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Pasados unos tres días de las luchas de Barcelona regresamos al frente. Tras los enfrentamientos —más concretamente, tras el combate de insultos en la prensa— resultaba difícil pensar en la guerra tan ingenua e idealistamente como antes. Supongo que nadie pasó algunas semanas en España sin sentirse algo decepcionado. Recordaba las palabras del corresponsal con quien conversé durante mi primer día en Barcelona: «Esta guerra, como cualquier otra, es un fraude». El comentario, hecho en diciembre, me había desagradado profundamente y entonces no me pareció cierto; en mayo seguía sin parecerme cierto del todo, pero sí más que antes. Es sabido que toda guerra sufre una especie de degradación progresiva a medida que pasan los meses, porque cosas tales como la libertad individual y una prensa veraz no son compatibles con la eficacia militar.

Podíamos ya empezar a hacer conjeturas sobre lo que ocurriría. Era fácil ver que el gobierno de Caballero caería y sería reemplazado por otro más derechista, sometido a una influencia comunista aún más fuerte (esto ocurrió una o dos semanas más tarde), que se empeñaría en terminar con el poder de los sindicatos de una vez para siempre. Para después, cuando Franco fuera derrotado —aun dejando de lado los enormes problemas planteados por la reorganización de España—, las perspectivas no eran halagüeñas. Los comentarios periodísticos acerca de «una guerra librada en defensa de la democracia» eran mero engaño. Ninguna persona sensata podía suponer que hubiera alguna esperanza de democracia, ni siquiera como la entendemos en Inglaterra o en Francia, en un país tan dividido y exhausto como lo sería España al concluir la guerra. Se acabaría imponiendo una dictadura y, evidentemente, la posibilidad de una dictadura proletaria había pasado. Ello significaba que el país sería sometido a alguna clase de fascismo. De un fascismo que, sin duda, tendría algún nombre más agradable y —por tratarse de España— sería más humano y menos eficiente que las variedades alemana o italiana. Las únicas alternativas parecían ser: o una dictadura franquista infinitamente peor o que la guerra terminara (siempre era una posibilidad) con una división de España, ya sea por verdaderas fronteras o por zonas económicas.

Desde cualquier punto de vista, las perspectivas eran deprimentes. Pero ello no significaba que no fuera mejor luchar con el gobierno contra el fascismo más descarnado y desarrollado de Franco y Hitler. Cualesquiera que fueran los defectos del gobierno de posguerra, no cabía duda de que el régimen franquista sería peor. Para los trabajadores urbanos quizá la situación no cambiase ganara quien ganase, pero España es fundamentalmente un país agrícola y los campesinos sí se beneficiarían con la victoria del gobierno. Por lo menos algunas de las tierras confiscadas seguirían estando en sus manos, en cuyo caso también habría una distribución de la tierra en el territorio que había sido de Franco y no sería restaurado el virtual servilismo antes existente en algunas partes de España. El gobierno resultante al final de la guerra sería, por lo menos, anticlerical y antifeudal. Pondría límites a la Iglesia, aunque fuera temporalmente, modernizaría el país, por ejemplo construyendo carreteras, y promovería la educación y la salud públicas. Algo se había hecho ya en tal dirección, hasta en plena guerra. Franco, en cambio, no era sólo un títere de Italia y Alemania, sino que estaba ligado a los grandes terratenientes feudales y representaba una rancia reacción clérigo-militar. El Frente Popular podía ser una estafa, pero Franco era un anacronismo. Sólo los millonarios o los románticos podían desear que triunfara.

Además, allí estaba decidiéndose algo muy importante y que hacía dos años me perseguía como una pesadilla: el prestigio internacional del fascismo. Desde 1930 los fascistas habían obtenido todas las victorias; era hora de que sufrieran una derrota, no importaba mayormente a manos de quién. Si hacíamos retroceder a Franco y a sus mercenarios extranjeros hasta el mar, lograríamos mejorar considerablemente la situación mundial, aun cuando España misma emergiera bajo una dictadura sofocante y con los mejores hombres en la cárcel. Aunque sólo fuera por eso, valía la pena ganar la guerra.

Tal era la situación en aquel momento. Debo aclarar que ahora mi opinión sobre Negrín es mucho más favorable que cuando subió al poder. Ha llevado adelante una lucha difícil con gran valentía y ha demostrado más tolerancia política de lo que se esperaba. No obstante, sigo creyendo que, a menos que España se divida con consecuencias imprevisibles, el gobierno de posguerra será de tendencia fascista. Reitero esta opinión corriendo el riesgo de que el tiempo haga conmigo lo que hace con casi todos los profetas.

Acabábamos de llegar al frente cuando supimos que Bob Smillie, en viaje de regreso a Inglaterra, había sido arrestado en la frontera, trasladado a Valencia y encarcelado. Smillie estaba en España desde octubre. Después de haber trabajado durante varios meses en las oficinas del POUM, se unió a la milicia cuando llegaron los otros miembros del ILP pues quería luchar unos tres meses en el frente, antes de regresar a Inglaterra para tomar parte en una gira de propaganda. Pasó algún tiempo antes de que pudiéramos descubrir por qué lo habían arrestado. Smillie estaba incomunicado*, de modo que ni siquiera su abogado podía verlo. En la práctica jurídica española no hay habeas corpus y un individuo puede estar en la cárcel durante varios meses sin que se concrete ninguna acusación y mucho menos se lo juzgue. Por fin supimos, a través de un prisionero liberado, que Smillle había sido arrestado por «portar armas». Las «armas» eran dos granadas del rudimentario tipo utilizado al comienzo de la guerra que, junto con fragmentos de proyectiles y otros recuerdos del frente, llevaba a Inglaterra para mostrar en sus conferencias. Las granadas ya no tenían ni carga ni espoleta, y sus cilindros vacíos eran completamente inocuos. Evidentemente, se habían valido de un pretexto; el arresto se debía a la conocida vinculación de Smillie con el POUM. En Barcelona la lucha acababa de cesar y las autoridades se mostraban ansiosas por impedir que salieran de España aquellos que podían contradecir la versión oficial. En consecuencia, era muy probable que en las fronteras se hicieran nuevos arrestos, con pretextos más o menos tontos. Posiblemente, la intención sólo fuera, en un principio, retener a Smillie unos pocos días, pero en España, una vez que se entra en la cárcel, generalmente se permanece allí, con juicio o sin él.

Seguíamos en Huesca, pero nos habían situado algo más a la derecha, frente al reducto fascista que habíamos capturado temporalmente unas pocas semanas antes. Yo actuaba como teniente* —supongo que corresponde a subteniente en el ejército británico—, y tenía bajo mi mando a unos treinta hombres, españoles e ingleses. Habían propuesto mi nombre para un ascenso oficial de rango; no era seguro que me lo concedieran. Hasta entonces, los oficiales de la milicia rechazaban los ascensos oficiales, pues éstos significaban pagas superiores y contradecían las ideas igualitarias de la milicia; pero ahora estaban obligados a aceptarlos. Benjamín ya había sido ascendido a capitán y Kopp estaba a punto de convertirse en comandante. Desde luego, el gobierno no podía pasarse sin los oficiales de la milicia, pero no confirmaba a ninguno de ellos en ningún grado superior al de comandante, probablemente reservando los cargos más altos para los del ejército regular y los flamantes egresados de la Escuela de Guerra. A causa de este procedimiento, en nuestra división (y, sin duda, en muchas otras) se daba el extraño caso de que el jefe de división, los jefes de brigada y los jefes de batallón eran todos comandantes.

No ocurría mucho en el frente. La batalla en torno a la carretera de Jaca había terminado y no se reanudó hasta mediados de junio. En nuestra posición, los tiradores apostados representaban el principal problema. Las trincheras fascistas estaban situadas a más de ciento cincuenta metros pero en un terreno más alto, y nos rodeaban por dos lados, porque nuestra línea formaba un saliente en ángulo. El vértice del ángulo era un punto peligroso; los tiradores siempre causaban allí muchas bajas. De cuando en cuando, los fascistas nos disparaban granadas de fusil o algo similar. Causaban un estrépito insoportable que nos dejaba con los nervios destrozados, pues nos tomaban por sorpresa y no teníamos tiempo de buscar protección: pero no eran realmente peligrosas. El orificio que dejaban en el terreno no era más grande que una bañera. Las noches eran agradablemente cálidas, los días muy calurosos, los mosquitos empezaban a molestar y, a pesar de la ropa limpia traída de Barcelona, casi de inmediato nos cubrimos de piojos. En los huertos desiertos de la tierra de nadie las ramas de los cerezos se blanqueaban de flores. Durante dos días hubo lluvias torrenciales, las trincheras se inundaron y el parapeto se hundió treinta centímetros: después tuvimos que cavar y extraer la arcilla pegajosa con las pésimas palas españolas que carecían de mango y se doblaban como si fueran de estaño.

Habían prometido un mortero de trinchera para la compañía, yo lo esperaba ansioso. Por la noche patrullábamos como de costumbre, aunque con mayor riesgo, pues las posiciones fascistas estaban mejor defendidas y sus tropas más alertas: habían desparramado latas junto a la alambrada y abrían fuego con las ametralladoras en cuanto oían el menor ruido. Durante el día disparábamos desde la tierra de nadie. Arrastrándose unos cien metros resultaba posible meterse en una zanja oculta por altos pastos y desde la cual se dominaba una brecha del parapeto fascista. Habíamos convertido el sitio en un apostadero para tirar. Si se esperaba el tiempo suficiente, generalmente se acababa por ver una figura vestida de color caqui que se deslizaba rauda por delante de la abertura. Disparé bastantes veces. Ignoro si herí a alguien; parece improbable, ya que tiro muy mal con el fusil. Pero resultaba casi divertido, pues los fascistas no sabían de dónde venían los disparos y yo estaba seguro de acertarle a alguno tarde o temprano. Sin embargo, las cosas resultaron justo al revés: un tirador fascista me hirió. Estaba en el frente desde hacía unos diez días cuando sucedió. La experiencia de recibir una herida de bala es muy interesante y creo que vale la pena describirla con cierto detalle.

A las cinco de la mañana me encontraba en el vértice del parapeto. Esa hora siempre era peligrosa. Teníamos la aurora a nuestras espaldas y si se asomaba la cabeza quedaba claramente recortada contra el cielo. Estaba hablando con los centinelas antes del cambio de guardia. De pronto, en mitad de una frase, sentí… es muy difícil describir lo que sentí, aunque lo recuerdo en forma muy vívida.

Por decirlo de alguna manera, tuve la sensación de encontrarme en el centro de una explosión. Hubo como un fuerte estallido y un fogonazo cegador a mi alrededor, y sentí un golpe tremendo, no dolor, sólo una sacudida violenta, como la que produce una descarga eléctrica. Luego una sensación de absoluta debilidad, de haber sido reducido a nada. Los sacos de arena frente a mí se alejaron a una distancia inmensa. Supongo que se siente lo mismo cuando se es alcanzado por un rayo. Supe de inmediato que estaba herido, pero por el estallido y el fogonazo pensé que se trataba de algún fusil próximo, disparado por accidente. Todo ocurrió en un espacio de tiempo muy inferior a un segundo. Al instante siguiente se me doblaron las rodillas y caí hasta dar violentamente con la cabeza contra el suelo. Tenía perfecta conciencia de estar malherido, experimentaba una sensación de torpeza y aturdimiento, pero no sufría ningún dolor tal como se entiende normalmente.

El centinela norteamericano con quien había estado hablando se abalanzó sobre mí: «Cielos, ¿estás herido?». Otros milicianos se acercaron y se produjo el alboroto habitual. «¡Levantadlo! ¿Dónde está herido? ¡Abridle la camisa!», etc., etc. El norteamericano pidió un cuchillo para cortarme la camisa. Yo sabía que el mío estaba en uno de mis bolsillos y traté de sacarlo, pero descubrí que tenía el brazo derecho paralizado. La ausencia de dolor me producía una ligera satisfacción. «Esto sin duda alegrará a mi esposa», pensé (siempre había deseado que me hirieran, y me salvara así de morir cuando llegara la gran batalla). Justo en ese momento se me ocurrió preguntarle dónde estaba herido y de qué gravedad; no sentía nada, pero tenía conciencia de que la bala me había golpeado en alguna parte frontal del cuerpo. Cuando traté de hablar, comprobé que carecía de voz, sólo proferí un débil quejido, pero al segundo intento logré preguntar dónde estaba herido. Me dijeron que en la garganta. Harry Webb, nuestro camillero, trajo vendas y una de las pequeñas botellas de alcohol que nos daban para curas de urgencia. Cuando me levantaron me salió mucha sangre por la boca, y a mi espalda oí decir a un español que la bala me había atravesado el cuello. Sentí que el alcohol, que por lo común arde muchísimo, me bañaba la herida produciéndome una agradable sensación de frescura.

Volvieron a acostarme mientras alguien buscaba una camilla. En cuanto supe que la bala me había atravesado limpiamente la garganta di por sentado que no tenía salvación. Nunca había oído hablar de un hombre o de un animal que sobreviviera a un balazo en el cuello. La sangre me goteaba por las comisuras de los labios. «La arteria está destrozada», pensé. Me pregunté cuánto se dura con la carótida cortada; pocos instantes, seguramente. Todo se veía muy borroso. Deben de haber pasado unos dos minutos durante los cuales supuse que estaba muerto. También eso era interesante, es decir, resulta interesante saber qué clase de pensamientos se tiene en semejante situación. Mi primer pensamiento, bastante convencional, fue para mi esposa. Luego me asaltó un violento resentimiento por tener que abandonar este mundo que, a pesar de todo, me gusta. Tuve tiempo de sentir esto de forma muy vívida. La estúpida mala suerte me enfurecía. ¡Qué absurdo era todo! Morirse no en medio de una batalla, sino en el mugriento rincón de una trinchera, por culpa de un descuido de un segundo. Pensé en el hombre que me había disparado, me pregunté si sería español o extranjero, si sabría que me había herido. No experimentaba rencor alguno contra él. Me dije que, tratándose de un fascista, lo habría matado de haber podido, pero que si lo hubieran tomado prisionero y traído ante mí en ese momento me habría limitado a felicitarlo por su buena puntería. Puede ser que cuando uno se está muriendo realmente se piense de manera diferente.

Acababan de colocarme en la camilla cuando mi brazo paralizado volvió a la vida y comenzó a dolerme intensamente. Supuse que se me había fracturado al caer; pero el dolor me reconfortaba porque sabía que las sensaciones no se tornan más agudas cuando uno se está muriendo. Empecé a sentirme mejor y compadecí a los cuatro pobres diablos que sudaban y tropezaban con la camilla sobre los hombros. La ambulancia estaba a dos kilómetros y el camino era difícil, resbaladizo y lleno de obstáculos. Sabía el esfuerzo que hacían, pues había ayudado a transportar a un herido un par de días antes. Las hojas plateadas de los álamos que bordeaban las trincheras me rozaban la cara; pensé que era bueno estar vivo en un mundo donde crecen álamos plateados. Mientras tanto, el dolor en el brazo se hacia diabólico y me obligaba a blasfemar, lo cual procuraba evitar, porque con cada blasfemia respiraba hondo y se me llenaba de sangre la boca.

El médico volvió a vendar la herida, me dio una inyección de morfina y me despachó para Siétamo. Los hospitales de Siétamo eran barracas de madera, apresuradamente construidas, donde, por lo general, los heridos sólo permanecían unas pocas horas antes de seguir camino a Lérida o Barbastro. Yo estaba aletargado por la morfina, casi no podía moverme, pero el dolor seguía siendo fuerte y tragaba sangre sin cesar. En un rasgo típico de los métodos hospitalarios españoles, mientras me encontraba en ese estado la improvisada enfermera trató de hacerme ingerir la comida reglamentaria —una copiosa comida consistente en sopa, huevos, un guiso grasoso, etc.— y se mostró sorprendida cuando me negué. Le dije que deseaba fumar, pero estábamos en uno de los tantos períodos de escasez de tabaco y nadie tenía un cigarrillo. Al cabo de poco tiempo, dos camaradas que habían obtenido permiso para abandonar la línea de fuego durante unas pocas horas, se presentaron ante mi cama.

—¡Hola! ¿Estás vivo, eh? Bien. Queremos tu reloj, tu revólver y tu linterna. Y tu navaja, si es que tienes una.

Partieron con mis posesiones transportables. Esto siempre ocurría cuando un hombre resultaba herido. Todo lo que poseía se dividía entre los demás, sin tardanza y con razón, pues relojes o revólveres eran objetos muy preciados en el frente y, si se quedaban con el equipo del herido, desaparecían durante el traslado.

Al anochecer habían llegado ya bastantes enfermos y heridos como para llenar varias ambulancias y nos enviaron a Barbastro. ¡Qué viaje! Solía decirse que en esa guerra podía salvarse el que recibía un balazo en las extremidades, pero que siempre moría el herido en el abdomen. Ahora comprendo por qué. Nadie que estuviera expuesto a hemorragias internas podía sobrevivir a esos kilómetros de bamboleo sobre caminos destrozados por el paso de grandes camiones y sin reparación alguna desde el comienzo de la guerra. ¡Bang, bum, paff! Las sacudidas me llevaron de vuelta a mi infancia y a un endemoniado artefacto llamado Wiggle-Woggle que había en la exposición de White City. Olvidaron atarnos a las camillas. Me quedaba bastante fuerza en el brazo izquierdo como para sujetarme, pero un pobre diablo fue arrojado al suelo y sufrió Dios sabe qué agonía. Otro, que podía caminar y estaba sentado en un rincón de la ambulancia, vomitó durante todo el viaje. El hospital en Barbastro estaba repleto y las camas se encontraban tan cerca unas de otras que casi se tocaban. A la mañana siguiente volvieron a cargarnos en un tren-hospital y nos mandaron a Lérida.

Estuve cinco o seis días en Lérida. Era un gran hospital, con enfermos y heridos civiles y militares, más o menos mezclados. Algunos de los hombres de mi sala tenían heridas graves. En la cama vecina a la mía un joven de cabello negro tomaba un medicamento que daba a su orina un color verde esmeralda. Su orinal de cama constituía uno de los espectáculos de la sala. Un comunista holandés, al enterarse de que había un inglés en el hospital, se me acercó trayéndome periódicos ingleses y hablándome en mi lengua. Había resultado gravemente herido en los combates de octubre y se las había ingeniado para establecerse en el hospital de Lérida y casarse con una de las enfermeras. A causa de las heridas, una de sus piernas se había encogido tanto que no era más gruesa que mi brazo. Dos milicianos de permiso, a quienes había conocido durante mi primera semana en el frente, acudieron al hospital a visitar a un amigo herido y me reconocieron. Eran muchachos de unos dieciocho años. Permanecieron de pie junto a mi cama, incómodos, buscando qué decir y luego, para demostrar que lamentaban lo de mi herida, sacaron de súbito todo el tabaco de sus bolsillos, me lo dieron y desaparecieron antes de que pudiera devolvérselo. ¡Qué gesto tan español! Más tarde descubrí que no podía conseguirse tabaco en toda la ciudad y que me habían dado la ración de una semana.

Al cabo de unos pocos días pude levantarme y caminar con el brazo en cabestrillo; por alguna razón, me dolía mucho más cuando lo tenía colgando. Sentía, además, un intenso dolor interno por el daño que me había hecho al caer y me había quedado casi del todo sin voz, pero nunca tuve un segundo de sufrimiento debido a la herida de la bala. Parece que esto es bastante corriente. El tremendo impacto de una bala impide toda sensación local; en cambio, un fragmento de bomba o de granada, que es irregular y a menudo golpea con menos fuerza, debe de producir un dolor agudísimo. El hospital contaba con un agradable jardín en el que había un estanque con peces de colores y unos pececillos de color gris oscuro —albures creo que eran—. Solía sentarme a observarlos durante horas. La manera de hacer las cosas en Lérida me permitió conocer el funcionamiento del sistema hospitalario del frente de Aragón; no sé si era igual en los demás frentes. En ciertos aspectos, los hospitales eran muy buenos. Los médicos eran capaces y no parecía haber escasez de medicinas y equipos. Pero padecían dos defectos importantísimos, a causa de los cuales murieron cientos o miles de hombres que podían haberse salvado.

Uno de ellos era el hecho de que los hospitales cercanos al frente eran utilizados como centros de distribución de heridos. En consecuencia, uno no recibía tratamiento alguno, a menos que la gravedad de la herida impidiera el traslado. En teoría, la mayoría de los heridos iban directamente a Barcelona o Tarragona, pero debido a la falta de transporte, a menudo tardaban una semana o diez días en llegar a destino. Se los tenía rodando por Siétamo, Barbastro, Monzón, Lérida y otros lugares, sin recibir ningún tratamiento, excepto un ocasional vendaje limpio. Hombres con heridas atroces o huesos aplastados eran envueltos en una especie de funda a base de vendas y yeso; en la parte exterior se escribía con lápiz la descripción de la herida, pues por lo general la funda no se retiraba hasta que el hombre llegaba a Barcelona o Tarragona, diez días después. Resultaba casi imposible examinar la herida en esas condiciones; los pocos médicos no daban abasto con el trabajo y se limitaban a pasar rápidamente junto a cada cama diciendo: «Sí, sí, lo atenderán en Barcelona». Siempre había rumores de que el tren-hospital partiría hacia Barcelona mañana*. El otro defecto radicaba en la falta de enfermeras competentes. Evidentemente en España no había suficientes enfermeras con formación, quizá porque antes de la guerra eran las monjas las encargadas de esas tareas. No tengo quejas de las enfermeras españolas; siempre me trataron con extrema bondad, pero no cabe duda de que eran sumamente negligentes. Todas sabían tomar la temperatura, algunas podían hacer un vendaje, y nada más. De esta incompetencia resultaba que los hombres demasiado enfermos para valerse por si mismos a menudo eran objeto de un vergonzoso descuido. Las enfermeras dejaban que un paciente estuviera con diarrea durante una semana, y rara vez lavaban a quienes estaban demasiado débiles como para hacerlo solos. Recuerdo a un pobre miliciano con un brazo destrozado que me contó que había estado tres semanas con la cara sucia. Hasta las camas se quedaban a veces sin hacer durante varios días. La comida, en cambio, era buena en todos los hospitales, quizá demasiado buena. En España, más que en cualquier otra parte, parecía continuar la costumbre de atiborrar a los enfermos con pesadas comidas. En Lérida, las comidas eran pantagruélicas. A las seis de la mañana servían un desayuno a base de sopa, tortilla, guiso, pan, vino blanco y café; y el almuerzo era aún más abundante —y esto en una época en que la mayor parte de la población civil padecía carencias alimenticias—. Los españoles parecen no saber lo que es una dieta liviana. Dan la misma comida a los enfermos que a los sanos, siempre el mismo tipo de plato abundante, grasiento, empapado en aceite de oliva.

Una mañana se anunció que los hombres de mi sala partirían ese mismo día hacia Barcelona. Logré enviar un telegrama a mi esposa, anunciándole mi llegada. Poco después nos metieron en varios autobuses y nos llevaron a la estación. Cuando el tren ya había arrancado, el enfermero del hospital que viajaba con nosotros por casualidad nos informó de que no íbamos a Barcelona, sino a Tarragona. Supongo que el maquinista había cambiado de idea. «¡Típicamente español!», pensé. También fue muy español que aceptaran detener el tren para que yo pudiera enviar otro telegrama, y aún más español, que éste nunca llegara.

Nos colocaron en vagones normales de tercera clase, con asientos de madera, aunque muchos estaban malheridos y habían dejado la cama por primera vez después de larga postración. Bien pronto, con el calor y los vaivenes, la mitad de los hombres se encontraba en un estado de colapso y varios vomitaron sobre el suelo. El enfermero se abrió paso entre las siluetas cadavéricas desparramadas por todas partes y nos dio de beber con una gran cantimplora que iba vaciando de boca en boca. Todavía recuerdo el asqueante sabor del agua. Llegamos a Tarragona al caer el sol. Las vías del tren corren paralelas a la costa y muy cerca del mar. Cuando nuestro tren entraba en la estación partía otro lleno de tropas de la Columna Internacional, y en el puente grupos de gente agitaban pañuelos en señal de despedida. Era un tren muy largo, abarrotado de hombres, con vagones abiertos donde iban cañones de campaña y en torno de los cuales se apretujaban más soldados. Recuerdo con particular claridad el espectáculo de ese tren iniciando la marcha en la luz amarillenta del atardecer, los racimos de rostros oscuros y sonrientes tras cada ventanilla, los largos cañones inclinados de las piezas de artillería, los ondulantes pañuelos escarlata. Todo deslizándose lentamente junto a nosotros, contra un mar color azul turquesa.

—Extranjeros* —dijo alguien—. Son italianos.

Evidentemente lo eran. Ninguna otra nacionalidad podría haberse agrupado de modo tan pintoresco o devolver los saludos de la multitud con tanta gracia. El hecho de que la mitad de los hombres partieran empinando botellas de vino no disminuía, por cierto, esa gracia. Más tarde oímos decir que eran parte de las tropas que habían obtenido la gran victoria de marzo en Guadalajara; tras un permiso eran trasladados al frente de Aragón. Me temo que la mayoría de ellos haya muerto en Huesca unas pocas semanas más tarde. Los hombres que podían mantenerse en pie cruzaron el vagón para aclamar a los italianos a su paso. Una muleta se agitó fuera de la ventanilla, brazos vendados hicieron el saludo rojo. Era como un cuadro alegórico de la guerra: un tren cargado de hombres frescos que partían orgullosamente hacia el frente, los hombres inválidos que volvían, y todo el rato los cañones en los vagones abiertos, haciéndonos palpitar el corazón —como siempre lo hacen los cañones— y revivir ese pernicioso sentimiento tan difícil de evitar de que la guerra, a fin de cuentas, es algo glorioso.

El hospital de Tarragona era muy grande y estaba lleno de heridos de todos los frentes. ¡Menudas heridas se veían allí! Para tratar algunas, empleaban un procedimiento que supongo que se ajustaba a los últimos adelantos médicos, pero que resultaba particularmente desagradable a la vista. Consistía en dejar la herida completamente abierta, sin vendar, aunque protegida de las moscas por una red de muselina extendida sobre alambres. Debajo de la fina gasa se podía ver la gelatina rojiza de la herida semicurada. Había un hombre herido en el rostro y la garganta, con la cabeza dentro de una especie de casco esférico de muselina; tenía la boca cerrada y respiraba por un pequeño tubo fijado entre los labios. ¡Pobre diablo, parecía tan solo, paseando de un lado a otro, sin poder hablar y mirando a través de su jaula de muselina! Estuve tres o cuatro días en Tarragona. Iba recuperando mis fuerzas y cierto día, aunque moviéndome con mucha lentitud, logré caminar hasta la playa. Resultaba extraño comprobar que la vida de playa proseguía casi sin alterarse; cafés elegantes a lo largo del paseo marítimo y la ufana burguesía local bañándose y tomando el sol en las tumbonas como si no hubiera una guerra a miles de kilómetros. Allí tuve ocasión de ver ahogarse a un bañista, lo cual parecía imposible en ese mar tibio y poco profundo.

Por fin, ocho o nueve días después de abandonar el frente, conseguí que me examinaran la herida. En la sala de cirugía donde se reconocía a los recién llegados, médicos con enormes tijeras abrían los petos de yeso en que hombres con costillas, clavículas y otros huesos fracturados habían sido encerrados en los hospitales de campaña tras la línea del frente. De la abertura de aquellos enormes y ridículos petos de yeso surgían rostros ansiosos, sucios y con barba de una semana. El médico, un hombre enérgico y apuesto, de unos treinta años, me hizo sentar, me agarró la lengua con un trozo de gasa áspera, la tiró hacia afuera todo lo que pudo, me metió un espejito de dentista hasta la garganta y me pidió que dijera «¡Aaaa!». Continuó su examen hasta que me sangró la lengua y se me llenaron los ojos de lágrimas; luego me informó de que una de las cuerdas vocales estaba paralizada.

—¿Cuándo recuperaré la voz? —le pregunté.

—¿La voz? Ah, no la recuperará nunca —me dijo alegremente.

Sin embargo, el tiempo demostró que estaba equivocado. Durante unos dos meses no pude hacer otra cosa que susurrar, pero luego mi voz se tornó de pronto normal; la otra cuerda había «compensado». El dolor en el brazo se debía a que la bala había rozado un haz de nervios de la nuca. Era un dolor agudo, como el de una neuralgia, y seguí sintiéndolo durante un mes, especialmente de noche, por lo cual casi no podía dormir. También los dedos de la mano derecha estaban semiparalizados; incluso ahora, cinco meses después, el dedo índice sigue dormido, efecto muy extraño en una lesión de cuello. En cierto sentido, mi herida constituía una curiosidad, y varios médicos la examinaron, exclamando: «¡Qué suerte! ¡Qué suerte!»*. Uno de ellos me dijo, con aire de autoridad, que la bala había pasado a «un milímetro» de la arteria. Ignoro cómo podía asegurarlo. Ninguna de las personas con quienes hablé en ese periodo —médicos, enfermeras, practicantes* o pacientes— dejó de asegurarme que un hombre que sobrevive a una herida en el cuello es el ser más afortunado de la tierra. No pude dejar de pensar que habría sido aún más afortunado si la bala no me hubiera tocado.