Durante las últimas semanas que pasé en Barcelona, el aire estaba viciado por una desagradable atmósfera de sospecha, temor, incertidumbre y odio velado. Las luchas de mayo habían causado efectos imborrables. Con la caída del gobierno de Caballero los comunistas conquistaron definitivamente el poder; el orden interno había ido a parar a manos de ministros comunistas y nadie dudaba de que aplastarían a sus rivales políticos en cuanto tuvieran la primera oportunidad. Por el momento nada ocurría y yo no tenía ni idea de lo que iba a suceder; pero, sin embargo, había una permanente y difusa sensación de peligro, la conciencia de algo malo a punto de acaecer. Por poco que uno realmente conspirara la atmósfera te obligaba a sentirte como un conspirador. La gente parecía pasarse todo el rato conversando en voz baja en los rincones de los cafés, preguntándose si la persona de la mesa vecina sería o no espía de la policía.
Gracias a la censura periodística circulaban los rumores más siniestros. Uno de ellos afirmaba que el gobierno de Negrín-Prieto se preparaba para llegar a un acuerdo negociado del final de la guerra. En ese momento me sentí inclinado a creerlo, pues los fascistas estaban cerrando el cerco sobre Bilbao y el gobierno no tomaba ninguna medida visible para impedirlo. Banderas vascas aparecieron en toda la ciudad, numerosas muchachas realizaban colectas callejeras y las emisoras de radio hablaban como de costumbre de los «heroicos defensores», pero los vascos no recibían ninguna ayuda concreta. Era tentador pensar que el gobierno hacía un doble juego. Acontecimientos posteriores demostraron mi error, pero indudablemente Bilbao habría podido salvarse si se hubiera actuado con algo más de energía. Una ofensiva en el frente de Aragón, aunque fracasara, habría obligado a Franco a distraer parte de su ejército; pero el gobierno no tomó ninguna medida ofensiva hasta que no fue demasiado tarde, es decir, hasta el momento en que cayó Bilbao. La CNT distribuyó en enormes cantidades un manifiesto en el cual pedía a la población que se mantuviera alerta, e insinuaba que «un cierto partido» (los comunistas) preparaba un golpe de Estado. También existía el difundido temor de que Cataluña fuera objeto de una invasión. Tiempo antes, cuando regresamos del frente, había visto las poderosas defensas que se levantaban a muchos kilómetros de la línea de fuego, y en toda Barcelona se estaban construyendo refugios antiaéreos. Con frecuencia se anunciaban ataques por aire y por mar; casi siempre eran falsas alarmas, pero, cada vez que sonaban las sirenas, las luces permanecían apagadas durante largas horas y la gente asustadiza se tiraba de cabeza a los sótanos. Los espías de la policía estaban por todas partes. Las cárceles continuaban abarrotadas de personas detenidas cuando los sucesos de mayo, y había más presos —por supuesto, siempre anarquistas y miembros del POUM— que continuaban desapareciendo en ellas solos o acompañados. Por lo que se pudo averiguar, ningún preso fue nunca acusado o juzgado —ni siquiera acusado de algo tan definido como «trotskismo»—. Simplemente se arrojaba a un hombre a la cárcel y allí se le mantenía, por lo común, incomunicado*. Bob Smillie seguía encarcelado en Valencia. No pudimos averiguar nada excepto que ni el representante del ILP ni el abogado que lo defendía lograron verlo. Cada vez era mayor el número de extranjeros de la Columna Internacional y otros milicianos que eran arrestados casi siempre acusados de desertores. Era típico de la situación de entonces que ya nadie sabía con certeza si un miliciano era un voluntario o un soldado regular. Pocos meses antes, todo el que se alistaba en la milicia lo hacía como voluntario y podía, si así lo deseaba, pedir la licencia en cuanto le correspondiera un permiso. En esos días parecía que el gobierno había cambiado de parecer: un miliciano era un soldado regular y se convertía en desertor si intentaba regresar a su casa. Pero ni siquiera esto parecía estar claro del todo. En algunas zonas del frente, las autoridades seguían concediendo licencias a quienes la solicitaban. En la frontera éstas a veces eran aceptadas y otras no; cuando no, te enviaban de inmediato a la cárcel. Con el tiempo, el número de «desertores» extranjeros encarcelados llegó a varios centenares, pero en su mayoría fueron repatriados cuando hubo protestas en sus propios países.
Grupos armados de guardias de asalto recorrían las calles, los guardias civiles seguían ocupando cafés y otros edificios en puntos estratégicos, y muchos de los locales del PSUC todavía estaban protegidos con sacos de arena y barricadas. En diversos puntos de la ciudad había retenes de guardias civiles o carabineros donde se paraba a los transeúntes y se examinaba su documentación. Todos me advirtieron de que no mostrara mi credencial de miliciano del POUM y me limitara a presentar el pasaporte y mi certificado del hospital. Que se supiera que había servido en la milicia del POUM era ya inciertamente peligroso. Los milicianos del POUM que habían sido heridos o estaban de permiso eran penalizados con pequeños inconvenientes y así, por ejemplo, les resultaba difícil cobrar su paga. La Batalla seguía apareciendo, pero la censura la había reducido casi a cero. Solidaridad y los otros periódicos anarquistas también eran objeto de una severa censura. Según una nueva reglamentación, las partes censuradas de un periódico no podían quedar en blanco, sino que tenían que llenarse con otro texto. En consecuencia, a menudo resultaba imposible saber si algo había sido objeto de censura.
La escasez de alimentos, que había fluctuado durante toda la guerra, se encontraba en una de sus peores etapas. Faltaba pan, y los tipos más baratos estaban adulterados con arroz; el que comían los soldados en los cuarteles era abominable y parecía masilla. La leche y el azúcar también escaseaban y casi no había tabaco, excepto los carísimos cigarrillos de contrabando. Casi no quedaba tampoco aceite de oliva, que los españoles utilizan para múltiples fines. Las colas de mujeres que aguardaban para comprarlo estaban vigiladas por guardias civiles montados que a veces se entretenían haciendo retroceder a los caballos hasta penetrar en las colas, tratando de que pisaran los pies de las mujeres. Otro inconveniente menor de esa época era la falta de cambio. La plata había sido retirada y, como no se había acuñado nueva moneda, resultaba que no circulaban valores intermedios entre la moneda de diez céntimos y el billete de dos pesetas y media, y todos los billetes inferiores a las diez pesetas eran muy escasos. Para la gente más pobre esto significaba un agravamiento de la escasez de comida. Una mujer con sólo un billete de diez pesetas podía pasarse horas ante la cola de una tienda y encontrarse luego con que no podía comprar nada, simplemente porque el tendero no disponía de cambio y ella no se podía gastar todo el dinero.
No es fácil describir la atmósfera de pesadilla de ese periodo, el peculiar malestar creado por los rumores siempre cambiantes, la prensa censurada y la presencia continua de hombres armados. No resulta fácil de describir porque, en ese momento, lo esencial de una atmósfera así no existía en Inglaterra. En Inglaterra la intolerancia política no es aceptada todavía. Hay persecución política en un grado insignificante; si yo fuera minero procuraría que el jefe no se enterara de que soy comunista; pero el «buen miembro del partido», el gángster que repite y obedece incondicionalmente característico de los partidos continentales, sigue siendo una rareza, y la idea de «liquidar» o «eliminar» a todo aquel que esté en desacuerdo no parece todavía natural. Sólo parecía demasiado natural en Barcelona. Los «estalinistas» tenían la sartén por el mango y, por lo tanto, se daba por descontado que todo «trotskista» estaba en peligro. Lo que todos temían era algo que, a fin de cuentas, no ocurrió: un nuevo brote de lucha callejera del que se haría responsables, como antes, al POUM y a los anarquistas. A veces me descubría a mi mismo tratando de oír los primeros disparos. Era como si alguna poderosa inteligencia maligna planeara sobre la ciudad. Curiosamente, todos comentaban la situación en términos casi idénticos: «La atmósfera de este lugar es horrible. Es como vivir en un manicomio». Pero quizá no debería decir todos. Algunos de los visitantes ingleses que pasaron rápidamente por España, de hotel en hotel, no parecen haber notado nada desagradable en el ambiente general. Como pude observar, la duquesa de Atholl escribe (Sunday Express, 17 de octubre de 1937):
Estuve en Valencia, Madrid y Barcelona… un orden perfecto prevalecía en las tres ciudades, sin ningún despliegue de fuerza. Todos los hoteles en los que viví no sólo eran «normales» y «agradables», sino también muy cómodos a pesar de la escasez de mantequilla y café.
Es una peculiaridad de los viajeros ingleses la de creer que nunca existe realmente nada fuera de los hoteles elegantes. Espero que hayan conseguido algo de mantequilla para la duquesa de Atholl.
Me encontraba en el Sanatorio Maurín, uno de los sanatorios dependientes del POUM, situado en los suburbios cercanos al Tibidabo, la montaña de extraña forma que se levanta abruptamente detrás de Barcelona y desde donde, según la tradición, Satán mostró a Jesús los países de la tierra (de ahí su nombre). La casa había pertenecido a un burgués y fue confiscada al comienzo de la revolución. La mayoría de los hombres alojados allí habían dejado el frente a causa de alguna herida que los incapacitaba definitivamente (miembros amputados o cosas así). Había varios ingleses: Williams, con una pierna herida; Stafford Cottman, un muchacho de dieciocho años enviado desde las trincheras por suponerse que padecía tuberculosis, y Arthur Clinton, cuyo brazo izquierdo destrozado seguía colgado de uno de esos enormes artilugios de alambre, llamados aeroplanos, que los españoles continúan utilizando en los hospitales. Mi esposa seguía en el hotel Continental y yo solía ir a Barcelona durante el día. Por la mañana acudía al Hospital General para el tratamiento eléctrico del brazo. Me aplicaron un tratamiento bastante extraño, basado en una serie de punzantes descargas eléctricas que hacían saltar los diversos grupos de músculos. Lentamente disminuyeron los dolores y fui recuperando el uso de los dedos. Mi mujer y yo acordamos que lo mejor era regresar a Inglaterra lo antes posible. Me sentía muy débil, había perdido la voz aparentemente para siempre y, según los médicos, en el mejor de los casos transcurrirían meses antes de que estuviera en condiciones de luchar. Tarde o temprano debía comenzar a ganar algo de dinero, y no tenía mucho sentido quedarse en España consumiendo alimentos que otros necesitaban. Sin embargo, decidieron mi partida motivos fundamentalmente egoístas. Experimentaba un deseo abrumador de alejarme de todo, de la horrible atmósfera de sospecha y odio político, de las calles llenas de hombres armados, de ataques aéreos, trincheras, ametralladoras, tranvías chirriantes, té sin leche, comida grasienta y escasez de cigarrillos: de casi todo lo que había aprendido a asociar con España.
Los médicos del Hospital General me dieron un certificado de incapacidad física, pero para conseguir mi licencia debía someterme a la junta médica de un hospital cercano al frente y trasladarme luego a Siétamo para que me sellaran los documentos en los cuarteles de la milicia del POUM. Kopp acababa de regresar del frente lleno de júbilo. Acababa de entrar en acción y afirmaba que por fin tomaríamos Huesca. El gobierno había llevado tropas del frente de Madrid y estaba concentrando treinta mil hombres, además de gran cantidad de aeroplanos. Los italianos que yo había visto partir de Tarragona habían atacado la carretera de Jaca, pero habían sufrido grandes bajas y perdido dos tanques. Con todo, la ciudad caería, según afirmaba Kopp. (Pero, ¡maldita sea!, no cayó. El ataque fue un lío espantoso y tuvo como única consecuencia una orgía de mentiras periodísticas.) Entretanto, Kopp debía viajar hasta Valencia para entrevistarse con el ministro de la Guerra. Tenía una carta del general Pozas, entonces comandante del Ejército del Este; era la carta habitual, donde describía a Kopp como una «persona de toda confianza» y lo recomendaba para un cargo especial en la Sección de Ingeniería (Kopp era ingeniero). Partió hacia Valencia el día en que yo salí para Siétamo, el 15 de junio.
Cinco días estuve ausente de Barcelona. Un camión lleno de milicianos nos dejó en Siétamo a medianoche; en cuanto llegamos a los cuarteles del POUM, nos hicieron formar y comenzaron a entregarnos fusiles y balas antes de preguntarnos siquiera nuestros nombres. Parecía que el ataque comenzaba y que podían necesitarse reservas en cualquier momento. Tenía el certificado hospitalario en el bolsillo, pero no podía negarme a ir con los demás. Me acosté en el suelo, teniendo como almohada una caja de cartuchos. Mi estado era de profundo desaliento. El estar herido me había socavado el coraje —creo que es la consecuencia habitual— y la perspectiva de entrar en acción me espantaba. Sin embargo, hubo un poco de mañana*, como de costumbre, y no nos llamaron; al día siguiente presenté mi certificado e inicié los trámites para que me dieran la licencia, lo que significó una serie de viajes confusos y agotadores. Me enviaron de un hospital a otro —Siétamo, Barbastro, Monzón, de vuelta a Siétamo para que me sellaran los papeles, luego a lo largo de la línea de fuego, vía Barbastro y Lérida—. La concentración de tropas en Huesca había monopolizado el transporte y desorganizado todo. Recuerdo que tuve que dormir en sitios bien extraños; una vez en un hospital, otra vez en una zanja, otra en un banco muy angosto del que me caí a mitad de la noche y otra en una especie de albergue municipal en Barbastro. En cuanto te alejabas de las vías del ferrocarril, la única posibilidad de viajar eran los camiones que quisieran parar. Había que esperar en la carretera durante horas, a veces tres o cuatro, junto a desconsolados campesinos que llevaban bultos llenos de patos y conejos, haciendo señas a un camión tras otro. Cuando finalmente se detenía un camión que no estaba repleto de hombres, pan o cajas de munición, el bamboleo sobre los pésimos caminos me reducía a pulpa. Ningún caballo me ha tirado nunca tan alto como esos camiones. La única manera posible de viajar consistía en apiñarse y aferrarse los unos a los otros. Fue humillante comprobar que seguía demasiado débil como para subir a un camión sin ayuda.
Dormí una noche en el hospital de Monzón, donde había de ver a la junta médica. En la cama de al lado había un guardia de asalto con una herida sobre el ojo izquierdo. Se mostró cordial y me dio cigarrillos. Yo le dije: «En Barcelona hubiéramos tenido que dispararnos el uno al otro», y ambos nos reímos. Resultaba notable el cambio del espíritu general en las proximidades del frente. Allí desaparecían todos o casi todos los odios perniciosos de los partidos políticos. Mientras estuve en el frente, no recuerdo haberme encontrado con ningún miembro del PSUC que me demostrara hostilidad por pertenecer al POUM. Eso era típico de Barcelona o de otras ciudades, aún más alejadas de la guerra. Había muchos guardias de asalto en Siétamo, enviados desde Barcelona para tomar parte en el ataque contra Huesca. La Guardia de Asalto no era un cuerpo destinado originalmente al frente, y muchos de sus miembros nunca habían estado bajo el fuego enemigo. En Barcelona se sentían dueños de la calle, pero aquí sólo eran quintos*, y se tenían que codear con milicianos de quince años con varios meses de antigüedad en el frente.
En el hospital de Monzón el medico repitió la operación habitual de tirarme de la lengua e introducirme un espejo, y me aseguró con el mismo tono alegre que nunca recuperaría la voz y me firmó el certificado. Mientras esperaba a que me examinaran, en la sala de cirugía se llevaba a cabo alguna espantosa operación sin anestesia, por motivos que desconozco. La operación se prolongó muchísimo, los alaridos se sucedían y, cuando entré allí, había sillas tiradas por el suelo y charcos de orina y sangre por todas partes.
Los detalles de ese viaje final se conservan en mi memoria con extraña claridad. Mi actitud era diferente, más observadora que en los últimos meses. Había obtenido mi licencia, que ostentaba el sello de la División 29, y el certificado médico que me declaraba «inútil». Era libre de regresar a Inglaterra y, en consecuencia, me sentía casi por primera vez en condiciones de contemplar España. Debía permanecer un día en Barbastro, pues sólo había un tren diario. Antes había visto Barbastro muy de pasada, y me había parecido simplemente una parte de la guerra: un lugar frío, fangoso y gris, lleno de estruendosos camiones y tropas andrajosas. Ahora me resultaba extrañamente diferente. Caminando sin rumbo fijo, descubrí agradables y tortuosas callejuelas, viejos puentes de piedra, bodegas con grandes toneles goteantes, altos como una persona, e intrigantes talleres semisubterráneos con hombres haciendo ruedas de carro, puñales, cucharas de madera y las clásicas botas españolas de piel de cabra. Me puse a observar cómo un hombre hacía una de estas botas y así me enteré, con gran interés, que el exterior de la piel se coloca hacia adentro, de modo que uno en realidad bebe pelo de cabra destilado. Las había utilizado durante meses sin saberlo. Y detrás de la ciudad había un río color verde jade, poco profundo, del cual emergía un risco perpendicular; con casas construidas en la roca, de modo que desde la ventana del dormitorio se podía escupir hacia el agua que corría treinta metros más abajo. Innumerables palomas vivían en los huecos del risco. Y en Lérida había viejos edificios ruinosos en cuyas cornisas anidaban millares y millares de golondrinas; desde una pequeña distancia, el dibujo que formaban los nidos parecía una florida moldura rococó. Resultaba extraño comprobar hasta qué punto durante seis meses yo no había tenido ojos para esas particularidades del lugar. Con mi certificado de licencia en el bolsillo me sentía de nuevo un ser humano, y también casi un turista. Por primera vez tuve plena conciencia de estar realmente en España, en el país que toda mi vida ansié conocer. En las tranquilas callejuelas apartadas de Lérida y Barbastro me pareció tener una visión fugaz, una especie de lejano rumor de la España que vive en la imaginación de todos. Sierras blancas, manadas de cabras, mazmorras de la Inquisición, palacios moriscos, hileras oscuras y ondulantes de mulas, verdes olivares, montes de limoneros, muchachas de mantillas negras, vinos de Málaga y Alicante, catedrales, cardenales, corridas de toros, gitanos, serenatas: en pocas palabras, España, el país de Europa que más había atraído mi imaginación. Era una pena que, habiendo logrado por fin llegar aquí, sólo hubiera conocido este rincón del nordeste, en medio de una guerra confusa y la mayor parte del tiempo en invierno.
Cuando llegué a Barcelona ya era tarde, y no circulaban taxis. No había manera de llegar al Sanatorio Maurín, que quedaba fuera de la ciudad, así que me dirigí al hotel Continental, no sin antes detenerme a cenar. Recuerdo la conversación que sostuve con un camarero bastante paternal a propósito de las jarras de nogal con bordes de cobre en las que servían el vino. Le dije que me gustaría comprar un juego para llevármelo a Inglaterra. El camarero se mostró comprensivo. «Sí, son bonitas, ¿verdad? Pero hoy día no se pueden comprar. Nadie las fabrica ya, nadie fabrica nada. Esta guerra, ¡qué lástima!» Estuvimos de acuerdo en que esa guerra era una lástima. Mientras charlábamos volví a sentirme como un turista. El camarero me preguntó amablemente si me había gustado España y si pensaba regresar. Oh, si, claro que volvería a España. El tono apacible de la conversación persiste en mi recuerdo a causa de lo que ocurrió inmediatamente después.
Cuando llegué al hotel mi esposa estaba sentada en el vestíbulo. Se levantó y caminó hacia mi con una indiferencia que me llamó la atención; luego me rodeó el cuello con un brazo y, con una dulce sonrisa dedicada a las personas que estaban en el vestíbulo, me susurró al oído:
—¡Lárgate!
—¿Qué?
—¡Lárgate de aquí enseguida!
—¿Qué?
—¡No te quedes ahí parado! ¡Tienes que salir de aquí enseguida!
—¿Qué? ¿Por qué? ¿Qué quieres decir?
Me había tomado del brazo y me conducía ya hacia las escaleras. A mitad de camino nos encontramos con un francés, cuyo nombre no daré, pues si bien no estaba vinculado al POUM, nos ayudó mucho durante todo el jaleo. Me miró con rostro preocupado.
—¡Escuche! No debe venir por aquí. Salga inmediatamente y escóndase antes de que llamen a la policía.
En ese preciso momento, al final de la escalera, un empleado del hotel, miembro del POUM (aunque supongo que nadie lo sabía), salió furtivamente del ascensor y me exhortó en mal inglés a que me fuera. Yo seguía sin entender qué pasaba.
—¿Qué quiere decir todo esto? —pregunté en cuanto estuvimos en la acera.
—¿No te has enterado?
—¿Enterado de qué? No he oído nada.
—El POUM ha sido disuelto. Sus edificios han sido confiscados. Prácticamente todo el mundo está en la cárcel. Y se comenta que han comenzado a fusilar a gente.
Conque era eso. Buscamos un lugar donde poder hablar. Todos los cafés de las Ramblas estaban llenos de policías, pero encontramos uno tranquilo en una calle lateral. Mi esposa me explicó lo ocurrido durante mi ausencia.
El 15 de junio la policía arrestó inesperadamente a Andrés Nin en su oficina. Esa misma noche hizo una batida en el Hotel Falcón y detuvo a todos sus ocupantes, en su mayoría milicianos de permiso. El lugar fue convertido de inmediato en una cárcel y, en breve tiempo, se llenó con prisioneros de toda clase. Al día siguiente se anunció que el POUM era una organización ilegal y se confiscaron todas sus oficinas, puestos de libros, sanatorios, centros de Ayuda Roja, etc. Mientras tanto, la policía arrestaba a todos los que habían tenido alguna vinculación con el POUM. Al cabo de uno o dos días, todos o casi todos los cuarenta miembros del Comité Ejecutivo habían sido encarcelados. Quizá uno o dos habían logrado escapar y permanecían ocultos, pero la policía utilizaba el recurso (con frecuencia empleado en esta guerra por ambos bandos) de retener a la esposa del prófugo como rehén. No había manera de saber el número de personas presas. Mi esposa había oído decir que solamente en Barcelona llegaban a cuatrocientas. Desde entonces he pensado que, incluso en ese momento, la cifra debía de ser mayor. Se produjeron casos increíbles. La policía llegó a sacar de los hospitales a varios milicianos gravemente heridos.
Todo era profundamente desalentador. ¿Qué estaba pasando? Podía entender que disolvieran el POUM, pero ¿para qué arrestaban a la gente? Para nada, por lo que se podía averiguar. Aparentemente, la disolución del POUM tenía un efecto retroactivo; el POUM era ahora ilegal y, por lo tanto, uno violaba la ley al haber pertenecido antes a él. Como de costumbre, no se hizo acusación alguna contra ninguna de las personas arrestadas. Mientras tanto, sin embargo, los periódicos comunistas de Valencia difundían la historia de un gigantesco «complot fascista»: comunicación por radio con el enemigo, documentos firmados con tinta invisible, etc., etc. (Trato todo este asunto con más detalle en el Apéndice II.) Lo significativo era que sólo aparecía en los periódicos de Valencia; creo que ni una sola palabra sobre el supuesto complot o sobre la disolución del POUM apareció en ninguno de los periódicos de Barcelona, fueran comunistas, anarquistas o republicanos. Nuestra primera información acerca de la exacta naturaleza de las acusaciones contra los dirigentes del POUM no provino de ningún periódico español, sino de los diarios ingleses que llegaban a Barcelona con uno o dos días de retraso. Lo que no podíamos saber en ese momento es que el gobierno no era responsable de la acusación de traición y espionaje y que sus miembros habrían de rechazarla más tarde. Sólo sabíamos vagamente que los líderes del POUM y probablemente todos nosotros éramos acusados de estar a sueldo de los fascistas. Y ya circulaban rumores de fusilamientos secretos en la cárcel. Había mucha exageración en todo esto, pero sin duda ocurrió en algunos casos y casi seguramente en el de Nin. Tras su arresto, Nin fue trasladado a Valencia y de allí a Madrid, y ya el 21 de junio circuló en Barcelona el rumor de que lo habían fusilado. Más tarde, el rumor adquirió forma más definida: Nin había sido fusilado en prisión por la policía secreta y su cuerpo arrojado a la calle. Este rumor procedía de diversas fuentes, incluyendo a Federica Montseny, ex miembro del gobierno. Desde entonces, nunca se ha vuelto a oír hablar de Nin. Más tarde, cuando delegados de diversos países plantearon la cuestión al gobierno, éste sólo dijo que Nin había desaparecido y que no se conocía su paradero. Algunos periódicos afirmaron que había huido a territorio fascista. Ninguna prueba se proporcionó en este sentido, e Irujo, el ministro de Justicia, declaró más tarde que la agencia informativa España había falsificado su comunicado oficial[17]. De cualquier manera, era muy improbable que se permitiera escapar a un prisionero político de la importancia de Nin. A menos que en el futuro aparezca vivo, creo que debemos admitir que fue asesinado en la cárcel.
Las noticias sobre arrestos prosiguieron sin cesar a lo largo de meses, hasta que el número de prisioneros políticos, sin contar a los fascistas, llegó a varios miles. Una de las cosas a destacar es la autonomía de los cargos policiales inferiores. Muchos de los arrestos eran abiertamente ilegales, y diversas personas cuya liberación fue dispuesta por el jefe de policía, se vieron arrestadas otra vez en los portones de la cárcel y llevadas a «prisiones secretas». Un caso típico es el de Kurt Landau y su mujer; que fueron arrestados alrededor del 17 de junio, después de lo cual, Landau «desapareció». Cinco meses más tarde, su esposa seguía en la cárcel, sin juicio y sin noticias de su marido. Al iniciar una huelga de hambre en señal de protesta, el ministro de Justicia aseguró que Landau había muerto. Al cabo de breve tiempo salió en libertad para ser detenida nuevamente casi de inmediato e ir a parar otra vez a la cárcel.
Y también destacaba que la policía, por lo menos al principio, parecía por completo indiferente al efecto que sus acciones pudieran tener sobre la guerra. Estaban dispuestos a encarcelar a militares con cargos de importancia sin obtener permiso por anticipado. Hacia finales de junio, José Rovira, el general al mando de la División 29, fue arrestado cerca del frente por una partida policial procedente de Barcelona. Sus hombres enviaron una delegación a protestar ante el ministro de la Guerra. Se descubrió que el ministro de la Guerra y Ortega, el jefe de policía, no habían sido ni siquiera informados del arresto de Rovira. En todo este asunto el detalle que más me cuesta de digerir, aunque quizá no revista mayor importancia, es que se ocultaba a las tropas lo que sucedía. Como se habrá visto, ni yo ni nadie en el frente había oído nada acerca de la disolución del POUM. Todos sus cuarteles, los centros de Ayuda Roja y demás funcionaban con normalidad, e incluso el 20 de junio, en las trincheras y posiciones hasta Lérida, a menos de ciento cincuenta kilómetros de Barcelona, nadie se había enterado de lo que ocurría. Ni una sola palabra de todo esto aparecía en los periódicos de Barcelona, y los diarios de Valencia que publicaban esas historias de complot y espionaje no llegaban al frente de Aragón. Sin duda, una de las razones para arrestar a los milicianos del POUM de permiso en Barcelona era impedir que regresaran al frente con las novedades. El grupo con el que yo llegué al frente el 15 de junio debe de haber sido el último en partir. Aún me intriga saber cómo consiguieron mantener ocultos los hechos, pues los camiones de abastecimiento, por ejemplo, seguían yendo y viniendo, pero no cabe duda de que mantuvieron el secreto y, según me pude enterar después por otros compañeros, los hombres del frente no supieron nada hasta varios días más tarde. El motivo resulta bastante claro. El ataque contra Huesca acababa de comenzar, la milicia del POUM todavía constituía una unidad aparte y, probablemente, se temía que los hombres se negaran a luchar si se enteraban de lo que estaba sucediendo. En realidad, nada de esto ocurrió cuando llegaron las noticias. En los días intermedios, muchos hombres seguramente murieron sin saber que los periódicos de retaguardia los tildaban de fascistas. Resulta difícil de perdonar tales cosas. Sé que era la política habitual ocultar a las tropas las malas noticias, y quizá eso esté justificado en la mayoría de los casos. Pero es algo muy distinto mandar a los hombres a la batalla sin siquiera decirles que, a sus espaldas, su partido ha quedado disuelto, sus líderes han sido acusados de traición y sus amigos y parientes enviados a la cárcel.
Mi esposa comenzó a contarme lo que les había ocurrido a varios de nuestros amigos. Algunos de los ingleses y también otros extranjeros habían cruzado la frontera. Williams y Stafford Cottman no fueron arrestados durante el ataque contra el Sanatorio Maurín y permanecían escondidos en alguna parte. Lo mismo ocurría con John McNair, que había estado en Francia y había regresado a España cuando el POUM fue declarado ilegal —actitud bastante temeraria, pero no había querido permanecer a salvo mientras sus camaradas corrían peligro—. En cuanto a los demás, era una simple crónica de a éste lo «agarraron» así y al otro lo «agarraron» asá. Parecían haber «agarrado» a casi todo el mundo. Me sorprendió oír que también habían «agarrado» a George Kopp.
—¡Qué! ¿Kopp? Creía que estaba en Valencia.
Según parecía, Kopp había regresado a Barcelona; tenía una carta del ministro de la Guerra dirigida al coronel a cargo de las operaciones de ingeniería en el frente del este. Desde luego, sabía de la disolución del POUM, pero posiblemente no se le ocurrió que la policía fuera tan tonta como para detenerlo mientras se dirigía al frente en cumplimiento de una urgente misión militar. Había acudido al hotel Continental para recoger su equipo; mi esposa no se encontraba allí en ese momento y el personal del hotel se las ingenió para entretenerlo con alguna mentira mientras llamaban por teléfono a la policía.
Reconozco que monté en cólera cuando me enteré del arresto de Kopp. Era mi amigo personal, había actuado a sus órdenes durante meses, había estado con él bajo el fuego y conocía su historia. Era un hombre que había sacrificado todo, familia, nacionalidad, forma de vida, para ir a España a luchar contra el fascismo. Al abandonar Bélgica y unirse a un ejército extranjero mientras formaba parte de la reserva del ejército belga y, anteriormente, al colaborar en la fabricación ilegal de municiones destinadas al gobierno español, había ido acumulando años de cárcel por cumplir si volvía alguna vez a su país. Había estado en el frente desde octubre de 1936, se había abierto camino desde miliciano a comandante, había intervenido en no sé cuántas acciones y había sido herido una vez. Durante los incidentes de mayo intercedió para evitar la lucha en nuestra zona y probablemente salvó diez o veinte vidas. Como recompensa a todo esto no se les ocurre otra cosa que arrojarlo a una celda. Enojarse es perder el tiempo, pero tan estúpida maldad pone a prueba la paciencia de cualquiera.
A pesar de todo esto, no habían «agarrado» a mi mujer. Aunque seguía en el hotel Continental, la policía no hizo intento alguno por arrestarla. Evidentemente querían valerse de ella como de un señuelo. Con todo, un par de noches antes, casi de madrugada, seis policías de civil allanaron nuestra habitación y se apoderaron hasta del último trozo de papel que encontraron, exceptuando, por fortuna, nuestros pasaportes y la libreta de cheques. Se llevaron mis diarios, nuestros libros, los recortes periodísticos que desde hacía meses se apilaban en el escritorio (muchas veces me he preguntado para qué los querían), todos mis recuerdos de guerra y todas nuestras cartas. (Dicho sea de paso, se llevaron también muchas cartas recibidas de lectores. Algunas de ellas no habían sido todavía respondidas, y como es de suponer no conservo las direcciones. Si alguien de los que me escribió en relación a mi último libro y que no recibió respuesta llega a leer estas líneas, ruego que las acepte como disculpa.) Más tarde supe que la policía también se había apoderado de algunas pertenencias mías dejadas en el Sanatorio Maurín. Hasta se llevaron un paquete de ropa sucia; quizá creyeron que contenía mensajes escritos con tinta invisible.
Evidentemente, era más seguro que mi esposa permaneciera en el hotel, al menos por el momento. Si intentaba irse, la seguirían de inmediato. En cuanto a mí, tendría que ocultarme, perspectiva que me repugnaba. A pesar de los innumerables arrestos, me resultaba casi imposible creer que estuviera en peligro. Todo aquello me parecía demasiado insensato, pero la misma negativa a tomar en serio ese estúpido ataque había hecho que Kopp terminara en la cárcel. Yo me repetía sin cesar: «¿Por qué habrían de querer arrestarme? ¿Qué he hecho yo?». Ni siquiera era miembro del POUM. Sin duda, había portado armas durante los sucesos de mayo, pero lo mismo hicieron, supongo, cuarenta o cincuenta mil personas. Además, necesitaba dormir urgentemente algunas horas. Prefería correr el riesgo y regresar al hotel. Mi esposa se negó en redondo. Pacientemente me explicó la situación. No importaba lo que hubiera hecho. No era una redada corriente de delincuentes, sino el reinado absoluto del terror. Yo no era culpable de ningún acto definido, pero si de «trotskismo». Haber luchado en la milicia del POUM bastaba para terminar en la cárcel. Era inútil aferrarse a la idea inglesa de que uno está a salvo mientras cumpla la ley. En la práctica, la ley era la voluntad de la policía. La única salida consistía en permanecer escondido y ocultar cualquier vinculación con el POUM. Mi esposa me obligó a romper el carnet de miliciano, que llevaba inscrito en grandes letras «POUM», así como la foto de un grupo de milicianos con la bandera del POUM de fondo. Ésas eran las cosas que bastaban en esos días para ser arrestado. En todo caso, tuve que conservar mi certificado de licencia; constituía un peligro, pues ostentaba el sello de la División 29 y era probable que la policía supiese que correspondía al POUM, pero sin él podían arrestarme por desertor.
Debíamos pensar en la manera de salir de España. No tenía sentido permanecer allí con la certeza de un arresto más tarde o más temprano. En realidad, ambos hubiéramos preferido quedarnos y presenciar el desenlace de los acontecimientos. Pero yo preveía que las prisiones españolas serían sitios espantosos (en realidad, eran peores de lo que imaginaba), y una vez que se entraba en la cárcel, nunca se sabía cuándo se saldría; además, mi estado de salud era bastante malo, aparte del dolor en el brazo. Quedamos en encontrarnos al día siguiente en el consulado británico, donde también acudirían Cottman y McNair. Probablemente se necesitarían un par de días para regularizar nuestros pasaportes. Antes de dejar España, era necesario hacer sellar el pasaporte en tres instancias distintas: donde el jefe de policía, donde el cónsul francés y donde las autoridades catalanas de inmigración. Desde luego, el peligro radicaba en el jefe de policía. Quizá el cónsul británico podría arreglar las cosas sin revelar nuestra vinculación con el POUM. Había una lista de extranjeros sospechosos de «trotskistas», y era probable que allí figuraran nuestros nombres, pero con un poco de suerte podríamos llegar a la frontera antes que ella. Era seguro que habría muchas demoras y mañanas*. Por suerte, estábamos en España y no en Alemania; la policía secreta española tenía algo del espíritu de la Gestapo, pero no tanto de su competencia.
Así que nos separamos. Mi esposa regresó al hotel y yo me perdí en la oscuridad, en busca de un sitio donde dormir. Recuerdo haberme sentido malhumorado y aburrido. ¡Deseaba tanto pasar una noche en una cama! No tenía dónde ir, no había ninguna casa en la que pudiera refugiarme. El POUM prácticamente no contaba con una organización clandestina. Sin duda los líderes sabían desde siempre que el partido podía ser disuelto, pero nunca esperaron una caza de brujas semejante. A tal punto no la esperaban, que se había continuado con las mejoras en los edificios (entre otras cosas, se estaba construyendo un cine en la sede central que antes había sido un banco) hasta el mismo día en que el POUM fue disuelto. En consecuencia, los sitios de reunión y escondites que todo partido revolucionario debe poseer no existían. Dios sabe cuántas personas, cuyos hogares habían sido registrados por la policía, dormían en las calles esa noche. Yo había tenido cinco días de viajes agotadores, durmiendo en sitios increíbles, con un dolor horroroso en el brazo; y ahora esos locos me perseguían por todas partes y tenía que dormir otra vez en el suelo. Esto era todo lo que mis pensamientos daban de sí. No había lugar para consideraciones políticas; nunca las hago mientras las cosas están sucediendo. Siempre que me veo mezclado en la guerra o en la política, sólo tengo conciencia de las molestias físicas y de un profundo deseo de que ese maldito disparate termine. Con posterioridad puedo comprender el significado de los hechos, pero mientras éstos ocurren sólo ansío verme lejos de ellos (rasgo quizá no muy digno de elogio).
Caminé durante largo rato y me encontré cerca del Hospital General. Buscaba un lugar donde poder echarme, sin que ningún policía fisgón me encontrara y me pidiera la documentación. Hice la prueba en un refugio antiaéreo, pero estaba recién cavado y era insoportablemente húmedo. Luego llegué a las ruinas de una iglesia saqueada e incendiada durante la revolución. Era sólo un cascarón, cuatro paredes sin techo que rodeaban pilas de escombros. Avancé a tientas hasta descubrir una especie de hueco donde pude echarme. Los escombros de un edificio no son ideales para descansar pero, por suerte, era una noche cálida y me las ingenié para dormir varias horas.