En Los Ángeles, a principios de los noventa, pasé un par de meses colaborando con un grupo de hombres y mujeres que se llamaban a sí mismos los Ángeles, dedicado a repartir comida a enfermos de sida que no podían salir de su casa. No lo hice para parecer virtuoso, ni para aliviar ningún enraizado sentimiento de culpa. Más bien consideré la cuestión desde el punto de vista pragmático. Tenía un coche y ningún sitio al que ir por las mañanas. Así que me dediqué a repartir comida.

Los Ángeles operaban desde una rectoría metodista de la avenida Formosa. Siempre reinaba allí una atmósfera de implacable alegría. En la cocina, mujeres cuyos hijos habían muerto o se estaban muriendo removían salsas y horneaban pasteles bajo la supervisión de exigentes cocineros de Hollywood Oeste, mientras cerca de la entrada tres exactores —dos Keith y un Wayne— entregaban hojas de clientes y mapas de ruta a los conductores. Una vez me habían asignado una ruta, empaquetaba en bolsas de papel marrones, como si fueran comidas escolares, los almuerzos que tenía que entregar esa mañana y luego los llevaba al coche. Algunos clientes recibían comidas suaves; otros, comidas líquidas. En los casos de quienes lo necesitaban, la comida se complementaba con una bebida enlatada llamada Sustical, una especie de batido de leche rico en calorías (el sabor preferido del cliente, fresa o chocolate, siempre se especificaba en la hoja adjunta); o con una emulsión clara, agua de arroz en su mayor parte, que prometía una rápida rehidratación después de padecer diarrea. En cuanto a los almuerzos corrientes, se buscaba que engordaran mucho, puesto que la mejor forma de impedir que el cuerpo se consumiera solo era cebarlo con alimentos grasos. En un momento de nuestra historia conocido por su devoción a los platos descritos como «ligeros», «bajos en grasas» o «no grasos», los Ángeles empapaban sus verduras en mantequilla, embadurnaban pedazos de pastel de pacana con nata montada, rebozaban muslos de pollo en huevo batido.

Las rutas que seguía variaban. Algunos días viajaba hacia el este, a la avenida Normandie y la avenida Western, donde la mayor parte de los clientes eran camellos que vivían en sórdidos aparthoteles. O conducía hasta Hollywood Hills, a llevar almuerzos a productores de cine y actores de culebrones. O repartía por la monótona malla de calles geométricas que se extiende hacia el sudoeste desde Santa Mónica hacia el bulevar Olympic, calles donde las manzanas de apartamentos baratos se confunden al azar las unas con las otras. (Sólo unas pocas destacan en el recuerdo: el Killarney, pintado de un chillón verde irlandés; el Mikado, con las destartaladas torretas de pagoda y las ventanas a la japonesa).

La mayoría de mis clientes no me decían nada. Eran caras incómodas, bocas que murmuraban «gracias» aunque se estuviera descorriendo el cerrojo de la muerte. Pero algunos me invitaban a entrar. Una mujer llamada Wilma Rodriguez siempre me tenía preparado un vaso de té de papaya helado. Vivía en una habitación de un edificio llamado Caribou Ars, en la calle San Marino.

—No sé como lo he cogido —me dijo una vez—. A lo mejor fue de chutarme caballo. O por mi exmarido gay. O por la transfusión de sangre que me hicieron cuando tuve el accidente de coche.

Tenía esa clase de valeroso humor negro —algo que sólo puedo llamar humor del sida— que tan sorprendente es para los sanos. Pocas semanas después de conocerla, Wilma se vio atacada por una fiebre cerebral y murió en cuestión de horas.

No cabe duda de que el más extraño de mis clientes era un joven llamado Robert Franklin. Vivía en el bulevar Beverly Glen, esa torturada carretera en espiral que asciende serpenteando desde Pico en Rancho Park, cruza Mulholland Drive, luego baja y termina en la opresiva llanura de Sherman Oaks. Siempre me viene a la cabeza una expresión que aparecía en un libro que en aquella época acababa de leer sobre la Italia de la Segunda Guerra Mundial («el país de lo irreal») cuando recuerdo el montón de tambaleantes y desvencijadas escaleras de madera que tenía que subir para llegar a la casita de Robert, que estaba encaramada sobre pilotes en lo alto de una cuesta invadida por los hierbajos y en cuyo astilloso porche él siempre me esperaba, desnudo salvo por las zapatillas de tenis naranja y una bolsa de suero que acarreaba por todas partes como si fuera un terrier mal criado.

—Llegas tarde —me espetó la primera vez que fui a su casa—. Hace una hora que tenías que haber llegado.

—Había mucho tráfico. Además, estás al final de la ruta.

—Excusas, excusas. —Robert inspeccionó con suspicacia la bolsa de papel que acaba de entregarle—. Vamos a ver qué tenemos aquí…

—Pastel de carne…

—¡Pastel de carne! ¿No te han dicho que no soporto el pastel de carne?

—En la hoja no dice nada…

—Además, son casi las dos. Ya os he dicho bien claro que mi médico dice que tengo que comer antes de la una. Que, si no, no se absorben los medicamentos.

—Tomaré nota…

—¿Qué le ha pasado a la rapidez? Somos los más rápidos, y una mierda.

(Jugueteó con el suero).

—Bueno, adiós —dije.

—Si esto sigue así, os lo advierto, volveré a cambiarme a la mensajería del servicio de Correos.

—¿Necesitas alguna otra cosa?

—Sólo que me entreguen los paquetes a tiempo. Se supone que estamos en Estados Unidos —gritó mientras yo bajaba la escalera—. ¿Es mucho pedir que me entreguen los paquetes a tiempo?

Por aquel entonces no llevaba mucho tiempo viviendo en Los Ángeles. Soy neoyorquino, tanto por educación como por temperamento; en realidad, había ido a California por la más banal y trillada de las razones: me había enamorado de un actor y, como necesitaba una excusa para seguirlo al oeste, acepté el encargo de escribir para la televisión un guión sobre la infancia en los sesenta, una especie de producto derivado de un artículo que había escrito una década atrás. El caso es que el actor me abandonó a los pocos días de mi llegada, ante lo cual empecé a sufrir un bloqueo tan fuerte que, hasta que empecé a repartir comidas para los Ángeles, pasaba la mayor parte del día diciendo guarradas en líneas eróticas, buscando plan en el aparcamiento que hay junto al Circus of Books o vagando por la Glendale Galleria y comprando de vez en cuando algo caro e inútil: un frasco de crema hidratante suiza, un aparato para hacer masajes en los pies o un compacto lleno de recetas de la serie «“Clásicos culinarios Sony”». Me movía en un coche alquilado y vivía en un aparthotel de Hollywood Oeste, ambos pagados por la productora que me había encargado el guión. Mis jefes nunca me llamaron para preguntarme cómo me iba el trabajo; en realidad, nunca me llamaron, punto. Mi impresión era que tenían escritores alojados en cuchitriles por toda la ciudad, demasiados como para seguirles la pista a todos, y que mi trabajo era el menos prioritario de todos. En cuanto al coche y el hotel, representaban para la compañía la más insignificante de las deducciones fiscales, el equivalente de lo que habría sido para mí la declaración de treinta y siete centavos en sellos o el coste de un Bic.

A veces pensaba en telefonear a la doctora Delia. La doctora Delia era una psicoterapeuta que tenía un programa de radio con llamadas en directo (1-800-dr-delia) que se emitía de lunes a viernes, de once a una, exactamente las horas que yo pasaba en el coche haciendo entregas para los Ángeles. La doctora Delia tenía una risa histérica y un despiadado sentido de la rectitud. Hacía oídos sordos a las peticiones de compasión, no sentía reparos a la hora de decirles a quienes llamaban (mujeres jóvenes, en su mayoría) lo tontas, egoístas o irresponsables que habían sido al quedarse embarazadas, casarse con borrachos o acostarse con extraños. En realidad, la doctora Delia fue una compañera tan insistente en mis rondas que es ahora su voz, crujiente como unas sábanas recién planchadas, la que narra mi recuerdo de aquellos acontecimientos, la que me lee estas palabras mientras las contemplo en la pantalla del ordenador.

Yo jugaba a planear lo que le diría si al final la llamaba. Por ejemplo: Doctora Delia, soy un escritor de treinta y cinco años que no puede escribir. La persona a la que más quería se suicidó hace unos meses. Ahora veo vídeos porno y llamo a líneas eróticas de forma obsesiva.

Muy bien. ¿Cuál es tu pregunta?

¿Cómo puedo volver a ser quien era o, al menos, a ser el que creía que era? ¿Aquel muchacho… productivo, lleno de energía y sin el corazón oprimido?

Sin embargo, en aquella fantasía, justo cuando la doctora Delia estaba a punto de contestarme, ocurría lo mismo que ocurría siempre que conducía bajo un puente, entraba en un garaje o pasaba junto a una comisaría de policía: su voz desaparecía en medio de las crepitaciones y los chirridos de las interferencias.

Una vez repartida la última comida, adquirí la costumbre de ir al Circus of Books del bulevar Santa Mónica y devolver los vídeos que había alquilado la noche anterior. Siempre alquilaba los vídeos en el Circus of Books, no sólo por el enorme surtido que tenían, sino porque mientras me entretenía tras la puerta de plexiglás esmerilado que decía: «Prohibida la entrada a los menores de 18 años», eligiendo entre las películas como un ama de casa italiana eligiendo las verduras para su minestrone, siempre encontraba a tres o cuatro hombres que hacían lo mismo, y algunos de ellos vestían pantalones de chándal recortados sin nada debajo. Me volvían loco los pantalones de chándal recortados sin nada debajo.

Aquel día elegí Arresto en el barracón, que era nueva, y Dale a la pompa, que recordaba haber visto con Julian a finales de los ochenta. Es curioso cómo se enredan las cosas en esa red de ternura que subyace en todo matrimonio, incluso en el peor: no sólo las flores, los paisajes y las medias lunas de sobrecogedora luminosidad, sino también reventar granos en la espalda del ser querido, sentarse en el water mientras él se lava los dientes o contemplar juntos películas pornográficas, algo que Julian y yo hacíamos, como todo lo que hacíamos, de un modo compulsivo. Habían transcurrido casi nueve meses desde su suicidio. En ese momento descubrí que volver a ver los vídeos pornográficos que habíamos visto el uno junto al otro en nuestra cama de Nueva York aliviaba el dolor de su hinchada e inflamada no presencia. Los vídeos pornográficos eran un shiatsu psíquico en el que unos dedos frotaban la tortícolis más dolorosa que había tenido nunca. Me daban ganas de llorar, pero de alguna forma sabía que sólo pasando por el sufrimiento de verlos lograría desatar las ligaduras del dolor.

La fórmula era siempre dos. El futuro y el pasado. La aventura y la nostalgia. El recuerdo y el deseo. Una vez hechas las selecciones, volvía al hotel, comprobaba los mensajes en el buzón de voz (por lo general no había ninguno), subía la potencia del aire acondicionado y sacaba el primer vídeo —en esa ocasión Arresto en el barracón— de su estuche. Todo ello mientras me desnudaba: era un maestro apretando botones con los pies mientras encendía lámparas con las manos, sacándome los calcetines con una mano mientras insertaba casetes con la otra. «Siempre haciendo dos cosas a la vez», me decía Julian. Lo llamaba «el baile de Rosemary Woods», por la secretaria de Nixon, quien demostró que tenía madera de contorsionista cuando le pidieron que explicara cómo se habían borrado «accidentalmente» las cintas; lo cual, en el curso de los años, se resumió en «hacer un Rosemary». Quizá la conversación conyugal siempre evoluciona hacia semejantes atajos.

En cualquier caso, tras poner Arresto en el barracón, me recosté en la cama. Con la mano derecha marqué el número de la línea erótica. Con la mano izquierda avancé rápidamente por las garantías de que todos los modelos tenían más de dieciocho años («prueba de la edad en los archivos»), la advertencia de no hacerlo en casa, la secuencia de los rótulos.

El mundo de los vídeos pornográficos me intrigaba. Poco era lo que sabía sobre cómo se hacían, aunque en Nueva York tenía un amigo alemán que me contó que a veces se ganaba un dinero adicional trabajando como «doble de polla». Un doble de polla, me explicó, era una especie de suplente sexual que siempre estaba listo detrás de las cámaras por si a uno de los modelos del vídeo le fallaba la erección, no podía eyacular o resultaba tener un pene más pequeño de lo esperado; en tales circunstancias, se insertaban entre las secuencias primeros planos de la polla del doble de polla, con la esperanza de que el espectador no se diera cuenta de la sustitución.

—Y sucede más a menudo de lo que te imaginas —añadió mi amigo alemán—. La próxima vez que veas uno, fíjate en el montaje.

Saqué el dedo del botón de avance rápido. En la pantalla, dos jóvenes desgarbados, uno de ellos con una dentadura bastante mala, estaban tumbados en unos catres. Llevaban calzoncillos boxer de color caqui y placas de identificación, conversaban de… algo; aunque había quitado el volumen, sabía por experiencia que seguramente el diálogo no distaba mucho de estas frases:

Luke: ¡Scott! ¿Cómo te va, tío?

Scott: Bien, tío. ¿Y a ti?

Luke: No me puedo quejar, tío. Me he encontrado unas fotos guarras en la oficina del sargento. ¿Quieres verlas?

Scott: Dabuten.

(Pausa).

Luke: Joder, tío, se me está poniendo tiesa. ¿Me la quieres chupar?

Scott: Dabuten.

(Pausa).

Luke: Oye, Scott, ¿te has follado alguna vez a un tío?

Scott: No.

Luke: Te apuesto que mi culo mola más que el coño de tu novia.

Scott: Dabuten.

Y cosas por el estilo. La línea erótica se conectó, con lo que aquella pequeña ensoñación quedó interrumpida. Siguiendo las indicaciones, tecleé mi código de acceso.

—¿Estás listo? —dijo en el otro extremo una entrecortada voz grabada que, a lo largo de las semanas, se había convertido en tan familiar al menos como la voz de la doctora Delia.

—¿Sabes lo que quieres? Pues hazlo… ya.

(Música).

—Marca el uno si quieres hablar con otro chico, marca el dos para el grupo; marca el tres para oír el tablón de anuncios…

Marqué el uno.

—Y recuerda que, cuando termines una conversación, apretando el signo de la almohadilla, que es la tecla que está debajo del nueve, conectarás automáticamente con otra persona. Ah, y, por supuesto, marcando el cero siempre vuelves al menú principal. Tu conexión se ha establecido.

Clic.

—¿Hola?

—Hola, ¿quién eres?

—Jerry, ¿quién eres?

—Steve. ¿Desde dónde llamas?

—Hollywood Oeste.

—Mierda, yo estoy en Long Beach. Buena suerte, colega.

Clic.

De nuevo la voz entrecortada. (¿A quién pertenecía?).

—Por favor, espera unos instantes mientras se establece tu conexión.

Un bucle de música.

Volví a concentrarme en el vídeo, en aquella utopía en la que los calzoncillos ya habían caído; había comenzado la mamada.

No estaba empalmado. La verdad es que no estaba nada caliente. «El fracaso es adquirir hábitos»…, ¿no fue Pater quien dijo eso? Y si alguien me hubiera visto en aquel momento, desnudo en la cama de un hotel sosteniendo el teléfono con el cuello, sin mirar en realidad la cinta alquilada, en una patética postura que ni siquiera se veía dignificada por una erección, en fin…, no cabe duda de que esa persona me habría considerado el más deprimente de los fracasos. La doctora Delia me habría considerado el más deprimente de los fracasos, y en unos términos que no dejarían dudas al respecto.

Claro que, en el mundo de la línea telefónica, nada de eso importaba. En aquella bolsa de conciencia definida sólo por el sonido, los ciegos guiaban a los ciegos. Los sujetos se convertían en objetos. El gordo de cincuenta años se convertía en el ídolo futbolístico de veinte años a quien él había venerado cuando tenía esa edad. «¿Cuánto tiempo llevas aquí?», preguntaba a veces la gente, presuponiendo que había un «aquí», que tantas voces definían un espacio físico, un lugar. El caso es que era así. Todas aquellas voces lo definían y se enredaban en la compleja trama de cables de fibra óptica como voraces especies de vid.

Sonó un pitido.

—Se ha establecido tu conexión —dijo la voz entrecortada.

—¿Hola?

—Hola, ¿cómo te llamas? Yo me llamo Doug.

—Hola, Doug, yo me llamo Jerry. ¿Cómo estás, tío?

—Tope, tío. ¿Y tú?

—Tope, colega. Con un salidón…

—¿Sí? Mira, amigo, ¿qué es lo que buscas, conectar o correrte al teléfono?

—No lo sé, tío, a lo mejor conectar.

(Lo que hay que hacer es conectar).

—Parece que estás a cien, campeón. ¿Qué es lo que acostumbras a hacer?

—Un poco de todo. Me gusta bastante cascármela. Más tomar que dar.

—Tope. ¿Y cómo es tu polla?

—Dieciocho de largo, doce de perímetro.

—A ver que la oiga.

—¿Oírla?

—Golpéala contra el teléfono.

Eso sí que era algo nuevo.

—Vale —dije.

Y, colocando el auricular bajo las sábanas, hice lo que Doug me pedía.

Tras unos cuantos golpes, volví a llevarme el auricular a la oreja.

—¿Hola? —dije.

—Suena gorda —dijo Doug—. Gruesa.

—¿Lo puedes saber?

—Claro. Una polla pequeña hace un ruido pequeño. Escucha la mía.

Escuché. En la distancia oí unos golpecitos apenas perceptibles, una especie de castañeteo.

—¿Te gusta? —preguntó Doug al cabo de unos segundos.

¿Qué tenía que decirle?

—Sí, me gusta.

Clic.

—Por favor, espera unos instantes mientras se establece la conexión…

Colgué.

Cuando llegué a la rectoría la mañana siguiente, supe enseguida, por la forma en que me saludó el segundo de los Keith, que tenía un favor que pedirme.

—Te hemos cambiado la ruta —dijo—. Espero que no te importe. Gin ha vuelto de las vacaciones y siempre hace Beverly Glen.

—No hay ningún problema.

Mi política era no crear problemas.

—Dile lo de Robert Franklin y el pastel de carne.

—¿Ha vuelto a quejarse? Lo mejor es no hacerle caso. Mira, si no te importa, podrías coger Olympic Sur. Está yendo hacia el aeropuerto.

—Dabuten.

Me pasó las hojas de clientes, tras lo cual empaqueté mis almuerzos y me puse en marcha. La ruta en cuestión me llevó a través de La Ciénaga, pasado Olympic y en dirección al bulevar Venice. Allí algunas de las calles transversales tenían nombres extraordinarios: avenida Cadillac, calle Airdrome, calle Saturn. Y era en la calle Saturn, en el número 6517 para ser exactos, donde vivía mi última entrega. Phil Featherstone. Apartamento 25. Pescado no. «Si no estoy, dejad comida en el 24.»

La doctora Delia atendía una llamada de Trish de Covina Oeste.

—Tengo un problema, doctora —decía Trish—. El otro día pesqué a mi marido, Todd, coqueteando con mi mejor amiga.

—¿Cuántos años tienes?

—Veinte.

—¿Y cuántos años tiene Todd?

—Veintidós.

—Ajá. ¿Hijos?

—Sí, dos niñas. Kirsty, de tres años, y Tiffany, de seis meses.

—¿Y cuánto tiempo salisteis Todd y tú antes de casaros?

—No entiendo qué tiene eso que ver…

—Respóndeme a lo que te pregunto. ¿Cuánto tiempo salisteis Todd y tú antes de casaros?

—Bueno, salimos unas tres semanas, luego estuvimos viviendo juntos unas seis semanas y luego…

—Espera un minuto. ¿Lo estoy oyendo bien? ¿Tienes veinte años y te casaste con un chico al que sólo conocías desde hacía nueve semanas? ¿No te parece que eso es una estupidez?

Al otro extremo de la línea, el atónito silencio se hizo casi palpable.

—Bueno, no. Nos queríamos…

—Os queríais. Vaya, qué romántico…

Un coche me tocó la bocina, exhortándome a que cruzara el stop. El número 6517 de la calle Saturn se acercaba, un agradable edificio verde botella llamado Los Anillos. Por un momento, consideré la posibilidad de no pararme, de dar otra vuelta a la manzana para ver qué otras humillaciones infligía la doctora Delia a Trish, pero decidí que dar la vuelta a la manzana para escuchar a la doctora Delia se parecía demasiado a dar una vuelta al aparcamiento situado junto al Circus of Books en busca de sexo…, aparte de que seguramente a «Phil Featherstone» le estaba entrando hambre. Era la una y media. Así que me acerqué a la acera y paré la radio y el motor.

En la puerta del edificio llamé al timbre marcado con el número 25.

—¿Sí? —contestó una voz a los pocos segundos.

—Ángeles.

Sonó un electrocutante zumbido y, luego, el ruido mecánico de la puerta que se abría. De modo poco sorprendente, los apartamentos estaban dispuestos en anillos (cómo no) alrededor de una piscina en forma de riñón en la que unos niños hacían flotar con desgana juguetes de baño. El número 25 se encontraba en el piso de arriba. La puerta estaba abierta. Por cortesía, llamé de todos modos.

—¡Adelante!

Entré. El apartamento me recordó lo que siempre había imaginado que eran las habitaciones de hotel de los jurados incomunicados: muebles sin gracia, sucia moqueta beige, paredes estucadas como si las hubieran embadurnado con glaseado de bizcocho. Y, sin embargo, los añadidos de lo personal empezaban a imponerse: un cartel que mostraba la tripulación del Enterprise de Star Trek, fotos enmarcadas de bebés, pesas en un rincón.

Un hombre atractivo salió de la pequeña cocina. Rozaba la cuarentena, supuse, tenía un cabello castaño encanecido, ojos verdes y una tupida barba, muy recortada, en la que el rojo, el gris y el castaño se combinaban para crear unos centelleos casi puntillistas.

—Hola, soy Phil —dijo, y me tendió la mano.

—Soy Jerry Roth —dije. Nos estrechamos las manos. Le di dos bolsas—. Me sobra una hoy; si la quieres… Una persona de mi ruta no estaba en su casa, y tenemos por norma no dejar comidas en la puerta de las casas.

—Muy bien —dijo—. Gracias. —Cogió las bolsas que le tendía y las llevó a la nevera—. Oye, ¿no quieres tomar algo? Bueno, si no tienes prisa…

—La verdad es que no tengo prisa. Acabo mi ruta aquí.

—Estupendo. Tengo Pepsi, Dr. Pepper, zumo de naranja. Cerveza, no. Los médicos me la han prohibido.

—Un poco de agua, por favor.

—Marchando un agua. —Sacó vasos de un armario—. Siéntate, ponte cómodo.

El vinilo marrón del sofá crujió al acomodarme en él.

—Tienes un apartamento bonito —dije—. Es soleado.

—Gracias. Sólo llevo una semana en el programa. Cada día me ha venido un chico diferente. ¿Es normal?

De pronto se inclinó sobre mí y me dio el vaso de agua. Llevaba un polo azul y unos pantalones de chándal recortados; el polo tenía el cuello abierto y dejaba entrever un ancho y velludo torso.

—Es una ruta difícil de asignar —dije—. El problema es que la mayoría de los voluntarios viven en Hollywood Oeste o en el Valle. No quieren alejarse de casa. Pero mi filosofía es aceptar lo que nadie más quiere coger. Como mínimo, es una buena forma de conocer la ciudad.

—Oh, no me importa —dijo Phil, sentándose en una butaca floreada—. En realidad, así tengo algo que esperar. Por la mañana me levanto y pienso: ¿Quién vendrá hoy? Y siempre es una sorpresa.

—Espero que, en mi caso, no sea una decepción.

—No —dijo Phil, riendo un poco—. No, una decepción, qué va.

Un silencio descendió sobre nosotros, un silencio que habría sido incómodo si la sonrisa de Phil no me hubiera asegurado, con su gracia radiante, que el silencio no era un problema. Bebí el agua, mastiqué el hielo.

—No conozco muy bien este barrio —dije, por decir algo.

—No hay mucho que conocer. Es un barrio bastante anodino. La calle Saturn me gusta por el nombre.

—¿El nombre?

—Sí. Tiene algo que parece sacado de una vieja película de ciencia ficción. Fue uno de los primeros nombres de calles que aprendí cuando vine a vivir a Los Ángeles. Aunque no empecé viviendo aquí. He vivido por todas partes. Venice. Silver Lake. Un par de años en el desierto. Entonces, un día, buscando un apartamento, vi un anuncio de uno en la calle Saturn. Y pensé: «¿Quién sabe? A lo mejor es una señal». Fue hace unos cuantos meses, justo antes de enfermar.

—Vaya.

Se inclinó más hacia mí.

—Oye —dijo—, ¿podría preguntarte una cosa? Es que todo esto del sida… es nuevo para mí. Antes siempre estaba sano como un toro. Y un día, hace seis meses, me desperté tosiendo y, doce horas más tarde —chasqueó los dedos—, bum, estaba en el hospital. Y lo que me pregunto es qué se supone que tienes que pensar cuando pasa una cosa como esta. ¿Cómo la superas? ¿Qué haces?

Tosí. Me sentí como una Miss América a quien le piden que resuelva el hambre del mundo.

—Bueno, aquí en Los Ángeles hay un montón de servicios disponibles. Por ejemplo, si quieres, en el Proyecto Sida de Los Ángeles te buscan un cuidador que…

—Ah, sí, ya lo sé. Tengo un cuidador. Viene los martes y jueves.

—Vale, vamos a ver. Los de Masajistas por la Vida hacen masajes gratis. También hay una organización de dentistas que hacen limpiezas dentales. Ah, ¿tienes algún animal de compañía?

—No.

—Es que si lo tuvieras, los de PAWS te lo sacarían a pasear o se encargarían de él si tuvieras que ingresar en el hospital. ¿Qué más cosas hay? ¿Quieres redactar unas últimas disposiciones? Hay un grupo de abogados que lo hace gratis. Puedo conseguirte el número si estás…

Phil sacudió la cabeza.

—Para serte sincero, Jerry, no busco asociaciones. Busco una filosofía. Y me parece que en realidad eso no es algo que otra persona pueda darme, aunque siempre me gusta preguntarlo a los que conocéis el territorio mejor que yo. —Se echó para atrás en la silla—. Es que en mi caso todo ha sucedido tan rápido. Bueno, si me hubiera hecho la prueba…, supongo que esa es la única ventaja. Que tienes tiempo para prepararte. Pero entonces pensaba que no tenía sentido hacerme la prueba, total, para tener que vivir con malas noticias… Era el demonio conocido frente al demonio por conocer, sólo que yo elegí el demonio por conocer. Y, la verdad, nadie me dio nunca una razón decente para que me hiciera la prueba. Sí, claro, durante una temporada los periódicos te decían que un tratamiento temprano con AZT retardaba la aparición de los síntomas, pero yo nunca me lo creí, y ahora resulta que era un rollo. Así que no lo lamento. Sólo que… —Le falló la voz—. Supongo que, en el fondo de mi corazón, daba por supuesto que era negativo. Estaba convencido. Así que, cuando tuve la neumonía, fue una verdadera conmoción.

Desvió la mirada, no hacia la ventana, sino hacia el televisor, el cartel de Star Trek.

—¿Y cómo te sientes ahora?

—Peor de lo que parece.

—Tienes buen aspecto.

—Me han dicho que no durará mucho.

Hay verdades que no se discuten. Se aceptan y punto.

Por falta de algo mejor, recurrí al discurso de relaciones públicas de los Ángeles.

—Bueno, una comida nutritiva ayuda más de lo que te imaginas —dije—. Hoy hay filete de pollo frito con salsa de manzana, ensalada Cobb, pastel de queso con chocolate…

Phil se echó a reír de nuevo.

—No te preocupes —dijo—. Como de todo, menos pescado. —Jugueteó con la barba—. Y, si no te importa que te lo pregunte, ¿a qué se dedica el señor Jerry Roth, además de repartir comidas a tipos patéticos como yo?

—Bueno, supongo que soy escritor.

—¿Supones?

—No es que esté haciendo mucho últimamente. Antes escribía… no sé cómo describirlo. ¿Ensayo personal? Aunque ahora estoy trabajando, o tendría que estar trabajando, en un guión. Por cierto, vivo la mayor parte del tiempo en Nueva York. Sólo estoy aquí un par de meses. —Casi disculpándome, sonreí—. ¿Y tú?

—Oh, yo… He hecho un montón de cosas. En los últimos dos años tuve mi propio negocio. Carpintería. Me anunciaba en periódicos gays. Ahora todo se ha ido al carajo. —Se pasó la mano por encima del hombro para rascarse la nuca—. Así que ahora aquí me tienes, esperando sentado que chicos guapos como tú, Jerry, me traigan la comida.

Y volvió a sonreír: una sonrisa tan encantadora, tan radiante en sus promesas, que tuve que echarme a reír, retroceder. Una oleada agradable, casi erótica, me recorrió el cuerpo; una especie de brisa cálida de gratificación. Mientras tanto, Phil estiró los brazos. Durante un instante, se le subió la camiseta. Vi una franja de estómago velludo, con el ombligo más oscuro. Vaya, incluso ahora una fusión de sensaciones se apodera de mí al recordar el alzamiento de su polo, unas sensaciones tan embrolladas que separarlas equivaldría a intentar sacar los colores primarios de una muestra de gris: brillantes emociones básicas —eros y piedad, afecto y terror— enturbiadas en la avalancha borrosa de un momento vivido.

Me levanté. Dije que tenía que irme.

—La máquina de escribir me llama —bromeé.

—¿Todavía utilizas máquina de escribir?

—No, no. Utilizo un ordenador. Es sólo una imagen. —Tendí una mano—. Bueno, encantado de conocerte, Phil.

—Igualmente, Jerry —dijo Phil.

Y, colocándome una mano en la parte más baja de la espalda, me acompañó hasta la puerta.

—¿Volverás a hacer esta ruta?

—Puedo pedirla. Seguro que no les importa. Como te digo, les cuesta un poco asignarla. ¿Quién sabe? Podría quedarme con ella… de modo permanente. Aunque eso significaría perder el elemento sorpresa.

—Ah, eso no me importa perderlo —dijo Phil.

Y por el tono de voz sentí lo que quería decir: que, de un modo misterioso, yo había empezado a importarle.

Nos estrechamos la mano. Me marché. No miré atrás. En lugar de eso, presté atención al ruido de la puerta al cerrarse, pero la puerta no se cerró. Y qué sorprendente: incluso ahora mismo la siento, esa sensación de quemadura, como una zona de fiebre, donde Phil colocó la palma de la mano sobre mis riñones. La siento exactamente en ese sitio.

Una confesión ahora, antes de continuar: como Phil, nunca me he hecho la prueba. En realidad, mi rechazo a someterme a ella fue la principal razón por la que mi amigo actor me dejó plantado o, para decirlo como él lo dijo, que «eligiera poner término a nuestra relación en una etapa inicial». Visto ahora, no le echo la culpa a Trent. Al fin y al cabo, él había salido negativo dieciséis veces. En mí esperaba encontrar un compañero con quien emigrar a la arcadia de los salvados, un lugar que creo que imaginaba similar a esos lujosos complejos de apartamentos de Hollywood Norte, con vallas eléctricas, guardias jurados y placas de identificación. Diría que Trent gestionaba su vida de acuerdo con dos principios: una fe ingenua en la documentación y un terror tan sorprendente a la enfermedad que a veces se desviaba diez manzanas de su camino para no pasar por delante de un hospital. En otras palabras, era incapaz de vivir no sabiendo que era negativo. Yo, en cambio, era incapaz de vivir sabiendo que era positivo. La muerte era también miedo para mí, y en este sentido, a pesar de nuestras respuestas divergentes, Trent y yo teníamos algo en común. Como Phil había dicho, era el demonio conocido frente al demonio por conocer, sólo que en nuestra fijación por elegir entre demonios Trent y yo olvidamos una cosa: los ángeles también se aventuran entre nosotros.

Julian siempre había relacionado mi negativa a hacerme el análisis con lo que llamaba mi «problema temporal». Según Julian, yo vivía demasiado en el futuro. Siempre me estaba anticipando, hablando antes de pensar, esperando con tantas ganas el siguiente acontecimiento que me perdía el momento vivido en el momento en que sucedía. Le gustaba burlarse de mí por este motivo.

—Párate —decía—. No mires. ¿Quién está detrás de ti?

—¿Una mujer?

—¿De qué color lleva el abrigo?

—¿Rojo?

—¿Lo has visto o lo dices por decir?

Generalmente, lo decía por decir. No absorbía bien los detalles. Después de una fiesta, no recordaba los muebles que había visto. En cambio, Julian se fijaba en todos los movimientos, todos los detalles. Era capaz de recitar las combinaciones de colores como si fuera el Architectural Digest. Se fijaba en el mundo en que vivía, quizá demasiado. Su cabeza era un desván lleno de reliquias familiares que no se atrevía a tirar. La acumulación de trastos viejos le dejaba cada vez menos espacio a la identidad y lo lanzaba en brazos del pánico.

Yo, en cambio, era un ciego selectivo. Sólo me fijaba en las cosas relacionadas con lo que venía a continuación. Era incapaz de soportar esa vida examinada a la que Julian intentaba llevarme —Julian, que sobreexaminaba, si es que eso es posible, su propia vida—, porque examinar mi vida habría sido examinar la aterradora inexorabilidad de la muerte. Una verdad que Julian, con su violento final, trajo a casa con una intensidad que no imaginaba posible.

La prueba del VIH agravó el conflicto. El problema en mi caso era la naturaleza acordeonesca de la percepción del tiempo. La felicidad reducía un mes a un segundo. El miedo alargaba una semana hasta un año luz. No era capaz de soportar la perspectiva de esperar los resultados del análisis más de lo que era capaz de soportar la perspectiva de esperar la enfermedad. Mejor el demonio desconocido, resolví, la vida no examinada.

Por supuesto, la doctora Delia habría dado un giro diferente a las cosas. La doctora Delia habría dicho que me resistía a someterme al análisis porque en el fondo no quería que mi historia con Trent funcionara. Teoría a la que sólo puedo responder: Bueno, puede que sí. Es posible que albergara algún impulso masoquista de sabotear mi felicidad erótica o negar la irrevocabilidad de la partida de Julian. Y, sin embargo, no puedo hacer caso omiso del hecho de que lo que Trent quería no era sólo que yo me hiciera un análisis; de haber dado positivo, también me habría dejado plantado.

A decir verdad, fue la doctora Delia la que me condujo en realidad a los Ángeles. Una tarde, a las pocas semanas de llegar a Los Ángeles, conducía sin rumbo, escuchando su programa, cuando con grandes muestras de autosatisfacción anunció que no hacía mucho había pasado una mañana repartiendo comidas. A continuación explicó quiénes eran los Ángeles, cómo trabajaban, lo maravillosa que había resultado la experiencia de hacer de repartidora para ellos y conocer a sus clientes, que mostraban semejante estoicismo frente a la adversidad.

—La verdad es que me hace reflexionar sobre vosotros —les dijo a sus oyentes—. Me llamáis, gañís como una camada de perritos, cuando en realidad tenéis la suerte de gozar del don de la vida. Y me encuentro con esas personas, que de verdad tienen problemas, ¿y acaso se quejan? ¿Protestan? En absoluto. Pensad en ello la próxima vez que tengáis ganas de llamar.

Bueno, no sé a cuento de qué iba aquel pequeño sermón, pero a la mañana siguiente fui directo a la sede de los Ángeles. Wayne y los Keith se mostraron encantados aunque un tanto sorprendidos ante mi entrada sin resuello, mi deshilvanado:

—Hola, quiero repartir para vosotros.

En cuestión de minutos estaba empaquetando almuerzos y en cuestión de otros minutos más subía por el bulevar Beverly Glen en dirección a la casa de Robert Franklin. ¿Se habría enorgullecido de mí la doctora Delia? ¿Se habría enorgullecido Julian? No lo sabía.

De todos modos, volvamos a Phil: a la mañana siguiente, le pregunté al segundo de los Keith si podía quedarme de modo semipermanente con la ruta de Olympic Sur. Accedió de buen grado, contento de sacarse de encima un barrio difícil. A continuación, me fui a meter la comida en bolsas. En la cocina se había armado un pequeño jaleo. Al parecer, una joven actriz, la estrella de una serie de televisión sobre unas universitarias que compartían piso, había venido a repartir aquella mañana, acompañada como quien no quiere la cosa de un periodista de Entertainment Tonight.

—¡Hacer esto me reconforta! —le estaba explicando la actriz al periodista—. Ayudar a toda esta gente me hace sentirme bien.

Tras lo cual, el equipo de cámaras la filmó sonriendo mientras clasificaba comidas, sonriendo mientras las metía en bolsas, sonriendo mientras charlaba con Sunny Duvall, la jefa oficiosa de los Ángeles. (Algunos la llamaban «arcángel»).

Intenté no hacer caso de todo aquello. Me resultaba evidente que cuanto motivaba las tontas risas de aquella joven criatura no era tanto la alegría de hacer buenas obras como el conocimiento de que sólo por medio de la exposición continuada ante las cámaras lograría conservar su incipiente fama. No era ninguna sorpresa: en Hollywood los actos de generosidad suelen tener márgenes de beneficio. Aunque, si alguno de los otros Ángeles sintió lo mismo que yo, no lo demostró. En realidad, no sólo no mostraron disgusto cuando el equipo de cámaras los echó de la cocina o les pidió que limpiaran la mesa cuando la actriz metía la comida en bolsas, sino que se amoldaron de buena gana a aquellas exigencias. La activa atmósfera de altruismo se convirtió en otro plató más. Los Ángeles, que en su mayor parte eran actores sin trabajo, cedieron a la orgía de amiguismo mutuo que el agente de la actriz sin duda había propuesto a Sunny algunos días atrás, señalándole en qué medida una aparición en Entertainment Tonight los beneficiaría también a ellos. En el montaje, según supe más tarde, también participaban los clientes, que se disputaban la posibilidad de formar parte de las rutas «representativas» que Sunny elaboraba cada vez que una celebridad se acercaba a repartir.

Ni que decir tiene que rara era la celebridad que repartía cuando las cámaras no estaban rodando.

Me encontraba cargando los almuerzos en las cajas que utilizaba para llevarlos al coche cuando sonó un pequeño timbre que indicaba que estaba a punto de empezar el corro de oraciones. Por lo general, intentaba no estar cuando empezaba el corro de oraciones; sin embargo, aquel día el revuelo que envolvía a la actriz me había hecho ir más despacio.

La conversación se fue apagando. Muy diligentemente, todos los Ángeles salvo yo dejaron lo que estaban haciendo y se dirigieron al centro de la rectoría. Se dieron las manos. A continuación Sunny Duvall pronunció su inocua bendición: «Dios Señor nuestro, tú que eres todo amor, bendice estos alimentos», etcétera. A un lado tenía a la actriz y al otro al periodista de Entertainment Tonight. Las cámaras viraron bruscamente para sacar un primer plano de la cara de la muchacha.

—¿Alguien tiene algo que compartir? —preguntó Sunny.

—Me gustaría pedir un momento de silencio por Tommy, de Normandie con la calle 6, que murió ayer —dijo una mujer con el cabello azul.

—Mantengamos un momento de silencio por Tommy —entonó Sunny.

Silencio.

—¿Alguna otra cosa?

—Me gustaría ofrecer un aplauso para Leah, que acaba de unirse a nuestro equipo de cocina —dijo el segundo de los Keith.

—¡Un aplauso para Leah! —dijo Sunny.

Aplauso.

—¿Alguna otra cosa?

—¡Yo sólo quiero deciros lo formidables que sois todos! —intervino la actriz.

—¡Un aplauso para nosotros!

Más aplausos. El corro se deshizo. Durante unos cinco minutos todo el mundo se dedicó a besarse indistintamente. Luego todos volvimos a las bolsas.

Justo cuando estaba a punto de irme, Sunny se me acercó. No nos habían presentado de modo formal. Sunny era también actriz. Una década antes había ganado una fortuna haciendo una serie de anuncios interpretando nada más y nada menos que a la Madre Naturaleza; en realidad, quedó tan identificada con ese papel que, de resultas de ello, su carrera se vio en gran medida arruinada. En aquel momento, vivía de los derechos de redifusión, así como de apariciones ocasionales en centros comerciales.

—Hola, Jerry, soy Sunny —me dijo, ofreciéndome la mano—. Quería darte las gracias por tu ayuda. Wayne me ha dicho que llevas ya un mes repartiendo todos los días. Es estupendo.

—Es un placer —dije.

—De todos modos, he notado que no te has unido a nuestro corro de oraciones. ¿Por qué? ¿Tienes algún problema con las oraciones?

Alcé la mirada. Ella sonreía. Su dentadura de Madre Naturaleza relumbró casi cegadoramente.

—Es que no es lo mío. —Y añadí a modo de explicación—: Soy de Nueva York.

Como si la estuvieran apuntando, Sunny levantó las manos.

—No te vayas a creer que te estoy presionando. En absoluto. Sólo quería sugerirte que lo pruebes. ¿Quién sabe? A lo mejor te hace sentirte bien. Bueno, gracias otra vez.

Y, tras besarme la frente, se alejó entre la multitud.

Me metí en el coche y conduje en dirección sur, hacia Olympic. Como ya conocía el territorio, hice mis entregas más rápidamente que el día anterior. A la una bajaba por la calle Saturn, escuchando a la doctora Delia charlar con Gwyn de Calabasas.

—Hola, doctora —dijo Gwyn—. Mi problema es el siguiente. Estoy divorciada, tengo cuarenta y nueve años y me he enamorado de un chico más joven.

—¿Cuánto es más joven?

—Veintitrés años.

—Vaya, eso sí que es más joven.

—Sí. Y el problema es que lo he conocido porque, bueno, salía con mi hija. Bueno, nada serio. El caso es que nos enamoramos y ahora mi hija no me dirige la palabra.

—¿Y te sorprende?

—¿Cómo?

—¿Y te sorprende que no te dirija la palabra?

—Bueno, la verdad es que sí.

—¿Por qué?

—Es mi hija. Siempre habíamos estado muy unidas.

—¿Consideras que has sido una buena madre, Gwyn?

—Sí.

—¿Una buena madre humilla a su hija largándose con un tipo al que le dobla en edad y que resulta que es su novio?

—Bueno, no estoy segura.

—Piénsalo. Y de paso mira la palabra «furcia» en el diccionario.

La doctora Delia puso un anuncio.

Aparqué delante del edificio de Phil. Volvía a sobrarme un almuerzo. Había vuelto a fallar el mismo tipo que no estaba en su casa el día anterior. Preocupado por el hecho de que pudiera haber muerto o estuviera en el hospital, pensé que debía llamar a la sede para que Wayne o uno de los Keith investigara. Aunque, para mí —debo ser franco—, aquel individuo sólo era un nombre en una hoja de cliente, un interfono que no contestaba. No contaba. No era Phil.

La puerta estaba abierta porque unos chicos estaban patinando alrededor de la piscina, de modo que no tuve que llamar al interfono. Subí las escaleras y golpeé la puerta de Phil.

—Sorpresa —dije cuando respondió.

—Hola.

Phil parecía de peor humor, más enfadado, que el día anterior. ¿Lo había despertado?

—Bueno, he pedido que me asignen esta ruta —dije, entregándole los almuerzos.

—Qué bien. —Phil se rascó la cabeza—. Perdona si parezco en las nubes. Estaba viendo un vídeo. ¿Quieres entrar?

—Oh, no te preocupes…

—Pasa, pasa…

Y me invitó a su apartamento. Las cortinas estaban corridas, con lo que daba la impresión de que a la sala le faltaba aire. En el televisor, la programación de la tarde se deslizaba sobre un fondo azul brillante. La luces relucían en el reproductor de vídeo. ¿Lo había interrumpido en medio de un vídeo porno?, me pregunté, y ese temor me hizo sonrojarme: al fin y al cabo, lo último que quería era incomodarlo. Sin embargo, Phil no parecía en absoluto incómodo, sólo cansado.

—Oye, ¿te sirvo algo? —preguntó, subiendo una persiana mientras se protegía los ojos contra la invasora luz del día—. Perdona la oscuridad. Uno de los remedios que tomo…, no me acuerdo de cuál…, me hace ser fotosensible.

—No pasa nada. Por mí no te preocupes. Sigue con lo que estabas haciendo y… ya volveré mañana, ¿de acuerdo?

—¿Eh? Si no estaba haciendo nada… Ah, ¿te refieres a eso? —Hizo un gesto impreciso en dirección al televisor—. Es sólo un episodio antiguo de Stark Trek que ya he visto mil veces.

—¿Cuál?

—«¿No existe en verdad la belleza?».

—Ah, con Diana Muldaur. Cuando iba al instituto siempre veía Star Trek.

—Yo también. Ahora tengo toda la serie en vídeo. No es que sea un trekker ni nada parecido. Quiero decir que no voy a los congresos ni leo esas revistas en las que a Spock le da un ataque de calentura vulcànica en un planeta desierto y Kirk tiene que dejarle que le dé por culo para que no muera. Lo que me gusta es la serie. —Sonrió un tanto tímidamente—. Oye, si estás otra vez al final de tu ruta, ¿te quieres quedar a verlo conmigo? Podemos comer juntos. Al fin y al cabo, sobra un almuerzo.

—Oh, no puedo hacer eso.

—¿Por qué no?

Eso, ¿por qué no? Ninguna regla de la guía del repartidor me prohibía comer con los clientes. Y, sin embargo, en todas las semanas que llevaba repartiendo para los Ángeles, nunca lo había hecho, ni se me había pedido que lo hiciera. Ni tampoco había probado uno solo de los almuerzos, ni siquiera cuando sobraban. Otros lo hacían. En la rectoría, los voluntarios siempre estaban metiendo cucharas en las ollas, chupando batidoras. Yo, en cambio, arrugaba la nariz cuando metía la comida en bolsas.

Trasplantaba a esas comidas irreprochables el amargo olor de las bandejas de hospital. Sabía para quiénes las cocinaban.

De todos modos, no me atreví a explicarle eso a Phil.

—La verdad es que no tengo hambre —dije—; pero lo que sí puedo hacer es sentarme y acompañarte mientras comes.

—Te voy a poner la comida en una bandeja y, si quieres, la comes, ¿vale? —Se dirigió a la cocina a abrir las bolsas—. Vamos a ver qué tenemos aquí.

—Pollo asado con salvia y pastel de lima Key —dije, sentándome en el sofá.

—Estupendo.

Phil puso sobre la mesa de centro cuchillos, tenedores y servilletas, regresó a la cocina, sacó el pollo y el relleno de sus envases de plástico y los colocó en platos blancos desportillados.

—Bueno, que aproveche —dijo, sentándose a mi lado—. A comer.

Buon appetito.

Cogió el mando a distancia del televisor. Recordaba sólo vagamente aquel episodio de Star Trek, que trataba de una criatura que tenía algunos de los pensamientos más sublimes del universo, pero cuya apariencia física era tan horrorosa que ningún humano era capaz de contemplarla sin enloquecer. Naturalmente, la criatura era un medusano.

Vi que ninguno de los dos tocó la comida: yo, por las razones ya esbozadas; Phil, como supe más tarde, porque el Bactrin le daba náuseas. En lugar de comer, contemplamos el episodio de Star Trek, que era aún más extraño de lo que recordaba. El medusano resultó ser no sólo horroroso, sino «horrorosamente amorfo». Era «mostrado» de forma intermitente: un repiqueteo de chispas y ruidos de interferencias, mezclado con psicodélicos borboteos de color. En cuanto a Diana Muldaur, interpretaba a una psicóloga telépata de la era espacial a quien se consideraba superevolucionada, puesto que era capaz de mirar directamente al medusano sin volverse loca. Sin embargo, resultaba que podía hacerlo no porque fuera superevolucionada, sino porque era ciega.

¡Ciega! Eso era lo que me había fascinado de aquel episodio: no la trama, que no se sostenía; no, algo en la idea de la sofisticación psíquica utilizada como fachada, una conveniente artimaña mediante la cual una persona enmascaraba y al mismo tiempo sacaba provecho de una desventaja… Julian lo habría encontrado interesante. Su teoría era que, para la inmensa mayoría de los artistas, el estilo existía como táctica para ocultar o eludir una limitación, una derrota: para distraer la mirada del lector de una rima desmañada, el oído del oyente de una nota omitida. Una teoría que, en mi caso, tenía gran validez.

El episodio se encaminó hacia su poco sorprendente conclusión. En los últimos minutos, Mr. Spock estableció una fusión mental con el medusano durante la cual la criatura dijo algo (por medio de Spock, por supuesto) que nunca he olvidado.

—¡Pero, sobre todo, la soledad! —dijo el medusano—. Vivís vuestra vida en esa carcasa de carne, independiente, separada. Qué solos estáis. Qué terriblemente solos.

Cuando acabó la cinta, Phil apagó el vídeo. Durante unos instantes permanecimos sentados en aquella oscuridad a la que mis ojos empezaron a acostumbrarse, contemplando el brillo gris de la pantalla que se enfriaba. Phil llevaba los mismos pantalones cortos y el mismo polo que el día anterior. Había destellos en su barba. Los pantalones perfilaban con claridad sus genitales. Y, sin embargo, habría sido incapaz de afirmar si iba vestido de ese modo para excitar o por la misma razón por la que los niños enfermos llevan pijama todo el día: porque la suavidad del algodón calma la piel irritada.

De haberlo encontrado en el Circus of Books, pensé, habría sido diferente; de haberlo encontrado en cualquier lugar; de no haber sabido que estaba enfermo. Y no se lo habría preguntado. No era, como Trent, de esos que necesitaban preguntar. Habría aceptado a Phil de buena fe. Demonios, lo habría aceptado como él hubiera querido.

Al final me levanté.

—Este episodio era bueno —dije.

Phil no estuvo de acuerdo.

—La trama tenía un montón de agujeros. Pero siempre me ha gustado Diana Muldaur. Salía en otro episodio…, no me acuerdo del título…, donde los cuerpos de ella y Kirk alojaban cerebros descorporizados. Y, por supuesto, la doctora Pulaski de La nueva generación.

—¿No se caía también por la caja de un ascensor en La ley de Los Ángeles?

—Sí, señor —me sonrió—. Oye, espero que no te importe que no te acompañe a la puerta. En este momento no me encuentro demasiado bien.

—¿Puedo ayudarte en algo?

—Creo que voy a ponerme a dormir. Hay días buenos y días malos, ¿sabes?

—¿Te hace falta leche? Si quieres voy al supermercado. ¿Necesitas alguna receta? Si quieres…

—Estoy bien —repitió Phil con paciencia—. De todas maneras, Justin, mi cuidador…, él se encarga de todo por mí.

—Ah, tu acompañante.

—Sí.

—Martes y jueves.

—Eso. De todos modos, muchas gracias por ofrecerte.

Me encogí de hombros,

—De acuerdo. Bueno, hasta mañana.

—Hasta mañana.

Me hizo un gesto de despedida con el mando a distancia.

Mientras salía oí que el televisor se ponía de nuevo en marcha.

Ahora, una palabras sobre el cuidador: sería un mentiroso si no admitiera que, incluso en aquella etapa temprana de mi amistad con Phil, el conocimiento de su presencia hacía que me sintiera celoso. Se trataba, por supuesto, de una reacción irracional. Al fin y al cabo, no estaba en posición de reivindicar a Phil o de negarle el derecho a cuanta ayuda pudiera conseguir. Y, sin embargo, el modo en que se me hacía recurrente el nombre del cuidador tenía algo que me ponía nervioso. En realidad, su nombre tenía algo que me ponía nervioso: Justin. Sonaba a muesli y buena dentadura. Tobillos bronceados. Náuticos sin calcetines.

En mi imaginación, el cuidador se convertía en una némesis: atractivo, joven, en mejor forma física que yo; la clase de individuo que nunca se dejaría caer por el Circus of Books, no hablaría por líneas eróticas ni le haría ascos a una comida de los Ángeles. Si fuera escritor, decidí, seguramente sería de esos que trabajaban de modo diligente, se levantaban a las siete todas las mañanas y tenían tiempo para hacer el café y sacar el perro a pasear. Seguramente utilizaba el hilo dental con regularidad. Seguramente tenía un Lexus y, cuando conducía, escuchaba a Scarlatti, no a la doctora Delia.

Mientras tanto, en el mundo, empecé a almorzar con Phil todos los días. A veces incluso le llevaba cosas ricas para comer, caramelos de fruta y galletas integrales de higo, para complementar las comidas ordinarias. Aquello contravenía por completo las normas, como supe más tarde. En una ciudad como Los Ángeles, que es feliz entre pleitos, lo último que deseaban los Ángeles era que los consideraran responsables de envenenamiento. Sin embargo, sabía que Phil nunca me delataría. Le gustaban demasiado las galletas de higo orgánico, y le gustaba yo. No tardamos en actuar en abierta connivencia desafiando a nuestros supervisores, con el resultado de que nuestra amistad se despojó del protocolo voluntario-cliente. La formalidad se desplazó a un segundo plano. Se sobreentendía que aunque dejara de repartir comidas, no dejaría de repartir las comidas de Phil.

En esa época no tenía muchos amigos en Los Ángeles. Cierto, tenía muchos conocidos: algunos primos cuyo número de teléfono me había dado mi madre, mis jefes de la productora, los hombres con los que había concertado citas a través de las líneas eróticas. Sin embargo, con ninguna de esas personas disfrutaba de la fácil y abierta intimidad que compartía con Phil. No es que hiciéramos gran cosa juntos. Por lo general, sólo veíamos vídeos; o hablábamos; o nos sentábamos juntos en el sofá y no decíamos nada, mientras al otro lado de las persianas bajadas los niños se zambullían en la piscina. Esa forma particular de no hablar fue para mí una experiencia nueva, puesto que en el pasado siempre había rehuido el silencio; en realidad, mi relación con Julian puede describirse como una conversación de nueve años regida por el miedo, como si dejar de hablar hubiera significado dejar de vivir. Sin embargo, de Phil aprendí que esas parejas que Julian y yo siempre habíamos compadecido en los restaurantes, esas que no cruzaban palabra, quizá fueran más felices que nosotros, quizá no hablaran no porque su matrimonio hubiera desembocado en el estancamiento y la aridez, sino porque habían alcanzado ese nivel de comodidad y confianza mutua que soslayaba la necesidad de parlotear. O, para invertir aquella famosa consigna de act up, el silencio no necesariamente = muerte: a veces = vida. De todos modos, son pocas las personas que parecen saberlo.

Un día, cuando llegué con la comida me preguntó bastante tímidamente si podía hacerle un favor. Aquella tarde tenía su chequeo semanal en una clínica cercana especializada en sida. Justin solía llevarlo, pero había tenido un pequeño accidente con el coche en la 101.

—¿Y quieres que te lleve yo? —pregunté, un poco sorprendido, a decir verdad.

—Bueno, si es un problema, no te preocupes —dijo Phil—. Puedo coger el autobús.

—No, no, claro que no es ningún problema. Me encantaría. Me…

No dije que estaba entusiasmado, para no sonar como una actriz incómoda con su propia virtud. Y, sin embargo, el corazón se me disparó, me empezó a hervir la sangre. Me muero de vergüenza al admitirlo, pero la perspectiva de llevar a Phil a su chequeo me excitaba.

Se dirigió al dormitorio; no cerró la puerta. Por el rabillo del ojo lo vi cómo se quitaba el polo y los pantalones, se sacó los calzoncillos, se plantó desnudo delante de la cómoda rebuscando entre calzoncillos, camisetas y calcetines blancos. Y pensé: Si fuera otra persona, en cualquier otro lugar, esto habría sido exhibicionismo; habría sido seducción. Y, sin embargo, con Phil uno nunca estaba seguro. Era posible que diera el espectáculo; pero también era posible que su disposición a desnudarse delante de mí surgiera de una absoluta inconsciencia del efecto sexual: la falta de pudor nada erótica de los vestuarios.

Me di la vuelta, fingí no mirar mientras se ponía unos calzoncillos azules descoloridos, una camiseta con cuello triangular, unos vaqueros, unas zapatillas deportivas y una camisa de rayón estampada con buganvillas: una camisa verdaderamente espantosa, pensé al principio, hasta que me di cuenta de que el vello de su pecho se desparramaba por el cuello con la misma exuberancia que la buganvilla. Phil tenía tanto vello que habría habido que rebuscar los pezones.

—Muy bien —dijo, entrando en la sala—. Estoy listo.

—Vamos.

Salimos al exterior.

—Qué calor hace.

—¿Te has puesto la protección?

—Se me ha olvidado. ¡Vaya, el sol me deslumbra!

Entrecerrando los ojos a causa de la luz, se palpó los bolsillos en busca de las gafas de sol.

Abrí la puerta del pasajero.

—Bonito coche —dijo mientras entraba—. ¿Qué marca es, un Pontiac?

—Me parece que sí.

—¿Te parece?

—No entiendo mucho de coches.

Phil se echó a reír.

—Eres un caso, Jerry. Eres la única persona que conozco que no sabe qué coche tiene.

—¡Eh, que es de alquiler! En Nueva York nadie tiene coche. Hay que pagar demasiados impuestos.

Arranqué. En el acto, la potente voz de la doctora Delia tronó por los altavoces.

—Y de este modo enviamos a nuestros niños el mensaje de que está bien tener comportamientos inadecuados…

La apagué mientras abandonábamos la calle Saturn.

—Antes tenía un jeep Cherokee como ese —mencionó Phil—. Azul cobalto. A los seis meses de tenerlo me puse malo.

—¿Lo vendiste?

Asintió.

—¿Por qué?

—¿Por qué? —Phil me miró con incredulidad—. Pues porque no tenía dinero, por eso.

—Lo siento. No…, claro, por qué, si no, ibas a venderlo. Tengo esta mala costumbre… Hablo antes de pensar.

—No tienes que disculparte. En fin, sí, tuve que venderlo, es que, cuando contraje la neumonía, no tenía seguro de enfermedad, sólo seguro de vida. Y de pronto tuve que hacer frente a, no sé, algo así como cincuenta mil dólares en gastos médicos. Primero fui a una de esas compañías en donde puedes cobrar el seguro de vida si tienes una enfermedad terminal. Pero sólo me dieron la mitad de lo que valía la póliza. Así que tuve que negociar un plan de pago con el hospital. Entonces, cuando todo parecía solucionado y estaba a punto de conseguir todo el dinero, una loca de Pacific Palisades a quien le había arreglado la cocina va y me pone una demanda. El fregadero perdía agua. Bueno, no sé si has tenido mucha experiencia con abogados, pero te sueltan los Dobermans el doble de rápido que cualquier vendedor de coches. Así que tuve que despedirme de mi precioso coche.

Su voz se apagó.

—Vaya mierda, Phil —dije.

—Bueno, no está tan mal. En caso de necesidad, siempre puedo tomar el autobús. —Bajó la ventana con la manivela—. De todos modos, no hay nada como recorrer La Ciénaga en un día de calor, ¿verdad, Jerry? Escuchando lo que dicen por la radio. Si tienes hambre, te puedes parar en el Beef Bowl, o comerte un perrito caliente en el Hot Dog. ¿Has estado alguna vez en el Hot Dog? «Donde veintidós centímetros siempre son el promedio». Ese es su lema.

—Iré esta tarde.

Phil se quedó callado. Pareció caer en uno de esos cómodos silencios de los que yo tanto había desconfiado en el pasado. Lo miré: el codo sacado por la ventanilla, el cuello de la camisa hinchado por el viento. Y pensé: El movimiento es realmente su medio. Realmente su sitio está detrás del volante de un Cherokee azul cobalto, bebiendo una Coca-Cola de un gran vaso con tapa de plástico, conduciendo hacia… ¿dónde? ¿Ventura? ¿Lompoc? Algunos de esos lugares intermedios que nunca han tenido categoría de punto de destino.

Y en ese momento pasamos por delante de un café sacado de la serie Los supersónicos, una muestra de arquitectura de la guerra fría que sorprendía en virtud de su propia incongruencia: la fantasía que el pasado tuvo del futuro, una fantasía envejecida. El café tenía alerones y elevaciones. Tenía un logotipo aerodinámico que parecía el emblema que lleva el capitán Kirk en el pecho. Se llamaba Ships; bajo el nombre, las palabras

NO

CERRAMOS

NUNCA

se reducían hasta la nada.

—¿Has comido alguna vez aquí?

—¿En Ships? Claro. Recuerdo que cuando llegué a esta ciudad desde San Francisco (de eso hace ya años), viniendo del aeropuerto pasamos por delante e hice que George se parara. George era mi novio en aquella época.

Todas las mesas tenían tostadora, lo cual en aquel tiempo me pareció que era el colmo de lo moderno. Debía de tener veinte o veintidós años.

—Podríamos ir a comer un día. El domingo, tal vez.

Los Ángeles no tenían reparto los fines de semana.

Sin embargo, la única reacción de Phil fue encogerse de hombros.

—El sitio es ahora un poco deprimente. La mayoría de los clientes son hombres mayores. Las camareras son viejas. Tienen incluso un pequeño descargo de responsabilidad en la carta, para la gente a quien le gusta la comida picante que hacen. Dice: «Somos cocineros de sal y pimienta». Siempre me ha dado mucha pena: «Somos cocineros de sal y pimienta».

—¿Crees que es una coincidencia que Ships esté tan cerca de la calle Saturn?

—Es una buena pregunta. Si quieres que te diga la verdad, no lo he pensado nunca. A lo mejor sí. Bueno, Los Ángeles, en los cincuenta, estaba muy colgada de la idea de que era el futuro. Ahora todo ese rollo de la tierra del futuro se ha convertido en nostalgia. Ya sabes a qué me refiero. Y recitó: «El ama de casa del futuro no tendrá que estropearse las manos fregando platos. Los robots se encargarán de todas las tareas rutinarias y permitirán disponer de una cantidad de tiempo libre para las actividades placenteras».

—Los coches son una cosa del pasado. El ejecutivo del futuro acude al trabajo en hipervehículo personal.

—Los monorraíles de propulsión nuclear han acabado con la contaminación.

—Las ciudades subterráneas permiten que la superficie de la tierra se convierta en un inmenso parque para disfrute de todos.

—¿Vacaciones? «¿Adónde iremos este año, cariño? ¿A Venus?». «Pero, Jim, ¡si ya fuimos a Venus el año pasado!». «¡Yo quiero ir a Marte!». «¡Cállate, Junior! ¡Ya te he dicho que Marte es muy caro!». «Pero, cariño, acabo de leer en el periódico que United tiene una tarifa familiar especial para Marte, ¡sólo tres mil unidades de cuenta!». «¡Hurra! ¡Al final Junior sí que podrá ir a Marte!».

Phil se detuvo. Lo miré, sorprendido.

—¿Te lo has inventado?

—Vete a saber de dónde era. Algo metido en los bancos de la memoria. Otra frase así era: «Atención, tripulación preparada para inversión de polaridad». ¿Has visto…?

La monstruosa fachada del hospital lo interrumpió. Todo el campo de visión quedó ocupado por ella. Nos sacó del espacio, sujetó nuestros cuerpos a la tierra; exigía obediencia, sacrificio.

Aparqué en el inmenso garaje. Nos desabrochamos los cinturones de seguridad, salimos del coche al fresco aire de la sombra. Entramos en el ascensor, subimos un piso tras otro hasta la clínica especializada en sida, que resultó ser un lugar tan agresivamente alegre como la cocina de los Ángeles, con las paredes tapizadas de carteles de sexo seguro, carteles de hombres y mujeres de ojos brillantes declarando su seropositividad y fotos firmadas de celebridades menores que habían visitado el lugar, dejando detrás de ellas aquellas reliquias para que nadie olvidara que habían hecho una buena obra.

Nos sentamos a esperar. Frente a nosotros un hombre vestido con chándal leía Highlights for Children. Una mujer sentada junto a él sostenía Arizona Highways. Phil hojeó un número atrasado de Smithsonian.

Me acordé de cuando era niño y me sentaba en las salas de espera de los dentistas, revolviendo pilas de números atrasados de Highlights for Children. Siempre buscaba la columna de «Goofus y Gallant», donde el comportamiento de un niño bueno se contrastaba con el de su primo no tan bien educado: «Gallant se ofrece a ayudar a su madre a retirar los platos». «Goofus se levanta de la mesa sin dar las gracias».

¿Cuál habría sido un equivalente moderno? «Gallant pregunta: “¿Te hago daño?”». «Goofus dice: “Te voy a dejar el culo como un bebedero de patos, maricón.”».

Ni que decir tiene que en Goofus había algo que siempre me atraía.

Una enfermera sin uniforme apareció del otro lado de unas puertas de batiente.

—Hola, jovencito —dijo la enfermera tocándole a Phil el hombro—. ¿Y dónde está hoy Justin?

—Ha tenido un pequeño accidente con el coche. Por cierto, este es Jerry. Jerry, Lamar.

—Encantada de conocerte, Jerry. —Lamar me ofreció su larga mano morena para que se la estrechara—. Eres muy amable por acompañar a nuestro amigo Phil.

—Es un placer.

—Bueno, espero que disfrutes de nuestra magnífica selección de revistas. Mientras tanto, Phil, Paula te está esperando.

—Vale.

Phil se puso de pie y siguió a Lamar hacia las siniestras puertas de batiente.

—Hasta luego —dijo Lamar.

—Hasta luego —dije.

—Ah, por cierto, Phil, dile a Justin que si todavía no ha vendido el Soloflex, conozco a alguien a quien le puede interesar…

Desaparecieron. Me eché para atrás en el asiento. Me acordé de todas las salas de espera en las que me había consumido durante la infancia: sobre todo, la sala de espera del doctor Craig, nuestro médico de cabecera, donde leía «Goofus y Gallant» mientras mi madre tejía y, en una esquina, un pez nadaba de un lado a otro del acuario, giraba de una sacudida y regresaba. En aquel acuario había un escafandrista y un cofre del tesoro abierto del que salían burbujas de aire. Seguramente porque me daban miedo las inyecciones, incluso la más rutinaria visita al doctor Craig provocaba en mí aquella mezcla de miedo y aburrimiento contra la cual no servía de antídoto ninguna cantidad de acuarios ni de columnas de «Goofus y Gallant». Miedo y aburrimiento: es el olor de las salas de espera. Incluso en aquel momento, siendo el amigo acompañante, seguía oliéndolo.

Por supuesto, en aquella época era peor. Las enfermeras iban de blanco. Pensándolo bien, las enfermeras eran blancas… y no había enfermeros. En aquellos primeros tiempos de mayor rigidez de la profesión médica, los primeros pacientes tuvieron que soportar muchas más cosas además de la enfermedad: tuvieron que soportar el pánico, la cuarentena, no volver a ver a un ser humano que no estuviera envuelto en mascarillas, botines y guantes de goma. La gente de la generación anterior a la mía recordaba dónde estaba cuando mataron a Kennedy: yo recordaba la primera vez que había oído hablar de la enfermedad. Fue esperando el autobús que me llevaría a la universidad. Compré un periódico. «Cáncer misterioso ataca a gays en Nueva York», decía el titular; unas noches más tarde, la noticia apareció en el telediario. Al parecer, era un cáncer que sólo tenían las locas. Las mariconas. «No sé cómo lo he cogido —contó al periodista una afligida mariquita con llagas púrpura—. Sé que lo tengo, pero no sé cómo lo he cogido».

Habían pasado los años desde entonces. El miedo ya no era tanto a lo desconocido como a lo abiertamente conocido: la dolorosa muerte presenciada un centenar, un millar de veces, como si su fin fuera la preparación, igual que aquellas películas sobre la pubertad que nos habían pasado en el instituto. Sí, se hicieron todos los esfuerzos para suavizar las cosas. Los médicos pasaron a tener nombres propios. Las clínicas, incluso las residencias para enfermos terminales, pasaron a tener una atmósfera tonificante: tan diferente de aquella época en que las enfermeras llevaban cofias papirofléxicas, rozando la mistificación con su almidonado simbolismo de pliegues.

Un pequeño revuelo en la sala de espera me sacó de mis meditaciones.

—¡Puedo hacerlo solo! —estaba diciendo una voz familiar.

A la que le respondía pacientemente la voz de la paciencia:

—Déjame que te ayude a sentarte…

—¡Que puedo hacerlo solo, digo!

Alcé la vista. ¡Claro! Era Robert Franklin, vestido, aunque seguía acarreando el tozudo suero, calzado con las zapatillas deportivas naranja. El hombre del chándal desvió la mirada. La mujer que leía Arizona Highways desvió la mirada. No podían evitarlo… y, peor, Robert vio que no podían evitarlo.

—Eso es, damas y caballeros, colóquense la venda en los ojos. Metan la cabeza dentro de una bolsa. Hombre prevenido vale por dos. ¡Digo que puedo hacerlo solo!

Bueno, acaso no exista en verdad la belleza, es probable que en verdad seamos telépatas ciegos haciendo que el mundo crea que la ceguera es visión. No sé. Sólo sé que en aquel momento mi cuerpo me resultó demasiado pequeño.

Me acordé del medusano; deseé, de algún modo, ser capaz de introducir sus palabras en las regiones funcionales del doliente cerebro de Robert.

Qué solos que estamos. Qué terriblemente solos.

La línea temporal de la vida de Phil empezó a marcarse en mí. Descubrí que había crecido en las afueras de Boulder. Su padre trabajaba en el ejército del aire. De él había heredado el gusto por la ciencia ficción. Sin embargo, el coronel Pete Featherstone murió antes de que el niño llegara a la pubertad y dejó tras él a una airada viuda y un exceso de hijas. Phil esperó educadamente hasta cumplir los dieciocho años y luego se marchó. Compró un billete de autobús para la meca de cualquier chico gay, San Francisco. Conoció a Stan. Stan tenía cuarenta y siete años y poseía una granja cerca del río Russian. Invitó a Phil a vivir con él. Sin embargo, las cosas no funcionaron y, al cabo de unos meses, Phil volvió a San Francisco. Conoció a George. George rozaba la treintena. Se fueron juntos a Los Ángeles. Después rompieron. Durante un tiempo hizo «esto y lo otro»; hizo de camarero, detrás de la barra y sirviendo mesas, trabajó en tiendas de vídeos, incluso se sacó el título de masajista, «el oficial», se apresuró a añadir. En los últimos tiempos, había hecho de preparador personal y estaba consiguiendo sacar adelante su negocio de carpintería cuando descubrió que se moría.

Y eso, básicamente, era todo. No tenía una carrera ni tenía en realidad «intereses», salvo ir al gimnasio y ver las películas con las que su padre lo había criado. No practicaba taekwondo. No se hacía él mismo la pasta. No leía biografías de expresidentes. (A juzgar por la escasez de libros de su apartamento, no leía nada). Y, sin embargo, si Phil no era alguien con «ambición social», al menos tampoco había malgastado su vida adulta (como a veces me parecía que había hecho yo) dando vueltas a las norias de la ambición y la distracción. En vez de eso, había vivido en el momento; con lo cual quiero decir que experimentó el momento, sintió el momento en sus propios términos. Yo, en cambio, si es que llegué a experimentar el momento, fue como nostalgia anticipada de su pérdida.

Nuestra amistad fue creciendo poco a poco. El sexo era su asíntota, la aproximación era perpetua pero nunca se alcanzaba. Al menos en mi mente. No podría haber dicho con seguridad cuáles eran los sentimientos de Phil al respecto. No cabe duda de que tenía que intuir algo de mi deseo por él. Sin embargo, ese deseo formaba parte de su propia anulación, a saber, el terror, la ducha fría final. Era como una de esas cerillas de broma que se apagan cada vez que se encienden. Era una profecía contraproducente. Con semejantes Rosemarys mentales, no debí de parecer una perspectiva demasiado acogedora contra la que acurrucarse por la noche. De todas maneras, incluso al escribir esta frase, me doy cuenta de que presupone algo de lo que no estoy seguro: presupone, ante todo, que Phil me deseaba.

Phil me excitaba en secreto. En su presencia nunca tuve una erección ni experimenté una sensación consciente de apetito sexual. Y, sin embargo, cuando dejaba su apartamento, siempre iba al Circus of Books con mayor impaciencia de la habitual; y cuando después volvía a mi habitación de hotel, siempre encontraba manchas húmedas en la bragueta de los calzoncillos, como si del cuerpo pudiera tener, literalmente, un escape de lujuria.

Me gustaría poder decir que dejé todas las historias turbias después de conocerlo, dejé de recorrer el aparcamiento, de frecuentar las líneas eróticas y de alquilar vídeos. Pero, en realidad, en compañía de Phil mi apetito por el sexo basura no hizo más que aumentar. Más voraz que nunca, a la merced constante de esa calentura que se arrastra sobre la superficie de la piel, sin escarbar nunca demasiado hondo: todo picor.

Julian lo habría entendido. Notgeil, llamaba a lo que yo estaba padeciendo, una palabra alemana. Notgeil era deseo con insomnio. Era deseo urgente. Era deseo de sala de espera, nacido de la ansiedad y el aburrimiento. Y Julian, mucho más que yo, vivía presa de él. En mi opinión, Julian era víctima de demasiados talentos. De adolescente tocaba lo bastante bien la viola como para hacer una prueba para un puesto en una orquesta. Pintaba, óleos y acuarelas. Cantaba. Había tenido una fugaz carrera como actor, había escrito obras de teatro y artículos periodísticos. De algún modo, la abundancia misma de sus talentos le daba pánico. Uno tras otro los había desempaquetado, los había abandonado. Se convirtieron sencillamente en más juguetes en aquel desván ya atestado en el que el aire estaba muy cargado, donde tanto le costaba respirar. Pronto, en aquel desván, el único goce pareció ser el Notgeil.

Yo había tenido más suerte. Nunca tuve que elegir. Mirando hacia atrás, se me ocurre que Julian, de haber querido, me habría superado fácilmente escribiendo. Sin embargo, Julian no quiso hacerlo; y mi voluntad me llevó más lejos que su talento. Eso provocó estridente peleas en diversas ocasiones.

El desván no dejaba de llenarse. «Todo empezado, nada acabado», cantaba Julian desde él. A pesar de lo cual, seguía sin tirar nada. Era una urraca mental. Vivía en una inflación de documentos, ideas, posibilidades; bromeaba diciendo que, como Leonard Blast o Alkan, acabaría matándolo una estantería de libros. Y eso fue, más o menos, lo que ocurrió.

Nada empezado, jamás acabado. Pero al final Julian acabó algo. El desván ardió. Allí cayó su alma, la loca, el pelo en llamas.

El resultado del análisis de sangre de Phil resultó ser ambiguo. El recuento de linfocitos T era bajo, pero sólo un poco. Los anticuerpos, altos. Estos resultados imprecisos sonaron a buenas noticias, en la medida en que puede haber buenas noticias con el sida. Para «celebrarlo», ese domingo me lo llevé a tomar un brunch. Hice una reserva en un pequeño restaurante de la calle 3 que salía recomendado en el Weekly. Phil mostró sus reservas: le atraían más los lugares de huevos fritos y beicon con camareras mandonas. A pesar de todo, se puso su camisa de buganvillas y se encontró conmigo en la calle a la hora acordada.

El restaurante, cuando llegamos, resultó estar atiborrado. Había un mostrador de reservas y un chef ejecutivo. Los clientes eran casi todos tipos lampiños de Hollywood Oeste con camisas que marcaban los músculos. En semejante atmósfera de cuerpos depilados a la cera, el hirsuto Phil sintió su vellosidad como una responsabilidad. Renunciando a la gama de sofisticaciones diversamente salseadas, pidió una hamburguesa de pavo.

A pesar del bullicio ambiental, me sentía tranquilo. Por lo general, en los restaurantes no me sentía tranquilo. Esperaba con impaciencia la comida y luego, cuando llegaba, comía lo más rápidamente posible para poder esperar con impaciencia la cuenta. En los restaurantes, movía la pierna. Miraba de modo compulsivo por encima del hombro, como si estuviera esperando a alguien. Sin embargo, Phil calmó ese frenético impulso. A diferencia de mí, nunca tenía prisa, salvo cuando tenía que tenerla.

Por supuesto, a menudo me preguntaba dónde había empezado esa tendencia mía a concentrarme tanto en los horizontes, que perdía de vista la tierra que se deslizaba bajo mis pies. Y en la rueda de reconocimiento aparecían los sospechosos habituales: mi madre, que me decía que sería cualquier cosa que me propusiera, haría cualquier cosa que quisiera; mi padre, lleno de seguridades de que para quienes eran como nosotros no había situación que no pudiera paliarse tocando algunas cuerdas. En fin, mi padre aprendió que estaba equivocado de la forma más dura cuando, después de su segundo ataque al corazón, ni siquiera el mejor cirujano del país fue capaz de salvarlo; ni siquiera fue capaz de salvarlo el hecho de que lo colaran en la lista de espera de los trasplantes. Que alguien estará ahí siempre para atraparnos, para hacer por nosotros una excepción a una regla, para encontrarnos una colocación: esta debe de ser la más perniciosa de todas las mentiras perniciosas que los privilegiados, con toda su buena intención, cuentan a sus hijos.

Phil tenía una historia diferente. Había crecido sin ninguna sensación de que tenía derecho a lo que fuera. Para él, vivir en el mundo era una empresa hostil, un viento ardiente contra el que había que luchar. Si Phil era estoico frente a la adversidad no era porque poseyera una angelical capacidad para la paciencia; era porque su niñez le había enseñado la esencial futilidad de la queja. Había comprendido que ser el hijo de Hiram Roth no garantizaba un tratamiento preferencial por parte de Dios.

Aceptación: ese era su don. No es que hubiera sido fácil para él: en realidad, estoy convencido de que la aceptación se deja sentir mucho más en la psique que el dar vueltas en las norias de la banalidad. Sin embargo, al menos es un viaje que tiene un final.

Le pregunté por sus amigos. Mencionó a Roxy, con quien había ido al gimnasio. Cuando salió del hospital, me dijo, Roxy lo visitaba un par de veces por semana, pero en ese momento estaba embarazada, y su novia, Dora, no quería que viera a Phil hasta que tuviera al bebé.

—Por el riesgo de infección y todo eso —añadió—. Supongo que es comprensible.

—Quizá. ¿Te ha visitado alguien más?

—George estuvo la semana pasada. Ahora vive en Laguna, así que no viene demasiado a la ciudad. Y Justin, claro. —Al mencionar el nombre de Justin, sonrió—. Ah, y tú, Jerry.

—¿Y tu familia?

—No sé nada de ellos últimamente.

—¿Te escriben tus hermanas?

Sacudió la cabeza.

—Bueno, Phil, pero todo el mundo necesita compañía.

—¡Compañía! —Se echó a reír—. ¡Ya he tenido demasiada! Más compañía que todos los chicos de esta sala juntos, soy capaz de apostarlo. —Se inclinó hacia adelante—. Mira, cuando estuve en el hospital, me preguntaron si quería contestar a una encuesta y acepté. Había preguntas del estilo: ¿con cuántas personas tuviste relaciones sexuales en 1981?; ¿con cuántas personas tuviste relaciones sexuales en 1982?; tu actividad sexual principal es: a) oral, b) anal pasiva, c) anal activa. Y lo estuve pensando y el número de tipos con los que he tenido relaciones sexuales en mi vida… ¡se acercaba a los tres mil! ¡Tres mil! Y tengo treinta y nueve años. Y ahora George está en esos grupos con terapias de doce pasos. Un día me llama y me dice: «Phil, cuando éramos jóvenes, éramos los clásicos compulsivos sexuales. Teníamos todos los síntomas». Como si fuera una novedad. Y yo le digo: «Claro que sí, George, pero compulsivo sexual ¿no es una manera nueva de decir que nos lo pasamos bien?». Pero, claro, no le hizo ninguna gracia. George se toma estas cosas demasiado en serio.

Llegó nuestra comida. Al contemplar mi plato de tiras de pechuga de pato, salsa de cactus y spaetzle, le envidié a Phil su hamburguesa de pavo.

—¿George tiene novio ahora?

—Sí, claro. Carlos. Pero no se acuestan. Llevan cinco años sin tener relaciones sexuales, cosa que en estos tiempos parece ser la definición de novio. Así que ahora cada dos de semanas George sube a Los Ángeles, se va con un puto y entonces se siente tan culpable que me llama y empieza: «¿Qué voy a decirle a Carlos? ¿Qué voy a decirle a Carlos?». Y le digo: «Nada, George. No vas a decirle nada». Pero, claro, va y se lo cuenta, y Carlos se pone hecho un basilisco y tienen unas peleas tan monumentales que los vecinos acaban llamando a la policía. Las facturas de sus terapias deben de llegar hasta el techo. En cualquier caso, la semana pasada aparece George y me cuenta que se ha propuesto dejar el sexo. Bueno, a lo mejor estoy loco, pero no lo entiendo, Jerry. Porque todas las relaciones que he tenido con novios, incluyendo a George, eran por el sexo. Lo importante era el sexo.

—Oscar Wilde dijo una vez que la conversación tenía que ser la base de cualquier matrimonio.

—¡La conversación! ¿Y el novio italiano que tuve? ¡Apenas sabía hablar inglés! ¡Nos lo montamos estupendamente durante un año y medio!

—Pero sólo durante un año y medio.

—Bueno, prefiero un buen año y medio que dos décadas de mierda. —Phil jugueteó con sus patatas fritas—. Seguramente tú no estás de acuerdo.

—¡No! Es que he tenido una historia diferente.

—¿Sí? ¿Y cuál es tu historia, Jerry? Nunca me la has contado.

Dejó el tenedor, cruzó los brazos, me miró a los ojos. Con su mirada tranquilizadora había logrado acorralarme. Tenía razón: nunca había mencionado el nombre de Julian en su presencia. ¿Y por qué no? Quizá todo formaba parte de mi esfuerzo por vestirme de Ángel, ser el cuidador altruista que no imponía sus propias preocupaciones. Quizá temía que me culpara, como había hecho la madre de Julian. Quizá no quería implicarme. Otra prueba.

Con todo, algo tenía que decirle.

—¿Mi historia? —dije por fin—. Bueno, he vivido con alguien nueve años y medio. Y entonces esa persona murió.

No especifiqué cómo había muerto.

La conversación se detuvo. Esta vez no fue un silencio cómodo. Sentí el fácil alivio que se siente cuando has logrado escapar con una artimaña; y, sin embargo, el viejo miedo seguía allí. Tras haber hecho trampa, el miedo a ser descubierto seguía allí. Phil, no Julian, era en aquel momento el catedrático en la sala de exámenes de la vida examinada.

—Jerry —dijo—, espero que no pienses que…

De pronto, se nos acercó a la mesa un chico rubio con una camiseta de Notre Dame y pantalones cortos de ciclista blancos.

—¡Phil, tío! —cacareó, agarrándolo por el cuello.

Phil, ligeramente aturdido, se levantó.

—Hola, Kein, ¿cómo estás, tío?

Le dio unas palmadas en la espalda al chico.

—Muy bien —dijo Kein—. ¿Te ha contado Justin que estoy en Show Boat en el valle Simi? Es un papel pequeño, pero es mejor que servir mesas.

—Qué bien.

—¿Y tú?

—Bueno, tirando, tirando. Mira, te presento a Jerry. Jerry, Kein.

—Encantado.

—Encantado. —Kein se volvió hacia Phil—. Por cierto, ¿cómo está Justin? Hace tiempo que no sé nada de él.

—Muy bien. Bastante ocupado.

—Sí, es la época. Bueno, salúdalo de mi parte, ¿vale? ¡Y ven a verme! Puedo conseguirte invitaciones.

—Lo haré.

—Adiós.

(Esto a mí).

—Hasta luego.

Se alejó.

—Un amigo de Justin —dijo Phil.

—Ah, Justin. —Bajé la voz—. Oye, ¿quieres que salgamos?

—Sí, por favor.

Pagamos la cuenta y salimos.

—Kein y Justin eran novios —explicó Phil en el coche—. Lo he visto sólo una vez. Un tipo extraño. Mira, en realidad se llama Kevin Levy. Un día va y se cambia el nombre por el de Kevin Prescott porque cree que es mejor para su carrera. Entonces resulta que sólo le salen papeles en cosas como Viernes 13, parte 978, y se lo vuelve a cambiar. A Justin le llegó por correo una tarjeta, como la de un cambio de dirección, diciendo: «¡nuevo nombre!, ¡nuevo agente! Kevin Levy es ahora Kein Levy».

—¡Kein! ¿Crees que sabe lo que significa en alemán?

—¿Qué?

—Significa «no», «ningún».

Phil se echó a reír.

—Lo dudo. Kein no es exactamente lo que llamarías un intelectual.

Sacó el codo por la ventana.

—En serio, a veces me parece que el mundo me está dejando atrás. Por ejemplo, el otro día, estoy hojeando Frontiers, ¿vale? Estoy mirando los anuncios de modelos y relax cuando me fijo en uno de un tipo que se ofrece como «abrazador». ¡Un abrazador! «Sin sexo», pone el anuncio, «sin desnudos. Sólo abrazos. Veinticinco dólares la hora». —Phil sacudió la cabeza—. Si quieres saber mi opinión, hay cosas que no deberían venderse.

—Abrazador.

—O, por ejemplo, esos chicos del restaurante. Seguro que todos se afeitan el pecho, se afeitan los huevos. Cosa que no me parece mal. Sólo que no lo entiendo. A lo mejor tú me lo puedes explicar. ¿Cuál es la gracia de no tener pelo? A mí me parecen pollos muertos.

—Supongo que es una estética. Francamente, siempre he preferido a los hombres peludos.

—Yo también. Eso significa que actualmente en Los Ángeles no estoy de suerte. Incluso los vídeos porno…, tienes que conformarte con alguno viejo si quieres ver, con perdón, un culo sin afeitar. Antes era diferente. En mis tiempos el vello corporal era sexy porque era masculino. Incluso cuando nos vestíamos de Lucille Ball era masculino…, era Lucy Ball con brazos velludos. Era como decir que sabíamos que éramos maricones y que nos gustaba. Pero con estos tíos el rollo va de «separados pero iguales», vivir en un barrio gay, comer en un restaurante gay y tener la imagen que hay que tener, sea la que sea. Ya sé, yo antes salía con gente así, y lo que tenía ganas de preguntarles era: Eh, ¿qué ha pasado con el sentido de la espontaneidad?, ¿qué ha pasado con la aventura?

—Supongo que la espontaneidad se ha vuelto peligrosa.

—El sexo se ha vuelto peligroso. No es lo mismo.

Estábamos en un semáforo. Me di la vuelta y lo miré; la barba parecía fosforescente a la luz del día.

—No sé lo que quiere decir, Phil —dijo—. Quizá es una regresión a la infancia. Todo el mundo quiere ser el hijo de su papaíto. O se llenan de músculos para que les sirvan de coraza. Para sentirse protegidos. O sencillamente canalizan su energía haciendo ciclismo u ofreciéndose de voluntarios con los Ángeles. Lo que es evidente es que se trata de algo que actúa desde el miedo. En la actualidad todo el mundo actúa desde el miedo.

—Quizá —dijo Phil—. No estoy seguro. Sólo sé que me hace sentir pasado de moda. Como la calle Saturn.

—¿La calle Saturn?

—La idea del futuro de alguna generación muerta, amarilleando por los bordes: ese soy yo.

El semáforo se puso verde. Cruzamos Olympic. A la izquierda, Ships apuntaba sus alerones hacia las estrellas. Deseé haber ido allí en lugar de al local de la calle 3.

Nos detuvimos en un videoclub y alquilamos Planeta prohibido, que Phil había insistido que viera. Estaba metiendo la cinta en el reproductor cuando sonó el teléfono.

—¿Diga? —dijo—. ¡Hola! Sí, acabamos de volver. No, puedo hablar. —Una larga pausa—. ¿Y qué le has dicho?

Una sonrisa. Una risa.

—Perfecto. Por cierto, hoy me he encontrado con Kein. —Pausa—. Igual que siempre. Sí. Oye, ahora tengo que colgar. Sí. Bueno, te espero a eso de las cinco, ¿no? Bastante. Adiós. Ya lo sé. Adiós.

Colgó.

—Justin —dijo, apuntando al televisor con el mando a distancia.

—Ah, Justin —dije.

Empezó Planeta prohibido. Me costó seguir la trama, que parecía fuertemente deudora tanto de Freud como de La tempestad. Sin embargo, mis oídos no tardaron en aguzarse cuando uno de los astronautas se llevó a los labios un brillante micrófono de cromo y pronunció las memorables palabras: «Atención, tripulación preparada para inversión de polaridad».

—Así que lo sacaste de aquí —dije.

—Sacar, ¿qué?

—La frase que citaste camino de la clínica.

—Ah, sí. Supongo. No me acordaba.

Tenía los ojos fijos en la pantalla. Muy suavemente, le toqué la espalda; se tensó; quizá dejé mi mano una fracción de segundo de más antes de retirarla. De esa manera tan sencilla, tuve mi respuesta. En cuanto la película acabó, me levanté.

—Bueno, son casi las tres —dije—. Es mejor que me vaya.

—¿Tienes que estar en algún sitio?

—No, pero seguramente estarás cansado.

—No estoy cansado.

—De todos modos, querrás descansar.

—Jerry…

—Quiero que estés descansado cuando llegue Justin.

Phil me miró.

—¿Cómo?

—Bueno…, así no estarás cansado.

Me miró sorprendido, como si no pudiera creer lo que oía. A continuación la mirada de sorpresa dio paso a una mirada de inexplicable tristeza. Luego se dio la vuelta.

—Como quieras —dijo—. Como quieras. Y su mirada volvió a la pantalla de televisión vacía.

—De acuerdo —dije—. Bueno, hasta mañana, supongo.

—Eso.

—Adiós. Salí solo.

De vuelta en el hotel intenté trabajar en mi guión. Pero no podía concentrarme, de manera que llamé a la línea erótica. No había nadie, salvo una carrozona de Long Beach amante del cuero. Al final, a eso de las cuatro me vestí de nuevo, bajé al garaje y me metí en el coche. Durante unos veinte minutos conduje sin rumbo, deseando poder deshacer las cosas, empezar de nuevo, volver al principio de verdad, a mi primer almuerzo con Phil. Y sin embargo, de haber podido volver a ese primer almuerzo, ¿qué habría dicho de otro modo? ¿Qué habría hecho de otro modo? Es probable que nada. Mi miedo a la enfermedad me habría seguido impidiendo cualquier movimiento sobre Phil. Y si el comportamiento que acababa de tener conmigo servía de pista, Phil no me deseaba más de lo que lo había hecho hasta entonces, bien porque yo era quien era, bien por la enfermedad, o por ambas cosas.

Sobre Justin, seguía sin estar seguro. Sí, ese «Lo sé», ese «No, puedo hablar», expresaban intimidad, incluso confianza. Pero ¿significaba la intimidad que eran novios? En realidad, ¿llegué a creer que eran novios? Quizá estaba exagerando la sospecha para realzar la gratitud que sentiría cuando más tarde descubriera que me equivocaba. O quizá no me equivocaba. Quizá lo que de verdad era falso no fuera tanto el asunto de Phil con Justin como que yo fingiera de entrada no creerlo. En semejantes Rosemarys, y otros peores, me perdí durante casi una hora.

Y por supuesto, alrededor de las cinco, me descubrí entrando en la calle Saturn. Visto en retrospectiva, pareció predestinado. Aparqué ante el edificio de Phil. No salí del coche. Algunos niños montados en bicicleta perseguían a una bandada de cuervos muy negros que saltaban y se adentraban en el césped reseco. Miré cómo los pájaros daban saltos para apartarse de las ruedas, volvían atrás, daban otro salto, como si disfrutaran con la tortura o fueran demasiado tontos para darse cuenta de que podían alejarse volando.

Al cabo de unos minutos, apareció un coche en la esquina, un abollado Corolla blanco (me fijé en la marca) que aparcó justo frente a mí. De él salió un individuo que, según calculé, rondaba la treintena. Llevaba una bolsa de una tienda de comestibles. Era bajo, quizá un metro setenta, con el cabello despeinado por el viento, ojos oscuros, una incipiente barba. Nervudo y sexy. Cerró la puerta del coche, se dirigió hacia el edificio de Phil y llamó al interfono. La verja de abrió. Entró. No volvería a ver a Justin durante mucho tiempo.

Miré el reloj. Me dije a mí mismo que esperaría quince minutos para ver si se marchaba. Sin embargo, quince minutos más tarde no se había marchado. Ni tampoco al cabo de otros treinta minutos.

Empezó a anochecer. Arranqué el coche y di tres vueltas a la manzana. El Corolla seguía allí las tres veces que regresé.

A las seis y media el Corolla seguía allí.

Nada extraño. No era ninguna sorpresa que un cuidador se quedara con él una hora y media.

Volví al hotel. Mis celos se habían disipado, engullidos por una añoranza tan vertiginosa que casi me desmayo. De pronto quise estar en mi apartamento de Nueva York: nuestro apartamento, de Julian y mío. Por lo general, intentaba no pensar en Julian, por la simple razón de que pensar en él me hacía desear hablarle, cosa que no podía hacer. Pero en aquel momento lo echaba tanto de menos que hice algo peligroso: saqué su retrato del cajón de la mesita de noche. Siempre guardaba su retrato en el cajón de la mesita de noche porque aunque no era capaz de contemplarlo, tampoco era capaz de dormir sin tenerlo cerca.

Y, de pronto, allí estaba: Julian. El cabello veteado de canas, la gran nariz rojiza, aquella extraña media sonrisa que ponía porque se sentía incómodo con su dentadura. «A tus dientes no les pasa nada», le decía siempre. Aunque, para ser sincero, los tenía un poco amarillentos, igual que me pasaba a mí, como resultado de un medicamento milagroso recetado durante el embarazo a nuestras madres y a la mitad de las madres de los sesenta: otro reflejo anticuado del futuro.

Nueve meses, dos semanas y cuatro días habían pasado desde aquella tarde en que Julian había puesto fin a su vida; nueve meses, una semana y dos días desde que la policía encontrara el cuerpo, dragando el río.

Me embargó una emoción lacrimógena.

—Julian —dije al retrato—, oh, Julian, ¿por qué me has dejado?

Y esas palabras me sonaron extrañas incluso a mí, como dichas por alguien en una obra de teatro o dichas por alguien que intentaba sonar como alguien en una obra de teatro. Incluso en lo que hacía referencia a mis emociones, tenía problemas para distinguir lo auténtico de lo falsificado. No estaba seguro de si aquella súbita oleada de dolor era el alias de la admisión (una admisión a la que me veía ya obligado) de mi enamoramiento de Phil o si mis celos en lo referente a Justin eran una fachada del dolor reprimido, o ambas cosas. La máscara y la cara se fundían hasta tal punto que se hacían indistinguibles.

Se me ocurrió entonces que contarle a Phil lo del suicidio de Julian podía ser la baza en la que no había pensado; el expreso para ganar su compasión, quizá su amor. ¿O constituiría eso un mal uso del recuerdo de Julian? Por desgracia, la única persona a quien podía haber hecho esa pregunta era al propio Julian.

Aparté la fotografía. Volví a llamar a la línea erótica. Estaba más llena que antes. Un tipo llamado Tim me invitó a una fiesta de pajas en Highland Park. Garabateé su dirección, me metí en el coche y conduje por vías rápidas y serpenteantes calles hasta su casa, llamé al timbre y me encontré frente a frente con un albino de un metro noventa, desnudo salvo dos pendientes en los pezones y un aro en el prepucio. Así que me di la vuelta, volví a mi coche, regresé al hotel y volví a llamar a la línea erótica. A veces la brutalidad es el único antídoto contra el dolor.

Sin embargo, no encontré a nadie. Siempre pasa lo mismo. Incluso por teléfono, la gente huele el pánico. Y sale corriendo.

A eso de la una de la madrugada se produjo otra cita abortada. El individuo, tras abrir la puerta de la calle y examinarme, se echó atrás.

—Me parece que he cambiado de opinión —dijo.

—No importa —dije.

Me cerró la puerta en las narices.

Me metí en el coche y encendí la radio. Un programa de madrugada, en las antípodas del programa de la doctora Delia. Sin censura. La gente que llamaba podía decir lo que quisiera.

—Pero si lo físico es natural, y lo natural es bueno… —decía una joven.

—No entiendo lo que quieres decir, Sarah.

—Hablo de religión. Hablo de fe. En el cuerpo.

—¿Por qué insistes en utilizar esos términos relativos? ¿Qué significa «natural»? ¿Qué significa «bueno»?

—Sí, estoy de acuerdo. No sé lo que significan. Y por eso cuando la gente dice: «No está bien engañar a la Madre Naturaleza», lo que me vienen ganas de preguntar es: Si lo físico es bueno, ¿por qué no atamos cabos de una vez? El amor es naturaleza, y Dios es amor. La muerte es naturaleza, y Dios es muerte. ¿Por qué no los conectamos?

Apagué la radio. Como era previsible, estaba otra vez en la calle Saturn.

El Corolla se había ido.

Seguí conduciendo. En el Circus of Books, reuní tres vídeos que no había visto y me los llevé al hotel. Eran ya las tres menos diez de la madrugada. Acelerada, toda la gesticulación sexual corriente resultaba touréttica, espasmódica. El líquido fluir de las folladas se convertía en un vuelo de colibrí. Las pollas entraban en las bocas como pistones. El semen salía volando en esporas. No obstante, en ningún momento levanté el dedo del botón de avance rápido. Quería que el mundo se diera prisa; quería una escala temporal diferente.

A las tres y media estaba contemplando el tercer vídeo. En sentido estricto, no era un vídeo, sino más bien cuatro súper 8 de finales de los setenta pegadas y pasadas a una cinta. Un par de vaqueros se desnudaban y se untaban de aceite en alguna playa idealizada del sur de California. Bigotes afilados, camisas de franela. Siempre me ha gustado esa imagen.

La película llegó a su esperada conclusión. A continuación vino una cuña publicitaria: resúmenes de lo más interesante de otros «videopacs» de la misma serie, películas de veinte minutos reducidas con intenciones seductoras a unos pocos segundos. La primera en anunciarse fue ¡A las duchas! Dos muchachos desnudos, con la piel pálida porque la película había envejecido, se enjabonaban. Lo de siempre. A continuación vino Trabajo duro, que tenía lugar en una obra. Una mano musculosa sacaba grasa de una cuba con la inscripción «Lubricante»…

Y de pronto levanté el dedo de la tecla de avance rápido. Me senté en la cama.

Porque en aquella obra imaginaria que había detrás de la pantalla, con casco y mono con peto, estaba Phil: más joven, sí; sin barba; pero Phil indiscutiblemente; Phil incuestionablemente; Phil desabrochándose primero un tirante y luego otro del peto; luego Phil cachondo y desnudo, con la polla dura y el capullo rojo apuntando hacia arriba; luego —¡tan rápido!— Phil follando en la boca de otro tipo; dándole la vuelta y entrándole por detrás; arcos de semen rociando, uno tras otro, el aire.

Finalizó en menos de un minuto y medio. Menos de un minuto y medio, y concluyó aquella revelación de todos los detalles eróticos sobre los que tanto había especulado: la forma de la erección de Phil, la cara que ponía cuando se corría. Finito. No quedaban secretos. Y me sonrojé de vergüenza, porque estaba seguro de que desde el país de lo irreal de aquella obra ficticia, el joven Phil me contemplaba, del mismo modo que yo lo contemplaba a él; a mí, en la cama de hotel, desnudo, con las sábanas hasta la cintura.

Apagué el vídeo. Me levanté, me vestí, conduje hasta el Circus of Books; no el de Hollywood Oeste, sino el de Silver Lake, que, como Ships, no cerraba nunca. No fue difícil encontrar la cinta en cuestión. Ya nadie alquilaba esas viejas películas. La foto de Phil en la carátula del estuche lo identificaba como Clay Skinner.

Con el vídeo en la mano, volví corriendo al hotel. Estaba a punto de amanecer. Coloqué la cinta en el reproductor, avancé rápido por la sala de duchas hasta que se materializó la obra. Y, de nuevo, allí estaba, con su mono, moviendo los labios mientras daba martillazos en una pared. No había sonido: sólo un piano, como una vieja película muda. De todas formas, sabía lo que decía Phil. Decía: El ama de casa del futuro. Decía: Monorraíles nucleares. Decía: Atención, tripulación preparada para inversión de polaridad.

No es así como termina la historia, pero casi. A la tarde siguiente encontré un mensaje de uno de los productores del guión que se suponía estaba escribiendo. Querían páginas. Como no pude darles páginas, me quisieron a mí. Hubo una reunión, al final de la cual me encontré educadamente despedido. De pronto, tuve que pagar el coche. Tuve que pagar el hotel.

Incapaz de permitirme una estancia en Los Ángeles en esas condiciones, dejé de tener elección. Me despedí de Los Ángeles; me despedí de Phil; volví a casa.

Seguimos en contacto durante unos meses: cartas, llamadas telefónicas. Luego, un prolongado silencio, tras el cual llegó una carta escrita con letra vacilante. Al parecer, había sufrido otro ataque de neumonía; había pasado tres semanas en el hospital; estaba ya en casa, aunque desmejorado.

Nuestra conversación transcontinental decayó, como tiende a ocurrir con todas las conversaciones transcontinentales. Los dos teníamos otras cosas en la cabeza: Phil, las exigencias de una enfermedad cada vez más absorbente; yo, mi decisión de reconstruir una vida neoyorquina. Esa amistad nuestra que sorprendentemente sólo había durado tres semanas empezó a parecer parte de un pasado remoto. Sentí que mi amor por Phil se aliviaba, cedía. No desaparecía. Se volvía manejable. Algo que podía embalar, compartimentar, almacenar en mi propio desván, un desván que yo, a diferencia de Julian, era capaz de conservar ordenado.

Y entonces un día, unos quince meses después de mi partida, me encontré en Los Ángeles por la menos profesional de las razones: uno de mis primos se casaba. Desde la muerte de mi padre, mis hermanas y yo nos habíamos turnado en la tarea de acompañar a nuestra madre a los acontecimientos familiares, pocos de los cuales nos llevaban tan lejos con aquel.

Mi madre y yo nos alojamos en el Ramada Inn, cerca de Valencia. Para quienes no conozcan la geografía de Los Ángeles, Valencia es territorio E.T., a kilómetros de distancia del centro de Hollywood, donde había estado el año anterior. Sin embargo, tenía un coche de alquiler y dos tardes a mi disposición. Así que llamé a Phil. Salió el contestador automático. Dejé un mensaje que me fue respondido unas horas más tarde por otro mensaje… que me decía que llamara no a Phil, sino a Justin.

Por supuesto, el corazón se me encogió cuando el operador del hotel me dijo ese nombre. Empalidecí tanto que mi madre me preguntó si me encontraba bien.

Me disculpé y subí a la habitación, donde marqué el número de Justin.

—Ah, hola —dijo Justin cuando me hube presentado—. ¡Me alegro de hablar contigo! Phil me ha hablado mucho de ti. Bueno, gracias por el mensaje. Fue una suerte que lo encontrara. Había ido a recoger un poco de ropa. Está en el hospital. La neumonía otra vez, pero al menos resiste. De hecho, sale esta tarde. Y se ha puesto muy contento cuando le he dicho que estabas aquí. ¿Podrías pasarte mañana, a la hora de comer, por ejemplo?

—Claro. —Hice una pausa—. ¿Ha sido grave?

—Es la tercera vez. Por un momento pareció… bueno, lo ha superado.

—Me muero de ganas de verlo —dije.

—Jerry, tengo que avisarte. No tiene el aspecto que tenía.

—Ya me lo esperaba.

—No, pero está mal de verdad. Sólo te lo digo para que estés preparado. Cuando ves poco a poco cómo ocurre, te olvidas; pero la gente que no lo ha visto…

—No se me notará —dije.

—Bien —dijo Justin—. Bueno, pues te espera mañana al mediodía.

—Estupendo.

—Adiós.

Así de sencillo.

No supe muy bien qué llevarle a Phil. ¿Flores? ¿Dulces? Al final me decidí por una copia de Planeta prohibido, junto con un paquete de las galletas integrales de higo que tanto le gustaban.

Llegué a su edificio a eso del mediodía. La calle Saturn no había cambiado demasiado en los meses transcurridos. Ah, el césped no estaba reseco, porque era primavera. No había niños persiguiendo cuervos. Aparte de eso, todo era más o menos como siempre había sido en esa somnolienta bolsa de futuro porque en mi mente el recuerdo no había empezado a encoger su escala, a trazar de nuevo sus límites. Eso llegaría con los años.

La verja estaba abierta. Como había hecho tantas veces, rodeé la piscina, subí la escalera de cemento. La puerta también estaba abierta.

—¿Phil? —dije, golpeando la puerta.

—Pasa.

Entré. Phil estaba sentado en su lugar habitual en el sofá. Justin tenía razón al advertirme: su color era cetrino, estaba tan delgado que los omóplatos se le marcaban en la camiseta. También había tenido que afeitarse la barba. Un mapa estelar de granos le salpicaba la barbilla y las mejillas.

—Hola, Jerry —dijo.

Y me hizo un signo para que me acercara al sofá; me senté junto a él, le tomé la mano y me la apreté contra el pecho.

—Te dije que no tardaría en tener peor aspecto.

—A mí me parece que tienes buen aspecto.

—No mientas.

—No miento. —Abrí la bolsa que llevaba—. Mira, te he traído unas galletas de higos orgánicos.

—¡Galletas de higos orgánicos! ¿Sabes que no las he vuelto a comer desde que te fuiste?

—Lo supuse.

—Gracias. ¿Cómo te trata Nueva York?

—No puedo quejarme.

—La Gran Manzana. ¿Sabes que nunca he estado allí?

—Me lo dijiste.

—Supongo que ahora ya no iré. —Se echó para atrás—. ¿Te ha dicho Justin que he estado en el hospital?

—Ajá.

—Ha sido una pesadilla. Creí que no lo contaba.

—Te equivocaste. Eres fuerte, Phil.

—A lo mejor antes lo era. Pero esta es la última vez. ¿Te acuerdas de que una vez me hablaste de esos abogados que redactan últimas disposiciones? Bueno, pues Justin los ha llamado en mi nombre. Envían a alguien mañana. Voy a hablar con ellos. No quiero que vuelvan a conectarme a un respirador.

Asentí.

—Nunca tuve ocasión de decirte lo mucho que disfruté el tiempo que pasamos juntos. Sentí que volvieras a tu casa.

—Yo también lo sentí mucho.

—Dejó un gran agujero en mis días. Jerry, necesito…

Entonces se abrió la puerta del dormitorio y entró Justin. Llevaba un camisa verde y rosa brillante, vaqueros blancos, zapatillas deportivas naranja como las de Robert Franklin.

—Hola, tú debes de ser Jerry —dijo, cruzando la habitación—. Encantado de conocerte.

—Igualmente.

—Eres muy famoso por aquí, ¿lo sabías? Qué bien que hayas venido. —Sacudió la cabeza, como de asombro por la bondad de la ocasión—. Bueno, ¿te sirvo algo de beber? ¿Dr. Pepper? ¿Pepsi?

—Agua.

—Un agua marchando.

Y se dirigió a la pequeña cocina.

Sólo entonces comprendí que lo que siempre había sospechado era cierto. ¡Y qué sorpresa! La corroboración de lo que había sabido todo el tiempo —sabido, e intentado convencerme a mí mismo de que no debía creerlo— me pareció más triste que sorprendente.

—Aquí tienes tu agua.

Levanté la vista. Justin estaba inclinado sobre mí, como un año antes había estado inclinado sobre mí Phil, con la camisa caída.

—Gracias —respondí, y tomé el vaso.

Bebí. A mi lado, Phil se frotaba las manos con furia.

—Ah, antes de que me olvide, Phil, te he comprado otra cosa.

Le entregué la cinta.

—¡Otro regalo! ¡Vaya! —Lo tomó, empezó a desenvolverlo—. ¡Eh, un vídeo! Justin, ¿qué es?

—No sé si ya la tienes…

—¡Justin!

Justin tomó el vídeo de las manos de Phil, que temblaban.

Planeta perdido. ¡Fantástico! Siempre ha sido una de tus favoritas, ¿no?

—Atención, tripulación preparada para inversión de polaridad —dijo Phil.

Justin puso el vídeo encima del televisor.

—Phil está ciego, Jerry —dijo—. Estoy tan acostumbrado que me olvidé de comentártelo por teléfono.

—¡Pero sigo viendo películas! —exclamó Phil—. Me gustan los diálogos que tiene esta, y la música hecha polvo.

—Lo siento —dije—. De haberlo sabido…

Dejé el vaso de agua. Empecé a llorar.

Sonaron otros golpes en la puerta.

—Ángeles —gritó una voz clara.

—Hola, Dave, ¿cómo estás? —dijo Phil frenéticamente.

—Vamos tirando. Me alegro de volver a verte, Phil. Te he echado de menos mientras estabas en el hospital. Hola —añadió hacia mí.

—Hola —dije, sonándome la nariz.

—Déjalo en la encimera —dijo Justin—. Si no te importa. ¿Qué exquisiteces habéis cocinado hoy?

—Vamos a ver: crema de champiñones, zumo de zanahoria, pudín de chocolate.

—No está mal.

—Bueno, como veo que tienes compañía, te dejo. Hasta mañana.

—¡Adiós, Dave!

—¡Adiós, Dave!

Salió.

Entonces los miré a los dos, a Phil y a Justin. Entonces desapareció cualquier rastro de los celos que podía haber sentido. Fue como si, por primera vez, comprendiera exactamente cómo le había fallado a Phil. Siempre había sido demasiado el visitante, el residente de hotel, con el corazón en alguna otra vida de la que me negaba a hablar. Mientras que Justin se había hecho residente: en Phil, en la calle Saturn. Junto con George, Roxy, Kein y toda la demás gente para quienes Los Ángeles no era un extraño sueño inducido por el dolor, sino un lugar en el que vivir; el lugar que habían elegido para vivir.

No sé cómo no me di cuenta de la ceguera de Phil. Quizá porque, como la telépata de Star Trek, había aprendido a disimular, dejando a Justin la tarea de las revelaciones, una tarea que despachaba con una eficiencia casi aterradora.

—Bueno, ¿y qué te trae esta vez por aquí? —preguntó en aquel momento—. ¿Estás haciendo otro guión?

Alcé la mirada. Sólo entonces me di cuenta del detalle que me había revelado la verdad sin ni siquiera ser consciente de ello. Era su camisa. Aquellos tonos rosa y verdes brillantes. Tenía que haber reconocido aquella buganvilla en cualquier lugar.

Media hora más tarde salí a trompicones a la calle Saturn. A la luz cegadora. Frente al edificio de Phil, el muchacho de los Ángeles estaba sentado en su furgoneta roja, comiendo un bocadillo y escuchando la radio.

—Hola —dije, tamborileando en la ventana.

—¡Ah, hola! —Apagó a la doctora Delia—. Estabas en casa de Phil, ¿verdad?

—Sí.

—Por cierto, me llamo Dave.

—Jerry.

A través de la ventana medio bajada nos estrechamos la mano.

—Sólo quería decirte que estás haciendo un gran trabajo. Yo antes también trabajaba con los Ángeles. Así fue como conocí a Phil. Le llevaba la comida.

—¿De verdad? ¿Hacías esta ruta?

—Hace un año y medio.

—Yo sólo llevo unas cuantas semanas —dijo Dave—. Han cambiado muchas cosas desde tu época, ¿sabes? Por ejemplo, ya no estamos en aquella iglesia.

—¿No?

—No. Ahora estamos en una gran sede nueva en La Brea. Además tenemos a un chef ejecutivo, con sueldo. Dos dietistas a tiempo completo. Un nuevo director gerente de Boston. ¡Buscaron uno por todo el país!

—¡Un director gerente! ¿Y qué fue de Sunny Duvall?

—¿Sunny qué?

—Es igual. ¿Y el corro de oraciones? ¿Siguen haciéndolo?

—Todas las mañanas, aunque yo nunca lo hago. No me va. —Dejó el vaso con tapa—. Oye, ¿has comido? ¿Quieres medio bocadillo?

—Gracias, muy amable.

—Entra.

Eso hice. La cabina olía a perro. El sol había calentado los asientos de vinilo.

—Espero que te guste el atún —dijo Dave—. Lo he hecho yo. Mi secreto es poner yogur en lugar de mayonesa —me tendió la mitad del bocadillo—. Bueno, Jerry, cuéntame, ¿cómo acabaste repartiendo comida para los Ángeles?

—Es una larga historia —admití—. Si la cuento bien, cosa que hasta ahora no he hecho.

—Eso no me importa. Me gustan las historias largas.

—¿Ah, sí?

Asintió.

—De acuerdo. Pero tendrás que arrancar. Para esta necesito estar en marcha.

Sin decir una palabra le dio a la llave de contacto y abandonamos la calle Saturn.

—¿Adónde, buen hombre?

—A cualquier sitio —dije.

—Me parece bien —dijo Dave—. Me gusta cualquier sitio. Cualquier sitio siempre ha sido mi lugar preferido.