Desde Mandalay, al norte de Birmania, se puede viajar por tren hasta Maymyo, la principal estación de montaña de la provincia, al borde de la meseta de Shan. Es una experiencia bastante extraña. El viaje se inicia bajo un sol abrasador en la típica atmósfera de una ciudad oriental, entre millones de seres de rostros oscuros, palmeras polvorientas, jugosas frutas tropicales, olores de pescado, especias y ajo; y una vez acostumbrado a ella, uno se lleva consigo esa atmósfera intacta, por así decirlo, al vagón del tren. Hasta llegar a Maymyo, a mil doscientos metros sobre el nivel del mar, mentalmente se sigue estando en Mandalay. Pero al descender del vagón, se entra en un mundo distinto. De pronto se respira un aire dulce y fresco como el de Inglaterra, y se está rodeado de hierba verde, helechos, abetos y montañesas de sonrosadas mejillas vendiendo canastillas de fresas.
Al regresar a Barcelona, después de tres meses y medio, me acordé de todo eso. Se daba allí el mismo cambio brusco y sorprendente de atmósfera. En el vagón, durante el viaje a Barcelona, la atmósfera del frente persistía; la suciedad, el ruido, la incomodidad, las vestimentas raídas y el sentimiento de privación, de camaradería e igualdad. El tren, repleto de milicianos cuando partió de Barbastro, era invadido por grupos de campesinos en cada estación de la línea. Llevaban atados de hortalizas, aterrorizadas aves de corral colgando boca abajo, bolsas que giraban y se retorcían sobre el suelo y que resultaron estar llenas de conejos vivos y, por fin, un buen rebaño de ovejas que fueron conducidas hasta los compartimentos, donde se instalaban en los espacios disponibles. Los milicianos cantaban a gritos canciones revolucionarias, arrojaban besos al aire o agitaban pañuelos rojinegros en cuanto veían a una chica bonita. Botellas de vino y de anís, el detestable licor aragonés, pasaban de mano en mano, y otros bebían utilizando la clásica bota española, con la cual es posible lanzar un chorro de vino desde cierta distancia directamente a la boca. Este procedimiento parece significarles un considerable ahorro de trabajo. Junto a mí, un muchachito de quince años, de ojos negros, teniendo por interlocutores a dos viejos campesinos de rostro apergaminado que lo escuchaban con la boca abierta, relataba historias sensacionales y, sin duda, totalmente falsas acerca de sus propias hazañas en el frente. Los campesinos no tardaron en desatar sus fardos y en convidarnos a un espeso vino rojo oscuro. Todos nos sentíamos profundamente felices, más de lo que puede expresarse. Pero, cuando el tren atravesó Sabadell y entró en Barcelona, nos rodeó una atmósfera apenas menos hostil que lo hubiera sido la de París o Londres.
Todos los que habían hecho dos visitas a Barcelona durante la guerra, con intervalos de algunos meses, comentan los extraordinarios cambios que observaron en ella. Por extraño que parezca, los que fueron por primera vez en agosto y volvieron en enero o, como yo mismo, primero en diciembre y después en abril, al volver siempre decían lo mismo: «La atmósfera revolucionaria ha desaparecido». Sin duda, para quien hubiera estado allí en agosto, cuando la sangre aún no se había secado en las calles y los milicianos ocupaban los hoteles elegantes, Barcelona, en diciembre, le habría parecido una ciudad burguesa; pero para mi, recién llegado de Inglaterra, se continuaba pareciendo más a una ciudad obrera que cualquier otra que yo hubiera podido concebir. Pero la marea estaba de reflujo. Ahora volvía a ser una ciudad corriente, un poco maltratada y lastimada por la guerra, pero sin ninguna señal externa de predominio de la clase trabajadora.
El cambio en el aspecto de las gentes era increíble. El uniforme de la milicia y los monos azules habían desaparecido casi por completo; la mayoría parecía usar esos elegantes trajes veraniegos en los que se especializan los sastres españoles. En todas partes se veían hombres prósperos y obesos, mujeres bien ataviadas y coches de lujo. (Aparentemente, aún no había coches privados, no obstante lo cual, todo aquel que fuera «alguien» podía disponer de un automóvil.) Los oficiales del nuevo Ejército Popular, un tipo que casi no existía cuando dejé Barcelona, ahora abundaban en cantidades sorprendentes. La oficialidad del Ejército Popular estaba constituida a razón de un oficial por cada diez hombres. Cierto número de esos oficiales había actuado en el frente, dentro de la milicia, y recibido luego instrucción técnica, pero en su mayoría eran jóvenes que habían asistido a la Escuela de Guerra en lugar de unirse a la milicia. Su relación con la tropa no era exactamente la que se da en un ejército burgués, pero existía una jerarquización social bien definida, expresada por la diferencia de paga y en el uniforme. Los soldados usaban una especie de burdo mono marrón y los oficiales un fino uniforme de color caqui, con la cintura ajustada como en el de los oficiales ingleses. No creo que más de uno de cada veinte de esos oficiales conociera una trinchera. Sin embargo, todos iban armados con pistolas automáticas al cinto, mientras nosotros, en el frente, no podíamos conseguirlas a ningún precio. Al avanzar por las calles, observé que nuestra suciedad llamaba la atención. Desde luego, como todos los hombres que han pasado varios meses en las trincheras, constituíamos un espectáculo lamentable. Yo tenía conciencia de parecerme a un espantapájaros. Mi chaqueta de cuero estaba hecha jirones, mi gorra de lana se había deformado tanto que se me deslizaba permanentemente sobre un ojo y de mis botas sólo quedaban restos. No era yo un caso excepcional y, además, todos estábamos sucios y barbudos. No era sorprendente, pues, que la gente se nos quedara mirando. No obstante, me desalentó un poco y me hizo comprender algunas cosas extrañas que habían estado ocurriendo durante los últimos tres meses.
En los días siguientes descubrí, a través de innumerables indicios, que mi primera impresión no había sido errónea. Un profundo cambio se había producido en la ciudad. Dos hechos constituían la clave de este cambio: el primero era que la gente, la población civil, había perdido gran parte de su interés por la guerra: y el segundo, que la división de la sociedad en ricos y pobres, clase alta y clase baja, se volvía a reinstaurar.
La indiferencia general hacia la guerra causaba sorpresa, asco, y horrorizaba a quienes llegaban a Barcelona procedentes de Madrid o de Valencia. En parte, se debía a la gran distancia que mediaba entre Barcelona y el lugar actual de la lucha; observé idéntica situación un mes después en Tarragona, donde la vida habitual de una elegante ciudad costera continuaba casi sin interrupciones. Resultaba significativo que en toda España el alistamiento voluntario hubiera ido disminuyendo desde enero. En Cataluña, cuando en febrero se hizo la primera gran campaña a favor del Ejército Popular, hubo una ola de entusiasmo que no se tradujo en un incremento del reclutamiento. Apenas seis meses después de iniciada la guerra, el gobierno español tuvo que recurrir al servicio militar; lo cual parece natural en un conflicto con el extranjero, pero resulta anómalo en una guerra civil. Sin duda, ello se explica en parte por el debilitamiento de las esperanzas revolucionarias, tan decisivas al comienzo de la contienda. Durante las primeras semanas de la guerra, los miembros de los sindicatos que se constituyeron en milicias y persiguieron a los fascistas hasta Zaragoza lo hicieron, en gran medida, porque ellos mismos creían estar luchando por el control de la clase trabajadora; pero cada vez se hacía más patente que dicha aspiración era una causa perdida. No podía criticarse a la gente común, en especial al proletariado urbano, que constituye el grueso de las tropas de cualquier guerra, por una cierta apatía. Nadie quería perder la guerra, pero la mayoría deseaba, sobre todo, que terminara. Tal situación era evidente en todas partes. Te encontraras con quien te encontraras, siempre escuchabas el mismo comentario: «Esta guerra es terrible, ¿no? ¿Cuándo terminará?». La gente con conciencia política se interesaba mucho más por la lucha intestina entre anarquistas y comunistas que por la guerra contra Franco. Para la gran masa de gente, la escasez de comida era lo fundamental. «El frente» se había convertido en un remoto lugar mítico, en el que los hombres jóvenes desaparecían para no regresar o para hacerlo al cabo de tres o cuatro meses con grandes sumas de dinero en los bolsillos. (Un miliciano habitualmente recibía su paga atrasada cuando salía de permiso.) Los heridos, aun cuando anduvieran con muletas, dejaron de recibir una consideración especial. Pertenecer a la milicia ya no estaba de moda, como lo demostraban claramente las tiendas, que siempre son los barómetros del gusto público. Cuando llegué por primera vez a Barcelona, las tiendas, por pobres que fueran, se habían especializado en equipos para milicianos. En todos los escaparates se podían ver gorras de visera, cazadoras de cremallera, cinturones Sam Browne, cuchillos de caza, cantimploras y fundas de revólver. Ahora las tiendas tenían un aspecto más elegante, la guerra había quedado relegada a la trastienda. Como descubriría más tarde, cuando intenté comprar un equipo nuevo antes de regresar al frente, ciertas cosas que allí se necesitaban con mucha urgencia eran muy difíciles de conseguir.
Entretanto, había en marcha una campaña sistemática de propaganda contra las milicias partidistas y en favor del Ejército Popular. En este aspecto la situación era bastante curiosa. Desde febrero, todas las fuerzas armadas quedaron teóricamente incorporadas al Ejército Popular y las milicias se reorganizaron sobre el modelo de aquél, con pagas diferenciadas, jerarquización, etc., etc. Las divisiones estaban compuestas por «brigadas mixtas», formadas por tropas del Ejército Popular y de las milicias. En realidad, los únicos cambios que se produjeron fueron algunos cambios de nombres. Por ejemplo, las tropas del POUM que antes se conocían como División Lenin, se llamaban ahora División 29. Hasta junio, muy pocas tropas del Ejército Popular llegaron al frente de Aragón y, en consecuencia, las milicias pudieron conservar su estructura autónoma y su carácter especial. Pero los agentes del gobierno habían estarcido las paredes con el lema: «Necesitamos un Ejército Popular», y por la radio y a través de la prensa comunista se desarrollaba un ataque incesante y a veces virulento contra las milicias, a las que se describía como mal adiestradas, indisciplinadas, etc., etc., mientras se calificaba siempre de «heroico» al Ejército Popular. Gran parte de esta propaganda parecía dar a entender que era vergonzoso haber ido voluntariamente al frente, y digno de elogio haber aguardado el reclutamiento. Mientras esto ocurría, eran las milicias las que defendían el frente, y el Ejército Popular sólo se adiestraba en la retaguardia, pero tal hecho se ocultaba al conocimiento público. Los grupos de milicianos que retornaban a las trincheras ya no marchaban por las calles con las banderas desplegadas y al son de los tambores; eran transportados discretamente por tren o camión a las cinco de la madrugada. Unos pocos destacamentos del Ejército Popular comenzaban a partir hacia la línea de fuego y, como antes ocurría con las milicias, marchaban ceremoniosamente por la ciudad. Pero a causa del debilitamiento general del interés por la guerra, ni siquiera ellos eran saludados con mayor entusiasmo. El hecho de que las tropas de la milicia también fueran, en teoría, parte del Ejército Popular fue hábilmente utilizado por la propaganda periodística. Toda victoria se atribuía automáticamente al Ejército Popular; mientras que todos los desastres se reservaban para las milicias. A veces ocurría que las mismas tropas, alternativamente, eran elogiadas o criticadas según se dijera que pertenecían al ejército o a la milicia.
Además de todo esto, había también un cambio sorprendente en el clima social, algo que resulta difícil de imaginar a menos que uno lo haya experimentado. Cuando llegué a Barcelona por primera vez, me pareció una ciudad donde las distinciones de clases y las grandes diferencias económicas casi no existían. Eso era, desde luego, lo que parecía. Las ropas «elegantes» constituían una anormalidad, nadie se rebajaba ni aceptaba propinas; los camareros, las floristas y los limpiabotas te miraban a los ojos y te llamaban «camarada». Yo no había captado que se trataba en lo esencial de una mezcla de esperanza y camuflaje. Los trabajadores creían en la revolución que había comenzado sin llegar a consolidarse, y los burgueses, atemorizados, se disfrazaban temporalmente de obreros. En los primeros meses de la revolución hubo seguramente miles de personas que deliberadamente se pusieron el mono proletario y gritaron lemas revolucionarios para salvar el pellejo. Ahora las cosas estaban volviendo a sus cauces normales. Los mejores restaurantes y hoteles estaban llenos de gente rica que devoraba comida cara, mientras, para la clase trabajadora, los precios de los alimentos habían subido muchísimo sin un aumento compensatorio en los salarios. Además de este encarecimiento, con frecuencia escaseaban algunos productos, afectando, desde luego, como siempre, al pobre más que al rico. Los restaurantes y los hoteles no parecían tener ninguna dificultad en conseguir lo que quisieran; pero en los barrios obreros se hacían colas de cientos de metros para adquirir pan, aceite de oliva y otros artículos indispensables. La primera vez que estuve en Barcelona me llamó la atención la ausencia de mendigos; ahora abundaban. En la puerta de las charcuterías, al principio de las Ramblas, pandillas de chicos descalzos aguardaban siempre para rodear a los que salían y pedir a gritos un poco de comida. Las formas «revolucionarias» del lenguaje comenzaban a caer en desuso. Los desconocidos ya no se dirigían a uno diciendo tú* y camarada*; habitualmente empleaban señor* y usted*. Buenos días* comenzaba a reemplazar a salud*. Los camareros volvieron a usar sus camisas almidonadas y los dependientes de las tiendas recurrían de nuevo a sus adulaciones usuales. Mi esposa y yo entramos en un comercio de las Ramblas para comprar calcetines. El vendedor hizo una reverencia y se frotó las manos como ni siquiera en Inglaterra se hace ya hoy en día, aunque se solía hacer hace veinte o treinta años. De manera furtiva e indirecta, la costumbre de la propina comenzaba a retornar. Se había ordenado que las patrullas de trabajadores se disolvieran, y las fuerzas policiales anteriores a la guerra recorrían de nuevo las calles. Reaparecieron los espectáculos de cabaret y los prostíbulos de categoría, muchos de los cuales habían sido clausurados por las patrullas de trabajadores[11]. Un ejemplo ínfimo, pero significativo, de cómo todo se orientaba para favorecer a las clases más acomodadas lo ofrece la escasez de tabaco. La carencia de tabaco era tan desesperante que se vendían en las calles cigarrillos de picadura de regaliz. Cierta vez probé uno. (Mucha gente los probó alguna vez.) Franco retenía las Canarias, de donde provenía todo el tabaco español y, en consecuencia, las únicas reservas con que contaba el gobierno eran del período previo al inicio de la guerra. Éstas habían disminuido tanto que los estancos abrían sólo una vez por semana; luego de hacer cola durante un par de horas se podía, con suerte, conseguir una cajetilla de tabaco. En teoría, el gobierno no permitía que se importara tabaco, porque ello significaba reducir las reservas de oro, que debían destinarse a la compra de armas y otros artículos vitales. En realidad, había un contrabando constante de cigarrillos extranjeros de las marcas más caras, como Lucky Strike, lo que permitía obtener pingües ganancias. Éstos se podían adquirir sin disimulo en los hoteles lujosos y, de forma un poco más furtiva, en la calle, siempre y cuando uno pudiera pagar diez pesetas (el jornal de un miliciano) por un paquete. El contrabando beneficiaba a la gente acomodada y, por ende, era tolerado. Si uno tenía bastante dinero, podía conseguir cualquier cosa en cualquier cantidad, menos pan, quizá, cuyo racionamiento era bastante estricto. Este marcado contraste entre la riqueza y la pobreza hubiera sido imposible unos meses antes, cuando la clase obrera mantenía, o parecía mantener; el control de la situación. Pero no sería justo atribuirlo únicamente a los cambios en el poder político. En parte, era resultado de la vida segura que se llevaba en Barcelona, donde había muy poco que le hiciera recordar a uno la guerra, exceptuando algún ocasional ataque aéreo. Quienes habían estado en Madrid afirmaban que allí las cosas eran muy distintas. En Madrid, el peligro compartido obligaba a la gente de casi todas las condiciones a alguna suerte de camaradería. Un hombre obeso que come perdices mientras los chicos piden pan en la calle constituye un espectáculo repelente, pero es menos probable verlo cuando se está a tiro de los cañones enemigos.
Un día o dos después de los enfrentamientos callejeros, recuerdo haber pasado por una confitería situada en una de las calles elegantes y haberme detenido frente a su escaparate lleno de pasteles y bombones finísimos a precios increíbles. Era el tipo de tienda que uno puede ver en Bond Street o en la Rue de la Paix. Recuerdo haber sentido un vago horror y desconcierto al pensar que aún podía desperdiciarse dinero en tales cosas en un país hambriento y asolado por la guerra. Pero líbreme Dios de arrogarme alguna superioridad personal. Después de varios meses de incomodidades, tenía un voraz deseo de buena comida y buen vino, cócteles, cigarrillos norteamericanos y esas cosas, y confieso haberme permitido todos los lujos que el dinero pudo proporcionarme.
Durante esa primera semana, antes de que comenzaran las luchas callejeras, tuve varias preocupaciones que guardaban una curiosa relación entre sí. En primer lugar; como ya dije, me dediqué a rodearme de las mayores comodidades posibles. En segundo lugar; gracias al exceso de comida y bebida, mi salud se resintió durante toda esa semana. Cuando me sentía mal, me quedaba en la cama la mitad del día; me levantaba, volvía a comer en exceso y volvía a sentirme enfermo. Por otro lado, estaba efectuando negociaciones secretas para comprar una pistola. La necesitaba urgentemente, pues en la lucha de trincheras resultaba mucho más útil que un fusil. Era muy difícil conseguir una; el gobierno las distribuía a los policías y a los oficiales del Ejército Popular; pero se negaba a entregarlas a la milicia; era necesario comprarlas, ilegalmente, en los arsenales secretos de los anarquistas. Después de muchas molestias y tribulaciones, un amigo anarquista logró conseguirme una pequeña pistola automática calibre veintiséis, arma bastante ineficaz y del todo inútil a más de pocos metros, pero siempre mejor que nada. Me encontraba, además, realizando trámites preliminares para abandonar la milicia del POUM e ingresar en alguna otra unidad que me permitiera llegar al frente de Madrid.
Durante bastante tiempo había manifestado a todo el mundo que me proponía abandonar el POUM. De acuerdo con mis preferencias puramente personales, me hubiera gustado unirme a los anarquistas. Si uno se convertía en miembro de la CNT, era posible ingresar en la milicia de la FAI, pero me dijeron que, en ese caso, probablemente, me enviarían a Teruel y no a Madrid. Si deseaba ir a Madrid, debía ingresar en la Columna Internacional, lo cual implicaba la necesidad de obtener una recomendación del Partido Comunista. Me encontré con un amigo comunista, agregado a la Ayuda Médica Española, y le expliqué mi situación. Pareció muy deseoso de reclutarme y me pidió que convenciera a algunos de los ingleses del ILP de que siguieran mis pasos. De haber sido mejor mi salud, probablemente hubiera aceptado en ese momento. Resulta difícil imaginar ahora qué efectos hubiera tenido más tarde tal decisión. Probablemente me habrían enviado a Albacete antes de que comenzaran los enfrentamientos en Barcelona, en cuyo caso, al no haberla presenciado, podría haber aceptado como verídica la versión oficial. Por otro lado, si hubiera estado bajo órdenes comunistas durante la lucha de Barcelona, mi lealtad personal hacia los camaradas del POUM me habría colocado en una situación insostenible. Pero me quedaba otra semana de permiso y estaba impaciente por recuperar mi salud antes de regresar al frente. Asimismo —y éste es el tipo de circunstancia que siempre decide el propio destino—, tuve que esperar hasta que el zapatero me hiciera un nuevo par de botas. (Todo el ejército español no había logrado proporcionarme unas botas que fueran lo bastante grandes y cómodas para mí.) Le dije a mi amigo comunista que tomaría mi decisión final más adelante. Mientras tanto quería descansar. Incluso tenía la idea de irme con mi esposa a la costa por dos o tres días. ¡Vaya una idea! La atmósfera política tendría que haberme advertido de que eso era precisamente lo que no se podía hacer esos días.
Por debajo del lujo y de la creciente pobreza, de la aparente alegría de las calles con puestos de flores, banderas multicolores, carteles de propaganda y abigarradas multitudes, la ciudad respiraba el clima inconfundible de la rivalidad y el odio políticos. Personas de todas las opiniones posibles decían en tono premonitorio: «Pronto tendremos dificultades». El peligro era muy simple y comprensible. Se trataba del antagonismo entre quienes querían que la revolución siguiera adelante y los que deseaban frenarla o impedirla, es decir; entre anarquistas y comunistas. Desde el punto de vista político, en Cataluña no existía otro poder que el PSUC y sus aliados liberales. Pero a él se oponía la fuerza incierta de la CNT, no tan bien armada y menos segura en cuanto a sus metas, pero poderosa a causa del número y de su predominio en varias industrias claves. Dada esta relación de fuerzas, el choque era inevitable. Desde el punto de vista de la Generalitat, controlada por el PSUC, el primer paso necesario para asegurar su posición consistía en despojar de sus armas a la CNT. Como ya señalé antes[12], la disolución de las milicias partidistas era, en el fondo, una maniobra tendente a este fin. Al mismo tiempo, las fuerzas policiales anteriores a la guerra, la Guardia Civil y otras, habían sido reimplantadas y eran reforzadas y armadas intensamente. Eso sólo podía significar una cosa. Los guardias civiles, en especial, constituían una gendarmería del tipo corriente, y durante casi un siglo, habían actuado como guardianes de las clases pudientes. Entretanto, se publicó un decreto según el cual todos los particulares que poseían armas debían entregarlas. Naturalmente, fue desobedecido. Resultaba claro que las armas de los anarquistas sólo podrían obtenerse por la fuerza. Durante este período hubo rumores, siempre vagos y contradictorios debido a la censura periodística, sobre choques que se producían en toda Cataluña. En diversos lugares, las fuerzas policiales armadas atacaron baluartes anarquistas. En Puigcerdá, junto a la frontera francesa, un grupo de carabineros intentó apoderarse de la aduana, controlada por los anarquistas, y Antonio Martín, un conocido anarquista, resultó muerto[13]. Incidentes similares ocurrieron en Figueras y, según creo, en Tarragona. En los suburbios obreros de Barcelona se produjeron toda una serie de choques más o menos espontáneos. Miembros de la CNT y de la UGT venían matándose unos a otros desde hacía algún tiempo; en ciertas ocasiones, los crímenes se vieron seguidos por gigantescos funerales provocativos, cuya finalidad deliberada era despertar odios políticos. Poco tiempo antes, un miembro de la CNT había sido asesinado, y ésta había movilizado a centenares de miles de sus afiliados en el cortejo fúnebre. Hacia finales de abril, cuando yo acababa de llegar a Barcelona, Roldán Cortada, miembro prominente de la UGT, fue asesinado, según se cree, por alguien de la CNT. El gobierno ordenó que todos los comercios cerraran y organizó una enorme procesión fúnebre, constituida en su mayor parte por tropas del Ejército Popular y tan larga que se necesitaron dos horas para que pasara por un punto dado. Desde la ventana del hotel la observé sin mayor entusiasmo; era evidente que ese supuesto funeral era un mero despliegue de fuerzas. Si los hechos se agudizaban un poco más se llegaría al derramamiento de sangre. Esa misma noche mi esposa y yo nos despertamos debido a una serie de disparos procedentes de la Plaza de Cataluña, situada a unos cien o doscientos metros. Al día siguiente supimos que habían matado a un miembro de la CNT y que el asesino probablemente pertenecía a la UGT. Desde luego, era muy posible que todos esos crímenes fueran cometidos por agentes provocadores. Puede medirse la actitud de la prensa capitalista extranjera hacia el conflicto comunista-anarquista señalando que el asesinato de Roldán fue objeto de amplia publicidad, mientras que fue ocultado cuidadosamente el que constituyó su respuesta.
Se acercaba el 1º de Mayo, y se hablaba de una manifestación gigantesca en la que tomarían parte tanto la CNT como la UGT. Los líderes de la CNT, más moderados que muchos de sus miembros, trabajaban desde hacia tiempo por una reconciliación con la UGT; y, en efecto, la esencia de su política era intentar la integración de los dos bloques en una gran coalición. La idea era que la CNT y la UGT desfilaran unidas y demostraran su solidaridad. Pero, en el último momento, se suspendió la manifestación, pues resultaba evidente que sólo originaria disturbios. Nada ocurrió el 1º de Mayo. La situación era bien extraña. Barcelona, la llamada ciudad revolucionaria, fue quizá la única en la Europa no fascista que no celebró ese día. Pero admito que me sentí aliviado. Se esperaba que el contingente del ILP marchara en la manifestación con la sección del POUM y todo el mundo preveía incidentes. Lo último que yo deseaba era verme mezclado en alguna tonta lucha callejera. Marchar por la calle detrás de banderas rojas, con ampulosos eslóganes escritos, para luego morir de un balazo disparado con una metralleta desde alguna ventana por un desconocido no respondía a mi idea de lo que es una forma útil de morir.