mundo se enteraría.
De modo que deseaba mantenerlo en secreto. Micky no tenía idea de lo que estaba tramando su padre. El importe de los dos mil fusiles y de sus correspondientes municiones se llevaría, con toda probabilidad, las reservas de efectivo de la familia. ¿Por qué necesitaba su padre, de pronto, tantas armas de fuego? En Córdoba no había habido guerra alguna desde la ya legendaria Marcha de los Vaqueros, cuando Miranda condujo a sus huestes a través de los Andes para liberar la provincia de Santamaría, arrebatándosela a los señores feudales españoles[1]. ¿Quiénes iban a empuñar aquellos fusiles? Sumados los vaqueros de Miranda, los parientes, vecinos y gorrones, el conjunto no llegaría al millar de hombres. Papá Miranda tendría la intención de reclutar más. ¿A quién iban a combatir? Papá Miranda no parecía dispuesto a proporcionarle voluntariamente tal información y Micky temía pedirla.
—De todas formas —dijo, en cambio—, seguramente en nuestro país no conseguirías unas armas de tan alta calidad.
—Eso es cierto —convino Papá Miranda—. El Westley-Richard es el rifle más estupendo que he visto en toda mi vida.
Micky estaba en condiciones de asesorar a su padre en la adquisición de los fusiles. A Micky siempre le había fascinado toda clase de armas y estaba al día en cuanto a los últimos adelantos técnicos. Su padre necesitaba rifles de cañón corto, que no fuesen incómodos de manejar para hombres a caballo. Micky había llevado a su padre a una fábrica de Birmingham, donde le enseñaron la carabina Westley-Richard con el mecanismo de retrocarga, apodado «cola de mono» por su palanca curvada.
—Y los hacen rápido —dijo Micky.
—Creí que tendría que esperar seis meses a que los manufacturasen. ¡Pero pueden fabricarlos en unos días!
—Es la maquinaria norteamericana que emplean.
Antiguamente, cuando las armas de fuego las hacían los herreros, que preparaban las piezas, las montaban y tenían que probar las unidades una por una, se hubieran necesitado seis meses para fabricar dos mil rifles; pero la maquinaria moderna era tan precisa que las piezas de un arma encajaban en cualquier otra del mismo modelo, y una fábrica bien equipada podía producir centenares de rifles idénticos en un día, como si fueran alfileres.
—¡Y ese artilugio que produce doscientos mil cartuchos diarios! —exclamó Papá Miranda, al tiempo que meneaba la cabeza, maravillado. Luego, su humor cambió otra vez y dijo en tono preocupado—: Pero ¿cómo pueden pedir el pago por adelantado, antes de la entrega de los rifles?
Papá Miranda no sabía nada acerca de comercio internacional y daba por supuesto que el fabricante entregaría los fusiles en Córdoba y aceptaría que se los abonaran allí. Por el contrario, se requería el pago de las armas antes de que éstas saliesen de la factoría de Birmingham.
Pero Papá Miranda se mostraba reacio a embarcar barriles de monedas de plata y enviarlas a través del océano Atlántico. Y lo peor era que no podía entregar la fortuna de toda la familia antes de que las armas estuvieran seguras en su poder.
—Resolveremos el problema —le apaciguó Micky—. Para eso están los bancos mercantiles.
—Repítemelo —dijo Papá Miranda—. Quiero estar seguro de que lo entiendo.
A Mike le encantaba poder explicar algo a su padre.
—El banco pagará al fabricante de Birmingham. Se encargará de que se embarquen las armas con destino a Córdoba y las asegurará contra los riesgos que puedan presentarse durante la travesía. Cuando lleguen los rifles, el banco te cobrará el importe de los mismos en su oficina de Córdoba.
—Pero entonces tendrán que embarcar la plata rumbo a Inglaterra.
—No necesariamente. El dinero que les abones pueden invertirlo en la compra de un cargamento de carne vacuna salada y transportarla de Córdoba a Londres.
—¿De qué viven?
—Se quedan con una parte del dinero de las operaciones. Al pagar al fabricante de armas, le hacen un descuento sobre el importe, deducen una comisión de las facturas del embarque y del seguro y te cargan a ti un porcentaje por los rifles.
Papá Miranda asintió. Se esforzaba por no demostrarlo, pero se sentía impresionado, lo que hizo feliz a Micky.
Salieron del parque y avanzaron por Kensington Gore, hacia el domicilio de Joseph y Augusta Pilaster.
Durante todos y cada uno de los siete años transcurridos desde que Peter Middleton se ahogó, Micky pasó las vacaciones con los Pilaster. Al concluir los estudios en el Windfield, Edward y él recorrieron Europa durante un año, y con Edward compartió también habitación los tres años que estuvieron en la Universidad de Oxford, dedicados a jugar, a beber y a montar sonadas juergas, sin apenas molestarse en fingir que estudiaban.
Micky no había vuelto a besar a Augusta. Y no por falta de ganas. Le habría gustado, incluso, hacer algo más que besarla. Pero presentía que ella no se lo hubiera permitido. Estaba seguro de que bajo la capa superficial de arrogancia gélida palpitaba el fogoso corazón de una mujer apasionada y sensual. Sin embargo, la prudencia le contuvo. Había conseguido algo de inapreciable valor al verse aceptado casi como un hijo por una de las más adineradas familias de Inglaterra y hubiera sido una insensatez demencial poner en peligro tan apreciada situación tratando de seducir a la atractiva esposa de Joseph. A pesar de todo, no podía impedir soñar con ello.
Los padres de Edward se habían mudado recientemente a una nueva casa. Kensington Road, hasta hacía poco un camino rural que a través de los campos unía Mayfair con la aldea de Kensington, era ahora una avenida flanqueada en su lado sur por espléndidas mansiones. En el lado norte se encontraban Hyde Park y los jardines del palacio de Kensington. Era el sitio perfecto para que una rica familia de banqueros estableciese su hogar.
Micky no identificaba a ciencia cierta el estilo arquitectónico.
Desde luego, era impresionante. Un edificio de ladrillo rojo y piedra blanca, con enormes ventanales emplomados en la planta baja y en el primer piso. Por encima de ese primer piso se elevaba un enorme gablete, cuya forma triangular ceñía tres hileras de ventanas: de seis, de cuatro y, en el ápice, de dos; ventanas que corresponderían seguramente a los dormitorios, a las habitaciones de los innumerables parientes, invitados y servidores. En las pendientes laterales del gablete había pequeñas repisas, y sobre ellas animales de piedra: leones, dragones y monos. En el vértice superior, un barco con todo el velamen desplegado. Tal vez representaba al buque negrero que, de acuerdo con la leyenda de la familia, constituyó la base de la riqueza de los Pilaster.
—Estoy seguro de que en todo Londres no hay otra casa como ésta —comentó Micky mientras su padre y él la contemplaban desde fuera.
—No cabe duda de que es lo que la señora pretendía —repuso Miranda en español.
Micky asintió. Papá Miranda no conocía personalmente a Augusta, pero ya la había catalogado.
El edificio tenía un sótano amplio. Un puente cruzaba la zona del basamento y conducía al porche de la entrada. La puerta estaba abierta y ambos entraron. Augusta celebraba un té, una merienda organizada para enseñar la casa. El vestíbulo de paredes recubiertas de madera de roble rebosaba de invitados y sirvientes. Micky y su padre entregaron el sombrero a un criado de librea y se abrieron paso entre la multitud, hacia el salón de la parte posterior de la casa. Las puertas cristaleras estaban abiertas de par en par y los asistentes a la fiesta se esparcían por la embaldosada terraza y el alargado jardín.
Para presentar a su padre, Micky había elegido de forma deliberada una ocasión en la que hubiera mucha gente, ya que los modales del señor Miranda no siempre se encontraban a la altura de los que regían en Londres y era mejor que a los Pilaster se les fuese conociendo poco a poco. Ni siquiera en Córdoba se preocupaba mucho Miranda de estar al nivel de las sutilezas sociales, y acompañarle por Londres era como llevar un león sujeto por una correa. El señor Miranda insistió en llevar continuamente su pistola debajo de la chaqueta.
Papá Miranda no necesitó que Micky le señalase a Augusta.
La señora se erguía en el centro de la sala, envuelta en un vestido de seda azul de cuello rectangular que revelaba la prominencia de sus pechos. Mientras Papá Miranda le estrechaba la mano y la miraba como hipnotizado, la voz de terciopelo de Augusta dijo en tono bajo:
—Es un placer conocerle por fin, señor Miranda…
Embelesado automática y absolutamente, Miranda hizo una profunda reverencia, inclinándose por encima de la mano de la mujer.
—Nunca podré pagarle lo bondadosa que ha sido con mi hijo —manifestó en su defectuoso inglés.
Micky observó a Augusta, que proyectaba su hechizo sobre Miranda. La mujer había cambiado muy poco desde el día en que la besó en la capilla del Colegio Windfield. El par de leves arrugas adicionales aparecidas en torno a sus ojos la hacían más fascinante; el toque plateado surgido en sus cabellos realzaba la negrura de los demás; y si bien había engordado ligeramente ello aumentaba la voluptuosidad de su cuerpo.
—Micky me ha hablado mucho de su espléndido rancho —decía la señora Pilaster a Papá Miranda.
Éste bajó la voz.
—Debe usted visitarnos algún día.
No lo permita Dios, pensó Micky. Augusta estaría en Córdoba tan fuera de lugar como un flamenco en una mina de carbón.
—Quizá lo haga —dijo Augusta—. ¿Cuánto dura el viaje?
—Con los veloces barcos modernos, sólo se tarda un mes.
Micky se dio cuenta de que su padre retenía aún la mano de Augusta y de que hablaba en tono más suave. Se había prendado de ella. Micky sintió un ramalazo de celos. Si alguien iba a coquetear con Augusta, debería ser él, no su padre.
—Me han dicho que Córdoba es un país hermosísimo —elogió Augusta.
Micky rezó para que su padre no cometiese ninguna inconveniencia. Sin embargo, podía ser encantador cuando le cuadraba, y en aquel momento le placía interpretar, en honor de Augusta, el papel de romántico gran señor de América del Sur.
—Puedo prometerle que la recibiríamos como la reina que es —dijo en voz baja; y era evidente que se esforzaba en halagarla.
Pero, en ese aspecto, Augusta era una digna competidora.
—¡Qué perspectiva tan extraordinariamente tentadora! —exclamó con una desvergonzada falta de sinceridad que anegó la cabeza de Papá Miranda. Al tiempo que retiraba la mano sin perder una décima de segundo más, Augusta miró por encima del hombro y declamó—: ¡Vaya, capitán Tillotson, qué amable ha sido usted al honrarnos con su presencia!
Y se alejó a saludar al recién llegado.
Miranda se quedó cabizbajo. Tardó unos minutos en recobrar la compostura. Después pidió con brusquedad:
—Preséntame al director del banco.
—No faltaba más —dijo Micky nerviosamente. Miró en torno, buscando al viejo Seth. Allí estaba el clan de los Pilaster en pleno, incluidas tías solteronas, sobrinas y sobrinos, parientes políticos y primos segundos. Reconoció a un par de miembros del Parlamento y una miríada de nobles de segunda categoría. Micky supuso que, en su mayor parte, los demás invitados eran relaciones comerciales… y competidores también, pensó al ver la delgada y enhiesta figura de Ben Greenbourne, director del Banco Greenbourne, del que se decía que era el hombre más rico del mundo. Ben era el padre de Solomon, el muchacho al que Micky siempre había conocido como Greenbourne el Gordo. Tras salir del colegio, habían perdido el contacto: el Gordo no cursó estudios universitarios ni hizo viaje alguno por Europa, sino que pasó directamente a colaborar en el negocio paterno.
En términos generales, la aristocracia consideraba una vulgaridad hablar de dinero, pero aquel grupo carecía de semejantes inhibiciones y Micky oyó pronunciar continuamente la palabra «quiebra». En la prensa aparecía a veces escrita como «Kratch», porque el crac se inició en Austria. Las acciones habían bajado y el tipo de interés bancario había subido, según Edward, que acababa de entrar a trabajar en el banco de la familia. Algunas personas se alarmaban, pero los Pilaster confiaban en que Viena no arrastraría a Londres al desastre económico.
Micky condujo a su padre a través de la puerta cristalera que se abría hacia la terraza embaldosada, en la que habían dispuesto bancos de madera, a la sombra de los rayados toldos. Encontraron allí al viejo Seth, que se cubría las rodillas con una manta, a pesar de la calurosa temperatura de la primavera. Debilitado por una enfermedad indeterminada, parecía tan frágil como un cascarón de huevo, pero su nariz era la típica de los Pilaster: una gran hoja curva que le confería un aspecto aún formidable.
Una invitada volcaba sobre el anciano una coba excesiva:
—¡Qué lástima que no se encuentre lo bastante en forma como para ir a la recepción real, señor Pilaster!
Micky pudo haber dicho a la mujer que era un error inmenso decir tal cosa a un Pilaster.
—Por el contrario —replicó Seth pomposamente—, me alegro de haber excusado mi asistencia. No veo por qué tengo que doblar la rodilla ante personas que en su vida han ganado un penique con su esfuerzo.
—Pero el príncipe de Gales… ¡qué distinción!
Seth no estaba de humor para discutir —la verdad es que casi nunca lo estaba—, y repuso:
—Mire, joven dama, el apellido Pilaster se acepta como garantía de honradez comercial en rincones del globo en los que jamás tuvo nadie noticia de la existencia del príncipe de Gales.
—¡Señor Pilaster, habla casi como si desaprobara a la familia real! —insistió la mujer, procurando dar un tono festivo a su voz.
Seth llevaba setenta años sin mostrarse festivo.
—Desapruebo la ociosidad —afirmó—. La Biblia dice: «Quien no quiera trabajar, tampoco coma». Eso lo escribió san Pablo en la Segunda Carta a los Tesalonicenses, capítulo tercero, versículo décimo, y omitió manifiestamente decir que la realeza era una excepción a la regla.
La mujer se retiró, confundida. Micky contuvo la sonrisa y abordó al anciano:
—Señor Pilaster, permítame presentarle a mi padre, don Carlos Miranda, que ha venido de Córdoba para hacernos una visita.
Seth estrechó la mano de don Carlos Miranda.
—De Córdoba, ¿eh? Mi banco tiene una oficina abierta en su capital, Palma.
—Yo voy muy poco a la capital —respondió Papá Miranda—. Tengo un rancho en la provincia de Santamaría.
—De modo que se dedica al negocio de la carne vacuna.
—Sí.
—Hay que meterse en el frigorífico.
Papá Miranda se quedó desconcertado. Micky le explicó:
—Alguien ha inventado una máquina que mantiene fría la carne. Si descubren un sistema para instalarla en los barcos, estaremos en condiciones de transportar a todo el mundo carne fresca sin tener que salarla.
Papá Miranda frunció el entrecejo.
—Eso puede resultarnos perjudicial. Tengo una gran planta de salazón.
—Derríbela —aconsejó Seth—. Métase en la congelación.
A don Carlos Miranda no le gustaba que otra persona le dijera lo que tenía que hacer y Micky empezó a sentirse un poco inquieto. Por el rabillo del ojo vislumbró a Edward.
—Quiero que conozcas a mi mejor amigo —se las arregló para apartar a su padre de Seth—. Permite que te presente a Edward Pilaster.
Miranda examinó a Edward con mirada fría y perspicaz. Edward no era precisamente guapo —se parecía al padre, no a la madre—, pero tenía el aspecto físico de un saludable muchacho del campo, musculoso y de piel rubicunda. Trasnochar y beber vino en abundancia no le había pasado factura… al menos todavía. Papá Miranda le estrechó la mano.
—Hace muchos años que sois amigos, pareja —comentó.
—Amigos del alma —dijo Edward.
Don Carlos Miranda arrugó el entrecejo, al no entender exactamente lo que quería decir.
—¿Podemos hablar un momento de negocios? —sugirió Micky.
Salieron de la terraza y se adentraron por el nuevo césped. En los bordes, la tierra aparecía removida bajo la hierba y los pequeños arbustos recién plantados.
—Mi padre ha hecho aquí algunas compras importantes y necesita gestionar su embarque y financiación —explicó Micky—. Podría ser el primer pequeño negocio que aportases tú al banco familiar.
Edward se mostró interesado.
—Me alegrará mucho encargarme de eso por usted —le dijo a Papá Miranda—. ¿Querrá ir al banco mañana por la mañana para arreglar todos los detalles?
—Allí estaré —convino Papá Miranda.
—Dime una cosa —preguntó Micky—. ¿Qué ocurre si el barco se va a pique? Quién pierde, ¿nosotros o el banco?
—Ninguno de los dos —declaró Edward con aire de suficiencia—. Aseguraremos el cargamento en el Lloyd’s. Nos limitaremos a recoger el dinero correspondiente al importe de la póliza y a enviaros una nueva consignación. No pagáis hasta tener vuestra mercancía. A propósito, ¿qué clase de mercancía es?
—Rifles.
Edward puso cara larga.
—Oh. En ese caso, no podemos ayudaros.
—¿Por qué? —Micky estaba perplejo.
—A causa del viejo Seth. Es metodista, ya sabes. Bueno, lo es toda la familia, pero él es más devoto que nadie. De cualquier modo, no financiará ninguna compra de armas, y como es el presidente del consejo, ésa es la política del banco.
—Un infierno, eso es lo que es —maldijo Micky. Lanzó una mirada temerosa a su padre. Por fortuna, Carlos Miranda no había entendido la conversación. A Micky se le había revuelto el estómago. ¿Era posible que su proyecto se fuera al diablo por culpa de algo tan estúpido como la religión de Seth?—. El maldito viejo hipócrita está prácticamente muerto, ¿por qué interviene?
—Está a punto de retirarse —señaló Edward—. Pero creo que tío Samuel se hará cargo del negocio, y tiene la misma escuela, ya sabes.
De mal en peor. Samuel era el hijo soltero de Seth, tenía cincuenta y tres años y una salud perfecta.
—Tendremos que ir a otro banco comercial —dijo Micky.
—Eso os solucionará el asunto, siempre y cuando podáis presentar un par de sólidas referencias mercantiles.
—¿Referencias? ¿Por qué?
—Verás, un banco siempre corre el riesgo de que el comprador no cumpla su compromiso y le deje con un cargamento de mercancías no deseadas en el otro extremo del globo. Necesitan tener garantías de que tratan con un hombre de negocios respetable.
Lo que Edward ignoraba era que el concepto de hombre de negocios respetable aún no existía en América del Sur. Papá Miranda era un caudillo, un terrateniente provincial, con miles de hectáreas de pampa y una hueste de vaqueros que desempeñaba al mismo tiempo funciones de ejército particular. Utilizaba el poder de un modo que los británicos no conocían desde la Edad Media. Era como pedirle referencias a Guillermo el Conquistador.
Micky fingió impavidez.
—Indudablemente, podemos presentar algunas referencias —dijo. A decir verdad, no sabía cómo. Pero si quería quedarse en Londres, no iba a tener más remedio que llevar a buen término aquella operación.
Dieron media vuelta y regresaron a la rebosante terraza. Micky disimuló su zozobra. Papá Miranda seguía sin comprender por qué topaban con tan serias dificultades, pero Micky tendría que explicárselo más tarde… y entonces sí que habría problemas. No estaba dotado de la suficiente paciencia como para soportar el fracaso, y su cólera solía ser aterradora.
Augusta salió a la terraza y encargó a Edward:
—Búscame a Hastead, Teddy querido. —Hastead era su servicial mayordomo galés—. Se ha acabado el cordial y el muy miserable ha desaparecido. —Edward fue a atender el recado de su madre. La mujer obsequió a Miranda con una cálida e íntima sonrisa—. ¿Disfruta usted con nuestra pequeña reunión, señor Miranda?
—Estoy encantado, gracias —respondió.
—Debe tomar un poco de té o una copa de cordial.
Micky sabía que su padre hubiese preferido tequila, pero en los tés metodistas no se servían bebidas alcohólicas.
Augusta miró a Micky. Rápida de reflejos a la hora de apreciar el estado de ánimo de la gente, inquirió:
—Observo que no lo estás pasando muy bien. ¿Qué ocurre?
El muchacho no dudó en confiarle:
—Esperaba que mi padre pudiera echarle una mano a Edward aportando un nuevo negocio al banco, pero se trata de una partida de armas y municiones y Edward acaba de explicarnos que tío Seth no respalda financieramente ninguna operación relacionada con el tráfico de armas.
—Seth no va a ser presidente del consejo durante mucho tiempo más —dijo Augusta.
—Al parecer, Samuel tiene el mismo punto de vista que su padre.
—¿Ah, sí? —el tono de Augusta era malicioso—. ¿Y quién dice que Samuel será el próximo presidente del consejo?