IX

En torno al mediodía del 3 de mayo, un amigo que cruzaba el vestíbulo del hotel anunció como de pasada: «He oído que ha habido jaleo en la Central Telefónica». Por algún motivo, no le presté mayor atención en ese momento.

Por la tarde, entre las tres y las cuatro, me encontraba a media altura de las Ramblas cuando oí a mis espaldas varios tiros. Me di la vuelta y vi a algunos jóvenes que, con fusiles en la mano y los pañuelos rojinegros de los anarquistas al cuello, desaparecían por una bocacalle en dirección norte. Evidentemente, disparaban contra alguien situado en una elevada torre octogonal —una iglesia, según creo— que se alzaba sobre esa calle. De inmediato pensé: «¡Ya ha comenzado!». Pero lo pensé sin mayor sentimiento de sorpresa, pues desde hacia varios días todos esperábamos que «aquello» comenzara en cualquier momento.

Quise regresar al hotel enseguida para saber cómo estaba mi esposa, pero el grupo de anarquistas, a la entrada de la bocacalle, hacía retroceder a la gente, gritando para que nadie cruzara la línea de fuego. Se oyeron más disparos. Las balas procedentes de la torre atravesaron la calle, y una multitud aterrorizada se abalanzó Ramblas abajo, alejándose del fuego; a lo largo de la calle podía oírse el tableteo de las persianas metálicas que bajaban los tenderos para proteger sus escaparates. Vi dos oficiales del Ejército Popular retirándose prudentemente de árbol en árbol con las manos en las pistolas. Delante de mí, la gente se precipitaba por las escaleras de la estación de metro que hay en medio de las Ramblas en busca de protección. Opté por no seguirlos, pues no quería quedarme atrapado bajo tierra durante horas.

En ese momento, un médico norteamericano que había estado con nosotros en el frente se acercó corriendo y me tomó del brazo. Estaba muy excitado.

—Vamos, debemos llegar hasta el hotel Falcón. (El hotel Falcón era una especie de casa de huéspedes regida por el POUM y utilizada principalmente por los milicianos de permiso.) Los muchachos del POUM se reunirán allí. Ya comenzaron los líos. Debemos permanecer unidos.

—Pero ¿qué demonios está pasando? —pregunté yo.

El médico me tiraba del brazo y la nerviosidad le impedía darme una explicación clara. Según parecía, había estado en la Plaza de Cataluña cuando varios camiones llenos de guardias civiles[14] armados se detuvieron frente a la Central Telefónica, en manos de trabajadores de la CNT, y lanzaron un súbito ataque contra ella. Luego llegaron algunos anarquistas y se originó una refriega general. Deduje que los «líos» de las primeras horas del día se habían producido porque el gobierno exigía la entrega de la Telefónica, exigencia que, desde luego, fue rechazada.

Mientras nos dirigíamos calle abajo, un camión repleto de anarquistas armados pasó a toda velocidad en dirección opuesta. En la parte delantera se veía a un jovencito desarrapado, echado sobre una pila de colchones tras una ametralladora ligera. Cuando llegamos al hotel Falcón, al final de las Ramblas, una multitud en ebullición ocupaba el vestíbulo de la entrada. Reinaba gran confusión, nadie parecía saber qué se esperaba de ellos y sólo estaba armado el puñado de tropas de choque que normalmente cuidaba el edificio. Crucé hasta el Comité Local del POUM, situado casi enfrente. Arriba, en la habitación donde los milicianos habitualmente recibían su paga, había otro grupo numeroso presa de la agitación. Un hombre alto, pálido, buen mozo, de unos treinta años, vestido de civil, trataba de restablecer el orden mientras repartía cinturones y cajas de cartuchos apiladas en un rincón. No parecía haber ningún fusil. El médico había desaparecido —creo que ya se habían producido bajas y se había llamado a los médicos—, pero había llegado otro inglés. Luego, de una oficina interna, el hombre alto y algunos otros salieron con los brazos llenos de fusiles y comenzaron a distribuirlos. El otro inglés y yo, en tanto que extranjeros, resultábamos algo sospechosos y, al principio, nadie quería darnos un arma. Entonces llegó un miliciano, compañero en el frente, que me reconoció, después de lo cual nos entregaron, aunque de mala gana, dos fusiles y algunos cargadores.

Continuaban los disparos en la distancia y las calles estaban desiertas. Se afirmaba que era imposible subir por las Ramblas. Los guardias civiles habían ocupado edificios en posiciones dominantes y disparaban contra todos los que pasaban. Yo me hubiera arriesgado a regresar al hotel, pero circulaba el vago rumor de que el Comité Local sería atacado en cualquier momento y convenía quedarse por allí. En todo el edificio, en las escaleras y hasta en la acera, en la calle, pequeños grupos de gente aguardaban de pie hablando con excitación. Nadie parecía tener una idea muy clara de lo que ocurría. Sólo pude deducir que los guardias civiles habían atacado la Central Telefónica, capturado varios puntos estratégicos y que dominaban otros edificios pertenecientes a los obreros. Dominaba la impresión general de que la Guardia Civil andaba «detrás» de la CNT y de la clase trabajadora en general. Era evidente que, hasta ese momento, nadie parecía responsabilizar al gobierno. Las clases más pobres de Barcelona consideraban a la Guardia Civil como algo bastante similar a los Black and Tans[15], y todos parecían dar por sentado que había lanzado ese ataque por iniciativa propia. Una vez que me enteré de cómo estaban las cosas, me sentí más tranquilo. La situación era bastante clara: de un lado la CNT, del otro, la policía. No experimento ninguna simpatía particular por el «obrero» idealizado, tal como está presente en la mente del comunista burgués, pero cuando veo a un obrero de carne y hueso en conflicto con su enemigo natural, el policía, no tengo necesidad de preguntarme de qué lado estoy.

Pasó mucho tiempo y nada parecía suceder en nuestro lado de la ciudad. No se me ocurrió que podía telefonear al hotel y conversar con mi esposa, pues di por sentado que la Telefónica había suspendido sus actividades. En realidad, sólo estuvo paralizada algunas horas. En los dos edificios parecía haber unas trescientas personas, en su mayoría de la clase más humilde y procedentes de las callejuelas cercanas a los muelles; había muchas mujeres, algunas con un niño en brazos, y una multitud de muchachitos andrajosos. Me imagino que la mayoría no tenía ni idea de lo que ocurría y se había precipitado a los edificios del POUM simplemente en busca de protección. También había algunos milicianos de permiso y un grupito de extranjeros. Según mis cálculos, entre todos apenas reuníamos unos sesenta fusiles. La oficina del primer piso era constantemente asediada por hombres que exigían armas y sólo recibían una negativa. Los milicianos más jóvenes, para quienes el asunto parecía una especie de pic-nic, daban vueltas y trataban de sonsacar o hurtar los fusiles a quienes los poseían. Muy pronto uno de ellos se las ingenió para apoderarse del mío y desaparecer con él. Una vez más estaba desarmado; sólo conservaba mi pequeña pistola automática y un solo cargador.

Empezaba a oscurecer, tenía hambre y al parecer no había comida en el hotel Falcón. Mi amigo y yo nos deslizamos hasta su hotel, no muy distante, para cenar. En las calles, oscuras y silenciosas, no se veía un alma. Las persianas de los escaparates continuaban bajadas, pero nadie levantaba ya barricadas. Tuvimos que armar un buen escándalo para que nos dejaran entrar en el hotel, cerrado a cal y canto. Cuando regresamos, me enteré de que la Central Telefónica funcionaba otra vez y subí al primer piso para llamar a mi esposa. Como era de suponer, no había una sola guía telefónica en el edificio y yo ignoraba el número del hotel Continental. Después de buscar en todas las habitaciones durante una hora, encontré una guía de turismo donde figuraba. No logré comunicarme con mi esposa, pero hablé con John McNair, el representante del ILP en Barcelona. Me aseguró que todo iba bien, que nadie había sido herido y me preguntó cómo nos encontrábamos en el Comité Local. Le respondí que, con cigarrillos, estaríamos mucho mejor. Lo dije en broma, pero media hora más tarde McNair apareció con dos paquetes de Lucky Strike. Había desafiado la oscuridad impenetrable de las calles, recorridas por patrullas anarquistas que, pistola en mano, lo habían parado dos veces para identificarlo. Nunca olvidaré ese pequeño acto de heroísmo. Nos alegró mucho tener cigarrillos.

Habían apostado guardias armados en casi todas las ventanas, y en la calle un pequeño grupo de tropas de choque detenía e interrogaba a los pocos transeúntes. Un coche patrulla anarquista cargado de armas se detuvo frente a la puerta. Junto al conductor una hermosa joven morena de unos dieciocho años albergaba una metralleta sobre sus rodillas. Pasé largo tiempo vagando por el edificio, un gran local laberíntico cuya distribución resultaba imposible de aprender. En las distintas dependencias encontré muebles rotos, papeles rasgados, el desorden habitual que parece ser un producto inevitable de la revolución. Por todas partes había gente durmiendo; en un pasillo, sobre un sofá desvencijado, dos pobres mujeres de la zona de los muelles roncaban plácidamente. El edificio había sido un teatro-cabaret antes de que el POUM lo ocupara. Varias de las habitaciones tenían escenarios elevados. Sobre uno de ellos quedaba un gran piano solitario. Por fin encontré lo que buscaba: el arsenal. No sabía cómo terminaría todo aquello y necesitaba desesperadamente un arma. Había oído decir tantas veces que el PSUC, el POUM y la CNT-FAI acumulaban armas en Barcelona que no podía creer que dos de los principales edificios del POUM contuvieran únicamente los cincuenta o sesenta fusiles distribuidos. El cuarto que servía de arsenal no estaba vigilado y tenía una puerta bastante endeble; con otro inglés, la forzamos sin dificultad. Al entrar, comprobamos que nos habían dicho la verdad: no había más armas. Sólo encontramos unas dos docenas de rifles de calibre pequeño y de modelo anticuado y unas pocas escopetas, pero ninguna munición. Subí a la oficina y pregunté si disponían de balas para mi pistola; no tenían. Solamente había unas pocas cajas de granadas, de un tipo primitivo, traídas por uno de los coches patrulla anarquistas. Guardé un par en una de mis cartucheras. Era un tipo de granada muy tosca que se accionaba frotando una especie de cerilla en la parte superior y muy propensa a explotar por iniciativa propia.

El suelo estaba cubierto de gente dormida. En una habitación un bebé lloraba sin cesar. Aunque estábamos en mayo, la noche se puso fría. En uno de los escenarios todavía quedaban restos del telón, lo arranqué con el cuchillo, me envolví en él y dormí unas pocas horas. Recuerdo que mi sueño se vio perturbado por la idea de que esas malditas granadas podían hacerme volar si llegaba a aplastarlas. A las tres de la mañana, el hombre alto y buen mozo que parecía estar al mando de todo me despertó, me dio un fusil y me puso de guardia en una de las ventanas. Me dijo que Sala, el jefe de policía, responsable del ataque contra la Central Telefónica, había sido arrestado. (En realidad, como supimos después, sólo había sido destituido de su cargo. No obstante, la noticia confirmó la impresión general de que la Guardia Civil había actuado sin orden previa.) Al amanecer, la gente comenzó a levantar dos barricadas, una frente al Comité Local y otra frente al hotel Falcón. Las calles de Barcelona están empedradas con adoquines cuadrados, fáciles de apilar y, debajo de ellos, hay una especie de gravilla muy útil para llenar sacos. El proceso de construcción de esas barricadas constituyó un espectáculo singular y maravilloso; hubiera dado cualquier cosa por fotografiarlo. Con esa suerte de apasionada energía que despliegan los españoles cuando han tomado la firme decisión de realizar alguna tarea, largas filas de hombres, mujeres y criaturas muy pequeñas arrancaban las piedras, las transportaban en una carretilla que habían encontrado en alguna parte y trastabillaban de un lado a otro bajo los pesados sacos. En la puerta del Comité Local, una muchacha judía alemana, con un pantalón de miliciano cuyas rodilleras le llegaban a los tobillos, observaba todo con una sonrisa. En un par de horas las barricadas estuvieron listas y en sus troneras se apostaron los hombres armados; detrás de una de ellas ardía un fuego y unos hombres freían huevos.

Habían vuelto a quitarme el fusil y no parecía que quedara nada útil por hacer allí. Otro inglés y yo decidimos regresar al hotel Continental. Resonaban muchos disparos en la lejanía, pero ninguno parecía proceder de las Ramblas. Camino arriba, echamos una mirada en el mercado de abastos. Muy pocos puestos estaban abiertos, y los asediaba una multitud procedente de los barrios obreros situados al sur de las Ramblas. En el momento en que penetramos en el mercado afuera se produjo un tiroteo, algunos vidrios del techo se vinieron abajo y la gente se precipitó por las salidas posteriores. Con todo, algunos puestos siguieron abiertos, y pudimos conseguir una taza de café y un trozo de queso de cabra que guardé junto a las granadas. Unos días después me alegraría mucho de tener ese queso.

En la esquina donde los anarquistas habían comenzado a disparar el día anterior se levantaba ahora una barricada. El hombre situado detrás de ella (yo me encontraba al otro lado de la calle) me gritó que tuviera cuidado, pues los guardias civiles instalados en la torre de la iglesia disparaban indiscriminadamente contra cualquier transeúnte. Me detuve y luego crucé corriendo; una bala pasó silbando desagradablemente cerca. Cuando me aproximaba a la sede central del POUM, siempre del otro lado de la calle, oí otros gritos de aviso que no comprendí procedentes de un grupo de las tropas de choque apostadas en la puerta de acceso. La calle tenía un ancho paseo central y había algunos árboles y un puesto de diarios entre el edificio y el lugar donde me encontraba, de manera que no podía ver dónde señalaban. Entré en el hotel Continental, me aseguré de que todo estaba bien, me lavé la cara y regresé a la sede central del POUM (a unos cien metros en la misma calle) a solicitar órdenes. Para ese entonces, el fuego de los fusiles y las ametralladoras que venía de diversas direcciones producía un fragor casi comparable al de una batalla. Yo acababa de encontrar a Kopp y le estaba preguntando qué debíamos hacer cuando, desde abajo, se oyó una serie de tremendos estallidos, tan fuertes que podían confundirse con disparos de cañón. En realidad, sólo eran granadas, cuyos estruendos se multiplicaban entre los edificios de piedra.

Kopp miró por la ventana, apoyó su bastón en el hombro y dijo: «Investiguemos». Luego bajó la escalera con su despreocupado aire habitual; lo seguí pisándole los talones. A la entrada, un grupo de las tropas de choque lanzaba granadas a lo largo de la acera como si estuvieran jugando a los bolos. Las granadas estallaban a unos veinte metros con un estrépito ensordecedor que se mezclaba con el de los disparos de fusil. En la mitad de la calle, detrás del puesto de diarios, asomaba la cabeza de un miliciano norteamericano a quien conocía bien y que parecía un coco en una feria. Sólo más tarde comprendí lo que realmente ocurría. Al lado del edificio del POUM estaba el Café Moka, con un hotel en el primer piso. El día antes, veinte o treinta guardias civiles armados habían entrado en el café y, cuando comenzó la lucha, se apoderaron por sorpresa del edificio y levantaron una barricada. Probablemente les habían ordenado apoderarse del café como paso preliminar para un ataque posterior contra las oficinas del POUM. Por la mañana, temprano, intentaron salir; hubo un tiroteo, en el que uno de nuestros hombres resultó herido y un guardia civil, muerto. Los guardias civiles permanecían en el interior del café, pero, cuando el norteamericano avanzaba por la calle, abrieron fuego contra él, a pesar de que iba desarmado. Éste se arrojó detrás del puesto de diarios y los nuestros lanzaron granadas contra los guardias civiles para impedirles salir del café.

Kopp captó la situación con una sola mirada, se abrió paso y paró a un alemán pelirrojo de las tropas de choque que se disponía a sacar el seguro de una granada con los dientes. Les gritó a todos que se apartaran de la puerta y nos dijo en varios idiomas que debíamos evitar el derramamiento de sangre. Luego salió y, a la vista de los guardias civiles, se quitó ostentosamente la pistola y la depositó en el suelo. Dos oficiales españoles de la milicia hicieron lo mismo, y los tres caminaron lentamente hasta la puerta donde se apretujaban los guardias civiles. Era algo que yo no hubiera hecho ni por veinte libras. Caminaban, desarmados, hacia hombres enloquecidos de terror y con armas cargadas en las manos. Un guardia civil, en mangas de camisa y pálido de miedo se acercó para parlamentar con Kopp. Señalaba agitadamente dos granadas sin explotar que estaban en la acera. Kopp regresó y nos dijo que sería mejor hacerlas explotar, eran un peligro para cualquiera que pasara. Un soldado de las tropas de choque disparó su fusil e hizo estallar una, pero le erró a la segunda. Le pedí el arma, me arrodillé y disparé contra ella. Lamento decir que también fallé; fue éste el único disparo que hice durante los disturbios. La acera se hallaba cubierta de cristales rotos procedentes del rótulo del Café Moka, y dos autos estacionados allí, uno de los cuales era el coche oficial de Kopp, estaban acribillados a balazos y con los parabrisas destrozados por los bombazos.

Kopp me llevó al primer piso y me explicó la situación. Debíamos defender los edificios del POUM si eran atacados, pero los dirigentes habían dado instrucciones en el sentido de mantenernos a la defensiva y no abrir fuego si podíamos evitarlo. Justo enfrente había un cine llamado Poliorama, con un museo en el primer piso y, en la parte más alta, muy por encima del nivel general de los tejados, un pequeño observatorio con dos cúpulas gemelas. Éstas dominaban la calle, y unos pocos hombres apostados allí podían impedir cualquier ataque contra los edificios del POUM. Los encargados del cine eran miembros de la CNT y nos dejarían entrar y salir. En cuanto a los guardias civiles del Café Moka, no representaban ningún problema: no deseaban luchar y estarían más que contentos de vivir y dejar vivir. Kopp repitió que teníamos orden de no disparar, a menos que nuestros edificios o nosotros fuéramos atacados. De su explicación deduje que los líderes del POUM estaban furiosos por verse arrastrados a intervenir en tales acontecimientos, pero sentían que debían solidarizarse con la CNT.

Ya habían colocado gente de guardia en el observatorio. Pasé los tres días y noches siguientes en la azotea del Poliorama, con breves intervalos en los que me deslizaba hasta el hotel para comer. No corría ningún peligro, sufría sólo hambre y aburrimiento y, no obstante, fue uno de los períodos más insoportables de mi vida. Creo que pocas experiencias podrían ser más asqueantes, más decepcionantes o, incluso, más exasperantes que esos días de guerra callejera.

Solía sentarme en la azotea y maravillarme ante la locura que significaba todo esto. Desde las pequeñas ventanas del observatorio podía ver a varios kilómetros a la redonda edificios altos y esbeltos, cúpulas de cristal y fantásticos techos ondulados con brillantes tejas verdes y cobrizas; hacia el este, el centelleante mar azul pálido que veía por primera vez desde mi llegada a España. Y la enorme ciudad de un millón de personas había caído en una especie de violenta inercia, una pesadilla de ruido sin movimiento. Las calles soleadas continuaban desiertas. Lo único que ocurría era el raudal de balas que salían desde las barricadas y las ventanas protegidas con sacos de arena. No circulaba un solo vehículo y, a lo largo de las Ramblas, los tranvías permanecían inmóviles allí donde sus conductores los habían abandonado al oír el primer disparo. Y mientras tanto el estrépito endemoniado, devuelto por el eco de miles de edificios de piedra, proseguía sin cesar, como una lluvia tropical. Crac-crac, ratatá-ratatá, brum; el estrépito se reducía en ocasiones a unos pocos disparos, y crecía a veces hasta formar una descarga ensordecedora, pero no se interrumpía nunca durante el día, y con la aurora comenzaba otra vez.

Al principio resultó muy difícil descubrir qué demonios ocurría, quién luchaba contra quién y quién iba ganando. La gente de Barcelona está acostumbrada a las luchas callejeras y tan familiarizada con la geografía política local que sabe, por una suerte de instinto, qué calle y qué edificios dominará cada partido. Un extranjero se encuentra en insuperable desventaja. Mirando desde el observatorio, era evidente que las Ramblas, una de las principales arterias de la ciudad, trazaban una línea divisoria. A la derecha, los barrios obreros eran decididamente anarquistas; a la izquierda, en las tortuosas callejuelas, se desarrollaba una lucha confusa, pero en esa zona eran el PSUC y la Guardia Civil quienes ejercían más o menos el control. En la parte alta de las Ramblas, alrededor de la Plaza de Cataluña, la situación era tan complicada que habría resultado incomprensible si cada edificio no hubiera ostentado la bandera del bando correspondiente. Allí el principal emplazamiento era el hotel Colón, cuartel general del PSUC, que dominaba toda la plaza. En una ventana próxima a la penúltima letra O del gigantesco letrero «Hotel Colón» que cruzaba la fachada, tenían una ametralladora que podía barrer la plaza con mortífera eficacia. Cien metros a nuestra derecha, Ramblas abajo, la JSU, la liga juvenil del PSUC (correspondiente a la Liga Juvenil Comunista en Inglaterra), dominaba unos importantes almacenes cuyas vidrieras laterales, protegidas por sacos de arena, quedaban frente a nuestro observatorio. Habían arriado la bandera roja para izar el estandarte nacional catalán. Sobre la Central Telefónica, punto de partida de todos los disturbios, la bandera catalana y la anarquista flameaban una al lado de la otra. Allí se había llegado a alguna clase de arreglo transitorio, la Central funcionaba normalmente y no se hacían disparos desde el edificio.

En nuestra zona todo estaba extrañamente tranquilo: En el Café Moka los guardias civiles habían bajado las persianas metálicas y apilado los muebles en forma de barricada. Más tarde, media docena de ellos se subieron al terrado, frente a nosotros, y construyeron otra barricada con colchones sobre la cual colgaron la bandera nacional catalana. Era evidente que no deseaban provocar una refriega. Kopp había llegado a un acuerdo definitivo: si no disparaban contra nosotros, tampoco lo haríamos contra ellos. Para entonces, Kopp había conseguido establecer una relación bastante cordial con los guardias civiles, a los que había ido visitando con cierta frecuencia en el Café Moka. Naturalmente, éstos se habían apoderado de toda la bebida del café y le regalaron quince botellas de cerveza. A cambio, Kopp llegó a darles uno de nuestros fusiles para compensarles el que habían perdido el día anterior. En cualquier caso, resultaba extraño estar sentado en esa azotea. A veces simplemente me sentía aburrido de todo, no prestaba atención al estrépito endemoniado y me pasaba horas leyendo una serie de libros de la colección Penguin que, por suerte, había comprado pocos días antes; había ocasiones en que tenía plena conciencia de los hombres armados que me observaban a unos cincuenta metros. En cierto sentido, era como encontrarse otra vez en las trincheras. Varias veces me sorprendí llamando «los fascistas» a los guardias civiles. Por lo general, éramos seis allí arriba. Poníamos a un hombre de guardia en cada una de las torres, y los demás nos sentábamos más abajo, sobre un tejado de plomo, donde una cornisa de piedra nos servía de protección. Sabía muy bien que, en cualquier momento, los guardias civiles podían recibir órdenes telefónicas de abrir fuego. Habían prometido avisarnos antes de hacerlo, pero no existía la certeza de que cumplieran su palabra. Sin embargo, sólo una vez pareció que las cosas se pondrían feas. Uno de los guardias civiles se arrodilló y comenzó a disparar por encima de la barricada. Yo estaba de guardia en el observatorio en ese momento. Le apunté con el fusil y le grité:

—¡Eh! ¡No tires contra nosotros!

—¿Qué?

—¡No dispares o nosotros también lo haremos!

—¡No, no! No disparaba contra vosotros. ¡Mira allá abajo!

Indicó con el fusil la travesía que había después de nuestro edificio. Efectivamente, un chico de mono azul, armado con un fusil, doblaba la esquina a toda prisa. Era evidente que acababa de hacer un disparo contra los guardias civiles que estaban en el terrado.

—Tiraba contra él. Él lo hizo primero —creo que era cierto—. No queremos disparar contra vosotros. Somos sólo trabajadores, igual que vosotros.

Hizo el saludo antifascista, que yo devolví. Le grité:

—¿Os queda algo de cerveza?

—No, se acabó toda.

Ese mismo día, sin motivo aparente, un individuo situado en el edificio de la JSU, más abajo, alzó de pronto el fusil y me disparó un tiro en el momento en que me asomaba por la ventana. Quizá le parecí un blanco tentador. Yo no respondí. Aunque estaba a sólo cien metros, su puntería fue tan mala que la bala ni siquiera pegó en el tejado del observatorio. Como de costumbre, la pésima puntería española me había salvado. Desde ese mismo edificio me hicieron varios disparos más.

El endiablado estrépito proseguía. Pero, por lo que podía ver, y por lo que oía, la lucha era defensiva en ambos bandos. La gente se limitaba a permanecer en sus edificios o detrás de sus barricadas y a disparar contra los que estaban al otro lado. A unos ochocientos metros de nuestra posición había una calle donde algunas de las principales sedes de la CNT y de la UGT estaban emplazadas casi unas enfrente de las otras; el ruido procedente de esa dirección era terrorífico. Pasé por esa calle al día siguiente del cese de la lucha: los vidrios de los negocios parecían cribas. (La mayoría de los comerciantes de Barcelona habían pegado tiras de papel cruzadas sobre los cristales de los escaparates, de modo que cuando una bala daba en ellos no los destrozaba completamente.) A veces el tableteo de las ametralladoras se combinaba con el estallido de las granadas. A intervalos muy prolongados —quizá una docena de veces en total—, se oían tremendas explosiones que en ese momento no pude explicarme; parecían bombas de aviación, pero eso era imposible, puesto que por allí no se divisaban aviones. Más tarde me dijeron que algunos agentes provocadores hacían estallar grandes cantidades de explosivos a fin de aumentar el ruido y el pánico. Con todo, no hubo fuego de artillería. Yo me mantenía atento; si los cañones comenzaban a disparar, significaría que las cosas se ponían serias. (La artillería constituye un factor decisivo en la lucha callejera.) Posteriormente, los periódicos publicaron noticias absurdas sobre baterías de cañones que disparaban en las calles, pero ninguno pudo mencionar un edificio dañado por uno de esos proyectiles. En cualquier caso, el estruendo de un cañón resulta inconfundible, si uno está acostumbrado a él.

Casi desde el comienzo escasearon los alimentos. Con grandes dificultades y al abrigo de la oscuridad (pues los guardias civiles tenían siempre tiradores apostados en las Ramblas), se llevaba comida desde el hotel Falcón para los quince o veinte milicianos de la sede central del POUM. Casi no alcanzaba y todos tratábamos de llegar hasta el hotel Continental para comer. El Continental, que había sido «colectivizado» por la Generalitat y no, como la mayoría de los hoteles, por la CNT o la UGT, se consideraba terreno neutral. En cuanto comenzó la lucha, el hotel quedó atestado de la más increíble colección de individuos. Había periodistas extranjeros, sospechosos políticos de todas las tendencias, un aviador norteamericano al servicio del gobierno, varios agentes comunistas, un obeso ruso de aspecto siniestro, a quien se suponía agente de la GPU[16], conocido por el sobrenombre de Charlie Chan y que llevaba sujetos al cinturón un revólver y una pequeña granada, algunas familias españolas acomodadas que parecían simpatizar con los fascistas, dos o tres heridos de la Columna Internacional, un grupo de camioneros, a quienes los disturbios habían impedido llegar a Francia con un cargamento de naranjas, y varios oficiales del Ejército Popular. El Ejército Popular, como cuerpo, permaneció neutral durante toda la lucha, si bien algunos soldados se escaparon de los cuarteles e intervinieron individualmente; el martes por la mañana vi a dos de ellos en las barricadas del POUM. Al comienzo, antes de que la escasez de alimentos se agudizara y los periódicos empezaran a avivar el odio, hubo una tendencia a tomar todo a broma. Acontecimientos de este tipo ocurren todos los años en Barcelona, decía la gente. Giorgio Tioli, un periodista italiano, gran amigo nuestro, entró con los pantalones empapados de sangre. Había salido para ver qué ocurría, se puso a vendar a un hombre herido que yacía en la acera, cuando alguien le arrojó «jugando» una granada, sin herirlo afortunadamente de gravedad. Recuerdo su comentario de que sería conveniente numerar las piedras de las calles de Barcelona y ahorrar así mucho trabajo en la construcción y demolición de las barricadas. Recuerdo también a dos hombres de la Columna Internacional, sentados en mi habitación cuando yo llegué cansado, sucio y hambriento al cabo de una noche de guardia. Su actitud fue por completo neutral. De haber sido buenos miembros del partido, supongo que me hubieran instado a cambiar de bando o tal vez quitado las granadas que me abultaban en los bolsillos; en vez de esto, se limitaron a expresar su pesar al saber que debía pasar mi permiso haciendo guardia en un terrado. La actitud general era: «Esto no es más que una riña entre los anarquistas y la policía; no significa nada». A pesar de la intensidad de la lucha y el número de bajas creo que estaba más cerca de la verdad que la versión oficial que describía lo ocurrido como un levantamiento planeado.

Hacia el miércoles (5 de mayo) las cosas comenzaron a cambiar. Las calles desiertas ofrecían un aspecto siniestro. Unos pocos transeúntes, obligados a salir por algún motivo, se deslizaban de un lado a otro agitando pañuelos blancos. En un lugar a media altura de las Ramblas y a salvo de las balas, algunos hombres voceaban los periódicos en la calle vacía. El martes, el periódico anarquista Solidaridad Obrera describía el ataque policial contra la Central Telefónica como una «monstruosa provocación» (o algo similar), pero el miércoles cambió de tono y comenzó a pedir que se retornara al trabajo. Los líderes anarquistas transmitieron por radio el mismo mensaje. Las oficinas de La Batalla —el periódico del POUM—, que carecían de defensa, habían sido atacadas y ocupadas por los guardias civiles casi al mismo tiempo que la Central Telefónica, pero el periódico seguía imprimiéndose en otro local. En los pocos ejemplares distribuidos se instaba a permanecer en las barricadas. La gente no sabía qué pensar y se preguntaba cómo terminaría todo. Creo que nadie abandonó las barricadas, pero todos estaban hartos de esa lucha carente de sentido. Nadie deseaba que se convirtiera en una verdadera guerra civil que habría podido significar la derrota frente a Franco. Este temor encontraba expresión en todos los sectores. Podía deducirse de los comentarios oídos que las filas de la CNT deseaban, igual que al comienzo, sólo dos cosas: la devolución de la Central Telefónica y el desarme de los odiados guardias civiles. Si la Generalitat hubiera prometido ambas cosas, y también poner fin al mercado negro de alimentos, las barricadas habrían desaparecido en un par de horas. Pero era obvio que la Generalitat no estaba dispuesta a ceder. Comenzaron a circular desagradables rumores. Se decía que el gobierno de Valencia enviaba seis mil hombres para ocupar Barcelona y que cinco mil milicianos anarquistas y del POUM habían abandonado el frente de Aragón para plantarles cara. Sólo el primero de esos rumores era cierto. Desde la torre del observatorio vimos las formas chatas y grises de los barcos de guerra aproximándose al puerto. Douglas Moyle, que había sido marino, afirmó que parecían destructores británicos. Eran ciertamente destructores británicos, pero esto lo supimos más tarde.

Esa noche oímos decir que en la Plaza de España cuatrocientos guardias civiles se habían rendido y entregado sus armas a los anarquistas; también se filtraban algunas noticias, bastante vagas, en el sentido de que en los suburbios (principalmente en los barrios obreros) la CNT conservaba el control. Parecía que estábamos ganando. Pero esa misma noche Kopp envió a por mí y, con el rostro grave, me dijo que, según una información recién recibida, el gobierno se disponía a ilegalizar al POUM y a declarar el estado de guerra. La noticia me produjo una gran conmoción. Era el primer indicio que tenía de la interpretación que más tarde se daría a estos sucesos. Comprendí vagamente que, cuando la lucha concluyera, el POUM, que era el partido más débil y, por ende, el chivo expiatorio más propicio, cargaría con toda la culpa. Entretanto, nuestra neutralidad local había concluido. Si el gobierno nos declaraba la guerra no teníamos otra alternativa que defendernos y en la sede central estábamos seguros de que los guardias civiles del café vecino recibirían órdenes de atacarnos. Nuestra única salida consistía en atacarlos primero. Kopp aguardaba órdenes telefónicas. Si nos acababan de confirmar que el POUM realmente había sido proscrito, debíamos prepararnos de inmediato para apoderarnos del Café Moka.

Recuerdo la larga noche de pesadilla que pasamos fortificando el edificio. Bloqueamos las persianas de la puerta de entrada y detrás de ellas levantamos una barricada con las losas sobrantes de unas reformas hechas. Pasamos revista a nuestra reserva de armas. Incluyendo los seis que se utilizaban en la azotea del Poliorama, teníamos veintiún fusiles (uno de ellos defectuoso), cincuenta cargas para cada fusil, unas docenas de granadas y algunos revólveres y pistolas. Doce hombres, en su mayoría alemanes, se ofrecieron para el ataque al Café Moka. Naturalmente, atacaríamos desde la azotea y poco antes del amanecer, para tomarlos por sorpresa; ellos nos superaban en número, pero a nosotros nos animaba la firme decisión de luchar. Sin duda, podríamos apoderarnos del local, pero a costa de algunas bajas. Carecíamos de alimentos en el edificio, fuera de unas pocas tabletas de chocolate, y corría el rumor de que «ellos» se disponían a cortar el agua. (Nadie sabía quiénes eran «ellos». Podía ser el gobierno, que controlaba el sistema de abastecimiento de aguas, o la CNT; nadie lo sabía.) Decidimos llenar los lavabos de los baños, cuanto balde pudimos conseguir y hasta las quince botellas de cerveza, ahora vacías, que los guardias civiles obsequiaron a Kopp.

Estaba muy bajo de ánimos y agotado después de pasar sesenta horas casi sin dormir. Ya era noche avanzada. Detrás de la barricada de losas, en la planta baja, el suelo estaba cubierto de gente dormida. En el primer piso había un sofá en una pequeña habitación que pensábamos utilizar como enfermería, aunque, por supuesto, descubrimos que no teníamos ni siquiera vendas. Me eché en el sofá, con la sensación de que necesitaba una media hora de descanso antes del ataque al «Moka», en el transcurso del cual probablemente me matarían. Recuerdo la gran molestia que me producía la pistola, sujeta al cinturón e incrustada en los riñones. Lo próximo que recuerdo es que me desperté sobresaltado y vi a mi esposa de pie junto a mí. Me dijo que había acudido a ofrecerse como enfermera y que le había dado pena despertarme. Ya era pleno día, el gobierno no había declarado la guerra al POUM, el agua seguía fluyendo por los grifos y, salvo algunos disparos esporádicos en las calles, todo estaba tranquilo.

Esa tarde hubo una especie de armisticio. Los disparos cesaron y, con sorprendente rapidez, las calles se llenaron de gente. Unos pocos negocios comenzaron a levantar sus persianas, y el mercado se abarrotó de una enorme muchedumbre que clamaba por comida, aunque los puestos estaban casi vacíos. Con todo, destacaba que los tranvías todavía no circulaban. Los guardias civiles seguían detrás de sus barricadas en el Café Moka. Los edificios fortificados no fueron evacuados por ninguno de los dos bandos. En todos los sectores se escuchaban las mismas preguntas ansiosas: «¿Crees que ya se acabó? ¿Crees que volverá a empezar?». Ahora se hablaba de la lucha como de una especie de calamidad natural, similar a un huracán o a un terremoto, que nos agobiaba a todos por igual y que no podíamos detener. Casi de inmediato —supongo que en realidad hubo varias horas de tregua, pero nos parecieron unos pocos minutos— un súbito estrépito de un fusil, como un trueno de verano, nos hizo correr a todos; las persianas metálicas volvieron a caer, las calles se vaciaron como por arte de magia, las barricadas se llenaron, y «aquello» volvía a empezar.

Regresé asqueado y furioso a mi puesto sobre la azotea. Al participar en acontecimientos como ésos supongo que, en una pequeña medida, se está haciendo historia, y uno debería sentirse personaje histórico por derecho propio. Sin embargo, no ocurre así porque en tales momentos los detalles físicos siempre pesan más. Durante toda la lucha, nunca pude hacer el «análisis» correcto de la situación que los periodistas esbozaban con tanta facilidad a cientos de kilómetros de distancia. Lo que me preocupaba esencialmente no era lo justo y lo injusto de esa refriega intestina, sino simplemente la incomodidad y el aburrimiento de estar sentado día y noche en esa azotea insoportable, y el hambre que aumentaba cada vez más, pues ninguno de nosotros había tenido una comida decente desde el lunes. Todo el tiempo me acosaba la idea de que tendría que regresar al frente en cuanto este asunto terminara. Era indignante. Después de ciento quince días en el frente había regresado a Barcelona hambriento de un poco de descanso y comodidad y, en su lugar, debía pasarme el permiso sentado en un terrado frente a guardias civiles tan aburridos como yo, que me saludaban con la mano y me aseguraban que eran «obreros» (querían decir que confiaban en que yo no abriría fuego contra ellos), pero que sin duda dispararían contra mí si recibían órdenes de hacerlo. Si eso era historia, yo no me sentía con ánimos de vivirla. Se parecía más a los malos momentos pasados en el frente, cuando por falta de hombres debían hacerse horas extra de guardia. En lugar de sentirse heroico, uno permanece en su puesto, aburrido, cayéndose de sueño y totalmente indiferente a lo que sucede.

Dentro del hotel, entre la muchedumbre heterogénea que, en su mayor parte, no se había animado a asomar la nariz, se había generado una horrible atmósfera de sospechas. Varios individuos se contagiaron de la manía de espiar y vagaban por allí susurrando que todos los demás eran espías de los comunistas, o de los trotskistas, o de los anarquistas. El obeso agente ruso acorralaba por turno a los refugiados extranjeros y les explicaba, de manera plausible, que el conflicto se debía a un complot anarquista. Lo observé con cierto interés, pues era la primera vez que veía a una persona cuya profesión consistía en mentir (excluyendo, claro está, a los periodistas). Había algo repulsivo en esta parodia de la vida de un hotel elegante que proseguía detrás de ventanas cerradas y del tableteo de los fusiles. El comedor de delante había sido abandonado después de que una bala atravesara la ventana y astillara una columna; los huéspedes se amontonaban en una oscura habitación posterior, donde nunca había bastantes mesas. El número de camareros había disminuido —algunos eran miembros de la CNT y se habían solidarizado con la huelga general— y, por el momento, se habían deshecho de las camisas almidonadas, pero las comidas seguían sirviéndose con cierta pretensión ceremoniosa, aunque, prácticamente, no había nada que comer. Ese jueves a la noche, el plato principal de la cena fue una sardina para cada comensal. El hotel carecía de pan desde hacía varios días, e incluso el vino escaseaba tanto que bebíamos vinos cada vez más añejos a precios cada vez más altos. Esta escasez de comida prosiguió aun después de terminada la lucha. Recuerdo que, durante tres días seguidos, mi esposa y yo desayunamos un pequeño trozo de queso de cabra, sin nada de pan y sin nada para beber. Abundaban, en cambio, las naranjas. Los camioneros franceses llevaron al hotel grandes cantidades de su cargamento. Eran un grupo de aspecto rudo, e iban acompañados por algunas deslumbrantes muchachas españolas y por un enorme mozo de cuerda con una blusa negra. En cualquier otra ocasión, un gerente de hotel —puntillosos como son— hubiera hecho todo lo posible para que se sintieran incómodos, incluso les habría negado la entrada, pero en esas circunstancias fueron aceptados porque, a diferencia de los demás, contaban con una provisión privada de pan que todos trataban de hacer suya.

Pasé una noche más en la azotea. Al día siguiente pareció que la lucha llegaba a su fin. No creo que ese día, el viernes, se produjeran muchos tiroteos. Nadie sabía con certeza si las tropas de Valencia realmente se acercaban; llegaron aquella misma noche. El gobierno propalaba por radio mensajes semitranquilizadores, semiamenazantes, pidiendo a la gente que regresara a sus hogares y afirmando que, después de una cierta hora, todo aquel que portara armas sería arrestado. Nadie prestaba demasiada atención a los mensajes gubernamentales, pero por todas partes los hombres comenzaban a abandonar las barricadas. No dudo de que el factor determinante de esa actitud fuera la escasez de comida. En todas partes se oía el mismo comentario: «No tenemos más comida, debemos regresar al trabajo». Los guardias civiles, en cambio, que tenían aseguradas sus raciones mientras hubiera alimentos en la ciudad, podían permanecer en sus puestos. Por la tarde, la ciudad ofrecía un aspecto casi normal, aunque las barricadas continuaban intactas; las Ramblas se llenaron de transeúntes, casi todas las tiendas abrieron y, hecho muy tranquilizador, los tranvías, tanto tiempo inmovilizados, volvieron a la vida y comenzaron a recorrer las calles. Los guardias civiles seguían en el Café Moka sin deshacer sus barricadas, pero algunos sacaron sillas y se sentaron en la acera con el fusil sobre las rodillas. Le guiñé un ojo a uno de ellos al pasar y recibí una sonrisa no del todo hostil; me reconoció, desde luego. En la Central Telefónica habían arriado la bandera anarquista y sólo flameaba el estandarte catalán. Ello significaba la derrota definitiva de los trabajadores; sin embargo, debido a mi ignorancia política, no comprendí con toda la claridad debida que cuando el gobierno se sintiera más seguro habría represalias. En ese momento tampoco me interesaba este aspecto de las cosas. Sólo sentía un profundo alivio ante el hecho de que el endemoniado estrépito de los disparos hubiera cesado. Deseaba poder comprar algo de comida y gozar de algún descanso y paz antes de regresar al frente.

Sería a última hora de la tarde cuando los soldados de Valencia hicieron su aparición en las calles de Barcelona, ya bien entrada la noche. Eran integrantes de la Guardia de Asalto, una formación similar a los guardias civiles y a los carabineros (es decir, destinada en primer término a tareas policiales), y tropas selectas de la República. De repente, surgieron de la nada como setas; estaban por todas partes, patrullando las calles en grupos de diez. Eran altos, de uniformes grises o azules y con largos fusiles colgados al hombro y una metralleta por cada grupo. Entretanto, quedaba una delicada tarea por realizar. Los seis fusiles que habíamos utilizado para hacer guardia en la torre del observatorio seguían allí y, de una manera o de otra, teníamos que llevarlos al edificio del POUM. Se trataba tan sólo de cruzar la calle con ellos. Formaban parte del arsenal propio del edificio, pero sacarlos significaba contravenir la orden del gobierno. Si nos sorprendían nos arrestarían sin ninguna duda y, lo que era peor, nos confiscarían las armas. Con sólo veintiún fusiles en el edificio, no podíamos perder seis. Después de muchas discusiones acerca del método más conveniente, un joven español pelirrojo y yo comenzamos a acarrearlos. Resultaba bastante fácil esquivar las patrullas de la Guardia de Asalto; el peligro radicaba en los guardias civiles del Café Moka, quienes sabían muy bien que teníamos fusiles en el observatorio y podían delatarnos si nos veían cruzar con ellos. El joven español y yo nos desvestimos parcialmente y nos colgamos un fusil del hombro izquierdo, con la culata en la axila y el cañón metido en los pantalones. Por desgracia, eran máusers largos; ni un hombre alto como yo puede llevar sin molestias semejante arma en la pernera del pantalón. Resultaba muy incómodo descender por la enroscada escalera del observatorio con una pierna totalmente rígida. Una vez en la calle, descubrimos que solamente podíamos avanzar caminando con tan extrema lentitud que no hiciera falta doblar las rodillas. Frente al cine había un grupo de gente que me observó con gran interés mientras me arrastraba a paso de tortuga. Muchas veces me pregunté a qué atribuirían mi extraña manera de andar. Herido en la guerra, pensarían. En cualquier caso, todos los fusiles pudieron ser trasladados sin incidentes.

Al día siguiente, los guardias de asalto estaban en todas partes en actitud de conquistadores. No cabía duda de que el gobierno hacía un despliegue de fuerza a fin de acobardar a una población que evidentemente no ofrecería resistencia. Si hubiera temido la posibilidad de nuevas luchas, habría mantenido a los guardias de asalto en los cuarteles, en lugar de desparramarnos en pequeños grupos por toda la ciudad. Sin duda, exhibía tropas espléndidas, las mejores que yo había visto en España y, aunque en cierto sentido eran «el enemigo», no pude dejar de sentir agrado y cierta sorpresa al verlas marchar. Estaba acostumbrado a la milicia andrajosa y apenas armada del frente de Aragón, y no sabía que la República contara con tropas como ésas, formadas por hombres físicamente excepcionales y provistas de armas que me dejaron atónito. Todos portaban fusiles flamantes, del tipo conocido como «fusil ruso» (enviados a España desde la URSS, pero fabricados, según creo, en Estados Unidos). Pude examinar uno de ellos. Estaba lejos de ser perfecto, pero era increíblemente mejor que los antiquísimos trabucos que teníamos en el frente. Disponían, además, de una pistola automática cada uno y de una metralleta por cada diez hombres; en el frente había aproximadamente una ametralladora por cada cincuenta hombres, y pistolas y revólveres sólo podían conseguirse por medios ilegales. (En realidad, aunque no lo había observado hasta ese momento, lo mismo ocurría en todas partes.) Los guardias civiles y los carabineros, que no estaban destinados para nada al frente, tenían mejores armas y mejores ropas que nosotros. Sospecho que lo mismo acontece en todas las guerras: siempre hay idéntico contraste entre la reluciente policía de la retaguardia y los andrajosos soldados de las trincheras. Por lo general, los guardias de asalto de Valencia comenzaron a llevarse bien con la población transcurridos uno o dos días desde su llegada. El primer día hubo algunas enganchadas porque, obedeciendo órdenes, según supongo, actuaron de forma provocativa. Algunos grupos asaltaban tranvías, registraban a los pasajeros y, si llevaban en su bolsillo un carnet de la CNT luego se lo rompían y pisoteaban. Esto provocó enfrentamientos con anarquistas armados y una o dos personas murieron. Muy pronto, sin embargo, los guardias de asalto abandonaron su aire de conquistadores y las relaciones se tornaron más cordiales. Observé que muchos de ellos consiguieron una amiga al cabo de pocos días.

Los sucesos de Barcelona dieron al gobierno de Valencia la tan ansiada excusa para asumir un mayor control de Cataluña. Las milicias de trabajadores debían ser dispersadas y redistribuidas en el Ejército Popular. La bandera española republicana flameaba en toda Barcelona —era la primera vez que la veía, creo, excepto la que vi colgada en una trinchera fascista—. En los barrios obreros se procedía a demoler las barricadas por partes, pues es mucho más fácil construirlas que volver a poner las piedras en su lugar. Frente a los edificios del PSUC, por el contrario, se permitió que muchas de ellas se mantuvieran incluso hasta junio. Los guardias civiles continuaban ocupando posiciones estratégicas. En los baluartes de la CNT se confiscaron grandes cantidades de armas, aunque no cabe duda de que muchas fueron puestas a salvo a tiempo. La Batalla seguía apareciendo, pero fue censurada hasta que la primera plana quedó casi del todo en blanco. Los periódicos del PSUC no estaban sometidos a la censura, y mediante artículos incendiarios exigían la supresión del POUM alegando que era una organización fascista enmascarada. Los agentes del PSUC colocaron en toda la ciudad un mural que representaba al POUM como una figura que al quitarse la máscara que ostentaba la hoz y el martillo descubría un rostro horrendo marcado con la cruz gamada. Evidentemente, la versión oficial de la lucha en Barcelona ya estaba decidida: sería un levantamiento de la «quinta columna» fascista, provocado por el POUM.

En el hotel, la atmósfera de sospecha y hostilidad había empeorado con el cese de la lucha. Frente a las acusaciones que se hacían por todas partes, resultaba imposible mantenerse neutral. El correo volvía a funcionar, comenzaron a llegar periódicos comunistas extranjeros, y sus relatos de la lucha no sólo eran violentamente parciales sino, desde luego, increíblemente inexactos. Creo que algunos de los comunistas locales, testigos de los sucesos, se sintieron avergonzados ante la interpretación que se daba de los acontecimientos, pero, naturalmente, se mantuvieron fieles a su partido. Nuestro amigo comunista volvió a acercárseme y me preguntó si no deseaba pasar a la Columna Internacional. Me cogió más bien por sorpresa.

—Vuestros periódicos dicen que soy un fascista —le dije—. Sin duda, debo de ser un sospechoso político, viniendo del POUM.

—Oh, eso no importa. Al fin de cuentas, tú sólo cumples órdenes.

Tuve que decirle que, después de lo ocurrido, no podía ingresar en ninguna unidad controlada por los comunistas. Tarde o temprano, eso podía llevarme a ser utilizado contra la clase obrera española. No podía saberse cuándo volvería a repetirse una situación similar y, si tenía que usar un fusil, prefería hacerlo al lado de la clase trabajadora y no contra ella. Su reacción fue bastante correcta; pero desde ese momento toda la atmósfera cambió. Ya no se podía, como antes, discutir amistosamente y tomar una copa con un hombre a quien se suponía oponente político. Hubo algunos altercados muy desagradables en el vestíbulo del hotel. Mientras tanto, las cárceles se habían vuelto a llenar a rebosar. Al concluir la lucha, los anarquistas liberaron a los prisioneros en su poder, pero los guardias civiles no hicieron lo mismo. La mayor parte de estos prisioneros fueron encarcelados sin juicio, en muchos casos durante meses. Como de costumbre, gente totalmente ajena a los hechos fue arrestada debido a la chapucería policial. Dije antes que Douglas Thompson había sido herido a principios de abril. Luego perdió el contacto conmigo, como solía ocurrir cuando un hombre recibía una herida, pues frecuentemente los heridos eran trasladados de un hospital a otro. Se encontraba en un hospital de Tarragona y fue enviado de regreso a Barcelona la semana en que comenzaron los enfrentamientos. El martes a la mañana lo encontré en la calle, bastante desconcertado por el tiroteo. Me hizo la pregunta que todo el mundo hacía en esos días:

—¿Qué demonios pasa?

Le di la mejor explicación que pude. Thompson me dijo sin demora:

—Yo me voy a mantener al margen de todo esto. Mi brazo sigue mal. Me vuelvo al hotel y me quedaré allí.

Regresó a su hotel pero, por desgracia (¡qué importante es en la lucha callejera el conocimiento de la topografía local!), el hotel estaba en una zona de la ciudad controlada por los guardias civiles. El lugar fue asaltado, Thompson cayó prisionero y debió pasar ocho días en una celda tan llena de gente que nadie tenía sitio para acostarse. Hubo numerosos casos similares. Extranjeros con historiales políticos dudosos habían huido, con la policía pisándoles los talones y con el temor constante a una denuncia. La situación era peor para los italianos y los alemanes, que no tenían pasaportes y a muchos de los cuales buscaba la policía secreta de sus propios países. Si los arrestaban, probablemente los deportarían a Francia, lo que podía significar el retorno a Italia o a Alemania, donde Dios sabe qué horrores les aguardaban. Algunas mujeres extranjeras se apresuraron a regularizar su situación «casándose» con españoles. Una joven alemana que carecía de documentación logró esquivar a la policía haciéndose pasar durante varios días por la amante de un español. Recuerdo la expresión de vergüenza y aflicción de la pobre muchacha cuando accidentalmente me encontré con ella en el momento en que salía del dormitorio de ese hombre. No era su amante, pero sin duda creyó que yo lo pensaba. Permanentemente se tenía la estremecedora sensación de que uno podía ser denunciado a la policía secreta por quien hasta ese momento había sido un amigo.

La larga pesadilla de la lucha, el estrépito, la falta de comida y de sueño, la mezcla de tensión y aburrimiento de las largas horas pasadas en la azotea, preguntándome si al minuto siguiente recibiría un balazo o me vería obligado a disparar contra alguien, me habían destrozado los nervios. Mi estado era tal que, cada vez que la puerta se cerraba con violencia, inmediatamente echaba mano de la pistola. El sábado por la mañana se oyó una serie de disparos y todo el mundo gritó: «¡Ya empieza otra vez!». Corrí a la calle y descubrí que unos guardias de asalto disparaban contra un perro rabioso. Nadie que haya vivido en Barcelona entonces o en los meses posteriores olvidará la agobiante atmósfera creada por el miedo, la sospecha, el odio, la censura periodística, las cárceles abarrotadas, las enormes colas para conseguir alimentos y las patrullas de hombres armados.

He tratado de dar una idea aproximada de lo que se sentía estando en medio de las luchas de Barcelona; pero no creo haber logrado transmitir el carácter extraño de aquel período. Cuando miro hacia atrás, una de las cosas que permanecen nítidas en mi memoria son los contactos casuales que uno hacía por aquel entonces, las visiones repentinas de los no combatientes, para quienes todo aquello tan sólo era un alboroto carente de sentido. Recuerdo a una mujer elegantemente vestida que paseaba por las Ramblas, con una canasta de la compra bajo el brazo y un lanudo perrito blanco, mientras los disparos se sucedían a una o dos calles de distancia. Quizá fuera sorda. Y el hombre que agitando un pañuelo blanco en cada mano atravesó corriendo la Plaza de Cataluña, totalmente vacía. Y el grupo de personas, todas vestidas de negro, que durante una hora trataron una y otra vez de cruzar la misma plaza, sin poder lograrlo. Cada vez que emergían de la calle central, las ametralladoras del PSUC apostadas en el hotel Colón abrían fuego y las obligaban a retroceder, aunque era evidente que iban desarmadas. Siempre he pensado que formaban parte de un cortejo fúnebre. Y el hombrecito que hacia las veces de encargado del museo situado sobre el Poliorama, y parecía considerar los sucesos como un acontecimiento social. Estaba encantado de que los ingleses lo visitaran; decía que el inglés era tan simpático*. Deseaba que todos volviéramos cuando la lucha hubiera terminado; y yo, de hecho, volví a visitarlo. Y aquel otro, refugiado en un portal, que movía complacido la cabeza hacia el infierno de la Plaza de Cataluña y decía (como quien comenta que la mañana está hermosa): «¡Así que tenemos otro 19 de julio!». Y los dependientes de la zapatería donde me estaban haciendo unas botas. Fui allí antes de la lucha, cuando todo acabó y, por breves minutos, durante la tregua del 5 de mayo. Pertenecían a la UGT o quizá eran miembros del PSUC; de cualquier modo, políticamente estaban en el otro bando y sabían que yo servía en una milicia del POUM. No obstante, su actitud fue del todo indiferente, y se expresaban con palabras como éstas: «Es una pena todo esto, ¿no es cierto? Y tan malo para los negocios. ¡Qué lástima que no termine! ¡Como si no hubiera bastante lucha en el frente!, etc., etc.» Supongo que hubo gran cantidad de personas, tal vez la mayor parte de los habitantes de Barcelona, para las que lo ocurrido no tenía interés alguno o, por lo menos, no más interés que un ataque aéreo.

En este capítulo sólo he descrito mis experiencias personales. En el Apéndice II trataré de abordar lo mejor que pueda cuestiones más generales: lo que realmente ocurrió y con qué resultados, qué era lo justo y qué lo injusto, y quién el responsable —si lo hubiera—. Se ha explotado tanto con fines políticos la lucha en Barcelona que resulta importante tratar de tener una visión equitativa de ella. Lo que se ha escrito sobre el tema alcanza para llenar muchos libros, pero sus nueve décimas partes —supongo que no exagero al afirmarlo— son falsas. Casi todos los reportajes periodísticos publicados en esa época fueron realizados por periodistas alejados de los hechos, y no sólo son inexactos, sino intencionalmente engañosos. Como de costumbre, sólo se permitió que una versión de lo ocurrido llegara al gran público. Al igual que cualquier otra persona que estuviera en Barcelona en aquellos momentos, sólo vi lo que ocurría en mi entorno inmediato, pero vi y oí lo suficiente como para poder contradecir muchas de las mentiras que han estado circulando.