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El día de la tragedia, a los alumnos del Colegio Windfield se les había confinado en sus habitaciones.

Era un caluroso sábado de mayo y normalmente hubieran pasado la tarde en el patio de recreo del lado sur, unos jugando al cricket y otros presenciando el partido desde el sombreado margen del bosque del Obispo. Pero se acababa de cometer un crimen. Habían robado seis soberanos de oro del escritorio del señor Offerton, el profesor de latín, y el colegio en pleno estaba bajo sospecha. Todos los estudiantes permanecerían retenidos hasta que se descubriera al ladrón.

Micky Miranda estaba sentado ante una mesa en la que generaciones de alumnos aburridos habían dejado marcadas sus iniciales. El muchacho sostenía en la mano una publicación gubernamental titulada Equipo de Infantería. Los grabados de espadas, mosquetones y fusiles que la ilustraban solían fascinarle, pero el calor le abrumaba demasiado para permitirle un mínimo de concentración. Al otro lado de la mesa, su compañero de habitación, Edward Pilaster, levantó la vista del cuaderno de ejercicios de latín. Estaba copiando la página de Plutarco que Micky había ya traducido y su dedo manchado de tinta señaló una palabra, al tiempo que declaraba:

—No la entiendo. Micky miró el vocablo.

—Decapitado —dijo—. Es la misma palabra en latín: decapitare.

A Micky, el latín le resultaba fácil, tal vez porque muchos de sus términos era similares en español, lengua materna del chico.

La pluma de Edward garabateó sobre el papel. Micky se puso en pie, nervioso, y se acercó a la ventana abierta. No soplaba el más leve atisbo de aire. Lanzó una mirada melancólica a través de la explanada del establo, hacia la floresta.

En la cantera abandonada del extremo norte del bosque del Obispo, a la sombra de los árboles, había una alberca que invitaba a darse un chapuzón. El agua era fresca y profunda…

—Vamos a nadar —incitó de pronto.

—No podemos —repuso Edward.

—Si pasamos por la sinagoga, sí. —La «sinagoga» era el cuarto contiguo, que compartían tres alumnos judíos. En el Colegio Windfield se enseñaba teología sin profundizar demasiado y reinaba la tolerancia en cuanto a la diversidad religiosa, lo cual seducía tanto a los progenitores de los chicos judíos como a la familia metodista de Edward y al católico padre de Micky. Sin embargo, pese a la postura oficial del centro pedagógico, los alumnos hebreos no dejaban de sufrir cierta persecución. Micky continuó—: Podemos salir por la ventana, dejarnos caer sobre el tejado del lavadero, bajar por la parte trasera de la cuadra, escabullirnos y perdernos de vista dentro del bosque.

A Edward pareció asustarle la idea.

—Si nos pescan, del tiralíneas no nos salva nadie.

El tiralíneas era la vara de fresno que blandía el doctor Poleson, director del colegio. El castigo por quebrantar el arresto eran doce dolorosos zurriagazos. Micky ya había probado la vara del doctor Poleson, por jugar, y aún se estremecía al recordarlo. Pero las probabilidades de que les cogiesen eran remotas y la idea de desvestirse y deslizarse desnudo en el estanque le resultaba tan al alcance de la mano que casi sentía la frescura del agua en su piel sudorosa.

Observó a su compañero de cuarto. No contaba con muchas simpatías en el colegio: demasiado holgazán para ser buen estudiante, demasiado torpón para destacar en los deportes y demasiado egoísta para granjearse amigos. Micky era el único amigo que tenía, y a Edward le molestaba enormemente que Micky dedicara su tiempo a pasarlo con otros compañeros.

—Iré a ver si Pilkington quiere acompañarme —dijo Micky, y echó a andar hacia la puerta.

—No, no lo hagas —pidió Edward desazonado.

—No sé por qué no —replicó Micky—. Tú tienes demasiado miedo.

—No tengo miedo —contradijo Edward en tono nada convincente—. Es que he de acabar el latín.

—Entonces acabalo mientras yo me voy con Pilkington a nadar.

Durante unos segundos, Edward no pareció dispuesto a dar su brazo a torcer, pero luego cedió.

—Está bien, iré —dijo a regañadientes.

Micky abrió la puerta. Del resto del edificio llegaba una especie de rumor sordo, pero en el pasillo no se veía ningún profesor. Micky se coló como un rayo en la habitación de al lado. Edward le siguió.

—Hola, hebreos —saludó Micky.

De los tres chicos, dos jugaban a las cartas en la mesa. Alzaron la vista para echarles una mirada y luego continuaron la partida, sin pronunciar palabra. El tercero, Greenbourne el Gordo, estaba comiéndose un pastel. Su madre le enviaba provisiones continuamente.

—Hola, pareja —acogió amistosamente—. ¿Queréis un pastelito?

—Por Dios, Greenbourne, comes como un cerdo —dijo Micky.

El Gordo se encogió de hombros y le dio otro bocado al pastel.

Siempre se estaban metiendo con él, por gordinflón y por judío, pero al chico no parecían afectarle las burlas, ni por una cosa ni por la otra. Se decía que su padre era el hombre más rico del mundo, y Micky pensaba que tal vez eso le había hecho impermeable a lo que pudieran llamarle o decirle.

Micky se acercó a la ventana, la abrió y oteó los alrededores. El patio del establo aparecía desierto.

—¿Qué os lleváis entre manos, compañeros? —preguntó el Gordo.

—Vamos a darnos una zambullida —contestó Micky.

—Os arrearán una somanta.

—A quién se lo dices —articuló Edward con voz quejumbrosa.

Micky se sentó en el alféizar de la ventana, rodó sobre sí para quedar apoyado sobre el estómago, se retorció hacia atrás y, por último, se dejó caer y cubrió los escasos centímetros que le separaban del tejado del lavadero. Creyó oír el chasquido de una de las tejas de pizarra, pero el tejado aguantó su peso. Levantó la cabeza y vio que Edward miraba hacia afuera con expresión temerosa e inquieta.

—¡Venga! —espoleó Micky.

Se desplazó tejado abajo y aprovechó una oportuna cañería para resbalar por ella hasta el suelo. Un minuto después, Edward aterrizaba a su lado.

Micky asomó la cabeza por la esquina del lavadero. Nadie a la vista. Sin más titubeos, salió disparado a través de la explanada del establo y se metió en el bosque. Corrió entre los árboles hasta que, según sus cálculos, consideró encontrarse fuera de la vista de los edificios del colegio. Entonces se detuvo para descansar. Edward llegó junto a él.

—¡Lo conseguimos! —exclamó Micky—. Nadie nos ha echado el ojo.

—Probablemente nos sorprenderán a la vuelta —vaticinó Edward sombrío.

Micky le dirigió una sonrisa. Edward tenía un aspecto muy inglés, con su cabellera rubia, sus ojos azules y su enorme nariz, como un cuchillo de hoja ancha. Un muchacho corpulento, de amplios hombros, fuerte, pero falto de coordinación. Carecía de sentido de la elegancia y vestía desmañadamente. Micky y él tenían la misma edad: ambos contaban dieciséis años, pero eran completamente distintos en muchas otras cosas: Micky tenía el pelo negro y rizado, sus ojos eran oscuros, cuidaba meticulosamente su apariencia y aborrecía la mera idea de ir sucio o desaliñado.

—Confía en mí, Pilaster —dijo Micky—. ¿No me cuido siempre de ti?

Edward esbozó una sonrisa, ahora más tranquilo.

—Está bien, vamos.

Avanzaron a través de la foresta por un sendero apenas visible. Bajo la fronda de hayas y olmos, el aire resultaba un poco más fresco y Micky empezó a sentirse mejor.

—¿Qué vas a hacer este verano? —le preguntó a Edward.

—Normalmente, en agosto nos trasladamos a Escocia.

—¿Tu familia tiene allí pabellón de caza? —Micky estaba bastante puesto en la jerga de las clases altas inglesas y sabía que «pabellón de caza» era el término adecuado, aunque la vivienda en cuestión fuese un castillo con cincuenta habitaciones.

—Alquilan una casa —respondió Edward—. Pero no salimos de caza. Mi padre no es deportista, ya sabes.

Micky captó cierto matiz defensivo en la voz de Edward y ponderó su significado. Sabía que a la aristocracia inglesa le gustaba disparar sobre las aves en agosto y cazar zorros durante todo el invierno.

También sabía que los aristócratas no enviaban a sus hijos a aquel colegio. Los padres de los alumnos del Windfield, más que condes y obispos, eran ingenieros y hombres de negocios, gente que no dispone de tiempo para perderlo practicando el tiro o la persecución de animales. Los Pilaster eran banqueros, y al decir Edward: «Mi padre no es deportista», reconocía implícitamente que su familia no se encontraba en las esferas superiores de la sociedad.

A Micky le divertía que los ingleses respetasen más el ocio que a las personas que trabajaban. En su país, el respeto no se les concedía a los nobles inútiles ni a los comerciantes laboriosos. El pueblo de Micky sólo respetaba el poder. Si un hombre tenía poder para controlar a los demás: para alimentarlos o matarlos de hambre, encarcelarlos o dejarlos en libertad, eliminarlos o permitirles vivir… ¿qué otra cosa necesitaba?

—¿Y tú? —preguntó Edward—. ¿Cómo pasarás el verano? Era la pregunta que Micky deseaba que le hiciese.

—Aquí —dijo—. En el colegio.

—No volverás a quedarte otra vez en el colegio todas las vacaciones, ¿verdad?

—Qué remedio. No puedo ir a casa. Sólo el viaje de ida me lleva mes y medio… tendría que emprender el regreso antes de haber llegado.

—¡Por Júpiter! Eso es duro.

Desde luego, a Micky no le apetecía volver a casa. Odiaba su hogar, lo aborrecía desde que su madre murió. Ahora, allí sólo había hombres: su padre, su hermano mayor, unos cuantos tíos y primos y cuatrocientos vaqueros. El padre era un héroe para aquellos hombres y un extraño para Micky: frío, inaccesible, impaciente. Sin embargo, el verdadero problema lo constituía el hermano de Micky. Paulo era estúpido, pero fuerte. Detestaba a Micky por ser más inteligente que él y se complacía en humillarle. Nunca desaprovechaba la ocasión de demostrar a todo el mundo que Micky era incapaz de enlazar novillos, domar potros o atravesar de un balazo la cabeza de una serpiente. Su jugarreta favorita consistía en asustar al caballo de su hermano pequeño para que se encabritase. Micky, entonces, cerraba los ojos, con los párpados bien apretados, muerto de miedo, mientras el corcel galopaba desenfrenada y demencialmente a través de las pampas hasta que el agotamiento le vencía. No, Micky no deseaba ir a casa para pasar las vacaciones. Pero tampoco le hacía ninguna gracia quedarse en el colegio. Lo que realmente quería era que le invitasen a pasar el verano con la familia Pilaster.

Pero Edward no sugirió tal posibilidad y Micky dejó correr el asunto. Estaba seguro de que el tema saldría a colación de nuevo.

Franquearon una ruinosa cerca y treparon por un montecillo. Al llegar a la cima vieron la alberca. Las escopleadas paredes de la cantera ofrecían una pendiente abrupta, pero los chicos eran ágiles y no les costó mucho descender a gatas por ella. El agua de la honda charca del fondo era de tono verde oscuro y la poblaban ranas, sapos y alguna que otra serpiente de agua.

Micky observó con sorpresa que había allí otros tres chicos. Entornó los párpados para resistir el reflejo del sol sobre la superficie del estanque y miró los cuerpos desnudos. Los tres muchachos estudiaban cuarto de básica en el Windfield.

La pelambrera de color zanahoria pertenecía a Antonio Silva, que no obstante tal tonalidad era compatriota de Micky. El padre de Tonio no poseía tanta extensión de terreno como el de Micky, pero los Silva vivían en la capital y contaban con amigos influyentes. Al igual que Micky, Tonio no podía ir a casa por vacaciones, pero era lo bastante afortunado como para tener amistades en la embajada de Córdoba en Londres, lo que le evitaba permanecer todo el verano en el colegio.

El segundo chico del grupo era Hugh Pilaster, primo de Edward. No se parecían en nada: Hugh tenía el pelo negro y las facciones finas y menudas, que solía matizar con una sonrisa pícara. Edward no podía ver a Hugh, porque el hecho de que éste fuera un estudiante aplicado hacía que Edward pareciese el burro de la familia.

El otro era Peter Middleton, un muchacho más bien tímido que siempre andaba junto al confiado y seguro Hugh. Los cuerpos de los tres adolescentes eran blancos, unos cuerpos de trece años sin vello, con los brazos y las piernas delgadas.

Micky vio entonces a otro chico más. Nadaba por su cuenta en el extremo de la alberca. Era mayor que los otros tres y no parecía ir con ellos. Micky no pudo distinguir su rostro con suficiente claridad como para identificarlo.

Edward sonreía malévolamente. Vislumbraba la oportunidad de hacer una diablura. Se llevó el índice a los labios, recabando silencio, y empezó a descender por el declive de la cantera. Micky le siguió.

Llegaron a la repisa de la ladera, donde los chiquillos habían dejado la ropa. Tonio y Hugh buceaban, tal vez investigando algo, mientras Peter braceaba solo, de un lado a otro. Peter fue el primero en avistar a los recién llegados.

—¡Oh, no! —exclamó.

—Vaya, vaya —comentó Edward—. Así que violando las normas, ¿eh, chavales?

Hugh Pilaster observó en aquel momento la presencia de su primo.

—¡Conque eres tú! —respondió.

—Vale más que volváis, antes de que os pesquen —aconsejó Edward. Cogió del suelo un par de pantalones—. Pero no os presentéis con la ropa mojada, porque en ese caso todo el mundo sabrá dónde estuvisteis.

Arrojó los pantalones al centro de la poza y se echó a reír.

—¡Desgraciado! —chilló Peter, al tiempo que alargaba la mano para coger los pantalones.

Micky sonrió divertido.

Edward tomó una bota y la tiró al agua.

Los bañistas empezaron a dejarse dominar por el pánico.

Edward cogió otro par de pantalones y lo lanzó a la alberca. Era divertido contemplar a las tres víctimas, que gritaban y nadaban a la caza de sus ropas, de modo que Micky estalló en carcajadas.

Mientras Edward seguía arrojando al agua prendas y calzado, Hugh Pilaster salió del estanque. Micky esperaba que emprendiese una huida rápida, pero inesperadamente el chico corrió derecho hacia Edward. Antes de que éste pudiera volver la cabeza, Hugh estaba junto a él y le propinaba un fuerte empujón. Aunque Edward era bastante mayor, se vio cogido por sorpresa y perdió el equilibrio. Vaciló en el borde de la cornisa, para acabar cayendo a la alberca con un ruidoso chapoteo.

Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Hugh cogió entre sus brazos toda la ropa que pudo y trepó como un mono por la cuesta de la cantera. Las risas burlonas de Peter y Tonio surcaron el aire.

Micky persiguió a Hugh un corto trecho, pero comprendió que no iba a poder alcanzar al muchacho, más pequeño y ágil que él. Dio media vuelta para comprobar si Edward estaba bien. No hacía falta que se preocupara. Edward había salido a la superficie. Acababa de agarrar a Peter Middleton, al que hundía la cabeza bajo el agua una y otra vez, como castigo por sus risotadas burlonas.

Tonio se alejó nadando, bien aferrado el lío que formaba su ropa, y llegó al borde del estanque. Entonces volvió la cabeza.

—¡Déjale en paz, simio gigante! —le voceó a Edward. Tonio siempre había sido un chico inquieto y Micky se preguntó qué haría a continuación. Tonio recorrió un tramo de la orilla y se volvió de nuevo, con una piedra en la mano. Micky dirigió un grito de aviso a Edward, pero ya era demasiado tarde. Tonio lanzó la piedra, que con asombrosa puntería alcanzó a Edward en la cabeza. En la frente del muchacho apareció un reluciente rosetón de sangre.

Edward emitió un aullido de dolor, soltó a Peter y atravesó la alberca, en pos de Tonio.