Tropecé con Ben un año más tarde. Fue en la Galería de los Uffizi, en Florencia, adonde había ido a buscar material (en realidad, la estoy escribiendo ahora) para mi novela sobre el puente Bailey. Yo estaba mirando el retrato de Bronzino de Eleonora de Toledo y Ben miraba el retrato de Bronzino de su hijo Giovanni, un niño de mejillas regordetas que sostenía un pequeño gorrión, y entonces, de pronto, nos quedamos mirándonos el uno al otro.
—¿Ben? —dije, sin estar seguro al principio de que fuera él.
—Señor Leavitt.
Para alivio mío, sonrió.
Subimos a la pequeña cafetería del piso de arriba, donde lo invité a un capuchino. Tenía mejor aspecto que cuando nos conocimos. Ante todo, llevaba el cabello más largo y desordenado, lo cual le favorecía; además, había prescindido de su antiguo uniforme de mormón en favor de la tela vaquera y las botas de excursionismo: ropa corriente, ropa de muchacho, en la cual su cuerpo, que de algún modo se veía más generoso, descansaba con visible comodidad. Tampoco pareció sorprendido en lo más mínimo de estar sentado allí conmigo.
—En realidad —dijo—, desde que estoy en Florencia me he encontrado a seis personas de la universidad. Es como si esto fuera Westwood Village. —Tomó un sorbo de su capuchino—. Antes de venir a Italia no sabía que el café podía ser tan bueno.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—En Florencia, tres días. En Italia, dos semanas. Estoy con mi amigo. No, supongo que debería decir mi novio. —Se me acercó—. Keith y yo hablamos de esto todo el rato. Novio es bobo, y amigo es demasiado eufemístico, y pareja suena a acuerdo comercial. Por eso Keith me dice: «¿Y por qué no dices que estás con Keith?». Pero entonces la gente pregunta: «¿Quién es Keith?». Y vuelvo a la casilla de salida.
—Bueno, conmigo no tienes que preocuparte —dije, sonriendo—. En fin, ¿cómo conociste a Keith?
—Fue después de dejar la facultad, mientras vivía con mis padres en Fremont. La cuestión es que me moría de ganas de ir a San Francisco. La historia de siempre. Y una noche en que subía y bajaba por la calle Castro, al final reuní valor para pararme en un bar. Lo siguiente fue que conocí a alguien que me invitó a una cerveza.
—¿Y era Keith?
—Oh, no. Keith vino después. —Las mejillas de Ben se ruborizaron—. A él le gusta decir a la gente que nos conocimos en una fiesta, pero lo cierto es que nos conocimos en la calle. Buscaba plan y me llevó a su apartamento y follamos. El resto es historia. —Ben vació la taza de café—. ¿Y usted, señor Leavitt? ¿Qué ha estado haciendo este año? ¿Sigue viviendo con su padre?
—No, he regresado a Nueva York.
—Ah, fantástico. ¿Y para quién está escribiendo trabajos allí? ¿Para los chicos de la Universidad de Nueva York? ¿O para los de Columbia?
—En realidad, estoy trabajando en una novela.
—Supongo que es mejor así.
En su tono se mezclaba el reproche y el afecto.
Nos quedamos callados un momento. A continuación, dije:
—Ben, a propósito de tu trabajo…
—Así que se enteró.
—Sí. Y lo siento. Probablemente tenías razón, probablemente era pretencioso. O, al menos, no era lo adecuado para ti. Siempre intenté que mis trabajos sonaran como si procedieran de las personas de las que se suponía que tenían que proceder. Aunque en tu caso supongo que me dejé llevar. Casi me encapriché. El caso es que me enamoré de una idea.
—Es un escritor. Se supone que los escritores se enamoran de las ideas.
—Exacto. Y por eso tenía que haber sido más cuidadoso. Al fin y al cabo, si hubiera hecho el trabajo como tú me lo pedías…
—Si hubiera hecho el trabajo como yo se lo pedía, me habría graduado en la UCLA, estaría camino de la facultad de Derecho y comprometido con Jessica. O me habría graduado en la UCLA, estaría camino de la facultad de Derecho y sería un marica con un comoquiera que se llame. En lugar de eso estoy tomando un café con usted en lo alto de los Uffizi. —Se echó para atrás—. No estoy diciendo que no lo echara todo a perder. Lo que digo es que el jurado aún está deliberando si fue para bien o para mal. Y, por supuesto, sería un hipócrita si fingiera que sólo fue por el trabajo. Nunca fue sólo por el trabajo.
—¿Y cuáles son tus planes?
—Bueno, ahora estoy estudiando trabajo social en la Estatal de San Francisco. Mi objetivo es conseguir el título y luego trabajar con enfermos de sida.
—Eso está muy bien.
—Ah, y también, y esto quizá lo sorprenda, estoy empezando a escribir.
—¿De verdad?
—Bueno, pensé, ¿por qué no? La verdad es que desde que vivo con Keith, he leído todas las novelas gay que han caído en mis manos. Incluso he leído dos novelas suyas. Me gustó El lenguaje perdido de las grúas. Amores iguales no me gustó tanto.
—Seguramente tenía que haberla escrito como autobiografía. Aún puedo hacerlo.
—Interesante. En cuanto a mí, pienso que podría hacerse una historia buenísima con nuestra pequeña aventura.
—Es una buena idea —dije—. Los escritores a menudo disfrazan de ficción sus vidas. Lo que casi nunca hacen es disfrazar de vida la ficción.
No había en realidad ninguna forma de responder a esa observación, por lo que ambos nos quedamos callados durante unos momentos. Luego Ben dijo:
—¿Y usted, señor Leavitt? ¿Se siente cómodo con lo que hizo?
Recogí con la cucharilla los últimos restos de la crema del capuchino.
—Bueno, no lo considero el momento más brillante de mi vida, si es eso lo que me preguntas. Con todo, no me avergüenzo. Vamos a ver, ¿hace mal un escritor de encargo diciéndole que sí a la primera dama porque esta no sabe escribir? ¿Hizo mal Marni Nixon doblando la voz de Natalie Wood en West Side Story porque Natalie Wood no sabía cantar?
—Dígamelo usted. ¿Hizo mal?
El caso es que yo no tenía ninguna respuesta.
Poco después de eso nos levantamos. Era casi la una, y Ben y Keith se habían citado a esa hora frente al café Rivoire. Desde el lugar en que Savonarola había quemado las vanidades, los vi besarse en la mejilla, dos atractivos jóvenes bien vestidos. Luego, con los brazos entrelazados, bajaron juntos por la Via Calzaiuoli.
¿Cómo me sentí? Avergonzado, sí. También feliz. Porque lo que no le había explicado a Ben —lo que no podría nunca explicarle a Ben— era que aquellos trabajos, todos juntos, constituían la mejor obra que había hecho en mi vida. Y quizá era así precisamente porque se habían escrito para intercambiarlos por placer, a diferencia de esas otras fichas con las que uno sólo puede comprar placer. Así cantaban los antiguos trovadores, para que las damiselas les lanzaran cuerdas desde los virginales balcones.
De todos modos, eso a Ben no se lo podía haber dicho, porque si se lo hubiera dicho —si le hubiera dicho que era el mejor trabajo que había hecho en mi vida—, lo habría considerado una tragedia, no una victoria, y eso yo no lo habría soportado.
Desde la plaza de Savonarola, volví hacia el corredor de los Uffizi, que se abría como un par de fórceps. Las palomas, multitudes de palomas, daban vueltas en el cielo y se posaban de vez en cuando en las cabezas de las estatuas: la imitación de David, Neptuno, Hércules y Caco, con sus largos dedos y sus enormes genitales. Y hacia este foco se movieron una vez grandes oleadas de hombres —pensé— atraídos por el propio David, por el sueño de la libertad misma. Habría sido un trabajo magnífico… Entonces tañeron las campanas. Ben y su compañero habían desaparecido.
—¡Es la hora de comer! —gritó un anciano que se puso a repartir migas de pan.
Y las palomas se congregaron y se abatieron sobre el suelo.