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Hugh corrió desnudo por entre los árboles, en dirección al colegio, bien sujetas las prendas de ropa que le quedaban y esforzándose en hacer caso omiso del dolor que la aspereza del suelo producía en sus pies descalzos. Al llegar al punto en el que el camino se cruzaba con otro, el chico se desvió a la izquierda, recorrió unos metros y luego se zambulló entre los matorrales para ocultarse en su espesura.

Aguardó, y mientras intentaba calmar su ronca y agitada respiración, aguzó el oído. Su primo Edward y el compañero de éste, Micky Miranda, eran las peores bestias del colegio: gandules, innobles y camorristas. Lo único que cabía hacer era apartarse de su camino. Pero estaba seguro de que Edward iría tras él. Edward siempre le había profesado una inquina feroz.

Los padres de ambos se habían distanciado. El de Hugh, Toby, sacó su capital del negocio de la familia y con él fundó su propia empresa de distribución de tintes para la industria textil. Pese a contar sólo trece años, Hugh sabía que el peor crimen que uno podía cometer contra la familia Pilaster era retirar su capital del banco. El padre de Edward, Joseph, jamás se lo perdonó a su hermano Toby.

Hugh se preguntó qué habría sido de sus compañeros.

Antes de que Micky y Edward se presentasen, eran cuatro los que se encontraban en la poza: Tonio, Peter y Hugh, que chapoteaban en un lado de la alberca, y Albert Cammel, un muchacho mayor que ellos, que nadaba solitario en el extremo más alejado del estanque.

En circunstancias normales, Tonio era valiente hasta la temeridad, pero Micky Miranda le aterraba. Procedían de la misma zona geográfica, un país suramericano llamado Córdoba, y Tonio afirmaba que la familia de Micky era poderosa y cruel. En realidad, Hugh no entendía qué significaba eso, pero el efecto era impresionante: Tonio podía mostrarse insolente con los otros, pero siempre trataba a Micky con cortesía, incluso con sumisión.

A Peter le intimidarían sus ocurrencias: se asustaba de su propia sombra. Hugh confió en haber dado esquinazo a los matones.

Albert Cammel, apodado el Joroba, no había ido allí con Hugh y los otros. Dejó su ropa en un sitio distinto y probablemente no tuvo dificultades para escapar.

Hugh también consiguió huir, pero aún no estaba libre de problemas. Había perdido las prendas interiores, los calcetines y las botas. Tendría que introducirse en el colegio con la camisa y los pantalones mojados, a hurtadillas y confiando en que no le viese ningún profesor o algún alumno de los cursos superiores. La idea le arrancó un gruñido. «¿Por qué me tienen que pasar siempre a mí estas cosas?», se preguntó acongojado.

Durante el año y medio transcurrido desde que llegó al Windfield estuvo continuamente metiéndose en apuros y saliendo de ellos como podía. Estudiar no era problema: trabajaba con enérgica dedicación y en todas las pruebas y evaluaciones era el primero de la clase. Pero las rígidas normas le indignaban de manera irracional. Que por la noche le ordenaran ir a la cama a las diez menos cuarto siempre le pareció motivo suficiente para seguir levantado hasta las diez y cuarto. Los lugares prohibidos representaban toda una tentación y se sentía irresistiblemente impulsado a explorar el jardín de la rectoría, el huerto del director, la carbonera o la bodega de la cerveza. Corría cuando su obligación era ir andando, leía cuando se daba por supuesto que estaba durmiendo y hablaba cuando tocaba rezar las oraciones. Y siempre terminaba así, culpable y asustado, preguntándose por qué se abatía sobre él tanto dolor.

Durante varios minutos, el silencio reinó en el bosque, mientras Hugh reflexionaba amargamente sobre su destino y se preguntaba si no acabaría convertido en un marginado de la sociedad, incluso en un delincuente, encerrado en una mazmorra, ahorcado o encadenado y trasladado a Australia.

Al final, llegó a la conclusión de que Edward no le perseguía. Se incorporó y procedió a ponerse los empapados pantalones y la no menos empapada camisa. A sus oídos llegó luego el llanto de alguien.

Con suma cautela, asomó la cabeza y vislumbró la mata de pelo color zanahoria de Tonio. Desnudo, mojado, con la ropa en la mano, entre sollozos, su compañero avanzaba despacio por el camino.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó Hugh—. ¿Dónde está Peter?

Tonio se tornó súbitamente violento.

—¡No te lo diré, nunca! —exclamó—. ¡Me matarán!

—Está bien, no me lo digas —repuso Hugh. Como siempre, Tonio mostraba el pánico atroz que le producía Micky: fuera lo que fuese lo sucedido, Tonio no diría una palabra de ello—. Vale más que te vistas —aconsejó Hugh.

Tonio contempló con la mirada vacía el lío de ropa que llevaba en los brazos. Daba la impresión de estar demasiado aturdido para separar las prendas. Hugh se las cogió. Allí estaban las botas, los pantalones y un calcetín, pero no la camisa. Hugh ayudó a Tonio a ponérselas y después echaron a andar hacia el colegio.

Tonio había dejado de llorar, pero aún parecía violentamente estremecido. Hugh alimentó la esperanza de que aquellos gamberros no le hubiesen hecho a Peter algo realmente malo. Pero ahora tenía que pensar en salvar su propio pellejo.

—Si nos las arreglamos para colarnos en el dormitorio, nos pondremos ropa limpia y el par de botas de repuesto —empezó a hacer planes para el futuro inmediato—. Luego, en cuanto levanten la prohibición de salir, podremos ir al pueblo y comprar en la tienda de Baxted, a crédito, ropa nueva.

—Muy bien —asintió Tonio, pero su voz denotaba hastío. Durante el regreso entre los árboles, Hugh volvió a extrañarse de lo trastornado que parecía Tonio. Al fin y al cabo, las bromas pesadas no eran nada nuevo en Windfield. ¿Qué había ocurrido en la alberca después de que Hugh pusiera pies en polvorosa? Sin embargo, Tonio no pronunció una sola palabra más en todo el camino de vuelta.

El colegio era un conjunto de seis edificios que, en otro tiempo, constituyeron el centro de una extensa granja, y el dormitorio de Hugh y Tonio estaba en la antigua vaquería, cerca de la capilla. Para llegar a él, debían franquear una tapia y cruzar la pista de frontón. Treparon por el muro y escudriñaron el terreno. El patio estaba desierto, tal como había confiado Hugh, pero titubeó a pesar de todo. La idea del tiralíneas azotándole el trasero le hizo encogerse. Pero no quedaba ninguna otra alternativa. Era cuestión de entrar en el colegio y ponerse ropa seca.

—¡Terreno despejado! —siseó—. ¡Allá vamos!

Saltaron la tapia los dos a la vez y atravesaron a toda velocidad la explanada, hacia la fresca sombra de la capilla de piedra. Hasta allí, todo a pedir de boca. Se deslizaron hasta la esquina oriental, pegados al muro. A continuación, una corta carrera para cruzar la avenida y entrar en el edificio. Hugh hizo un alto. Nadie a la vista.

—¡Ahora! —dijo.

Los dos chicos atravesaron la calzada a todo correr. Y entonces, cuando llegaban a la puerta, se produjo la catástrofe. Una voz familiar, autoritaria, resonó en el aire:

—¡Pilaster menor! ¿Eres tú?, y Hugh supo que el juego había terminado.

Se le cayó el alma a los pies. Se detuvo y dio media vuelta. El señor Offerton había elegido aquel preciso instante para salir de la capilla, y su alta y dispéptica figura, con la toga y el birrete académicos, se erguía a la sombra del porche. Hugh sofocó un gemido. El señor Offerton, al que acababan de robar el dinero, probablemente sería, entre todos los profesores, el menos inclinado a la clemencia.

Ni la caridad bendita iba a salvar a Hugh del tiralíneas.

Los músculos de las posaderas se le contrajeron involuntariamente.

—Ven aquí, Pilaster —conminó el doctor Offerton.

Hugh se le acercó, arrastrando los pies, seguido por Tonio. «¿Por qué me meto en estos follones?», pensó Hugh, desesperado.

—¡Al estudio del director, inmediatamente! —ordenó el doctor Offerton.

—Sí, señor —asintió Hugh atribulado. El asunto empeoraba por momentos. Cuando el director viese cómo iba vestido, seguro que le expulsaba del centro. ¿Y cómo iba a explicárselo a su madre?

—¡Largo! —exigió el maestro con impaciencia.

Ambos chiquillos empezaron a alejarse, pero el doctor Offerton dijo:

—Tú no, Silva.

Hugh y Tonio intercambiaron una rápida mirada, desconcertados. ¿Por qué iban a castigar a Hugh y no a Tonio? Pero no podían discutir las órdenes, de modo que Tonio se fue al dormitorio mientras Hugh se encaminaba a la casa del director.

Sentía ya la mordedura del tiralíneas. No ignoraba que le iba a ser imposible reprimir el llanto, y eso era aún más grave que el dolor, porque se daba cuenta de que, a los trece años, uno era demasiado mayor para llorar.

La casa del director se alzaba en la parte más alejada del recinto del colegio y Hugh anduvo muy despacio, pese a lo cual llegó antes de lo que hubiese querido. Encima, la doncella le abrió la puerta un segundo después de que llamase.

Encontró al doctor Poleson en el vestíbulo. El director era un hombre calvo, con cara de perro dogo, pero por alguna razón no parecía tan clamorosamente furioso como debía de estarlo. En vez de exigir a Hugh que explicase por qué estaba fuera de su cuarto y chorreando agua, se limitó a abrir la puerta de su gabinete e indicar en tono sosegado:

—Por aquí, joven Pilaster.

Sin duda reservaba su cólera para la hora del castigo. Con el corazón martilleándole en el pecho, Hugh entró en el estudio.

Se quedó atónito al ver a su madre sentada allí. Y lo que era peor, la mujer estaba llorando.

—¡Sólo fui a nadar un poco! —se justificó Hugh.

La puerta se cerró a sus espaldas y comprendió que el director no había entrado tras él.

Entonces empezó a percatarse de que aquello no tenía nada que ver con el hecho de que hubiese quebrantado la reclusión para ir a bañarse, de que hubiera perdido sus ropas y de que le encontraran medio desnudo.

Tuvo la espantosa impresión de que era algo mucho peor.

—¿Qué ocurre, mamá? —preguntó—. ¿A qué has venido?

—¡Oh, Hugh —sollozó la mujer—, tu padre ha muerto!