El mayor inconveniente para alguien a quien persigue la policía en una ciudad como Barcelona es que todo abre muy tarde. Cuando uno duerme al aire libre siempre se despierta al amanecer, y ninguno de los bares de Barcelona abre antes de las nueve. Pasaron horas antes de que pudiera conseguir una taza de café o un lugar donde afeitarme. Me extrañó ver aún colgado en la barbería el cartel anarquista que prohibía las propinas. «La Revolución ha roto nuestras cadenas», decía el cartel. Me dieron ganas de decirles a los barberos que esas cadenas no tardarían en volver si no tenían cuidado.
Regresé al centro de la ciudad. En los edificios del POUM ya no flameaban las banderas rojas, sino los estandartes republicanos. Grupos de guardias civiles armados surgían de todos los portales. En el centro de Ayuda Roja, situado en la esquina de la Plaza de Cataluña, la policía se había entretenido destrozando casi todas las vidrieras y los puestos de libros habían sido vaciados y el tablón de anuncios, que había un poco más abajo de las Ramblas, había sido cubierto con el cartel anti-POUM en el que una máscara ocultaba un rostro fascista. Hacia el final de las Ramblas, cerca del muelle, contemplé un espectáculo curioso: una hilera de milicianos, todavía andrajosos y cubiertos del barro del frente, despatarrados exhaustos en las sillas de los limpiabotas. Sabía quiénes eran e incluso reconocí a uno de ellos. Eran milicianos del POUM que habían llegado el día anterior para encontrarse con la disolución de aquél y que habían tenido que pasar la noche a la intemperie por estar vigilados sus hogares. Todo miliciano del POUM que regresara a Barcelona en ese momento tenía que elegir entre ocultarse o terminar en la cárcel, recepción no muy agradable al cabo de tres o cuatro meses de trinchera.
Nos encontrábamos en una situación insólita. Por la noche se era un fugitivo acosado, durante el día se podía vivir de forma casi normal. Todas las casas habitadas por simpatizantes del POUM estaban vigiladas y era imposible ir a un hotel o a una pensión, por haberse dispuesto que los hoteleros informaran a la policía sobre la llegada de todo desconocido. Ello obligaba a pasar las noches al aire libre. Durante el día se podía andar con bastante seguridad. Las calles estaban llenas de guardias civiles, guardias de asalto, carabineros y policías corrientes, además de quién sabe cuántos espías de civil; sin embargo, no podían parar a todos los que pasaran, y si uno tenía un aspecto normal podía pasar inadvertido. Había que tratar de no quedarse cerca de los edificios del POUM y de no ir a los cafés y restaurantes donde había camareros que nos conocieran. Ese día y el siguiente pasé mucho tiempo bañándome en una casa de baños públicos. Me pareció una excelente manera de matar el tiempo y de mantenerme fuera de la circulación. Por desgracia, idéntica idea se le ocurrió a mucha gente. Pocos días después, cuando ya no estaba en Barcelona, la policía allanó una de esas casas y arrestó a buena cantidad de «trotskistas» en cueros.
A media altura de las Ramblas me crucé con uno de los heridos del Sanatorio Maurin. Intercambiamos ese guiño invisible que la gente utilizaba en esa época y nos las ingeniamos para quedar discretamente en un café algo más arriba. Había escapado al arresto durante la redada en el Maurín pero, como los demás, ahora se veía obligado a hacer vida en la calle. Estaba en mangas de camisa, ya que al huir no pudo recoger la chaqueta, y no tenía un centavo. Me contó cómo uno de los guardias civiles había arrancado de la pared el gran retrato de Maurín y lo había pateado hasta destrozarlo. Maurín (uno de los fundadores del POUM) estaba en poder de los fascistas y se creía que ya lo habían fusilado.
A las diez de la mañana me encontré con mi esposa en el consulado británico. McNair y Cottman no tardaron en presentarse. Lo primero que me dijeron fue que Bob Smillie había muerto en una cárcel de Valencia, nadie sabía de qué. Lo habían enterrado sin demora y al representante del ILP, David Murray, no se le había dado permiso para ver el cadáver.
Naturalmente, de inmediato supuse que lo habían fusilado. Es lo que todos creímos en ese momento, pero con posterioridad pensé que tal vez nos equivocamos. Más tarde se informó de que Smillie había muerto de apendicitis, y también hubo un prisionero liberado que nos aseguró que Smillie había estado realmente enfermo en la cárcel. Así pues, quizá la historia de una apendicitis era verídica. La negativa a permitir que Murray viera el cadáver puede haber tenido como causa el mero resentimiento. Empero hay algo que debo decir. Bob Smillie tenía sólo veintidós años y físicamente era uno de los hombres más fuertes que he conocido. Creo que fue el único miliciano, español o inglés, que pasó tres meses en las trincheras sin estar enfermo un solo día. Las personas con esa resistencia no suelen morir de apendicitis si se las cuida como es debido. Pero si uno veía cómo eran las cárceles españolas —las cárceles improvisadas utilizadas para los prisioneros políticos—, comprendía las pocas probabilidades que tenía un hombre enfermo de recibir en ellas la atención adecuada. Estas cárceles sólo podrían describirse como mazmorras. En Inglaterra habría que retroceder al siglo XVIII para encontrar algo comparable. Los prisioneros permanecían amontonados en pequeñas habitaciones donde casi no había espacio para echarse, y a menudo se los tenía en sótanos y otros lugares oscuros. Éstas no eran medidas temporales, pues hubo casos de detenidos que pasaron cuatro o cinco meses casi sin ver la luz del día. Eran alimentados con una dieta repugnante e insuficiente, que consistía en dos platos de sopa y dos trozos de pan diarios. (Sin embargo, algunos meses más tarde parece ser que la comida mejoró algo.) No estoy exagerando; cualquier sospechoso político que haya estado encarcelado en España podría confirmar lo que digo. He recibido informaciones sobre las cárceles españolas de diversas fuentes separadas, y todas concuerdan demasiado como para dudar de ellas; además, yo mismo conocí una. Otro amigo inglés que fue detenido más tarde escribe que sus experiencias carcelarias le «permitieron comprender mejor el caso de Smillie». No es fácil perdonar la muerte de Smillie, ese muchacho valeroso y dotado, que había dejado a un lado su carrera universitaria para luchar contra el fascismo y que, como puedo atestiguar, había cumplido su tarea en el frente con coraje y voluntad intachables. Arrojarlo a la cárcel y dejarlo morir como a un animal fue una tremenda injusticia. Sé que en medio de una enorme y sangrienta guerra no tiene sentido hacer demasiado alboroto por una muerte individual. Para igualar los sufrimientos que causa una bomba arrojada desde un avión sobre una calle llena de gente hace falta bastante persecución política. Pero lo que indigna en una muerte como ésta es su absoluta inutilidad. Morir en medio de una batalla; sí, eso es lo que uno espera; pero verse encarcelado, ni siquiera por algún crimen imaginario, sino por causa de un resentimiento ciego, y que luego a uno lo dejen morir abandonado a su soledad es algo muy distinto. No acierto a comprender cómo este tipo de cosas —el caso de Smillie no es excepcional— podían tornar más factible la victoria.
Mi esposa y yo visitamos a Kopp esa tarde. Se permitía visitar a los prisioneros que no estaban incomunicados*, aunque no convenía hacerlo más de una o dos veces. La policía vigilaba a los visitantes, y si alguien iba demasiado seguido, quedaba catalogado como amigo de los «trotskistas» y probablemente terminaba en la cárcel. Esto ya les había ocurrido a muchos.
Kopp no estaba incomunicado* y nos fue fácil obtener el permiso para verlo. Mientras nos conducían hacia el interior de la cárcel, un miliciano español a quien conocí en el frente salía escoltado por dos guardias civiles. Sus ojos se encontraron con los míos e intercambiamos el guiño imperceptible de aquellos días. Dentro vimos a un norteamericano que había partido de regreso a su casa pocos días antes; sus documentos estaban en regla, pero probablemente lo arrestaron en la frontera porque seguía llevando los pantalones de pana que lo identificaban como miliciano. Nos cruzamos como si no nos hubiéramos visto nunca. Fue espantoso. Habíamos estado juntos durante meses, incluso compartido un refugio en la trinchera, había ayudado a transportarme cuando me hirieron; pero era lo único que podíamos hacer. Los guardianes vestidos de azul espiaban en todas partes. Hubiera resultado fatal reconocer a demasiada gente.
La llamada cárcel era, en realidad, la planta baja de una tienda. En dos pequeñas habitaciones estaban amontonadas casi cien personas. El lugar tenía todo el aspecto dieciochesco de una estampa del calendario Newgate: con su nauseabunda suciedad, el hacinamiento de cuerpos humanos, la falta de mobiliario —el suelo de piedra pelado, un banco y unas pocas mantas raídas— y una luz lóbrega, puesto que habían sido bajadas las persianas metálicas. En las paredes mugrientas se habían garabateado frases revolucionarias: «¡Visca POUM!»*, «¡Viva la Revolución!»*, y otras por el estilo. El lugar se usaba desde hacía meses como vertedero de prisioneros políticos. El griterío resultaba ensordecedor. Era la hora de las visitas y había tanta gente que casi no podíamos movernos. La mayoría pertenecía a los sectores más pobres de la población obrera. Se veían mujeres deshaciendo lastimosos paquetes que habían traído para sus hombres. Varios de ellos eran heridos del Sanatorio Maurín. Dos tenían una sola pierna; uno de ellos había sido llevado a la cárcel sin sus muletas y saltaba de un lado a otro sobre un pie. También había una criatura de no más de doce años; aparentemente arrestaban hasta a los niños. El lugar tenía ese olor repugnante presente siempre donde hay mucha gente amontonada sin instalaciones sanitarias adecuadas.
Kopp se abrió paso para venir a nuestro encuentro. Su rostro sonrosado y redondo parecía el de siempre y en ese lugar mugriento había conservado su uniforme impecable e incluso había conseguido afeitarse. Entre los prisioneros había otro oficial con el uniforme del Ejército Popular. Él y Kopp se hicieron el saludo militar al pasar uno junto a otro; el gesto, en cierto modo, resultó algo patético. Kopp parecía de excelente humor. «Bueno, supongo que nos van a fusilar a todos», dijo alegremente. La palabra «fusilar» me estremeció. Una bala había atravesado hacía poco tiempo mi cuerpo y la sensación seguía fresca en mi recuerdo; no resultaba agradable pensar que eso pudiera ocurrirle a alguien a quien uno conoce bien. En ese momento, yo daba por sentado que los dirigentes del POUM, Kopp entre ellos, serían fusilados. Acababa de filtrarse el primer rumor sobre la muerte de Nin y sabíamos que se acusaba al POUM de traición y espionaje. Todo apuntaba a un gigantesco juicio farsa, seguido de una matanza de «trotskistas» destacados. Es terrible ver a un amigo en la cárcel y saberse impotente para ayudarlo. No podíamos hacer nada; incluso era inútil apelar a las autoridades belgas pues Kopp había violado las leyes de su país al trasladarse a España. Tuve que dejar que mi esposa llevara la conversación; mi vocecita resultaba inaudible en medio de aquel griterío. Kopp nos habló de los amigos que había hecho entre los prisioneros, de los guardianes, algunos de los cuales eran buenos tipos, mientras otros insultaban y golpeaban a los más apocados, de la comida que les daban, «digna de cerdos». Por fortuna, se nos había ocurrido llevar comida y cigarrillos. Luego Kopp comenzó a referirse a los papeles que le habían arrebatado cuando fue arrestado. Entre ellos figuraba la carta del ministro de la Guerra, dirigida al coronel a cargo de las operaciones de ingeniería en el Ejército del Este. La policía la había confiscado y se negaba a devolverla; según parece, se encontraba en ese momento en el despacho del jefe de policía. Su recuperación podía ser de una gran importancia.
De inmediato comprendí que esa carta era decisiva. Una carta oficial de ese tipo, con la recomendación del ministro de la Guerra y del general Pozas, probaría la buena fe de Kopp. Pero la dificultad radicaba en demostrar la existencia de la carta; si la abrían en el despacho del jefe de policía, algún poli acabaría destruyéndola. Sólo una persona podía ayudarnos a recuperarla: el oficial a quien estaba dirigida. Kopp ya había pensado en eso y había escrito una carta que deseaba que yo sacara de la prisión a escondidas y que enviara por correo. Pero, evidentemente, era más rápido y seguro ir en persona. Dejé a mi esposa con Kopp, salí apresuradamente y, tras una larga búsqueda, encontré un taxi. Sabía que tenía el tiempo justo. Eran ya las cinco y media, el coronel probablemente dejaría su despacho a las seis, y al día siguiente Dios sabe dónde estaría la carta, destruida o perdida en el caos de documentos que probablemente se apilaban a medida que se producían los arrestos. El despacho del coronel estaba situado en el Departamento de la Guerra, cerca de los muelles. Me disponía a subir corriendo la escalinata de entrada, cuando el guardia de asalto que custodiaba la puerta me cerró el paso con su larga bayoneta y me pidió la «documentación». Agité frente a sus ojos mi certificado de licencia; evidentemente no sabía leer y me dejó pasar; impresionado por el vago misterio de los «papeles». Por dentro, el lugar era como una enorme y complicada colmena en torno a un patio central con cientos de oficinas en cada piso. Como estábamos en España, nadie tenía la menor idea sobre la ubicación de la oficina que buscaba. Yo repetía sin cesar: «¡El coronel… jefe de ingenieros, Ejército del Este!»*. La gente me sonreía y se encogía de hombros amablemente; todo el que creía saberlo me enviaba en direcciones distintas: arriba, abajo, por pasillos interminables que resultaban ser callejones sin salida. Mientras tanto el tiempo pasaba inexorablemente. Tenía la extraña sensación de vivir una pesadilla: subir y bajar corriendo escaleras, gente misteriosa que iba y venía, los vistazos a través de puertas abiertas que daban a caóticas oficinas con papeles amontonados por todas partes y el tecleteo de las máquinas de escribir, y el tiempo que se acababa y una vida tal vez en juego.
Sea como sea, llegué a tiempo y, con cierta sorpresa por mi parte, se me concedió audiencia. No vi al coronel, pero su secretario, un hombrecillo atildado, de grandes ojos bizcos, me recibió en la antesala. Comencé a hablar: venía de parte de mi oficial superior el comandante Jorge Kopp, quien al dirigirse al frente con una misión urgente había sido arrestado por error. La carta para el coronel era de naturaleza confidencial y se imponía recuperarla sin demora. Yo había servido a las órdenes del comandante Kopp durante meses, era un oficial de plena confianza, su arresto se debía sin duda a una equivocación, la policía lo había confundido con otra persona, etc., etc., etc. Seguí machacando sobre la urgencia de la misión de Kopp en el frente, sabiendo que era el argumento más poderoso. Pero tiene que haber sonado como una historia bien extraña con mi espantoso español, que se convertía en francés en los momentos de crisis. Lo peor fue que de inmediato me quedé casi sin voz, y sólo mediante un violento esfuerzo logré emitir una especie de graznido. Tenía miedo de perderla por completo y de que el pequeño oficial se cansara de tratar de entenderme. Muchas veces me he preguntado si creyó que mi voz fallaba a causa de una borrachera o porque sufría por no tener la conciencia muy tranquila.
Sin embargo, me escuchó con paciencia, aprobó con la cabeza muchas veces y asintió con cautela a lo que yo decía. Sí, parecía que se había cometido un error. Sin duda habría que investigar el asunto. Mañana*… Protesté. ¡Mañana*, no! Era un asunto urgente; Kopp tendría que estar ya en el frente. Una vez más el oficial pareció estar de acuerdo. Y entonces llegó la pregunta temida:
—Este comandante Kopp, ¿en qué unidad servía?
Había que pronunciar la palabra terrible:
—En la milicia del POUM.
—¡El POUM!
Quisiera poder transmitir el sobresalto de alarma que resonó en su voz. Hay que recordar lo que el POUM significaba en esos momentos. El temor a los espías estaba en su punto culminante, quizá todos los buenos republicanos creyeron durante un día o dos que el POUM era en verdad una vasta organización de espionaje al servicio de los alemanes. Decir semejante cosa a un oficial del Ejército Popular era como entrar al Cavalry Club inmediatamente después del escándalo de la Carta Roja y declararse comunista. Sus ojos oscuros recorrieron mi rostro. Luego de una larga pausa, preguntó lentamente:
—¿Y usted dice que estuvo con él en el frente? Entonces, ¿usted también estaba en la milicia del POUM?
—Sí.
Dio media vuelta y se precipitó a la oficina del coronel. Pude oír una conversación agitada. «Todo terminó», pensé. Nunca recuperaríamos la carta de Kopp. Además, había tenido que confesar que yo mismo estaba vinculado al POUM, y sin duda llamarían a la policía y me arrestarían, simplemente para añadir otro «trotskista» al saco. El oficial reapareció ajustándose la gorra y me indicó con un gesto que lo siguiera. Nos dirigimos a la Jefatura de Policía. Fue un largo camino; anduvimos durante veinte minutos. El pequeño oficial marchaba erguido delante de mi con su paso militar. No nos dijimos una sola palabra en todo el trayecto. Cuando llegamos al despacho del jefe de policía, una multitud de canallas del aspecto más temible, evidentemente secuaces, delatores y espías de todo tipo, aguardaba frente a la puerta. El pequeño oficial entró; hubo una larga y acalorada conversación. Se podían oír voces que se alzaban furiosamente; yo imaginaba gestos violentos, encogimientos de hombros y puños golpeando la mesa. Evidentemente la policía se negaba a entregar la carta. Al final, sin embargo, el oficial volvió a salir con el rostro enrojecido, pero con un gran sobre oficial en su poder. Era la carta de Kopp. Habíamos logrado una pequeña victoria que, desgraciadamente, tal como resultaron las cosas, no tuvo el menor efecto. Se dio el curso debido a la carta, pero los superiores militares de Kopp no pudieron sacarlo de la cárcel.
El oficial me prometió que la carta llegaría a su destino. Pero ¿qué ocurriría con Kopp?, le dije yo. ¿No podían liberarlo? El oficial se encogió de hombros. Ésa era otra cuestión. Ellos no sabían por qué lo habían arrestado. Sólo me pudo prometer que haría todas las averiguaciones posibles. No quedaba nada por decir y había que despedirse. Los dos nos inclinamos levemente. Pero en ese momento ocurrió algo inesperado y conmovedor: el pequeño oficial, después de una leve vacilación, dio un paso hacia adelante y me estrechó la mano.
No sé si podré explicar la profunda emoción que tal gesto me produjo. Parece algo sin importancia, pero no lo fue. Para comprenderlo es necesario recordar cuál era el ambiente de esa época, la paralizante atmósfera de sospechas y odios, las mentiras y los rumores que circulaban por todas partes, los carteles que en cada rincón nos señalaban como espías fascistas. Y, sobre todo, que estábamos frente al despacho del jefe de policía, junto a una inmunda pandilla de delatores y agentes provocadores, cualquiera de los cuales podía saber que se me buscaba. Era como estrechar públicamente la mano de un alemán durante la Gran Guerra. Supongo que, por algún motivo, había decidido que yo no era un espía fascista; en cualquier caso, fue muy noble de su parte darme la mano.
Me fijo en este hecho, que quizá parezca algo trivial, porque en cierto sentido caracteriza a los españoles y a su magnanimidad, cuyos destellos también afloran en las peores circunstancias. Tengo recuerdos muy desagradables de España, pero muy pocos malos recuerdos de los españoles. Sólo en dos ocasiones estuve seriamente indignado con un español, y cuando miro hacia atrás, creo que en ambas fui yo el equivocado. No hay duda de que poseen una generosidad, una especie de nobleza, que no pertenece realmente al siglo XX. Es lo que me hace pensar que en España hasta el fascismo puede asumir una forma comparativamente tibia y soportable. Pocos españoles poseen la maldita eficiencia que requiere un Estado totalitario moderno. Unas pocas noches antes había tenido un extraño ejemplo de esto, cuando la policía registró el cuarto de mi esposa. Tal registro fue ciertamente de sumo interés, y me hubiera gustado presenciarlo, aunque quizá fue mejor que eso no ocurriera, pues probablemente no habría podido controlarme.
La policía llevó a cabo el registro según el típico estilo de la GPU o de la Gestapo. Poco antes de la madrugada se oyeron unos golpes en la puerta, seis hombres entraron, encendieron la luz y de inmediato se repartieron por la habitación, según un plan evidentemente prefijado. Luego registraron todo con increíble escrupulosidad. Golpearon las paredes, levantaron los felpudos, examinaron el suelo, tantearon las cortinas, miraron debajo de la bañera y del radiador; vaciaron los cajones y maletas y palparon y miraron al trasluz cuanta ropa encontraron. Se llevaron nuestros libros y todos los papeles, hasta los que había en el cesto. Entraron en un éxtasis de sospecha al descubrir que poseíamos una traducción francesa de Mein Kampf de Hitler. Si ése hubiera sido el único libro, nuestro destino habría estado sellado. Evidentemente pensaban que sólo un fascista lee Mein Kampf. Un instante después encontraron una copia del panfleto de Stalin Maneras de eliminar trotskistas y otros traidores, que los calmó un tanto. En un cajón había unos cuantos paquetes de papel de liar cigarrillos. Los hicieron pedazos y examinaron cada papel por separado, para ver si contenían algún mensaje escrito. La tarea les llevó unas dos horas. Sin embargo, durante todo ese tiempo, en ningún momento registraron la cama. Mi esposa permaneció acostada y podría haber ocultado una docena de metralletas debajo del colchón y toda una biblioteca de documentos trotskistas debajo de la almohada. Los policías no hicieron movimiento alguno por tocar la cama y ni siquiera miraron debajo de ella. No puedo creer que éste sea un rasgo habitual en la rutina de la GPU. Debemos recordar que la policía estaba casi por completo bajo control comunista, y que probablemente esos hombres fueran miembros del Partido Comunista. Pero también eran españoles, y echar a una mujer de la cama era demasiado para ellos. Esta parte del registro fue silenciosamente pasada por alto, con lo cual toda la búsqueda careció de sentido.
Esa noche McNair, Cottman y yo dormimos entre unas hierbas altas que crecían en un solar abandonado. Era una noche fría para esa época del año, y ninguno de los tres durmió mucho. Recuerdo las largas y lúgubres horas que vagamos al azar antes de poder conseguir una taza de café. Por primera vez desde que estaba en Barcelona fui a la catedral, un edificio moderno y de los más feos que he visto en el mundo entero[18]. Tiene cuatro agujas almenadas, idénticas por su forma a botellas de vino del Rin. A diferencia de la mayoría de iglesias barcelonesas, no había sufrido daños durante la revolución; se había salvado debido a su «valor artístico», según decía la gente. Creo que los anarquistas demostraron mal gusto al no dinamitarla cuando tuvieron oportunidad de hacerlo, en lugar de limitarse a colgar un estandarte rojinegro entre sus agujas.
Esa tarde mi esposa y yo fuimos a ver a Kopp por última vez. No podíamos hacer nada por él, absolutamente nada, excepto despedirnos y dejarle algún dinero a cargo de los amigos españoles, que le llevarían comida y cigarrillos. Poco tiempo después, cuando ya no estábamos en Barcelona, fue incomunicado* y ni siquiera fue posible enviarle comida. Esa noche, caminando por las Ramblas, pasamos frente al Café Moka, que los guardias civiles seguían ocupando. Movido por un impulso, entré y me dirigí a dos de ellos que estaban apoyados en el mostrador con los fusiles colgados del hombro. Les pregunté si sabían cuáles de sus camaradas habían estado de guardia allí durante los sucesos de mayo. Lo ignoraban y, con la habitual imprecisión española, tampoco sabían cómo averiguarlo. Les dije que mi amigo Jorge Kopp estaba en la cárcel y que quizá sería sometido a juicio por algo relacionado con los sucesos de mayo; que los hombres entonces de guardia allí sabían que había evitado la lucha y salvado algunas de sus vidas; debían presentarse y declarar en ese sentido. Uno de los hombres con quienes hablaba tenía aspecto taciturno y abatido, y sacudía la cabeza sin cesar porque no podía entenderme con el bullicio del tránsito. Pero el otro era distinto. Me dijo que había oído a algunos de sus camaradas hablar de lo que había hecho Kopp; que Kopp era un buen chico*. Pero ya mientras lo escuchaba tenía la seguridad de que todo era inútil. Si alguna vez se juzgaba a Kopp, lo sería, como en todos esos juicios, sobre la base de pruebas falsificadas. Si ya lo han fusilado (y me temo que sea lo más probable), su epitafio será: el buen chico* del pobre guardia civil que formaba parte de un sucio sistema, pero seguía siendo lo bastante humano como para reconocer un acto noble cuando lo veía.
Llevábamos una existencia extravagante y de locura. Por la noche vivíamos como criminales, pero de día éramos prósperos turistas ingleses o, al menos, tratábamos de parecerlo. Afeitarse, bañarse y lustrarse los zapatos hacen maravillas en el aspecto de una persona, incluso después de una noche al aire libre. Lo más seguro en ese momento era parecer tan burgués como fuera posible. Frecuentábamos el barrio residencial de la ciudad, donde nuestras caras no eran conocidas, y comíamos en caros restaurantes donde nos mostrábamos muy ingleses con los camareros. Por primera vez en mi vida me puse a escribir en las paredes. Los pasillos de varios restaurantes de moda ostentaban en las suyas «¡Visca POUM!»* en letras tan grandes como pude hacer. Aunque me mantenía técnicamente escondido todo el rato, no me sentía en peligro. Todo parecía demasiado absurdo. Tenía la inerradicable convicción inglesa de que «ellos» no podían arrestar a alguien a no ser que hubiera violado la ley. Es una creencia extremadamente peligrosa durante un pogromo político. Había orden de apresar a McNair, y era probable que el resto de nosotros figuráramos también en la lista. Los arrestos, registros y allanamientos continuaban sin pausa; prácticamente todos los que conocíamos, exceptuando aquellos que seguían en el frente, estaban ya en la cárcel. La policía incluso llegó a subir a los barcos franceses que periódicamente se llevaban refugiados en busca de sospechosos de «trotskismo».
Gracias a la bondad del cónsul británico, quien debió de pasar una semana muy difícil, logramos poner nuestros pasaportes en regla. Cuanto antes partiéramos, mejor sería. Había un tren que salía para Portbou a las siete y media de la noche y que, según cabía esperar; lo haría a eso de las ocho y media. Acordamos que mi esposa pediría un taxi con anticipación y prepararía luego las maletas, pagaría la cuenta y abandonaría el hotel en el último momento posible. Si los empleados del hotel se enteraban a tiempo de sus propósitos, seguro que avisarían a la policía. Llegué a la estación hacia las siete, y me encontré con que el tren ya había partido a las siete menos diez. El maquinista había cambiado de idea, como de costumbre. Por fortuna, logramos avisar a mi esposa a tiempo. Otro tren salía a primera hora de la mañana siguiente. McNair, Cottman y yo cenamos en un pequeño restaurante cerca de la estación y, tras un tanteo cauteloso, descubrimos que el dueño del restaurante era miembro de la CNT y que simpatizaba con nosotros. Nos proporcionó una habitación con tres camas y se olvidó de avisar a la policía. Era la primera vez en cinco noches que podía dormir sin ropa.
Al otro día mi esposa logró salir del hotel sin que nadie lo advirtiera. El tren partió con casi una hora de retraso. Yo ocupé el tiempo escribiendo una larga carta al Ministerio de la Guerra acerca del caso de Kopp: sin duda había sido arrestado por error; se necesitaba urgentemente su presencia en el frente, innumerables personas testificarían su inocencia, etc., etc., etc. Me pregunto si alguien leyó esa carta, escrita en páginas arrancadas de una libreta de notas, con letra temblorosa (tenía los dedos parcialmente paralizados) y en un español aún más tembloroso. En cualquier caso, ni esa carta ni ninguna medida tuvieron efecto alguno. Mientras escribo, seis meses después de estos acontecimientos, Kopp (si no ha sido fusilado) sigue en la cárcel, sin juicio y sin acusación. Al comienzo recibimos dos o tres cartas de él, enviadas desde Francia por prisioneros liberados. Todas hablaban de lo mismo: encarcelamiento en sótanos oscuros y mugrientos, comida mala y escasa, enfermedad grave debida a las condiciones del encierro y negativa a prestarle atención médica. Todo esto me fue confirmado por varias fuentes diferentes, inglesas y francesas. Hacía poco que había desaparecido en una de las «cárceles secretas» con las que parece imposible establecer cualquier tipo de comunicación. Su caso es el de docenas o centenares de extranjeros y nadie sabe de cuántos millares de españoles.
Por fin cruzamos la frontera sin incidentes. El tren tenía vagón de primera clase y vagón-restaurante, el primero que veía en España. Hasta no hace mucho sólo existía clase única en los trenes de Cataluña. Dos policías de civil recorrieron el tren anotando el nombre de los extranjeros, pero cuando nos vieron en el vagón-restaurante parecieron conformarse con nuestro aspecto respetable. Resultaba extraño ver cómo había cambiado todo. Sólo seis meses antes, cuando aún dominaban los anarquistas, era el aspecto de proletario el que hacía a uno respetable. En la ida, camino de Perpiñán a Cerbére, un viajante francés sentado junto a mí me había dicho con toda solemnidad: «Usted no puede ir a España con ese aspecto. Quítese el cuello y la corbata. Se los van a arrancar en Barcelona». Sin duda exageraba, pero eso demuestra la idea que se tenía de Cataluña. En la frontera, los guardias anarquistas habían impedido la entrada a un francés vestido elegantemente y a su esposa por el único motivo, según creo, de que parecían demasiado burgueses. Ahora era al revés: para salvarse había que parecer burgués. En el puesto de control buscaron nuestros nombres en la lista de sospechosos, pero gracias a la ineficacia de la policía nuestros nombres no figuraban en ella, ni siquiera el de McNair. Nos registraron de pies a cabeza; no llevábamos nada comprometedor exceptuando mi certificado de licencia, pero los carabineros que me registraron no sabían que la División 29 pertenecía al POUM. Pasamos la barrera, y después de seis meses justos me encontraba de nuevo en suelo francés. Los únicos recuerdos que me llevaba de España eran una bota de piel de cabra y una de esas pequeñas lámparas de hierro en las que los campesinos aragoneses queman aceite de oliva y cuya forma es casi idéntica a la de las lámparas de terracota usadas por los romanos hace dos mil años. La había encontrado en una choza en ruinas e inexplicablemente seguía en mi poder.
Después de todo, resultó que no nos habíamos precipitado al marcharnos. El primer periódico que vimos anunciaba el arresto de McNair por espionaje; las autoridades españolas se habían apresurado un poco al anunciar esto. Por fortuna, el «trostkismo» no es un motivo de extradición.
Me pregunto cuál es el primer acto espontáneo de la gente cuando sale de un país en guerra y pone los pies en uno en paz. El mío fue correr a un puesto de tabaco y comprar cigarros y cigarrillos hasta llenarme los bolsillos. Luego fuimos a un bar y bebimos una taza de té, el primer té con leche fresca que tomábamos en muchos meses. Pasaron varios días antes de acostumbrarme a la idea de que podía comprar cigarrillos cada vez que lo deseara. Siempre esperaba ver cerrada la puerta del estanco y en el escaparate el temido cartel: «No hay tabaco»*.
McNair y Cottman siguieron hasta París; mi esposa y yo dejamos el tren en Banyuls, la primera estación francesa, seguros de que necesitábamos un descanso. No nos recibieron demasiado bien en Banyuls cuando supieron que veníamos de Barcelona. Varias veces me vi envuelto en la misma conversación: «¿Usted viene de España? ¿De qué lado peleó? ¿Del gobierno? ¡Oh!», y luego una marcada frialdad. La pequeña ciudad parecía decantarse decididamente en favor de Franco, sin duda a causa de los refugiados españoles fascistas que habían ido llegando allí periódicamente. El camarero del café que frecuentaba era un español profranquista que me solía dirigir miradas de desprecio mientras me servía el aperitivo. Otra cosa ocurría en Perpiñán, llena de partidarios del gobierno y donde las intrigas entre las distintas facciones seguían casi como en Barcelona. Había un café donde la palabra «POUM» te procuraba de inmediato amistades francesas y sonrisas del camarero.
Creo que nos quedamos tres días en Banyuls. Fueron unos días de extraña inquietud. En esa tranquila ciudad pesquera, alejada de las bombas, las ametralladoras, las colas para comprar alimentos, la propaganda y las intrigas nos tendríamos que haber sentido profundamente aliviados y agradecidos. Nada de eso ocurrió. Lo que habíamos visto en España no se fue difuminando ni perdió fuerza; al contrario, ahora que estábamos lejos de todo, se nos venía encima de una manera mucho más vívida que antes. Pensábamos en España, hablábamos de España, soñábamos incesantemente con España. Nos habíamos dicho durante meses que «cuando saliéramos de España», iríamos a algún lugar cerca del Mediterráneo y nos quedaríamos allí tranquilos durante un tiempo, pescando, quizá; pero ahora que estábamos aquí nos sentíamos aburridos y decepcionados. El tiempo era frío y un viento persistente soplaba desde el mar, siempre gris y picado. En todo el puerto, una espuma mezcla de cenizas, corchos y entrañas de pescado golpeaba contra las piedras. Parecerá una locura, pero lo que ambos deseábamos era regresar a España. Aunque nadie se hubiera beneficiado de ello y hubiéramos podido salir muy mal parados, ambos lamentábamos no habernos quedado para ser encarcelados junto con los demás. Supongo que sólo he logrado transmitir en pequeñísima medida lo que esos meses en España significan para mí. He dado cuenta de algunos acontecimientos externos, pero no puedo describir los sentimientos que dejaron en mí. Todo se confunde en ese cúmulo de visiones, olores y sonidos que las palabras no pueden transmitir: el olor de las trincheras, la aurora en las montañas extendiéndose a distancias increíbles, el chasquido seco de las balas, el estrépito y el resplandor de las bombas, la luz clara y fría de las mañanas en Barcelona y el taconeo de las botas en el patio del cuartel, allá por diciembre, cuando la gente todavía creía en la revolución; y las colas para conseguir comida y las banderas rojinegras y los rostros de los milicianos españoles; sobre todo, los rostros de los milicianos, de los hombres que conocí en el frente y que ahora andarán dispersos por Dios sabe dónde, unos muertos en combate, algunos inválidos, otros en la cárcel y muchos, espero, aún sanos y salvos. Buena suerte a todos ellos; ojalá ganen su guerra y echen de España a todos los extranjeros, alemanes, rusos e italianos por igual. Esta guerra, en la que desempeñé un papel tan ineficaz, me ha dejado recuerdos en su mayoría funestos, pero aun así no hubiera querido perdérmela. Cuando se ha podido atisbar un desastre como éste —y, cualquiera que sea el resultado, la guerra española habrá sido un espantoso desastre, aun sin considerar las matanzas y el sufrimiento físico—, el saldo no es necesariamente desilusión y cinismo. Por curioso que parezca; toda esta experiencia no ha socavado mi fe en la decencia de los seres humanos, sino que, por el contrario, la ha fortalecido. Y espero que mi relato no haya sido demasiado confuso. Creo que, con respecto a un acontecimiento como éste, nadie es o puede ser completamente veraz. Sólo se puede estar seguro de lo que se ha visto con los propios ojos y, consciente o inconscientemente, todos escribimos con parcialidad. Si no lo he dicho en alguna otra parte de este libro, lo diré ahora: cuidado con mi parcialidad, mis errores factuales y la deformación que inevitablemente produce el que yo sólo haya podido ver una parte de los hechos. Pero cuidado también con lo mismo al leer cualquier otro libro acerca de este período de la guerra española.
Debido a la sensación de que teníamos que hacer algo, aunque en realidad nada podíamos hacer, dejamos Banyuls antes de lo pensado. A medida que se avanza hacia el norte, Francia se torna cada vez más suave y más verde; se alejan las montañas y los viñedos y vuelven la pradera y los olmos. Cuando había pasado por París, de viaje a España, me había parecido una ciudad decaída y lúgubre, muy diferente de la que había conocido ocho años antes, cuando la vida era barata y no se oía hablar de Hitler. La mitad de los cafés que solía frecuentar permanecían cerrados por falta de clientela, y todo el mundo estaba obsesionado por el elevado costo de la vida y el temor a la guerra. Ahora, después de la pobre España, París parecía alegre y próspero. La Exposición estaba en su apogeo, pero nos las ingeniamos para no visitarla.
Y luego Inglaterra, el sur de Inglaterra, probablemente el paisaje más acicalado del mundo. Cuando se pasa por allí, en especial mientras uno va recuperándose del mareo anterior, cómodamente sentado sobre los blandos almohadones del tren de enlace con el barco, resulta difícil creer que realmente ocurre algo en alguna parte. ¿Terremotos en Japón, hambrunas en China, revoluciones en México? No hay por qué preocuparse, la leche estará en el umbral de la puerta mañana temprano y el New Statesman saldrá el viernes. Las ciudades industriales, una mancha de humo y miseria oculta por la curva de la superficie terrestre, quedaban lejos. Allí, en el sur, Inglaterra seguía siendo la que había conocido en mi infancia: las zanjas de las vías del ferrocarril cubiertas de flores silvestres, las onduladas praderas donde grandes y relucientes caballos pastan y meditan, los lentos arroyuelos bordeados de sauces, los pechos verdes de los olmos, las espuelas de caballero en los jardines de las casas de campo; luego la serena e inmensa paz de los alrededores londinenses, las barcazas en el río fangoso, las calles familiares, los carteles anunciando partidos de críquet y bodas reales, los hombres con bombín, las palomas en la Plaza de Trafalgar, los autobuses rojos, los policías azules… todos durmiendo el sueño muy profundo de Inglaterra, del cual muchas veces me temo que no despertaremos hasta que no nos arranque del mismo el estrépito de las bombas.