No había visto a Celia desde hacía seis años. Nadie, ninguno de sus viejos amigos, la había visto desde que se casó con Seth Rappaport y se trasladó con él a Italia. Así que, cuando me bajé del tren en Montesepolcro y busqué en el andén a la Celia que recordaba —la Celia de siempre, gorda y perpleja—, fue para mí toda una sorpresa encontrarme con el saludo de aquella elegante mujer. Y es probable que a ella le agradara la expresión de asombro e incluso de consternación de mi cara: a mí, no cabe duda, me habría gustado estar en su lugar; que hubiera sido Celia, tan gorda como siempre, la que bajara del tren y que una Lizzie transformada, esbelta como una modelo, la esperara para darle la bienvenida.

Cogidas del brazo, nos dirigimos hacia su diminuto y abollado Fiat. Estábamos a mediados de junio. Por encima de nosotras, Montesepolcro se alzaba y resplandecía en lo alto de su colina. Los verdes prados brincaban en señal de saludo. El aire tenía un tinte mantecoso, como si el sol se hubiera derretido y el propio cielo lo hubiera absorbido.

—Bueno, ¿qué te parece? —preguntó Celia, metiendo con un brazo musculoso mi bolsa de viaje en el maletero.

—Me parece una visión del cielo en un cuadro del purgatorio.

(Se trataba de mi primer viaje a Italia y era propensa a la poesía turística).

En lugar de responder, Celia subió al Fiat y me hizo sitio en el asiento del pasajero, que estaba ocupado por una gran pila de camisas planchadas. Finalmente, el que no nos hubiéramos visto en tanto tiempo parecía un accidente: al fin y al cabo, me había hecho un buen número de invitaciones a lo largo de los años —primero a Bill y a mí; luego, después del divorcio, sólo a mí—, animándome en todas ellas a visitar el famoso Podere di Montesepolcro, donde vivía y desde donde dirigía su escuela de restauración. Y siempre había deseado, siempre había sido mi intención, aceptar. Igual que nuestro amigo Nathan. Lo comentábamos cada vez que nos veíamos en Nueva York, en las fiestas o en la cola del cine. Sólo que Nathan trabajaba para su padre, y yo me casé; luego, enfermó Martin, el amigo de Nathan, y Bill me dejó; luego acabé el doctorado. (Más tarde conseguí mi actual trabajo; enseño lengua y literatura clásicas en un colegio privado del West Side). Al cabo de un tiempo habíamos anulado tantas veces la visita que creo que Celia empezó a desesperar de que apareciéramos de verdad algún día. Martin murió. Mi divorcio finalizó. De pronto, disponíamos de tiempo —de demasiado tiempo—, y Nathan reservó los billetes.

—¿Ya ha llegado? —pregunté a Celia, mientras encendía un malhumorado motor y nos escabullíamos colina arriba hacia el amontonado pueblo de piedra.

Asintió.

—Llegó ayer y… la verdad, Lizzie, estoy preocupada.

—¿Preocupada por qué?

Me acordé de Martin, y se me encogió el corazón.

Sin embargo, Celia disipó mis temores.

—No, no. De salud está estupendo. Tiene un aspecto estupendo. El problema es que parece…, no sé muy bien cómo decirlo…, desesperado.

—Eso es normal —dije, aliviada—. Nathan siempre parece desesperado.

—«Cansado del viaje y cansado de la vida». Eso fue lo que me dijo cuando fui a recogerlo. «Celia, estoy cansado del viaje y cansado de la vida».

—Siempre dice esas cosas.

—Lo sé. Sólo que esta vez, no sé por qué, parecía que lo decía en serio.

Tras atravesar el feo cinturón de edificios de apartamentos que ceñían la parte vieja, cruzamos un puente de madera y entramos propiamente en Montesepolcro. La única calle daba vueltas y vueltas sin dejar de subir, como un turbante, luego se desviaba de pronto a la derecha y salía al campo. Los cipreses flanqueaban un camino que conducía a la casa de labranza de Celia, que reconocí por la foto difundida en el New York Times, Gourmet y Travel and Leisure.

—¡Vaya! —dije al salir del coche—. Es más bonita incluso que en las fotos.

—Gracias, pero volviendo a Nathan… —parecía que todavía necesitaba, perpetuamente, volver a Nathan—… hay algo más. Me dijo algo extraño.

—¿Extraño en qué sentido?

—Fue cuando lo recogí ayer en la estación. Estaba esperando en el bar y, al otro lado del pasillo, había una mujer con un gorro de fieltro, imagínate, ¡con el calor que hace! Y cuando subíamos al coche, Nathan dijo:

»“Celia, esa mujer tenía orejas de burro.”

»“Pues no estamos en carnaval”, dije.

»“No”, contestó, “lo digo literalmente. Las tenía marrones, peludas… y se movían.”

—¿De verdad? —Estaba fascinada—. Bueno, eso explicaría el sombrero.

—¡Oh, Lizzie! —La desaprobación hizo que la voz de Celia sonara áspera—. Claro que parece divertido. Lo que ocurre es que no estaba bromeando. «Lo he visto con mis propios ojos», dijo. Y, luego, en la cena, tenía una mirada tan vidriosa…

Habíamos llegado al viejo muro que rodeaba la casa. Mientras Celia descorría el pestillo de la verja, pasé los dedos por la argamasa que unía las piedras; una pequeña porción se deshizo y me manchó los dedos de cal. Estaba absorbiendo las cosas: el cenador, entrelazado con rosas trepadoras, las motas de sombra en el suelo de grava, la profusión de flores.

¿Cómo lo había conseguido Celia?, me pregunté, y sentí, no por primera vez, que no estaba a la altura de la belleza.

Tras cruzar el patio, rebuscó las llaves en el bolsillo. La casa, que era muy antigua, había perdido a lo largo de los años parte de las proporciones, pero nada de la gracia. Sí, quizá se había encorvado un poco, se había vuelto un poco más fondona. Sin embargo, ocupaba su porción de tierra con la confianza de alguien cuya mera presencia siempre ha impuesto el silencio a su alrededor, ha alentado y ha redimido. Tenía un tejado de pizarra blanca y roja que se desmoronaba, las paredes de color café con leche, muchas ventanitas de formas extrañas. Las tres alas, escalonadas y diferentes, parecían no tanto construidas sino reclinadas sobre la pendiente del jardín, con la cabeza entre violetas y los pies apuntando a la eternidad.

—Es maravilloso —dije cuando, tras entrar, asimilé la extensión del suelo de terracota, los cómodos sofás pasados de moda, la chimenea, las estanterías de libros y las mesitas con pilas de revistas viejas—. ¡Y qué vista! ¡Es espectacular!

—Cuando vives aquí —dijo Celia—, te acostumbras a la comida. Te acostumbras incluso a los hombres; pero a esto —hizo un gesto hacia la ventana—, a esto nunca te acostumbras.

Me daba cuenta de la razón. Era la textura, no el color, lo que definía aquel paisaje: los campos arados podían haber sido de pana; los verdes prados, de moaré; un campo segado, un retal de apagado ante lleno de hilos plateados. Por todas partes, los girasoles eran un estampado modernista. Y, por encima de todo, rocas inmensas, como si un dios niño, millones de años atrás, hubiera hecho un castillo con arena mojada.

—Son demasiadas cosas que asimilar —dije—. Es demasiado bonito para creerlo o para soportarlo.

—Una maldición con vistas, así es como lo llama Nathan.

—Por cierto, ¿dónde está?

—Sigue durmiendo. ¡Y se fue a la cama a las diez! Lleva —miró la hora— casi trece horas.

—Déjalo que descanse. Ha tenido un año muy duro.

—Otra cosa que dijo, cuando llegó, fue: «Tú, querida, eres una fuerza de la naturaleza; a mí, en cambio, la naturaleza me fuerza».

—Bueno, Celia, en eso no tengo más remedio que estar de acuerdo con él. La verdad, nos haces pasar vergüenza, viviendo como vives en esta casa fabulosa, con todo este éxito y, por si fuera poco…, ¿meto la pata si saco el tema de tus kilos?

—Sácalo.

—No es que no estés gorda, ¡es que estás delgada! ¿Cuántos kilos has perdido? ¿Veinticinco?

—Treinta y cinco. Pero una persona gorda —prosiguió con tono sombrío—, mentalmente al menos, no dejará nunca de serlo. Incluso ahora, me miro al espejo y veo a la Celia gorda de siempre, con faldas de mesa camilla.

—No es eso lo que yo veo.

—Eres muy amable, Lizzie. Siempre has sido amable. Nathan, en cambio, no pierde una oportunidad de recordarme mis kilos. En muchos aspectos, no ha cambiado nada.

Con esa observación sacó una flor marchita de un ramo de caléndulas. Era evidente que ella y Nathan —unidos, según parecía a veces, desde tiempo inmemorial— no estaban experimentando una reanudación fácil de su amistad.

Celia me condujo entonces a la cocina, donde nos sentamos a una antigua mesa de refectorio, la una frente a la otra. La cocina de hierro estaba engalanada con ristras de ajos y chiles. La albahaca crecía en una maceta junto al fregadero, mientras que en otras macetas se secaban manojos de orégano, romero y salvia. Es posible que las mujeres siempre hayan necesitado estar en una cocina para hablar íntimamente. En todo caso, nosotras teníamos esa costumbre. Así que nos sentamos y hablamos del matrimonio. Al fin y al cabo el matrimonio era lo que había llevado a Celia a Italia. Aunque a Seth no se le veía por ningún sitio. Habían llegado a un acuerdo, me contó Celia.

—Yo vivo aquí, y él vive en Roma. De este modo nos llevamos muy bien.

—¿Cuánto tiempo lleváis casados ya? No me acuerdo.

—La semana que viene hará cinco años. Las bodas de madera.

—¡Qué casualidad! La semana que viene cumpliríamos tres años Bill y yo. —Contemplé el reflejo de la luz en la pequeña taza que me pasaba—. Y ahora no vivís juntos, pero seguís casados. ¿Por qué?

—Nos necesitamos —dijo Celia, sirviendo café—. Tenemos nuestra relación. Es difícil de explicar.

—Sí, lo entiendo.

Celia se me acercó.

—Mira, Lizzie, antes de que sigamos, hay algo que quiero preguntarte de Nathan. Ya he visto que tiene buen aspecto, pero ¿está bien?

Mis dedos se cerraron sobre el asa de la taza.

—¡Estaba a punto de hacerte a ti la misma pregunta!

—¡Pero si yo no lo sé! Se niega en redondo a hablar de Martin. En cambio, me explica sus aventuras sexuales en Internet.

—¡Conmigo hace lo mismo! ¡Y es un aburrimiento! Los gays siempre piensan…

—¡Haced el favor de no hablar de mí cuando no estoy delante! —interrumpió una voz de barítono.

Nos dimos la vuelta. De repente teníamos ante nosotras al objeto de nuestra especulación, con aspecto de pillo, atractivo con su camisa oxford medio desabrochada y su pelo cano despeinado tras las horas de sueño.

—Buenos días, Nathan.

—Buenos días, Celia. ¡Y Lizzie!

—Hola, Nathan.

Nos abrazamos de modo discreto, puesto que sabía que el contacto físico con mujeres lo incomodaba; luego, al separarnos, ambos sonreímos a Celia, quien nos miraba con unos ojos en los que el recelo, el afecto y la reprimenda formaban una especie de fuego violento y purificador.

—Tan madrugador como siempre, por lo que veo.

—Son muchos años…

Sonriendo, extendió los brazos.

Para mi sorpresa, ella le permitió abrazarla.

Esa tarde fuimos a pasear por el monte e intentamos recordar cómo se habían conocido Nathan y Celia. Sabíamos que había sido en el primer año de la universidad, probablemente en el bar, ¿quién los había presentado? ¿De qué habían hablado? Nadie era capaz de recordarlo.

Lo que Celia sí recordaba era que al principio Nathan no había mostrado ningún interés por ella, sino que había intentado, por medio de ella, llegar a su amigo Andrew.

—¡Eso es completamente falso!

—Memoria selectiva —dijo Celia.

En cualquier caso, habían pasado diecisiete años desde aquel aciago y olvidado día, diecisiete años en el transcurso de los cuales su vida compartida se había fragmentado y difuminado. Ya no se hablaban todos los días, ni siquiera todos los años. A pesar de ello, cada uno se mantenía al corriente de las andanzas del otro, en gran parte gracias a los esfuerzos de la leal amiga Lizzie, conocida por su mediación, por su fiel correspondencia.

A continuación, Nathan quiso saber cómo se había convertido Celia en una cocinera tan famosa.

—Al fin y al cabo, cuando te conocí, lo máximo que cocinabas era un té.

—No es una historia muy larga. Compramos la casa y, cuando no pudimos hacernos cargo de las obras de remodelación, a Seth se le ocurrió la idea de convertirla en una escuela de restauración. Ahora todo el mundo lo hace. Incluso los Médici.

—¿Y te pusiste a estudiar?

—No, me dediqué a leer libros de cocina. No tengo mucha imaginación para la comida, pero la verdad es que cada vez estoy más convencida de que, si quieres hacer una buena comida italiana, es mejor que no seas imaginativa. Alguien me dijo una vez que la cocina italiana es obediencia.

—¿Y suelen ser mujeres las que vienen? —pregunté.

—Por lo general. A veces, vienen parejas. El año pasado también reservaron plaza por una semana un grupo de gays. Al final lo cancelaron a última hora porque a uno de ellos tuvieron que internarlo en el hospital. Cuando pidieron la devolución de la paga y señal, tuve una pequeña discusión con Seth.

—Qué lástima —dijo Nathan—. Nada es más entretenido que una pandilla de locas en la cocina. —Y aclarándose la voz, se puso a imitarlas—: «Derek, ¿qué demonios se supone que estás haciendo con esa salsa? ¿No sabes hacer una bechamel?» «¡Claro que sé cómo se hace una bechamel!» «¡Venga, cállate la boca, Dolores! Perdónela, señorita Hoberman, ¡es que tiene la regla!»

Imitó el afeminamiento con voz aguda y nasal, y se echó a reír. Y Celia también se echó a reír, aunque sin mucho entusiasmo. Entre las muchas cosas en las que Nathan no había cambiado se contaba su desprecio por cualquier cosa que sonara a reinona o a loca, por no hablar de su absoluta inconsciencia de que, cuando imitaba esas voces, se parecía alarmantemente a sí mismo.

—Bueno, el caso es que devolví la paga y señal.

—¿Y qué haces con esas señoras todo el día? —pregunté, para dejar de hablar de la muerte y de Seth.

—Ah, no es difícil tenerlas contentas. Lo que mi folleto promete es una auténtica experiencia de la Toscana, y eso es lo que les doy. Viven en la casa. Van a comprar al mercado. Y, por supuesto, tres o cuatro veces durante la estancia Mauro las lleva de visita. Siena, San Gimignano, Pienza…

—¿Mauro?

—Mi socio. Un joven chef de Roma.

Nathan partió una ramita por la mitad.

—Sí —continuó Celia—, tengo que reconocer que, si he conseguido una buena reputación en ciertos círculos judíos de Nueva Jersey, Westchester y Long Island, al menos en parte se lo debo a Mauro.

—Nunca entenderé ese apetito de las americanas por los coqueteos no consumados con los espaguetinis —dijo Nathan—. Un o sole mio y se…

Celia le lanzó una mirada airada.

—¿Así que has probado la comida de Mauro? —pregunté a Nathan—. ¿Es para morirse?

—¡No lo sé! Aún no lo he visto.

—Mauro lleva un par de días en casa de su madre. Llega mañana.

—Lo que les pasa a los italianos… —empezó Nathan—. Pensándolo mejor, será mejor que no diga nada.

—No, venga, dilo.

—Bueno, pues mira, el año pasado, por ejemplo, teníamos un italiano en el gimnasio. Asistía por un año a la Escuela de Empresariales de Columbia. Fabio. Un tío bueno, de unos veintiocho años, con uno de esos increíbles pechos italianos llenos de pelo. Una tarde nos estábamos cambiando y se le olvidó cerrar la taquilla. Así que yo, como buen homosexual que soy, aproveché para olerle los calzoncillos…

—¡Oh, Nathan!

—¡Vamos, Celia, no te hagas la remilgada! Me niego a creer que el matrimonio te haya convertido en una mojigata. En fin, volviendo a mi historia, esperé a que no hubiera nadie y luego abrí la taquilla y saqué los calzoncillos de los pantalones. Eran blancos, uno de esos slips europeos, sin apertura por delante. Me los llevé a la cara y los olí así.

Inhaló con gesto teatral.

—¿Y? —pregunté.

—Eternidad.

—¡Por dios, Nathan! —dijo Celia.

—No, Eternidad, el perfume de Calvin Klein. Casi me asfixio. ¡Vaya desilusión! Ni rastro de un olor natural de hombre sano. Además, me había dado cuenta de que siempre llevaba las camisas sin una arruga. ¿Sabes cómo lo hacía? Se metía los faldones de la camisa por los agujeros de los calzoncillos.

—Sí, todos lo hacen —dijo Celia, mientras se salía del sendero y nos conducía por encima de una loma hasta un prado lleno de fleos, boñigas y tomillo silvestre. No muy lejos, mugían y rumiaban unas cuantas vacas blancas y marrones con grandes cencerros colgados del cuello. En el cielo, al otro lado del llameante sol, se alzaba una luna opalescente, y Montesepolcro brillaba bajo sus rayos como una corona enjoyada.

Se hizo el silencio. Tuve la sensación de algo no dicho entre Celia y Nathan, algo compuesto principalmente de amor, pero aleado también con rabia y desaprobación. Y ese algo actuaba sobre la necesidad de Celia como una batidora sobre unas claras de huevo. Lo cual no me sorprendió: todos sabíamos que cierto grado de resentimiento siempre había veteado el afecto que se tenían. De modo que, cuando Celia se volvió de pronto hacia Nathan y dijo: «Esto no puede seguir así», aquello era nuevo…, aquello parecía reflejar nuestra larga ausencia…, era la autoridad lo que marcaba su tono.

Nathan sonrió casi con placidez.

—¿Qué es lo que no puede seguir aquí?

—Todo esto. Es como estar todo el rato dando vueltas alrededor de lo más importante.

—¿Y qué es lo más importante?, si se puede saber.

—Pues… cómo te encuentras.

—Cómo me encuentro. —Sonrió—. De acuerdo, te lo diré.

De salud, muy bien, por lo que sé. De lo demás, me encuentro bastante irreal.

—¿Irreal?

—Como cuando eres pequeño y te preguntas si la habitación entera desaparece en cuanto sales de ella. ¿No te has preguntado nunca eso?

—No —dijo Celia.

—Pues yo sí. De pequeño dudaba de la realidad de todo menos de la mía. De hecho, siempre sólo últimamente, desde la muerte de Martin, he empezado a sentir lo contrario.

Lo miramos confusas.

—Quiero decir que todo es real salvo yo.

—¿Cómo es eso? —pregunté.

—Bueno, para daros un ejemplo, hace un par de semanas, en Nueva York, salía de un bar que está en la parte más degradada del Village Este y vi a una mujer caminando por la calle, era una chica joven. Guapa. Llevaba un albornoz de baño rosa y zapatillas de baño rosa, como las que tenía mi madre, y caminaba, arriba y abajo, arriba y abajo, por aquella terrible calle con meados en las paredes y ampollas de crack. Y de pronto se me ocurrió que quizá no era una adicta al crack ni una vagabunda, sino alguien que soñaba. Ya sabéis, una de esas pesadillas en las que te encuentras en un sitio inesperado, una escuela, una ciudad extraña, con albornoz y pijama. Y vi tan claro que era alguien que soñaba que empecé a preguntarme si yo era de verdad una persona o sólo una figura en el sueño de aquella mujer, una figura que desaparecería en cuanto ella despertara. Pensé que debía de ser terrible para ella preguntarse dónde estaba, por qué no estaba en su cama, y quise correr hacia ella y sacudirla hasta despertarla, para sacarla de la pesadilla. Pero entonces pensé que, si lo hacía, a lo mejor yo desaparecería, como en una nube de humo. Y me asusté muchísimo. Me aterroricé.

Enderezó la espalda.

—Si tú te vas, la vaca se queda.[1] —dijo Celia.

La miramos desconcertados.

El más largo viaje. ¿Os acordáis? Si tú te vas, la vaca se queda. Todos aquellos chicos de Cambridge discutiendo sobre la realidad de la vaca… Yo pensé que Forster decía que la vaca sólo existía cuando estábamos allí para percibirla, pero entonces el profesor, ¿era Crane?, nos recordó que en Inglaterra stop quiere decir «quedarse». Y entonces tú dijiste, lo recuerdo claramente, que a lo mejor una vaca inglesa «se queda», pero que una vaca americana «desaparece».

—Mmm —dijo Nathan.

—Me pareció muy inteligente —dijo Celia—. Pero esa no es la cuestión.

—¿Y cuál es la cuestión?

—La cuestión es que, en Montesepolcro, la vaca se queda. La vaca es real.

—Celia, tú no te quedaste. Cuando más te necesitaba, cuando Martin acababa de dar positivo. ¿Por qué?

—Necesitaba ser el centro de la vida de alguien.

—Eras el centro de mi vida.

—No, tú eras el centro de mi vida. No es lo mismo.

—De todos modos —dijo Nathan, desviando la mirada—, era tu mejor amigo.

—Y yo estaba enamorada de ti. Sí. Ahora puedo decirlo. Tú no querías que fuera cierto, no parabas de fingir que no era cierto, pero lo era. Nuestra relación existía en una realidad diferente de aquella en la que intentabas colocarla. La vaca era real. Yo era la vaca.

—Tú no eras una vaca.

—Cómo que no, los hombres no paraban de llamarme vaca. «Tú, vaca gorda», me decían. Y no te acostumbrabas nunca. Además, ser guapa no servía de nada, puesto que eras indiferente a las mujeres, y yo era indiferente a todo el mundo salvo a ti, y tú no hacías más que dejarme colgada cada vez que algún jovencito jugoso asomaba por el horizonte.

—¡No te dejé colgada nunca!

—¡Memoria selectiva! —repitió Celia—. Me dejabas colgada una y otra vez. Lo que ocurría era que pensabas que a mí eso no me importaba. Pero, Nathan, ¿qué te creías que hacía todas aquellas noches? ¿Que me quedaba viendo a David Letterman por la tele? ¡No! Me quedaba en casa con la sangre hirviendo. —Se frotó las manos en el vestido—. Lo que les pasa a los hombres como tú, Seth es igual, es que os da pánico importar a la gente. De modo que cuando pensáis que habéis herido a alguien, salís disparados. Tiráis las cartas sin abrirlas. No hacéis caso de los mensajes del contestador automático… Pero lo cierto es que yo no desaparecía cuando tú salías de la habitación, por más que a ti te hubiera gustado eso. Me quedaba y sufría.

—Por lo que recuerdo —dijo Nathan—, eras tú quien nunca respondía a mis mensajes.

—Llámalo ataque preventivo.

El silencio siguió a aquel extraordinario estallido de rencor; el silencio y, poéticamente (quizá demasiado poéticamente), el fuerte mugido de una de las vacas.

—Aun así, lo tuyo fue un abandono —observó Nathan al cabo de un rato, aunque su dulce voz llegó demasiado tarde.

—¿Un abandono por el que me castigas ahora? —contestó ella.

Él se quedó callado. Se había levantado una brisa. El sol caía como una moneda de oro en una hucha.

—Será mejor que volvamos —dijo Celia, y dando la vuelta, nos condujo al sendero y al podere.

La cena aquella noche fue un trámite bastante sombrío, aunque delicioso; y, una vez concluido, todos nos retiramos pronto a la cama. Tanto Nathan como yo sufríamos, como ya he dicho, las consecuencias del jet-lag. En cuanto a Celia —recuerdo este detalle de su carácter—, el mal humor le producía sueño.

Antes de proseguir me parece pertinente ofrecer algunos datos sobre la distribución de los cuartos en la casa. En el segundo piso, Celia tenía para ella sola una magnífica suite formada por una sala, un dormitorio, una pequeña cocina y un espléndido baño. Se escapaba a su suite, me explicó más tarde, cuando necesitaba descansar de sus alumnas o cuando estaba Seth allí (cosa que ocurría raras veces). A lo largo del pasillo había cuatro dormitorios bastante grandes, cada uno llamado con el nombre de un color. Uno de ellos (el rojo, junto al cuarto de Celia) era el que yo ocupaba; los otros tres no podían ser ocupados en aquel momento, porque estaban reformando los cuartos de baño. Por último, en el piso de abajo, había tres dormitorios más: dos para invitados y uno para Mauro, que era más bien simbólico, porque pasaba casi todas las noches con su novia en Montesepolcro. El dormitorio de Nathan, el cuarto azul, que estaba situado en parte bajo el mío y en parte bajo el de Celia, compartía un cuarto de baño con el de Mauro; el otro cuarto de abajo estaba, como los de arriba, en proceso de renovación.

Claro que aquella primera noche no sabía nada de todo esto. Lo aprendí todo mucho más tarde, cuando la distribución de las habitaciones empezó a tener consecuencias. Aquella primera noche, en cambio, me fui a la cama llena de inocencia y algo enfadada; pero, aunque estaba muerta de cansancio, no conseguí dormirme. Así que me quedé leyendo un rato, hice el crucigrama y el acróstico del Times del domingo. Al final —ya era medianoche pasada— la inquietud por lo cansada que iba a estar a la mañana siguiente me sacó de la cama y, con la necesidad de hacer algo, fui al cuarto de baño y me hidraté la cara con algunas de las fantásticas cremas Clarins que había comprado en el duty-free del Kennedy. Los rituales del tocador, como los del salón de té, siempre han sido para mí una fuente de consuelo, un recordatorio de que bajo las oscilaciones y las turbulencias de la vida cotidiana corre una corriente más continua, por más que sea una corriente cuya música no tienen paciencia para escuchar la mayoría de los hombres.

En cualquier caso, había completado las tres cuartas partes de ese ritual cuando oí o creí oír un ruido de grava.

Miré por la pequeña ventana del cuarto de baño. Una figura imprecisa parecía estar empujando el coche de Celia: sí, empujándolo, con una mano en el volante y la otra en la puerta. ¿Y quién era esa figura?, me pregunté. ¿Era Celia? Aunque me asomé cuanto pude, no logré distinguir quién era.

Al final, el coche dobló en una curva y desapareció en dirección a Montesepolcro. Desde la lejanía oí el ruido del motor que revivía entre carraspeos.

Bueno, qué cosa más rara, pensé, cerrando la ventana. ¿Adónde demonios irá Celia a esta hora? ¿Y por qué toma tantas precauciones para que no la oiga nadie?

Si es que era Celia. A lo mejor le estaban robando el coche. Aunque ¿quién querría robar un Fiat como aquel?

Era cerca de la una de la madrugada. Cansada de estar cansada, recurrí a medio Valium, que me arrojó a un sueño profundo aunque agitado, un sueño del que desperté poco después de las nueve. Celia y Nathan ya habían acabado de desayunar cuando bajé al comedor.

—Buenos días —dijo Celia.

—Buenos días.

Miré por la ventana y descubrí el Fiat en su lugar habitual.

—¿Has dormido bien? —preguntó Celia, sirviéndome café.

—No demasiado. Lo típico del jet-lag: primero estaba cansada, después me desvelé por completo y, al final, el ruido ese. ¿Lo has oído?

—Celia siempre dormía con tapones —interrumpió Nathan—. ¿Te los sigues poniendo?

—La verdad es que sí. Nunca oigo nada por la noche.

—Así que no…

Nathan me dio una patada por debajo de la mesa.

—No… ¿qué?

—Nada, nada. Debo de haber tenido un sueño raro. De esos en los que no estás segura de si algo es real. ¡Como la historia de Nathan!

—Prueba esta mermelada de albaricoque —dijo Nathan, alcanzándome el tarro—. La ha hecho Celia.

—Voy a buscar más pan.

Apartó la silla, que chirrió de modo horrible sobre las baldosas, y se dirigió a la cocina.

Nathan me hizo un gesto para que me callara.

—De acuerdo —susurré.

Volvió con una ingeniosa panera hecha con tablillas de madera de olivo colocadas sobre una bandeja que servía para recoger las migas.

—Celia me estaba contando el plan del día —anunció Nathan.

Y se lanzó a un recitado de alimentos e itinerarios que consiguió distraernos con éxito a los tres del tema del ruido.

Cuando acabó, Celia se levantó y empezó a retirar los platos.

—Te ayudo —dije, de modo casi automático.

Nathan no se movió.

—Típico —murmuró Celia.

Cargó el lavavajillas. Y luego dijo:

—Bueno, tengo que irme.

Resultó que había quedado para ir al mercado con Mauro, quien esperaba aprovechar nuestra visita para ensayar algunas recetas nuevas.

—Es decir, si no os importa hacer de conejillos de Indias —añadió.

—¿Importarnos? ¿Por qué habría de importarnos? —pregunté mientras la seguíamos por el patio.

—Sobre todo si Mauro es el gran cocinero que dices que es —añadió Nathan.

—Me parece que no os defraudará. Bueno, hasta luego.

Se fue con el coche.

Nathan se dio la vuelta hacia mí.

—Gracias —dijo.

—Nathan, ¿qué demonios pasa?

—Te debo un favor, Lizzie. Me has encubierto.

—¿Has sido tú el que se ha llevado el coche de Celia esta noche?

Asintió.

—Pero ¿por qué todo este secreto?

—No le había pedido permiso.

—¡Ah! —Me eché a reír—. Bueno, por lo menos no es que yo también alucine.

Nathan aceptó la pulla sin pestañear.

—Pensaba que nadie me oiría. Contaba con los tapones de Celia… y con que tú estuvieras dormida.

—No lo estaba.

—Y tuve cuidado. Conduje con mucho cuidado.

—Nathan, no es ante mí ante quien tienes que justificarte. No era mi coche.

—¿Cómo te sentirías si lo hubiera sido?

Medité la pregunta.

—Perpleja. Enfadada, a lo mejor. Pero esa no es la cuestión, porque no soy Celia.

—De todos modos, quiero contarte por qué cogí su coche. Y lo que sucedió. En realidad, quiero contártelo, por si…

—Por si… ¿qué?

Se sentó en un pequeño banco de hierro colado. Me senté junto a él.

—En primer lugar —dijo—, me tienes que prometer que no se lo dirás a nadie.

—Por supuesto.

—Y también me tienes que prometer que no vas a decirme que soy un canalla. Ya sé que soy un canalla. No necesito reproches.

—Tranquilo.

—De acuerdo.

Y me contó la siguiente historia.

Al parecer, la noche anterior, también Nathan se había ido a la cama sin sentirse demasiado bien. Y no era que no encontrara cómoda la habitación que le había dado Celia. Las viejas vigas, el techo inclinado, el sofá descolorido con lejía, el armario y el secreter, todo ello, según contó, hablaba de permanencia y ocupación. Todo invitaba a colgar ropa arrugada, a sacar bolígrafo y papel. La habitación podía haber sido la de Van Gogh en Arles, salvo que las paredes estaban desnudas, puesto que, en deferencia a su educación judía, Nathan había descolgado cuidadosamente de su clavo la pequeña Madonna colocada sobre la cama.

Como yo, había intentado, y no había conseguido, dormir. Así que encendió la luz de la mesita de noche e, incorporándose en la cama, miró el despertador. Las doce y veinte: temprano, según los parámetros neoyorquinos. Se le ocurrió una idea descabellada. En Florencia, donde había permanecido un par de noches antes de ir a Montesepolcro, había a lo largo del Arno un atractivo parque al que acudían regularmente hombres a mansalva en busca de sexo. En ese momento el recuerdo reciente de ese parque lo aguijoneó. ¿Por qué no aquella noche? Pero no, era imposible, Florencia estaba a muchos kilómetros de Montesepolcro; además, no tenía coche.

Pero Celia tiene coche, lo interrumpió una voz en su cabeza. Y la descabellada idea —la vergonzosa idea— prendió.

Se vistió, se metió de puntillas en el cuarto de baño, se lavó los dientes y la cara. El ruido de la cadena del water lo hizo estremecerse. No quería despertar a Celia. Y lo peor fue que la cisterna empezó a rellenarse ruidosamente, como un perro sediento lamiendo agua. De todos modos, razonó, si la cadena la había despertado, el ruido de la cisterna al menos amortiguaría sus pasos al bajar por la escalera.

En la cocina, encendió la luz. Había pensado que tendría que buscar las llaves de Celia, pero estaban sobre la encimera, por lo que sacó del llavero una que tenía una pieza de plástico negro y cruzó en silencio la puerta. El aire estaba tranquilo y transportaba el aroma del jazmín. Nathan procuró caminar lo más suavemente que pudo por el camino de grava. Luego, se metió en el Fiat, lo puso en punto muerto y lo empujó por la carretera hasta que la casa dejó de verse. Sólo arrancó cuando creyó que nadie podría oírlo. El motor se puso en marcha, y Nathan se alejó, deshaciendo el camino por el que Celia lo había llevado dos días antes, por el arco en el muro del pueblo, los sinuosos pliegues del turbante, el puente de madera y la ladera de la colina, más allá de la estación. Allí, milagrosamente, apareció un letrero que decía: FIRENZE. Unos minutos más tarde estaba en una carretera despejada.

Tavarnelle…, San Donato…, San Casciano… En el cuentakilómetros de Celia se acumulaban los kilómetros. Nathan esperaba que no se diera cuenta de la diferencia de números. En cualquier caso, condujo deprisa y, como había poco tráfico, a eso de la una y media entraba en Florencia. Su buen sentido de la orientación le permitió localizar el Cascine sin demasiados problemas.

Satisfecho consigo mismo, salió del coche. La luna estaba en lo alto del cielo. Más allá de aquel estrecho sector de parque, el río brillaba pálidamente. La noche era cálida y benigna, tanto que incluso las prostitutas transexuales que ejercían su oficio a lo largo del Viale le parecieron envueltas en inocencia.

Mientras tanto, los árboles se agitaban con el viento y los hombres se agitaban entre los árboles.

Dejó el Viale y entró en el boscoso enclave en el que la regularidad de la planificación urbana —árbol, banco, árbol, banco— no excluía lo agreste. Era por los murciélagos. Estaban por todas partes, revoloteaban por las orillas, rozaban el agua que parecía llena de árboles: un segundo parque, subacuático, por el cual, si se zambullía, Nathan pasearía boca abajo. Las cigarras se interpretaban a sí mismas y, a medida que sus ojos se acostumbraban al entorno, las sombras se coagularon en hombres y muchachos, algunos sentados en bancos, otros charlando en grupos o junto a los árboles. Nathan encontró un árbol libre y adoptó su posición estándar para esa clase de empresa: las piernas separadas, una mano colgando de una trabilla del pantalón, la otra apoyada en la cadera, que proyectaba ligeramente hacia adelante.

Se colocó de este modo y, abriendo mucho los ojos, contempló la apasionante oscuridad.

Frente a él, un muchacho apoyado en un árbol le devolvió la mirada.

Nathan separó aún más los pies.

¡Qué árbol tan maravillosamente cómodo!, se encontró pensando. Parecía creado expresamente para acomodar los contornos de su cuerpo: un árbol Birkenstock. Parecía como si lo sujetara. Le dio la impresión de sentir los dedos de la corteza haciéndole un masaje en la parte de abajo de la espalda y se maravilló de la capacidad del cerebro para la alucinación táctil.

El borroso muchacho se apartó entonces de su árbol y atajó por un sendero al sur de Nathan. Se miraron cuando pasó. Sin embargo, la oscuridad era irritante; no logró distinguirlo lo bastante bien como para decidir si era o no atractivo.

A continuación, el muchacho se dio la vuelta, volvió sobre sus pasos y adoptó, como por casualidad, su postura habitual, aunque esa vez junto a Nathan.

Ciao —dijo.

Ciao —respondió Nathan.

Silencio. El muchacho tenía el cabello negro y la piel clara. En la delgada camiseta blanca se dibujaban a la perfección las hondonadas y las colinas de su pecho.

Nathan no necesitaba mirarlo: incluso desde lejos era capaz de sentir las oleadas de deseo que irradiaba el cuerpo del muchacho, era capaz de sentir, como si fuera su propio pulso, el martilleo del joven corazón.

Le levantó la camiseta y metió la mano bajo ella. El muchacho contuvo el aliento; el abdomen se tensó. Nathan fingió no darse cuenta. Escrutó a los otros hombres de las proximidades mientras su mano, inevitable, continuaba el viaje ascendente hasta descansar sobre el pecho del muchacho y acariciar, con la lacónica libertad de la propiedad, primero uno y luego otro pequeño pezón. Entonces, la opresión católica cedió de repente, y el muchacho se abrazó a Nathan, le manoseó el pecho, le plantó la boca en la mejilla, buscó bajo la camisa y agarró músculo, grasa y vello. Sin embargo, carecía de delicadeza; era una farsa sexual; le retorcía los pezones sólo porque Nathan le había hecho lo mismo. Era un novato. ¡Y qué cansado estaba de iniciar a novatos! Parecía inevitable que atrajera a muchachos como aquel, nunca a hombres de su tamaño o su edad…

En aquel momento, el árbol habló.

Nathan se quedó paralizado.

El árbol habló. Y su voz fueron juncos del río en la brisa.

Cosa? —preguntó el muchacho.

—Chist —dijo Nathan—. Escucha…

Polizia?

—No, no…, una voz…

Non capisco

—Chist.

Permanecieron en silencio. El muchacho volvió a retorcerle los pezones. Nathan lo apartó. Sacando la mano, el muchacho volvió a meterse la camiseta y se alejó con un insolente: «Ciao». Nathan apenas se dio cuenta, puesto que la voz había regresado, vaga, acariciadora.

De pronto, descendieron dos ramas y se le enroscaron alrededor del pecho.

El pánico es instantáneo. No considera las consecuencias ni las imposibilidades, sólo la forma más rápida de salvación. Y el pánico le dijo a Nathan que se apartara a toda prisa de aquel árbol. De modo que intentó dar un paso, pero las ramas se cerraron sobre él, inmovilizándolo, y, cuando intentó liberarse, se estrecharon aún más, vaciándole los pulmones de aire. Quiso gritar, pero no tenía aliento, lo único que pudo hacer fue empujar, con ambos puños, aunque el árbol insistía en sujetarlo.

Le pareció que el árbol estaba a punto de derrumbarse a causa del esfuerzo, y sin embargo se apoderaba de él. Sintió avanzar la corteza sobre su piel, entrar en sus pantalones. Notó el sabor de la corteza en la boca.

Sólo era capaz de empujar ciegamente, con todas las fuerzas, para aprovecharse de lo que percibía como una flaqueza momentánea del árbol.

De pronto se vio libre, con ramas rotas en una mano.

Un aullido llenó el aire y luego se apagó. El árbol estaba a cierta distancia. Un árbol normal y corriente. Él estaba arrodillado, en el suelo. No conseguía respirar, intentaba aspirar grandes bocanadas de aire. Mientras tanto, a su alrededor, los hombres se alejaban de él, puesto que había provocado un alboroto y a las dos de la madrugada una atmósfera tan delicada como la del Cascine se fractura con facilidad.

A pesar de sus esfuerzos, no conseguía recuperar el aliento.

Un abanico de murciélagos descendía en picado sobre el río. Lo único que deseaba era salir de allí, así que volvió tambaleándose hasta el coche, metió la llave en el contacto y se alejó. Sin embargo, le temblaban las manos y, temiendo tomar una dirección equivocada, se metió en una gasolinera abierta toda la noche. Aparcó el coche, se echó para atrás, cerró los ojos, contó las respiraciones hasta que volvieron a ser estables, regulares. A continuación, se dirigió a los servicios; estaba de pie delante del lavabo, lavándose las manos, cuando se miró al espejo y vio que tenía la camisa manchada de sangre.

Se quitó la camisa, volvió a mirarse al espejo. Ni un rasguño.

No era sangre, entonces. Jugo de baya. Algo frotado contra algo…, tomates…, sangre de alguien…

Lanzó la camisa bajo el grifo y la aclaró con furia hasta que las manchas se volvieron de un rosa pálido. A continuación la tiró a un cubo de basura y, sin camisa, volvió al coche de Celia.

Durante todo el camino hasta la salida de la autostrada se preguntó si estaba volviéndose loco, y cuando entró en Montesepolcro, se hallaba convencido de ello. Luego, al acercarse a la casa de Celia, se dio cuenta de que la camisa demostraba que no podía estar loco.

La camisa que había tirado.

¿Soñaba? Debía de estar soñando, decidió, y recordó que una vez siendo niño su madre había contestado a la pregunta: «¿Cómo sé cuándo estoy soñando?» diciéndole que se pellizcara, así que se pellizcó y le dolió, de forma que supuso que no soñaba.

En casa de Celia nada había cambiado en su ausencia. El lugar respiraba envuelto en su sueño. Abajo, en el oscurecido valle, se deslizó un tren. Como un tenue rayo de luz en movimiento.

Se dirigió sigilosamente hacia la pérgola y miró la hora: las tres. Aún le podían quedar cinco o seis horas de sueño, aunque fuera irregular y escaso. De cualquier modo, era posible que el día siguiente trajera consigo mayor claridad.

Llegó a la puerta de la cocina y descubrió que estaba cerrada.

En el bolsillo sólo tenía una llave, la llave del coche…

Durante unos segundos sacudió el pomo, como si eso fuera a servir de algo…, y luego rodeó la casa e intentó entrar por la puerta principal. Tampoco se abrió.

Cerró los ojos, apoyó la frente contra la fría pared de piedra, trató de llorar y, tras fracasar en el intento, volvió a la pérgola y se echó, desesperado, en una tumbona. No hay que olvidar que iba sin camisa y que la noche estaba invadida por los mosquitos. Al darse cuenta de su vulnerabilidad, cogió una toalla que Celia había dejado fuera, se cubrió el pecho y meditó sobre las opciones que tenía. Podía despertar a Celia; sin embargo, hacerlo era arriesgarse a que ella descubriera que le había cogido el coche, y no sabía mentir demasiado bien. La otra cosa que podía hacer era dormir en la tumbona y que Celia lo encontrara por la mañana. Cuando le preguntase qué hacía allí, le diría que se había levantado temprano, había ido a dar una vuelta y no había podido entrar. Aunque ¿cómo explicar las picadas de mosquito que sin duda lo cubrirían, por no hablar ya de la falta de camisa? Y, sobre todo, ¿cómo convencer a Celia, la persona que más lo conocía, de que él —la persona menos madrugadora del mundo— había hecho algo tan improbable como levantarse al alba y salir a pasear sin camisa?

No, decidió, era mejor afrontar las consecuencias, llamar al timbre, inclinarse ante la justificada furia de su amiga y esperar, como había esperado tantas veces antes, que se apiadara de él. Y, sin embargo, ¿no tendría más posibilidades con ella por la mañana? Sin duda una Celia que hubiese dormido toda la noche de un tirón se mostraría más comprensiva que una Celia arrebatada bruscamente de su sueño.

En cualquier caso, observó el cómico judío que había en él, podría ser peor. Podría estar lloviendo.

Y entonces tenía que haber empezado a llover, pero no llovió. Volvió a cerrar los ojos. No deseaba preocuparse por lo que pasaría a la mañana siguiente, ni pensar en el árbol, ni contemplar la nada emocionante perspectiva de su regreso, dos semanas después, a Nueva York. En su recuerdo aún persistía el regusto a corteza.

Al final se quedó dormido. Aunque el sueño en el que cayó era demasiado débil como para borrar los sonidos y la cambiante luz, y tampoco era lo bastante profundo como para amortiguar su percepción del paso del tiempo, una percepción a cuya sombra el tiempo progresaba con desesperante lentitud. Tampoco se vio ese sueño libre de interrupciones; en realidad, la más mínima perturbación lo sacaba de él y lo enfrentaba a la cruda conciencia no sólo de su dilema, sino del dilema que era toda su vida.

Por fin, llegó el alba. Pareció alzarse desde el fondo del mundo, y la luz, que renace cada día sin recuerdo, en su naciente inocencia se dirigió a alguna naciente inocencia en Nathan, haciéndole creer que era posible perdonar las heridas, condonar las deudas, hacer retroceder el tiempo. Las posibilidades danzaban ante sus ojos, unas posibilidades que, lo sabía, al cabo de unas pocas horas quedarían agostadas por el lúgubre brillo del mediodía. Sin embargo, en aquel momento seguían vivas.

Y entonces, de pronto, dos perros con manchas marrones y blancas empezaron a lamerle las manos y le obligaron a abrir los ojos, a incorporarse y a dar unas palmaditas a la suave y moteada cabeza de uno y luego a la del otro.

—Perro bonito —murmuró—. Te portas bien, ¿verdad?

Un gorrión pasó a unos centímetros de su cara.

Alzó la vista y vio de pie ante él a un joven alto, también descamisado, con un pecho casi sin vello que brillaba a la temprana luz y la pálida piel llena de vitalidad, como si se la hubieran entregado hacía poco. El joven tenía en la cara una expresión intermedia entre la cautela y la diversión. De su cuerpo emanaba un olor a limones.

Sonrió torciendo la boca. En conjunto ofrecía una impresión de belleza extraordinaria pero insólita, una belleza resaltada por el hecho de que bizqueaba ligeramente. En realidad, podía haber sido uno de los caballeros de Bronzino, despojado, en ese momento, de los brocados y la portañuela; un caballero que regresaba de un baño en el bosque o de pasar una hora retozando con una doncella.

—¡Luna, Venta, venite! —dijo el joven.

Y los spaniels se acercaron a él. Torpemente, Nathan se sentó. La toalla se le cayó del pecho, y se preguntó si la recogía o no.

El joven le preguntó algo complicado en italiano.

Scusa?

—Ah, eres americano —dijo entonces en correcto inglés—. Debes de ser uno de los invitados de Celia.

—Sí, soy Nathan.

—Yo soy Mauro.

La mano que le tendió tiró de Nathan y lo puso en pie.

—¡El chef!

—¡Chef! No soporto esas palabras francesas. Cocinero me parece estupendo. ¿Y tú? ¿Te ha obligado Celia a dormir fuera por alguna razón?

—Se me ha cerrado la puerta —dijo Nathan, y miró la hora—. ¡Las seis y media! ¿Siempre llegas tan temprano?

—Por lo general, no —dijo Mauro—. Es que esta noche he estado durmiendo en casa de mi novia en Montesepolcro… Bueno, supongo que querrás entrar.

—¿Tienes llave?

—¡Claro!

Y entonces Mauro se dirigió a la puerta de la cocina, sacó del bolsillo un llavero lleno de llaves y la abrió.

—Haré café —dijo, mientras entraban, y sacó de un armario alto el café en grano para molerlo.

No se había preocupado de volver a ponerse la camisa, y Nathan, admirando los apretados músculos de la espalda de Mauro, lamentó su propia desnudez. Al fin y al cabo, siempre había sido de ese tipo de personas a quien favorecía más estar vestido.

—Creo que voy a ducharme —dijo a continuación, y subrepticiamente volvió a colocar la llave del coche en el llavero de Celia.

Bene —dijo Mauro, vertiendo leche en un cazo—. Y cuando vuelvas, a lo mejor me cuentas lo que ha pasado…, por si tengo que mentir por ti.

Le lanzó a Nathan una sonrisa radiante. No había cálculo en ella, sólo buen humor y un poco de timidez.

—Sí, claro —dijo Nathan—, luego te lo cuento todo.

Y partió, entre efluvios de café, a ducharse.

Más tarde, por supuesto, pude ser más coherente; pude pensar por mi cuenta. Sin embargo, aquella mañana, mientras Nathan terminaba de contarme su historia, me quedé literalmente sin palabras. En el fondo, ¿qué podía decirle cuando mi propia experiencia con lo «sobrenatural» se limitaba a un único encuentro con un aparente poltergeist que en cierta ocasión rompió algunas de las mejores piezas de porcelana de mi madre? En aquel caso, el poltergeist resultó ser mi hermano Eddie, que tenía problemas con las drogas; de todos modos, dudé en ofrecerle el ejemplo a Nathan para que no pareciera que intentaba racionalizar y menospreciar lo que le había sucedido. No era eso lo que pretendía. Al contrario, sentía que tenía que aceptar aquel relato, aceptarlo con toda su singularidad y su carga de terror atávico.

En cambio, Nathan parecía no creerse a sí mismo o, al menos, parecía decepcionado por mi credulidad.

—Bueno, ¿quién puede asegurar que no estaba alucinando? —preguntó.

—¿Crees que estabas alucinando?

Lo pensó unos instantes.

—No. Aunque si de verdad estoy psicótico, difícilmente puedo valorar los parámetros de mi propia psicosis, ¿no?

—Quizá. O quizá sucedió de verdad algo.

—¿Se supone que eso tiene que consolarme?

—¿No te consuela?

—¡No! ¡En absoluto!

—¿Por qué?

—Porque si no fue real, soy otro desgraciado más que se vuelve loco. En cambio, si fue real, entonces es el mundo el que se vuelve loco. Y puede suceder cualquier cosa.

—Sí, comprendo lo que quieres decir.

Permanecimos en silencio durante unos instantes.

—En cualquier caso —concluyó—, por lo menos ahora lo sabes. Así que si mañana desaparezco, no pienses que me he ido a ninguna parte. Habla con los árboles.

Como no parecía que pudiera replicar gran cosa a eso, entramos en la cocina y bebimos un poco de zumo de naranja sanguina que sacamos de un tetrabrik de la nevera. Llegó Celia.

—Hola, muchachos —dijo, con las manos llenas de cebollas—. Por Dios, ¿os habéis pasado todo este rato sentados aquí recordando los viejos tiempos?

—Algo así.

Sonreímos con cierta incomodidad. Mientras tanto, justo al otro lado del umbral, esperaba Mauro. Pensé que su mirada se cruzaba nerviosamente con la de Nathan antes de atreverse a entrar y, tendiendo la mano, presentarse.

Ahora, unas palabras sobre Mauro. No se podía negar que era guapo. Aunque yo no habría comparado al rescatador de Nathan, como había hecho él, con un caballero de Bronzino; su autopresentación había sido demasiado decididamente moderna para eso. A pesar de ello, no era posible pasar por alto el hecho de que en algunos rostros italianos todavía perdura esa aristocrática hosquedad que anima los retratos del Renacimiento. Y en Mauro —¿de qué otro modo decirlo?— la sangre hablaba. Sí, la sangre hablaba, y era en los tobillos, bronceados y elegantes en sus náuticos, donde curiosamente más hablaba.

Tras el almuerzo, fuimos andando los cuatro a Montesepolcro a tomar un café en el bar Garibaldi. Los turistas tienen toda la razón al observar que en cada pueblecito toscano hay un bar Garibaldi, un bar Centrale o un bar Italia; una observación a la que sólo añadiré que, en aquel bar Garibaldi concreto, un muchacho pelirrojo colocaba trozos de coco en una bandeja giratoria de tres pisos; lánguidamente, la bandeja giraba; lánguida, muy lánguidamente, unos hilitos de agua salían de un surtidor de la parte de arriba para, en apariencia, humedecer el coco, pero en realidad, creo, imitando de forma vaga esas espléndidas fuentes que en los jardines acuáticos del Renacimiento despedían chorros que luego caían sobre artísticos arreglos de piedra esculpida. O, por lo menos, así fantaseaba mi imaginación, una imaginación rebosante aún de ese asombro que tan a menudo marca los primeros días del visitante en Italia. Un asombro que no es posible sentir dos veces. Es como el placer que acompaña la primera lectura de una gran novela, algo a lo que luego podemos acercarnos pero nunca replicar, de tal modo que al margen de los cariñosos regresos que uno haga, al margen de las bandejas de coco que uno vea, siempre debemos envidiar los ojos vírgenes del neófito.

Volvamos, sin embargo, a la historia: como es habitual entre los italianos, tomamos el café de pie. Mauro y Nathan, observé, fingían que acababan de conocerse, un pequeño disimulo un tanto teatral con cuya representación Nathan pareció recuperarse considerablemente. Jamás negaría que es la clase de persona en quien la tortuosidad siempre provoca una pequeña emoción. En cuanto a Celia, no sabía si tenía alguna idea de lo que había ocurrido durante la noche; de ser así, en absoluto lo dejó traslucir. En lugar de eso, se dedicó a sorber el café con placidez. Quizá también ella disimulaba; sobre todo ahora, tengo mis dudas. O quizá era cierto que no se había percatado de la cifra de su cuentakilómetros.

El caso es que estábamos en el bar Garibaldi, y Mauro le contaba a Nathan el plato que él y Celia tenían intención de preparar para la cena.

—Se llama Genovese —dijo—, a pesar de ser napolitano, porque los genoveses tenían muchas trattorias en Nápoles…

—Básicamente es un estofado de carne hecho con unos cinco kilos de cebollas —dijo Celia—. Y se deja en el fuego durante horas. Primero se come la pasta con el sugo, es decir, las cebollas, vino blanco y lo que ha soltado la carne…

—Pasta lisce, no rigate.

—Y luego se come la carne como secondo.

—Parece delicioso —dije.

—Hablas inglés muy bien, Mauro —dijo Nathan—. ¿Dónde lo has aprendido?

—Mauro estudió dos años en la Universidad de Minnesota.

—Además, mi madre es medio estadounidense. He pasado varios veranos con mi familia de Milwaukee.

—Ah, eso lo explica todo. ¿Y tiene éxito la cocina romana en Milwaukee?

—Siempre que no pongas demasiado peperoncino.

—En lo que a mí respecta —dijo Celia—, no es posible poner demasiado peperoncino.

—Sí, me acuerdo de eso —dijo Nathan—. Íbamos mucho a una pizzería griega —añadió dirigiéndose a Mauro—, y Celia le echaba tanto chile a la pizza que, si se manchaba los dedos y luego se frotaba los ojos (y siempre se estaba frotando los ojos), se le hinchaban y no paraba de llorar.

—¿Una pizzería griega? Qué raro. Celia no me cuenta muchas cosas de su época universitaria.

—¡Vaya, pues hay un montón de historias que contar! Celia, ¿no tienes por ahí ninguna foto vieja?

—Las quemé todas. —Apuró el café—. Bueno, ¿qué tal si volvemos a casa y empezamos a pelar cebollas?

Y volvimos a casa y empezamos a pelar cebollas: los cuatro en la cocina, dedicados a pelar y pelar. Y qué diferencia, pensé, entre la cara de Mauro, con su nerviosa vivacidad, la cara de mi exmarido Bill, que al acercarse a la cuarentena empezaba a tener papada, y la cara de Nathan, a cuyos maduros contornos el inalterado repertorio de expresiones juveniles daban ya un aspecto cómico ¡e incluso de payaso! Pobre Nathan. No salía bien librado de la comparación. Porque era evidente que Mauro, aunque no pasaba de los veintisiete o los veintiocho años, se sentía cómodo siendo un hombre; en realidad, era probable que se hubiera sentido cómodo siendo un hombre antes incluso de serlo. Nathan en cambio parecía atascado en una suerte de adolescencia perpetua; y, allí donde sus facciones se volvían cada día más masculinas y duras, el espíritu que las animaba seguía siendo el de una infancia agravada e incluso agraviada: una infancia que había durado demasiado tiempo.

Cebollas, cebollas. Empezaron a llorarme los ojos. Mientras tanto, al otro lado de la habitación Mauro le describía a Nathan el vino tinto que acababa de comprar en la cantina.

—Es de la zona de Ancona y sabe a violetas —dijo.

Y siguió hablándole de ciertos aspectos técnicos de su composición —de taninos y cosas así—, de esos que son siempre tan aficionados a soltar (mi marido era igual) los hombres heterosexuales; y lo curioso fue que Nathan, a quien solían aburrir los detalles, bebió aquel conocimiento con tanta avidez como si fuera el mismo vino.

—Mauro, ¿por qué no llevas a Nathan a esa enoteca de Siena? —propuso Celia—. A lo mejor le gusta.

—¿Te gustaría ir? —preguntó Mauro.

—Me encantaría.

Así que poco tiempo después la Genovese estaba hirviendo en la cocina, y Mauro y Nathan partieron camino de la enoteca de Siena, dejándonos a Celia y a mí charlando solas y ocupándonos del huerto.

—Cuéntame más cosas de Mauro —dije cuando se fueron, mientras Celia recogía hojas de escarola para la ensalada de la cena.

—En realidad, no hay mucho que contar. Es un chico muy agradable.

—Guapísimo, si quieres que te lo diga.

Alzó la vista de las lechugas.

—Vaya, ¿acaso te interesa, Lizzie? —preguntó con tono un poco cortante.

—Tiene novia, ¿no?

—¿Cómo lo sabes? ¿Te lo ha dicho?

—Bueno, lo he supuesto. Un muchacho tan atractivo…

Celia volvió a las escarolas.

—Sí, claro, tiene novia. En realidad, gracias a ella conseguí que trabajara para mí. Antes de contratarlo, trabajaba en Roma, en una trattoría a la que íbamos mucho Seth y yo, un lugar maravilloso; una noche nos pusimos a hablar los tres y él mencionó a su novia. Era de Montesepolcro, y él estaba buscando un trabajo por la zona.

—¡Qué coincidencia!

—Sí, podría decirse que fue algo providencial.

—Espero que no rompan. ¿Volvería a la trattoría de Roma?

—A lo mejor. No sé. Me parece que le gusta estar aquí. Duerme todas las noches en casa de ella —añadió—. Algo muy italiano. Se cuela después de que los padres se hayan ido a dormir. Ellos fingen que no se dan cuenta.

Su cesta estaba tan llena que las hojas sobresalían.

—Ah, Celia —dije, pues estaba un tanto soñadora—, quizá un muchacho como él sería la respuesta a mis problemas. ¿No crees? Educado, agradable a la vista. Después de Bill, ya he tenido bastantes americanos complicados.

—Pero los italianos no son tan sencillos como todo el mundo cree.

—Vaya…

—Son presumidos, petulantes y se creen pequeños dioses por culpa de sus madres. Lo cual no quiere decir que no tengan cierto atractivo. No voy a negarlo. De todos modos, seamos realistas, ¿cómo construyes una vida con un muchacho como Mauro? No tendrías nada de que hablar, salvo de comida.

—Bueno, ¿quién dice que haya que hablar?

—Oscar Wilde dijo que la conversación tiene que ser la base de cualquier matrimonio.

—Oscar Wilde es como Freud. Todo el mundo cree que, porque dijo algo, ese algo es automáticamente cierto.

—¿Y en este caso no lo es? En fin, la conversación es importante. Seth y yo, por ejemplo; lo único que nos sale bien es conversar. Hablamos continuamente por teléfono, sobre libros y música, Italia y Estados Unidos. No sabría prescindir de eso.

Me pregunté por qué lo decía. ¿Le había pedido alguien que prescindiera?

—Bueno, yo he prescindido y tengo que decir que me siento mucho mejor. No es que no comprenda tu punto de vista —continué—. Pero un romance de vacaciones con un apuesto italiano… no me importaría, Celia. —Le di un golpecito en las costillas—. No tendrá Mauro un hermano, ¿verdad?

—Tres. Dos casados y uno de diez años.

—Vaya suerte la mía.

Volvimos a la cocina, donde Celia lavó la ensalada y la dejó secándose en un paño de cocina. Luego se unió a mí a la mesa.

—Lizzie, ahora que estamos solas —dijo—, me gustaría hablar un poco más de Nathan contigo.

Para variar, pensé. En su presencia, Celia siempre parecía irritada con Nathan, mientras que cuando estábamos solas, su tono se volvía conciliador, incluso maternal.

—Adelante.

—Bueno, ante todo, ya sabes que él y yo siempre hemos tenido una relación complicada. Estaba enamorada de él, de modo que me irritaba cuando me trataba como a una hermana. Me irritaba. Y aún me irrita.

—¿Tanto como antes?

—Menos. He madurado, supongo. De todos modos, la preocupación sigue existiendo. Y además es natural que me preocupe por él. ¿Qué le depara el futuro?

—Se me hace difícil preocuparme demasiado por alguien tan rico como Nathan —observé con sentido práctico.

—Sí, claro. Y, sin embargo, ¿no te preguntas a veces qué va a ser de él, dejando de lado el dinero? No tiene una carrera de la que hablar. Además, en todo el tiempo que nos conocemos, salvo Martin, no ha tenido nunca un novio estable. Y Dios sabe que ya no es tan joven, Lizzie.

—Bueno, a lo mejor es la clase de persona que es más feliz sola.

Jugueteó con el anillo de boda.

—Supongo que me sorprende que tras seis años sus necesidades no hayan cambiado. Nada ha cambiado. Aparece y se muestra exigente e insensible. Como el otro día, cuando lo recogí en la estación. Automáticamente, fui yo quien le llevó las bolsas al coche. ¡Y él ni siquiera hizo el gesto de detenerme!

—Pero eso es el cartelito de la patada, Celia.

—¿El qué?

—Bueno, un niño se acerca a otro niño más pequeño, finge darle una palmada en la espalda, pero en realidad le coloca un cartelito que dice: «Dame una patada». Y luego todos los demás niños le dan patadas, hasta que algún adulto se da cuenta.

—¿Y me estás diciendo que llevo un cartelito de patada en la espalda?

—A Nathan quizá le cueste resistirlo.

Celia pareció reflexionar sobre eso un momento. Luego dijo:

—Bueno, pues si es así, si llevo encima, como dices, un cartelito de la patada, fue Nathan quien me lo puso. Me lo puso hace diecisiete años, la primera vez que entró en mi habitación de la residencia de estudiantes.

—¿Eso significa que sólo él te lo puede quitar?

—Oh, no. Ya me lo he quitado yo sola.

—¿Ah, sí?

Celia se levantó y mordisqueó un trozo de lechuga.

—Bueno, en cualquier caso, lo que digo es que no me preocuparía demasiado. Por ejemplo, si Nathan se estuviera volviendo majara, dudo mucho que hubiera mostrado semejante interés por el vino… o por Mauro.

Celia cruzó los brazos.

—Ah, no, con Mauro no llegará a ninguna parte. Es decididamente heterosexual.

—¿Un reto, pues?

—Un reto que nunca superará.

Sacó una hoja muerta de su planta de albahaca.

—¿Sabes cuál es mi problema? —dijo entonces—. Hay demasiada comida en mi vida. No te lo puedes imaginar. Esta semana es una excepción. Por lo general, lo que hay son norteamericanas y cocina y más cocina. Tanta cocina que se pierde toda relación con el comer. Y tienes que tener hambre todo el rato, Lizzie: no puedes cocinar si estás llena. Fue así como adelgacé. Y al cabo de poco lo único que ves es comida. La hierba te parece espagueti. Las almejas de la playa son almejas para la pasta. ¡Y el olor! Ese olorcito a cebolla siempre en la punta de los dedos. —Sacudió la cabeza—. Nunca pretendí ser cocinera. En Mauro, es algo natural. Tiene instinto para estas cosas; pero yo soy sólo una esclava de las instrucciones.

—Vamos, dudo que…

—Lo único que quería era vivir aquí, en esta casa, en esta comarca. Esa fue la única razón por la que me metí en este negocio, para que pudiéramos tener tranquilidad, y un lugar para que Seth trabajara en sus traducciones.

—Pero si nunca está aquí.

—Bueno, a veces viene a pasar un par de días; pero entonces hay demasiado ruido, o una de las clientas le pide que le prepare una bebida o que le arregle la ventana del dormitorio, como si fuera el botones o algo así. Y eso no lo soporta. Como mucho aguanta cuarenta y ocho horas y luego se vuelve a Roma.

—¿Te importa?

Se encogió de hombros.

—Si quieres que te diga la verdad, me es bastante igual. Cuando estamos juntos, discutimos. En cambio, por teléfono tenemos unas conversaciones fantásticas. Una relación muy de los noventa. Si seguimos así, sólo nos trataremos por correo electrónico.

Se acercó a la cocina, levantó la tapa de la Genovese. Del humeante interior surgió una embriagadora niebla que me empañó las gafas y me obligó a limpiarlas con una servilleta.

—Albahaca —dijo Celia, probando el plato.

Arrancó unas pocas hojas de la planta que florecía en el alféizar y las partió encima del sugo. Y qué exuberante me pareció esa planta en aquel momento —reluciente, incluso excesiva—, como si Celia, igual que la Isabella de Boccaccio, hubiera enterrado la cabeza de un amante en el suelo y luego la hubiera regado con sus lágrimas.

Revolvió, probó otra vez, echó un poco de sal.

—¿Qué quieres decir con eso de que no tienes instinto?

—Ah, Mauro nunca tiene que probar nada. Lo sabe sin más.

—Guapo y buen cocinero. Razón de más para echarle el guante.

—¡Oh, Lizzie! —Me hizo un gesto admonitorio con el dedo—. ¡Por Dios, si lo único que lee es II Corriere dello Sport!

—Me lo pintas maravilloso.

Sin hacerme caso, volvió a colocar la tapa.

Tras eso, durante más o menos una semana la vida se volvió tan ajetreada que no me mantuve al corriente de los dramas y melodramas provocados por el reencuentro de Celia y Nathan. En vez de eso, bajo la tutela de Mauro (o eso me pareció), la actividad nos consumió. Mauro nos llevó a la catedral de Siena, a la iglesia de Santa Fina en San Gimignano (que Forster reinventó como iglesia de Santa Deodata en Donde los ángeles no se aventuran), a los jardines acuáticos de la Villa Lante. Y Celia, con sus gafas de sol, parecía cómoda en tales expediciones. Al igual que Nathan, que compró huevos de alabastro y otros prodotti tipici con el empeño y la diligencia de una tía judía en una excursión turística. También tomó fotografías con empeño y diligencia: parecía que estábamos eternamente posando y apretándonos delante de monumentos o contra el telón de fondo de espectaculares paisajes. Sobre todo Mauro. La rápida evolución de la amistad entre Mauro y él, sobre la que Celia nunca hizo comentario, me asombró. ¿Era posible que tuviera un tinte erótico? No podía evitar preguntármelo, sin dejar de reprocharme todo el tiempo tales sospechas. Al fin y al cabo, estaba la cuestión de aquella novia invisible, a cuyo balcón, cual Romeo, se retiraba siempre a medianoche, sin duda por medio de una cuerda o una escalera oculta. Y, en cualquier caso, si Mauro y Nathan eran, como parecía, sólo amigos, semejante amistad era mejor que una historia de amor para Nathan, quien bajo la influencia de Mauro había empezado a hacer cosas que nunca le había visto hacer. Una tarde, por ejemplo, Celia y yo miramos por la ventana de la cocina y vimos que en el césped Mauro le estaba enseñando a Nathan —¡a Nathan!— los rudimentos del fútbol. Ocultas por las gardenias, nos reímos al ver cómo chutaban la pelota: Mauro, grácil y ágil en pantalón corto y jersey; Nathan, torpe y escoliótico en vaqueros y sudadera. Como un lince jugando al fútbol con un pulpo, dijo Celia, y me eché a reír; estábamos contentas. Y, a juzgar por su sonrisa, Nathan también estaba contento, lo cual nos recordó la historia que solía contar de la maestra de primaria que le escribió en la cartilla: «Aunque la coordinación de Nathan no es tan buena como la de los demás niños, disfruta mucho jugando». Era bueno, supuse, verlo disfrutar otra vez.

Una mañana —hacía ya poco más de una semana de nuestra llegada— Celia anunció otra expedición: ella y Mauro iban a llevarnos a ver el Olivone, el olivo más viejo del mundo. Y puesto que esa maravilla natural estaba emplazada relativamente lejos de Montesepolcro, a más de una hora de coche, se decidió que iríamos en dos coches, el Alfa Romeo de Mauro y el Fiat de Celia, para ahorrarnos a Nathan y a mí la incomodidad de compartir un apretado asiento de atrás.

Constituye un momento digno de contemplación ese incómodo preámbulo de un viaje en el que un grupo de viajeros que se divide entre varios coches debe decidir quién va con quién. De pronto, como de la nada, la temperatura emocional se eleva. ¿Irá Nathan con Celia, su anfitriona, o con Mauro, su nuevo amigo? ¿Y Lizzie? ¿A qué conductor preferiría acompañar? ¿Y quién preferiría ir con ella?

Cuando se resolvió por fin la confusión, fue de un modo sorprendente; es decir, Celia se fue con Mauro en su Alfa, dejándonos a Nathan y a mí el Fiat.

Condujo Nathan. En realidad, no me importó. Llevaba esperando una oportunidad de estar un rato a solas con él; a pesar del hecho de que no se esforzó por ocultar su decepción por la forma en que nos habíamos dividido. Era típico de Nathan no molestarse en disimular.

—Bueno… —dije al final, para romper el silencio—. El olivo más viejo del mundo.

Soltó un murmullo de asentimiento.

—¿Estás asustado?

—¿Por qué habría de estarlo?

—Bueno, después de tu encuentro en Florencia…

—Ah, eso. —Se frotó los brotes de barba de la parte inferior de la mejilla—. Mi encuentro, como lo llamas…, estoy completamente convencido ya de que fue una alucinación provocada por el jet-lag. O al menos eso es lo que piensa Mauro, y me inclino por creerlo.

—¿Ah, se lo has contado?

—¡Tenía que hacerlo! Al fin y al cabo, me rescató.

—¿Y por qué piensa que es una alucinación?

—Porque a él le pasó una vez algo parecido. Fue en Venecia. Vio caer un perro a un canal y, cuando salió del agua, tenía garras palmípedas, como un pato.

—¿De verdad?

—No, de verdad, no. Esa es la cuestión. Cuando lo vio, acababa de salir de uno de esos exámenes monstruosos que parecen estar haciendo siempre los estudiantes italianos. Hacía tres días que no dormía.

Llegamos a la autostrada. Un diminuto y oxidado letrero que señalaba el camino por el que habíamos llegado decía: Montesepolcro, 4 km. Delante de nosotros, en el Alfa, Mauro cambió de marcha y, como si intentara probar el poder de aceleración, salió disparado hacia la distancia y el futuro.

—¿Cómo se supone que voy a seguirlo? —preguntó Nathan con voz extrañamente frenética—. Este coche no pasa de ochenta.

—No te preocupes. Tengo las indicaciones.

Entramos en la autopista. Nathan condujo con cuidado, como un americano. Periódicamente un pequeño punto de luz aparecía en el espejo retrovisor, se ampliaba, en cuestión de segundos, y se transformaba en el atiburonado morro de un Mercedes o un BMW que, tras engullir toda la dimensión del espejo, nos hacía luces, temeraria e impacientemente, como diciendo: Cambiad de carril o tendré el gran placer de aplastar y convertir en pulpa ese insecto de coche que lleváis. Esos depredadores rodantes solían ir conducidos por gordos que hablaban por sus móviles. A veces, junto a ellos iban hermosas mujeres con gafas de sol.

En cuanto a Mauro, para mi sorpresa, no nos perdió. Se dedicó a acelerar y frenar, acelerar y frenar, de tal modo que al cabo de un rato parecía que siempre estaba esperándonos al otro lado de la siguiente colina, con el Alfa palpitante de impaciencia viril.

—Me alegro de que Mauro y tú hayáis congeniado tanto —dije al cabo de unos kilómetros.

Nathan asintió.

—Espero que Celia no esté celosa.

—¿Por qué habría de estarlo?

—Porque he venido a verla a ella y, en vez de eso, la persona con la que me estoy vinculando afectivamente, si me perdonas esta horrible forma de decirlo, es Mauro.

—Bueno, si está celosa, te aseguro que a mí no me ha dicho nada. Para ser sincera, creo que ahora mismo está bastante ocupada con sus propios problemas.

—¿Te refieres a Seth?

—Ajá.

—Ah, ya —dijo Nathan, sacudiendo la cabeza—. De verdad que es una lástima lo de la novia.

—¿Novia? ¿Qué novia?

No demasiado convincentemente, se tapó la boca con una mano.

—Ah, pero ¿Celia no…?

—No. Lo único que me ha dicho es que ella y Seth ya no viven de verdad juntos.

—Mierda, creo que me he ido de la lengua.

—La verdad es que no me sorprende.

—No, a mí tampoco me sorprendió. Bueno, supongo que ya que he empezado a contártelo te lo puedo contar todo… Pero una cosa, por favor, ni una palabra a Celia. No sabe que lo sabemos.

Al final, resultó que el secreto no difería demasiado de lo que había imaginado. Según Mauro, la verdadera razón por la que Seth vivía en Roma era que estaba liado con una romana, la directora de un periódico comunista.

—Y Celia está al corriente de todo —dijo Nathan—. Está al corriente y asegura que lo acepta. Al parecer (a Mauro le costó creer eso), le dejó que trajera a la amiga un fin de semana, les dio la mejor habitación y les hizo el desayuno.

—Oh, Celia.

—Mauro no lo aprueba —añadió Nathan reverentemente—. Mauro es un gentiluomo. Un cortigiano.

—¿Como Castiglione?

—Exacto. Es partidario de los antiguos valores. Lealtad, fidelidad. Por encima de todo, cortesía. ¡Cabrón! —gritó a un Mercedes que nos estaba adelantando—. Por eso no soporta a Seth. Piensa que es un maleducado.

—A causa de la amiga.

—Y también porque no tiene modales en la mesa y habla demasiado alto, y una vez se comió los cien gramos de un jamón muy caro (culatello, se llama) que Mauro reservaba para un gran timballo de Pascua. Mauro abrió la nevera, y el culatello había desaparecido.

—Envidio a la novia de Mauro —dije—. El mundo necesita más caballeros.

—Sí, tiene mucha suerte.

—¿Cómo se llama, por cierto?

—Angela.

—¿La conoces?

Nathan sacudió la cabeza.

—No, pero Celia sí. Dice que es muy guapa y muy tímida.

Llegamos al final de la autostrada y seguimos a Mauro y Celia por una estrecha carretera que serpenteaba por unos cerros sin árboles. Los campos cultivados parecían tapizados de unos abigarrados tonos de terciopelo beige.

—Qué bonito —dije por milésima vez.

Y, por milésima vez, Nathan respondió:

—Sí.

Hay que tener en cuenta que no estábamos tanto reconociendo la belleza como nuestra incapacidad compartida de absorberla, de sentirnos incluidos e implicados por ella como Celia parecía sentirse incluida e implicada por ella. Puesto que la dura verdad, cada vez más dura a medida que se acercaba la fecha de la partida, era que nunca volveríamos a estar allí. Nuestro hogar estaba en otra parte. Aunque al final consiguiéramos asimilar el paisaje, él nunca nos asimilaría.

Condujimos en silencio durante unos pocos minutos. Luego, Nathan dijo:

—Sobre Mauro, ¿crees que…? Bueno, si tú lo ves, entonces quizá Celia también y en realidad no dice nada.

—¿Ver qué? —pregunté.

Hizo una pequeña pausa.

—Que estoy enamorado de él.

—Ah.

—¿Estás escandalizada, Lizzie?

—No.

—No creía que lo estuvieras. Nunca me he enamorado con tanta fuerza en mi vida —añadió en tono informal.

—¿Y le has contado a Mauro lo que sientes?

—¡Claro!

—Vaya, eso sí que me sorprende.

—¿Por qué no iba a contárselo? Es mi tipo ideal, el gran amor de mi vida. Además, no puedes ocultarle las cosas. Las adivina.

—¿Y qué dijo?

—Dijo que se sentía honrado. Y que él también me quería, a su modo…

Las lágrimas le brotaron de los ojos.

¿Al cabo de una semana?, no pregunté.

—Y luego dijo que, aun cuando no pudiera corresponder a mis sentimientos en el plano físico —continuó Nathan—, esperaba que yo siguiera siendo su amigo. ¡Como si pudiera no serlo!

—Celia dijo que era decididamente heterosexual.

—¡Bueno, no estoy tan convencido! Al fin y al cabo, es italiano. Ha tenido experiencias con otros hombres. No, la única razón por la que no quiere corresponder, dice, es su lealtad a Angela.

—¿Quieres decir que si no estuviera emparejado lo haría?

—Eso creo. Es lo que me atormenta. No logro estar seguro. Tiene una forma de decir las cosas que es a la vez muy precisa y muy vaga. Y casi le guardo rencor por ello, por agitar esa zanahoria, aunque sea de forma tan sutil. En fin, si dijera, no sé, que no le atraen en lo más mínimo los hombres, sería más fácil. Pero no quiere decir eso. Es demasiado riguroso y sincero. Y así seguimos, hablando y hablando, y lo que lo empeora todo, o lo mejora, según como lo mires, es que no se corta un pelo conmigo. Por ejemplo, después de jugar al fútbol, nos vamos abajo (ya sabes que compartimos cuarto de baño) y se desnuda delante de mí. Del todo. Y se ducha con la puerta abierta.

—Qué interesante.

—He sentido la tentación… pero no, es demasiado vergonzoso. O desvergonzado.

—Conozco tu historia del vestuario.

—Sí.

Delante de nosotros, el Alfa de Mauro dobló a la izquierda. Lo seguimos por una carretera sin asfaltar, pasamos junto a unas granjas de ladrillo abandonadas y unos huertos de árboles frutales y finalmente aparcamos al comienzo de un camino de tierra. Mauro y Celia salieron del coche.

—Está justo aquí al lado —dijo Celia, haciéndonos un gesto.

Mauro se agachó y arrancó unas hojas verdes con forma de trébol que crecían en el suelo.

—Probad esto —nos dijo, dándonos unas pocas a cada uno—. ¿A qué sabe?

Cerré los ojos y mastiqué. ¿A qué sabía? Era muy familiar, pero la textura no era la esperada.

—Me rindo —dije por fin.

Entonces Nathan dijo:

—Nuez. ¡Es fantástico!

—¡Bravo, Nathan! Has ganado el premio. Es hierba nuez. Erba noce.

—¿Y eso qué es?

Nathan señaló hacia una exuberancia vegetal de lo que yo sin dudar habría considerado malas hierbas.

Mentuccia, melissa. Hierbas para el asado. Y aquí… la ensalada de esta noche.

—¡Vamos, chicos!

La voz, remota, era la de Celia, y nos pusimos en marcha.

Al final del camino, en un pequeño claro, nos esperaba delante del Olivone. Era mucho más grande de lo que había imaginado, con ramas viejas entrelazadas. No lejos, al otro lado de una oxidada maraña de alambre, nos miraron algunas vacas.

—Dos mil años —dijo Celia—. ¿Os lo imagináis? Eso significa que cultivan este árbol desde antes de César. ¡Desde antes de César, Lizzie!

Me quedé contemplándolo. Los restos de aceitunas pisoteadas manchaban el suelo bajo nuestros pies. A la izquierda yacía entre zarzas una rama caída, por sí sola del tamaño de un olivo corriente.

—Los dueños son tres familias —prosiguió Celia— y se reparten lo que sacan con el aceite. Esa rama se rompió hace diez años, durante una tormenta. El mismo año en que cuando todos vivíamos en Nueva York y tú hiciste aquella fiesta en casa de tu madre y unas cuantas nos quedamos a dormir, ¿te acuerdas, Lizzie?

—Prefiero no hacerlo.

—Además, dicen que la corteza tiene propiedades medicinales. —Arrancó un trocito, casi como si fuera una costra—. Hay que masticarla. Aunque no me acuerdo de qué es lo que cura.

—¿El dolor de muelas?

—¡Eso es de Howards End! Y mirad. Donde el rayo golpeó la rama, hay una cara. Dos ojos, una boca. Una máscara perfecta, como si la rama hubiera estado unida al tronco por la cara y, tras el rayo, esa cara viera por primera vez en dos mil años. ¿No es sorprendente, Nathan?

Nathan, que se mantenía a cierta distancia del árbol, bastante pálido, no respondió.

Las nubes se movieron sobre nuestra cabeza. Empezó a chispear.

—Tendríamos que irnos —dijo Nathan, mientras Mauro recogía las últimas ramas de mentuccia.

—De acuerdo —respondió Celia, lamentado a todas luces tener que separarse de su Olivone.

¡Qué bien recuerdo ahora esa escena! Celia cautivada por el árbol, la vaca al otro lado de la valla, Nathan temblando de ganas de irse.

Y Mauro recogiendo la ensalada. Y yo, claro está, mirando.

Sin implicarme.

La lluvia arreció, y nos metimos en los coches.

Esperamos a que amainara en un pequeño restaurante cuyo propietario era amigo de Celia. Nos dio unos gnocchi de acelga con salsa de calabaza, acompañados de un vino tinto local llamado Morellino. El aceite de la ensalada, no hace falta decirlo, procedía del Olivone.

Cuando dejó de llover, volvimos a casa, donde Celia abrió una botella de Spumante.

—Quiero hacer una celebración —dijo.

Sin embargo, no especificó qué —¿su cumpleaños, quizá?—, y Mauro declaró alegremente que para cenar iba a preparar unas pappardelle sul’lepre, fideos con salsa de liebre, una declaración que condujo a su vez a toda clase de chistes siguiendo el modelo: «¡Donde menos se piensa salsa la liebre!». Los chicos cortaron y volvieron a cortar las hierbas recogidas por Mauro en el Olivone, mientras Celia y yo nos emborrachábamos y preparábamos las pappardelle. Debo admitir que el oficio —por no hablar de la rapidez— con que Celia transformó un cráter de harina lleno de huevos en ordenadas cintas de pasta, me hizo sentir envidia y también me hizo dudar de su anterior afirmación según la cual carecía de talento culinario. Obediencia…, ¿era ese el secreto de la gran cocina? ¿Y no me lo había dicho ella… parecía que hacía ya diez años?

De ese modo la tarde dio paso a la noche. Cocinamos, y Celia abrió una segunda botella de Spumante, y mientras la bebíamos, Mauro contó más chistes malos y se dedicó a hacer un poco de jefe. Como yo estaba aprendiendo a toda velocidad, en la cocina, su elemento, quien mandaba era él. Todos, incluso Celia, respondíamos con presteza a su llamada y lo tratábamos con la deferencia automática que le es debida al reconocido experto. ¡Y qué exigente era! El cabello, incluso cuando se inclinaba sobre una olla, seguía cayéndole en perfectas ondas negras. Sí, resultaba difícil no quedar embelesada por los modales de Mauro, en los cuales una capa de buena educación recubría algo agreste, incluso salvaje. Era como uno de aquellos tigres que las damas victorianas tenían como mascotas: radiante en su sexualidad selvática, a pesar de los perfumes y las joyas a los que estaba sometido…, pero ¿por quién? Por Celia, en absoluto. Por Angela, ¿entonces? ¿O era aquella aura de elegancia e incluso de refinamiento su propia voz? Estuve casi segura de esto último. Estuve también casi segura de que, de tener una mínima posibilidad de investigar, descubriría que no se metía los faldones de la camisa por los agujeros de los calzoncillos.

Entonces, cuando Celia estaba terminando de preparar la cena —«tirando la pasta», como dicen los italianos—, oímos unas ruedas aplastando la grava. De pronto todos nos quedamos callados.

—¿Esperas a alguien? —pregunté.

—No.

Celia se dirigió con cierto nerviosismo a la ventana.

Sonaron unos pesados pasos. Entonces la puerta se abrió y entró en la casa una gran interrupción.

—¡Seth! —exclamó Celia.

—Hola, cariño, ya estoy aquí.

La besó.

Mauro se dio la vuelta.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Celia—. ¿Hay algún problema?

—¿Por qué tiene que haber algún problema? Se me ha ocurrido darte una sorpresa. Al fin y al cabo, es casi nuestro aniversario.

Dejándola de lado, se dio la vuelta y me sonrió.

—Hola, Lizzie.

—Hola, Seth —dije, aceptando su mano—. Me alegro de verte.

—Yo también. Hola, Nathan.

—Hola, Seth.

Se estrecharon la mano varonilmente.

—Mauro.

El gesto de Mauro fue a un saludo lo que un cuarto menguante a la luna llena.

—¿Qué tal el viaje?

—El tráfico, un espanto. Por cierto, ¿hay algo para comer? Estoy muerto de hambre.

—En realidad, estábamos terminando de preparar la cena…

—Fantástico. Bueno, si no os importa, voy arriba a lavarme las manos y vuelvo en cinco minutos.

Y salió sin apresurarse de la cocina, un hombre alto, con cierto atractivo, tipo leñador barbado, aunque un poco demasiado en la línea de Bill para mi gusto.

—Bueno, qué sorpresa tan agradable —dijo Celia cuando hubo salido, y se sirvió otro vaso de Spumante.

—Una sorpresa muy agradable —dije haciéndome eco de su sentir.

—Habrá que poner un quinto cubierto en la mesa —intervino Nathan con cierto nerviosismo.

—No te preocupes. —Mauro empezó a quitarse el delantal—. Yo me voy.

—¿Adónde vas?

—Ya te había dicho que esta noche ceno con Angela y su madre.

—Pero si te quieres quedar…

—¿Cómo me voy a quedar, Celia? Hemos hecho justo para cuatro. Además, Seth come mucho.

—Eso no importa. Yo no tengo hambre.

—Vigila la pasta que se te va a pasar. Bueno, adiós, Lizzie. Adiós, Nathan.

—Adiós, Mauro.

Ciao.

—¡Mauro!

Celia escurrió desesperadamente la pasta.

Cuando acabó, él ya había salido.

En ausencia de Mauro, no pudimos hablar. No supimos qué decir y, mudos, nos dirigimos al comedor y nos sentamos en nuestro sitio.

—Me temo que está demasiado cocida —anunció Celia unos instantes después, sacando el humeante cuenco al comedor.

—Estoy segura de que estará buenísima.

Se sentó. Seth volvió.

—Mmm, pappardelle —dijo relamiéndose y dando una palmada—. Me muero por una buena comida. Oye, ¿dónde está Mauro?

—Se ha ido.

—Cena con Angela —añadió Nathan.

—Ah, ya. ¿Sabes que no conozco a esa Angela?

Seth se sentó en el sitio de Mauro, a la cabecera de la mesa.

Celia sirvió. Todos probamos el plato.

—Celia, esto no es propio de ti —dijo Seth—. Está demasiado hecha.

—Bueno, lo siento, Seth, pero es que has llegado justo cuando acababa de tirarla y…

—Me parece deliciosa —introduje.

—A mí también —repitió Nathan.

—Además, la salsa está salada.

—Hablando de cosas saladas —dije—, ¿os he contado cómo una vez en mi familia todos creímos que nadie se había preocupado de echarle sal a unas judías blancas y nos dedicamos a hacerlo y luego resultó que no se podían comer? —Me eché a reír—. Desastres culinarios. Podría escribir un libro. Tú también deberías hacerlo, Celia.

—O un libro de cocina —dijo Nathan—. ¿Lo has pensado alguna vez?

Celia tomó un sorbo de vino.

—En realidad, he recibido ofertas.

—Que ha rechazado —dijo Seth—. ¡Y nunca he entendido por qué! Bueno, cuando empezamos este negocio, ¿hace cuánto, tres años?, no era para tenerlo siempre. No, nuestro plan era estar en él el tiempo suficiente para pagar las reformas, cosa que hicimos a los seis meses. Y ella todavía sigue dando clases y todavía sigue quejándose, que si demasiado trabajo, que si demasiadas comidas…

—¡No me quejo!

—Y cada vez que le sugiero que vaya y firme un contrato con algún editor, me dice que me calle. ¡Y la verdad es que sería perfecto! Podríamos tener niños y vivir una vida idílica, yo haciendo mis traducciones y ella inventando recetas…

—Ya te lo he dicho, no tiene sentido. Ninguna de las recetas es mía.

—¿Y eso qué importa?

—Son recetas tradicionales. Mentiría si las hago pasar por propias.

—No serías la primera —dijo Nathan.

—En la cocina, la originalidad es una farsa —ratificó Seth.

Ya había limpiado su plato, al igual que Nathan. (¡Qué rápido comen los hombres!). A continuación, Celia se levantó a llevarse los platos, y yo la seguí.

—¿Estás bien? —le pregunté en la cocina.

—Sí, no te preocupes —dijo—. Lo que pasa es que no lo esperaba.

—Ya.

—No pasa nada malo —se extendió—. No pienses que pasa algo malo. Es que… tengo que hacer el ajuste.

Tiró a la basura los restos de pasta de su plato, que casi no había tocado.

—Bueno, al menos no se ha olvidado de vuestro aniversario —dije, estúpidamente, para consolarla.

—No, no se ha olvidado.

—Las bodas de madera, ¿no?

—Sí, antiguamente. Ahora vendrían a ser como las de plata.

Sacó la ensalada de Mauro de la nevera —aquella ensalada que en su mayor parte había recogido él (parecía que hacía millones de años) cerca del Olivone— y la llevó a la mesa.

Todos nos retiramos a nuestras habitaciones poco después de que finalizara aquella desafortunada cena; todos excepto Seth, quien anunció que iba a sentarse un rato en el jardín.

En el cuarto de baño, realicé mis abluciones rituales. A decir verdad, todos los acontecimientos de aquella velada —la llegada de Seth, la infelicidad de Celia ante esa llegada, la abrupta partida de Mauro— me desconcertaban. Era como si la simple presencia de Seth hubiera echado por tierra el delicado equilibrio del podere; pero ¿por qué era así? No me parecía que fuera tan mala persona. Un poco arrogante, sí; pero bienintencionado, entusiasta. No obstante, era evidente que Mauro lo despreciaba, mientras que Celia, en su presencia, cambiaba por completo; se volvía torpe, incapaz. ¿Y por qué ocurría eso? ¿Por qué aquel marido a quien profesaba indiferencia, aquel marido al que apenas veía, seguía teniendo tal poder sobre ella? No conocía la respuesta, pero sospechaba que si Bill hubiera aparecido mientras estábamos cocinando, su llegada inesperada me habría reducido, también a mí, a un estado de inquieta incompetencia. El veneno del amor, he observado, permanece de algún modo en el cuerpo incluso años después de que el propio amor haya retirado sus colmillos.

En la cama, cansada por la expedición al Olivone (por no hablar de todo aquel Spumante), me dormí enseguida. Estaba en medio de un complejo sueño en el que salía Bill cuando resonó un fuerte golpe y di un respingo en la cama. Lo que experimenté se conoce en términos técnicos como sacudida mioclónica, y en mi sueño adoptó la forma de un salto al fondo de un abismo desde lo alto de una montaña, un salto del cual me alzaron trapezoidalmente los brazos del despertar. Miré a mi alrededor, vi brillar los diodos de cristal líquido del despertador. La una y cuarenta y cuatro de la madrugada. Entonces, el ruido —más que un golpe algo así como el arrastrar de muebles, elaboró mi mente— volvió a oírse.

Presté atención. Oí una voz profunda y gutural. Como el ruido de muebles, procedía del piso de abajo.

Si, così. Così.

Vaya, pensé. A lo mejor Nathan al final lo ha conseguido.

Sonó un portazo. Unas voces salieron del pasillo.

—¡Celia, para!

(Esto en un grito susurrado).

—¡Déjame ir!

—¡No es asunto tuyo, Celia!

—¡He dicho que me dejes!

Peleas y golpes. Alarmada, encendí la luz, me puse un albornoz y salí al pasillo, donde tal como esperaba encontré a Seth en pijama, luchando por contener a una Celia maníaca que llevaba un camisón Lanz con un estampado de corderitos. Sus vanos esfuerzos por no alzar demasiado la voz sólo conseguían hacer la lucha más surrealista, como si tuviera lugar a cámara lenta.

—¿Qué ocurre?

—Lizzie, por favor, ¿quieres decirle algo para que se tranquilice? Se ha vuelto loca.

—Celia, ¿qué pasa?

Ella dio un patada a Seth y se escapó.

—¡Mierda! —dijo él—. Me rindo. —Y volvió al dormitorio común.

Mientras tanto, seguí a Celia escaleras abajo, a través del salón, hasta la planta baja, donde golpeó con fuerza la puerta de Nathan.

—¡Salid de ahí! —gritó—. ¡Los dos! ¡Salid de ahí! Seth pensaba que eras tú —añadió hacia mí—. Imagínate. Pero yo sabía perfectamente que no eras tú.

La puerta se abrió. Nathan, subiéndose los pantalones, salió al pasillo.

—¿Qué demonios te piensas que estás haciendo?

—Podría hacerte la misma pregunta. Sal ahora mismo de mi casa. ¡Y tú también, Mauro!

—¡Tranquila! —Nathan mantuvo la puerta entrecerrada—. En cualquier caso, por mucho que grites, Mauro no te va a oír.

—No me mientas.

—No, es que está borracho.

—¡Pues despiértalo! ¡Échale agua encima!

—¡Celia, por favor! —Nathan la cogió del brazo—. ¿Qué mosca te ha picado?

Celia le dio una fuerte patada y se escapó a la cocina.

—¡Joder! —dijo Nathan—. La pu… —Hizo un gesto con el puño—. Esto es realmente el colmo, Lizzie. ¿Tú te crees que me tiene que estropear la mejor noche de mi vida sólo porque hace diecisiete años no quise follármela…?

—¿Estabais Mauro y tú…?

—¿Y qué si estábamos? ¿Hay algo malo en ello?

Entramos en la cocina.

—¡He dicho que fuera! —gritó Celia, lanzándole un plato a Nathan.

—¡Para!

Le lanzó otro plato.

—¡Imbécil! ¡Gilipollas!

—¡No me tires cosas!

—¡Lo único que te importa es tu maldita polla, ¿verdad?! Venderías tu hermana a una banda de violadores a cambio de que uno de ellos te dejara que se la mamaras…

—Celia…

—Eres capaz de traicionar a cualquiera, venderías a tu madre…

—¡No te metas con mi madre!

—¡Te odio! ¡Me das asco! ¡Sal de mi casa!

Y de nuevo salió corriendo, al jardín.

—Bueno, pues al menos dime por qué te doy asco —dijo Nathan, mientras la perseguía bajo las estrellas (y yo perseguía a Nathan)—. Vamos a ver, lo que ha sucedido entre Mauro y yo…, lo siento, pero no es asunto tuyo. A lo mejor es asunto de Angela…

—¡Idiota! ¡No hay ninguna Angela! ¡Yo soy Angela!

Nathan se detuvo.

—Dios mío…

—¡Yo soy Angela! ¡Yo! ¡Yo soy la novia! —Estaba llorando—. Lizzie, ¿no te habías dado cuenta?

—No —dije.

—¿Estás ciega? ¿Estáis ciegos los dos? Lo quiero más que…

—Oh, mierda —dijo Nathan—. ¡Cómo iba a saberlo! No paraba de repetir: «Ha vuelto con él», y di por supuesto que…

—Demasiado tarde.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—¡Celia!

Era la voz de Seth esta vez.

—No quiero verlo —dijo, y se alejó corriendo en dirección al campo.

A lo lejos, oí la música hecha de ecos de los cencerros.

—¡Celia!

—Déjala —dije, estirando el brazo para detener a Nathan.

—Pero…

—Déjala que se vaya.

—¿Qué demonios pasa? —preguntó Seth, irrumpiendo en el jardín.

—Necesita estar sola. Está alterada.

—¿Por qué?

—¿No lo adivinas?

Seth retrocedió, dando por sentado, en su egoísmo (y quizá sintiéndose incluso satisfecho), que era él la causa del destrozo. A continuación entró en la casa.

—Por si no hay bastante… —dijo Nathan.

—Oh, no hay bastante —dije—. Para ella nunca ha habido bastante.

Y volví a la cocina y empecé a barrer los platos rotos.

Me pasé la noche limpiando. Primero barrí el suelo de la cocina; luego, la sala. Luego, limpié la nevera. Luego, fregué las encimeras, con la mirada siempre fija en un movimiento del pomo de la puerta que no se produjo. Y aunque no puedo afirmar que mis sospechas acerca de lo que le sucedió a Celia se fraguaron en el curso de aquella larga noche, ni siquiera en el curso de los largos días que siguieron —días durante los cuales Nathan y yo nos quedamos de guardia, cocinamos e hicimos café mientras Mauro y Seth, a quienes el desastre convirtió en precarios aliados, recorrían la comarca en busca de su desaparecida amante y esposa—, fue sin embargo aquella noche cuando las preguntas empezaron a sedimentar. ¿Por qué Celia, de entrada, no sólo no había desalentado la amistad de Nathan con Mauro, sino que activamente los había lanzado el uno hacia el otro? ¿Por qué le dio a Nathan la habitación contigua a la de Mauro, cuando podía haber dormido en mi habitación? ¿Por qué los animó a ir a aquella enoteca de Siena, sonreía alegremente al verlos jugar al fútbol y, en aquella última cena, permitió que Seth, literalmente, eclipsara el lugar de Mauro de tal modo que cuando Nathan le preparó esa enramada en la cual las aguas del consuelo hacen brotar la carnalidad, su nivel de resistencia resultó ser bajo? Demasiado bajo.

Hablamos de ello. Nathan sugirió que quizá Celia era masoquista y que contribuyó con amorosa concentración a la decoración del ataúd en el que sería enterrada su efímera felicidad. En cuanto a mí, recordé algo que había olvidado. (O me lo contó Celia en un sueño, agitando una linterna hacia el pasado, hacia ese trozo de porcelana que había olvidado recoger). Como se recordará, he insinuado que el trato que Nathan le había dispensado a lo largo de los años pudo ser consecuencia del hecho de que llevara un equivalente psicológico del cartel de la patada. Lo que había olvidado era esta respuesta: «Bueno, ¿y qué, Lizzie? Quiero decir, ¿no es esa la prueba del amor, cuando, a pesar del cartel de la patada, alguien no te da una patada?».

A eso de las ocho de la mañana del día de nuestra partida, sin habernos deshecho de la suciedad de los días de pánico, Nathan y yo fuimos andando hasta Montesepolcro a tomar un café. Mauro ya había salido con el coche para hacer su batida matutina por la comarca, mientras que Seth, que se había tomado tres Valiums, todavía estaba en la cama.

Sólo nos detuvimos cuando, justo delante de la muralla del pueblo, una vaca se plantó en la carretera y nos cerró el paso.

Nathan se movió a la derecha. La vaca lo imitó.

Se movió a la izquierda. La vaca lo imitó.

—¿Qué pasa?

La vaca lo miró.

De pronto, un grupo de moscas hizo bullir el cielo.

—No… es posible —dijo Nathan, pasándose las manos por el cabello.

Y la vaca movió su dura e implacable quijada.