II

Las cosas empezaron a mejorar. Mi editor pasó de Viking Penguin a Houghton Mifflin, que decidió sacar la edición en rústica de Mientras Inglaterra duerme, así como mi nueva novela.

—El trato está cerrado —dijo mi agente por teléfono—. Ah, por cierto, pongo marzo de 1996 como fecha de entrega. ¿Te parece factible?

—Sí, claro —dije—. No hay problema. Hace años que no trabajo tanto.

Lo cual era cierto. El trimestre estaba concluyendo y tenía que acabar dos trabajos: «Los espejos en Virginia Woolf», para Mary Yearwood, y «El cambio de actitudes hacia el sexo y la sexualidad en la Inglaterra de la década de 1890», para Historia de Europa. Además, al llegar a casa de la biblioteca el día anterior me había encontrado un mensaje de alguien llamado Hunter. Ni que decir tiene que no soy de la generación que conoce a mucha gente llamada Hunter. De todos modos, contesté la llamada. Hunter me dijo que hacía segundo, que era amigo de uno de los compañeros de casa de Eric. Quería saber si era posible que nos encontráramos para almorzar en el Fatburger de Santa Mónica. Tenía una propuesta comercial que hacerme.

Fui, por supuesto. Hunter resultó ser uno de esos californianos rubios y musculosos que conducen jeeps y llaman «tío» a toda persona de sexo masculino que conocen, salvo quizá a su padre.

—Soy un amigo de Eric —empezó.

—¿Ah?

Asintió.

—Estábamos en una fiesta anoche y le conté lo jodido que estaba con mi trabajo de historia sobre la Segunda Guerra Mundial y va y me dice: «¿Por qué no llamas a ese tío que conozco, Dave Leavitt?».

—Eso te dijo.

—Eso es. Eso me dijo, bueno, me dijo que tú podías ayudarme. Vamos, no tengo ni idea de cómo voy a acabar ese trabajo de historia, cuando tengo que entregar un proyecto de informática, un trabajo de políticas y además tengo un final de economía que es una pasada. Una pasada. —Hunter le dio un enorme mordisco a su Fatburger—. ¿Comprendes mi problema, tío?

—Claro —dije—. Siempre que tú comprendas mi acuerdo con Eric.

—Soy todo oídos.

—Bueno, ¿no te explicó cómo, en fin, cómo me paga?

—Sí.

—¿Y estás dispuesto a pagarme del mismo modo?

Cruzó los brazos.

—¿Por qué no? Soy una persona abierta.

Imitando su gesto, me eché para atrás en la silla y lo examiné. No pareció importarle. Tenía la piel trigueña, el cabello rubio y largo, peinado por detrás de las orejas, y el pecho poblado de un abundante pelo rubio, parte del cual sobresalía por el cuello de la camisa. Un atractivo sin inteligencia, a diferencia de Eric. Por otra parte, tampoco me provocaba la gran sensación de afecto que Eric despertó en mí desde el momento en que nos conocimos. Sin embargo, los deseos inconfesables tienen cierto peso y, en lo que a ellos respectaba, Hunter poseía en abundancia los atributos necesarios: músculos, vulgaridad, manos grandes.

—¿Y cuál es el tema? —pregunté.

—Ese es el problema. Tengo que encontrar yo mismo el tema.

—Historia de la Segunda Guerra Mundial, ¿no? —Pensé—. Bueno, algo que siempre me ha interesado es la historia de las tropas de soldados estadounidenses negros que construyeron puentes Bailey en Florencia después del armisticio.

—¿Puentes qué?

—Puentes temporales de acero prefabricados para sustituir los destruidos por los bombardeos.

—Tope. El profesor Graham es negro. Le gustará.

—Sobre esos soldados no se ha escrito casi nada. Podría investigar un poco…

—Se supone que tiene que ser un trabajo de investigación —añadió Hunter amablemente.

—¿Para cuándo es?

—Esa es la putada. Para el veintiuno.

—¿El veintiuno?

—Sí, ya lo sé, pero ¿qué quieres que le haga? Me hablaron de ti ayer.

—No estoy seguro de poder escribir un trabajo de investigación para el veintiuno.

—¡Tío, por favor!

Sonrió; su boca debía de ser el orgullo de algún ortodoncista.

No sé lo que se apoderó de mí en aquel momento: una malevolencia lasciva, podría considerarse, una malevolencia que me hizo querer ver hasta dónde era capaz de llegar con aquel joven estúpido, atractivo e inmoral.

—De acuerdo —dije—. Hay una sola condición. Con esta limitación temporal, los términos tienen que ser…, ¿cómo lo diría?…, más rigurosos de lo normal.

Hunter colocó los codos sobre la mesa.

—¿En qué estás pensando? —preguntó.

—Mira, ¿a ver qué te parece esto? Para ser justos, si sacas un aprobado o menos, no tendrás que hacer nada. Si sacas un notable, lo mismo que con Eric: te hago una mamada. Pero si sacas un sobresaliente…

—No te dejo que me folies —dijo Hunter.

¿Por qué todos aquellos chavales daban por descontado que quería follármelos?

—No, no estaba pensando en eso —dije—. Estaba pensando en… lo contrario.

—¿Que te folle yo?

Asentí.

—Vale —dijo Hunter enseguida—. No hay ningún problema.

—¿Has follado alguna vez a otro tío?

—No, pero he follado con una tía… por detrás.

—¿Ah, sí?

—Ajá.

—¿Y te gustó?

—Bueno… —Hizo una mueca—. Me lo pasé bien y todo eso, pero luego… da un poco de asco pensarlo. Ya sabes lo que quiero decir, ¿no?

Tosí.

—Bueno, Hunter, creo que podemos dar el trato por cerrado.

—Fantástico.

Nos estrechamos la mano.

—Ah, Hunter —añadí (¿qué se había apoderado de mí?)—, una cosa más. El tema de la paga y señal.

—¿La fianza?

—¿No te lo dijo Eric?

—No.

—Bueno, como es lógico necesito una paga y señal. Es un trabajo especial. Seguro que lo entiendes.

—Claro, pero ¿qué… clase de paga y señal?

Le hice un gesto para que se acercara.

—¿Qué calzoncillos usas, boxers o slips? —susurré.

—Depende. Hoy, slips.

—Bien. Mira, esto es lo que quiero que hagas. Que vayas al cuarto de baño, te metas en un retrete y te quites los pantalones y los calzoncillos. Luego quiero que te corras en los calzoncillos. Que los uses para limpiarte. Luego te los metes en el bolsillo de la chaqueta y me los das cuando salgamos.

—Pero…

—No tienes que preocuparte, hay pestillos en los retretes.

—Pero Eric no…

—Si quieres, olvidamos todo el asunto…

Hizo una mueca. De pronto, una expresión de auténtico disgusto nubló su atractiva cara, con tanta energía que por un momento temí que golpeara la mesa, empezara a gritar obscenidades, me pegara o me matara.

Luego la expresión cambió. Se levantó.

—Vuelvo enseguida —dijo, y se encaminó hacia los servicios.

Exactamente cinco minutos más tarde —consulté el reloj—, la puerta de los servicios volvió a abrirse.

—¿Listo?

—Listo.

Salimos al aparcamiento.

—Aquí tienes, tío.

De modo subrepticio, Hunter me pasó una bola blanca de algodón.

Mis dedos rozaron cierta viscosidad al metérmela en el bolsillo.

—¿Siempre eres tan rápido?

—Sólo cuando tengo que serlo.

Se subió al jeep y puso la radio a gran volumen.

—Bueno, te tendré el trabajo el veinte por la tarde —grité por encima del estruendo.

—Suena como si lo tuvieras muy claro.

—Ah, por cierto, Hunter, si no te importa, podrías hacerlo en la parte de atrás de tu jeep.

—¿Hacer qué?

—Si sacas un sobresaliente.

—¡Venga, tío! —Hunter se echó a reír—. Joder, tienes una mente de lo más guarra. Me gusta.

A continuación, casi me pilló los dedos de un portazo.

Así de sencillamente, me convertí en una industria.

Los días pasaban más rápidamente. Me levantaba temprano por la mañana, a veces tan temprano como mi padre, que acostumbraba a estar trabajando en el jardín a las seis de la mañana. Luego iba a la biblioteca. ¿Sabían que al final de la Segunda Guerra Mundial, después de que los alemanes bombardearan el puente de Santa Trinità en Florencia, las estatuas de las cuatro estaciones que adornaban las esquinas fueron recuperadas en el río? Salvo la cabeza de la primavera. Se distribuyeron unos carteles en los que aparecía una fotografía de la cabeza debajo de las palabras: «¿Ha visto a esta mujer? Recompensa: 3.000,00 dólares». Según un rumor, un soldado negro había secuestrado la cabeza. Aunque nadie reclamó el rescate.

No fue hasta 1961 —el año en que nací— cuando se encontró por fin la cabeza, enterrada en el barro del Arno.

En realidad, conocía esta anécdota antes de empezar a investigar para el trabajo de Hunter. Incluso había visto una reproducción del cartel en Florencia el año anterior, con Andy: yendo una mañana al Palazzo Medici-Riccardi a ver los frescos de Benozzo Gozzoli de El cortejo de los Reyes Magos, topamos con una exposición fotográfica que conmemoraba los bombardeos que casi habían destruido el centro medieval de la ciudad. Y, allí, en medio de las plazas repletas de escombros, las mujeres aclamando a los liberadores norteamericanos y los niños en las colas del pan, estaba colgado el cartel, descaradamente americano, como los carteles de «Se busca» que yo escrutaba con inquietud mientras mi madre hacía cola en la oficina de correos. A su alrededor, en las fotografías, jóvenes soldados negros —uno de los cuales era el sospechoso de la autoría del robo— construían puentes Bailey. Si sintieron el aguijón de la injusticia que debió de ser el pan de cada día en el ejército, sus caras no lo mostraban. En vez de eso, inexpresivos como hormigas, cargaban vigas de acero y, poco a poco, remendaron la desgarrada ciudad.

Según recuerdo, Andy no se fijó mucho en los soldados. Como buen homosexual que es, tenía prisa por ir a la Accademia y ver el David. Y yo también debería estar estado más interesado en el David; al fin y al cabo, es mi escultura preferida, así como el ideal erótico en pos del cual Henry Somerset y los suyos habían invadido Italia todas aquellas décadas atrás. Y, sin embargo, eran las caras de aquellos soldados —no la del David— las que flotaban en mi mente mientras subíamos por la Via Ricasoli; a lo cual debo añadir que estaba en pleno proceso; en Italia, por así decirlo, huyendo de los problemas; la invención me era casi dolorosa. Así que ¿por qué, en ese momento particular, empezó a contarse en mi cabeza una novela? Una novela que sabía que nunca podría escribir (y mejor así). Una novela en la que un joven soldado negro va a Florencia; desde lejos, mientras martillea tablones, un muchacho italiano lo contempla, todas las mañanas, todas las tardes…

Lo que quiero subrayar es lo siguiente: nunca quise escribir esa novela. Sólo quería pensar en ella como posibilidad; escuchar cómo se desplegaba la historia; ir a la deriva con ella, del mismo modo que de niño siempre tenía en la cabeza un culebrón que no se acababa nunca. Todos los días daba vueltas alrededor de la piscina de nuestra casa de Stanford, haciendo botar una pelota roja de goma y tejiendo mentalmente elaboradas e inacabables variaciones: pura trama. A veces levantaba la vista y veía a mi madre contemplándome desde la ventana de la cocina. Y cuando la pelota se me pinchaba, mi padre siempre tenía a punto su pequeño paquete de parches para arreglarla.

Algo curioso acerca de mi padre: cuando, muchos años después, se trasladó al sur, se desprendió sin reparo de la mayoría de los objetos sentimentales de mi niñez. Animales de peluche, coches Corgi, libros. Sin embargo, conservó la pelota. Aún habla de ella. «La pelota de David», dice, que debo de haber botado a lo largo de más de mil kilómetros alrededor de aquella piscina en los días en que la invención era la clase más sencilla de placer o locura.

Creo que era eso lo que intentaba volver a capturar: toda la gratitud de la autoría sin ninguna de las responsabilidades implícitas en el hecho de firmar con el propio nombre.

¡Y cuánto trabajaba! Por las mañanas en la biblioteca; por las tardes, en el ordenador de mi padre. Para el proyecto de historia de Eric, pude canibalizar buena parte de las búsquedas que había hecho para la novela sobre Somerset: esa novela que, como la novela sobre los puentes Bailey, estaba ya seguro de que nunca escribiría. Un trabajo que hice en la facultad sobre Entreactos constituyó la base de «Los espejos en Virginia Woolf». Y Hunter: bueno, gracias a ese retazo de historia no escrito, ni siquiera susurrado, acabó siendo el mejor trabajo de los tres.

¿Y por qué? Sospecho que convenceros de esto es lo que más va a costarme. Después de todo, un vínculo de auténtico afecto nos unía a Eric y a mí: era lógico que quisiera hacerlo bien. Mis sentimientos hacia Hunter podían describirse en el mejor de los casos como una mezcla de desprecio y deseo. No me gustaba más de lo que yo le gustaba a él. Desprecio y deseo: ¿cómo es posible que de un matrimonio tan devaluado como ese pueda ser concebido arte? Sin embargo, fue así. En realidad, visto de modo retrospectivo, reconozco que hubo algo asombrosamente claro, sereno incluso, en mi asociación con Hunter que no profanaba ningún anhelo de domesticidad. A Eric, en cambio, siempre lo estaba llamando para preguntarle si quería ir a almorzar. Nos veíamos cuando él tenía tiempo, cosa que ocurría pocas veces, porque en los últimos tiempos andaba atareado con lecciones de juegos malabares.

Sí, lecciones de juegos malabares.

A veces me acercaba a su casa y me echaba en la cama, emporrado, mientras él se dedicaba a lanzar por encima de la cabeza tres bolos, o tres palos, o tres bolas blancas. Sólo los ocasionales «mierda» o «joder» interrumpían su silenciosa y enojadiza concentración. Una bola rebotaba en dirección a la ventana, o los bolos caían con estrépito. Entonces los recogía y volvía a empezar mientras el denso olor de su sudor se apoderaba de la habitación.

Decía que quería que le saliera lo suficientemente bien como para poder ganarse un dinero extra durante los fines de semana. Me dijo que había empezado a practicar con fuego.

¿Y es necesario que mencione que aquellas tardes nunca derivaron hacia lo erótico? Claro que existía la esperanza. Sin embargo, Eric era escrupuloso y —lo más importante— no se mostraba demasiado interesado. Las relaciones sexuales conmigo, desde su perspectiva, eran una recompensa por un trabajo bien hecho.

Con Hunter, en cambio, las relaciones sexuales eran el pago a unos servicios prestados. Espero haber establecido la distinción con claridad.

Y, por supuesto, él obtuvo su sobresaliente. Quien me lo dijo fue Eric, que también sacó un sobresaliente, y me llamó antes de las vacaciones de Navidad para darme la noticia.

—¿No te lo ha dicho Hunter? —preguntó cuando le pregunté.

Y, cuando respondí que no, se quedó callado. Luego, intenté hablar con Hunter por teléfono, pero nunca estaba en casa. Eso no me sorprendió; la traición es el resultado habitual cuando uno establece acuerdos de caballeros con quienes no son caballeros.

En cualquier caso, ¿qué cabía esperar de un joven que compra un trabajo de fin de trimestre e intenta colarlo como propio?

Al final tuve que ir a buscarlo a la piscina de la UCLA. Goteando cloro, el pelo rubio de su pecho me hizo la boca agua. Quise beberlo.

—Hola, te quería llamar —dijo mientras se envolvía en una toalla.

—Yo también te he estado llamando. Nunca estás en casa.

—Lo siento, tío. He estado muy ocupado. ¡Por cierto, al profesor le encantó el trabajo! Te lo agradezco.

—No hay de qué.

Se secó bajo los brazos.

—En todo caso, Hunter, la razón por la que estoy aquí es que me gustaría saber cuándo piensas cumplir tu parte del trato.

—¡Más bajo, pueden oírte!

—¿Qué pasa? ¿No quieres que tus amigos sepan que el trabajo te lo hice yo?

—¡Más bajo! —Me empujó hacia un rincón—. Mira —dijo en un agitado suspiro—, tendrá que ser cuando vuelva de las vacaciones. Ahora mismo estoy muy ocupado.

—No, tendrá que ser antes de que te vayas de vacaciones. ¿No te ha enseñado tu madre que no está bien postergar las cosas? —Le di una palmadita en el brazo—. Mira, ¿por qué no vienes a casa de mi padre mañana a eso del mediodía? Ha salido a pasar el fin de semana fuera. Podemos meter el jeep en el garaje.

—¡El jeep!

—Hunter, has sacado un sobresaliente.

—Pero yo…

—¿Qué, pensabas que iba a escribirte el trabajo a cambio de nada? Venga ya. Será mejor que estés allí a las doce.

Le di la dirección, tras lo cual se alejó cojeando hacia las duchas.

En realidad, no era un mal chico. Sólo que formaba parte de su naturaleza afablemente corrupta el intentar eludir los compromisos. De eso están hechos los magnates de la industria.

Es probable que el aspecto que más me intriga de esta historia, vista retrospectivamente, sea cómo la noticia de mi «disponibilidad» circuló con tanta rapidez por los pasillos y las residencias de estudiantes de la UCLA durante los siguientes meses. No estoy diciendo que entre el cuerpo estudiantil fuera de dominio público que David Leavitt, novelista, estaba dispuesto a escribir trabajos para estudiantes masculinos de buen ver; no aparecieron artículos en The Daily Bruin ni grafitis que yo sepa en las paredes de los lavabos. Aun así, de un modo controlado, la noticia se difundió, y al empezar el trimestre de primavera me llamaron no menos de cinco muchachos con encargos de trabajos. ¿Y cómo habían conseguido mi número? Intenté imaginar las conversaciones que habían tenido lugar: «Qué putada, Eric, no sé cómo voy a terminar el trabajo sobre la “Oda a una urna griega” antes del viernes». «¿Por qué no llamas a Dave Leavitt? Él te lo escribe a cambio de que le dejes hacerte una mamada». «¿Una mamada? Vaya, no está mal. ¿Qué teléfono tiene?».

O quizá la sugerencia nunca era tan directa. Quizá se realizaba en un lenguaje más discreto, o más vulgar. Más bien lo último, sospecho. De hecho, estoy seguro de que en algún punto todos ellos, incluido Eric, hicieron observaciones groseras y humillantes sobre mí, me llamaron «maricón» o «chupapollas», y luego matizaron esos insultos (para ellos) añadiendo que era «en el fondo un buen tipo». O alguna salvedad similar.

El negocio empezó a funcionar tan bien que tuve que rechazar ofertas, bien porque estaba sobrecargado de trabajo, bien porque el muchacho en cuestión cuando me reuní con él no me atrajo físicamente, en cuyo caso me disculpaba y decía que no disponía de tiempo. (Odiaba esa parte del trabajo, pero ¿qué podía hacer? Mi móvil era el provecho, no la caridad. Nunca di nada por lo que no obtuviera algo a cambio).

(Pensaréis que sí que fui a una escuela de empresariales).

En total, escribí trabajos para siete chicos, siete chicos hacia la mayoría de los cuales sentí algo intermedio entre el afecto que ennoblecía mi amistad con Eric y el desprecio que caracterizó mis tratos con Hunter. Los temas fueron desde «La imagen del viajero en la poesía romántica inglesa» hasta «La caída de la comuna de París», pasando por «El abandono de niños en la Italia medieval», «El vuelo en La canción de Salomón de Toni Morrison» o «Bronzino y las tradiciones del arte del retrato en el Renacimiento italiano».

De todos esos muchachos y trabajos, Ben es el único del que necesito hablaros.

Ben se puso en contacto conmigo hacia mediados del trimestre de primavera.

—¿Señor Leavitt? —dijo por teléfono—. Me llamo Ben Hollingsworth. Tony Younger me ha dado su número.

—¿Ah, sí?

—Sí. Me ha dicho que lo llamara. Dice que podría…, que podríamos…

—Tranquilízate. No hay razón para que estés nervioso.

—Gracias. Estoy bastante…, no sé por dónde empezar.

—¿Por qué no nos vemos? —ofrecí, con una voz tan meliflua y profesional como la de cualquier prostituta—. Siempre es más fácil hablar en persona.

—¿Dónde?

Propuse el Ivy, pero Ben no quiso que nos viéramos allí; ni quería en realidad que nos viéramos en ningún lugar público. Me preguntó si podía recogerme en el tercer piso del aparcamiento del Beverly Center, cerca de los ascensores. Para hablar del tema en su coche.

Le dije que me parecía bien.

Nos citamos para el día siguiente a las diez y media. Hacía un frío inusual. Ben llegó en un Honda azul metálico con la puerta del pasajero abollada.

—¿Señor Leavitt? —preguntó mientras la abría.

—Yo mismo.

Subí. En conjunto, con su cabello cuidadosamente peinado y su abotonada camisa de manga corta (un bolígrafo sobresalía del bolsillo), me recordó a esos jóvenes misioneros mormones con placas en la solapa que los identifican, que a veces uno encuentra en las capitales europeas. Al final, la asociación de ideas resultó ser profética. Ben era efectivamente mormón, como no tardé en descubrir, aunque no de Utah, sino de Fremont (California). Sin duda en años anteriores había realizado ese mismo «servicio» europeo, entregando folletos a confusos turistas homosexuales que pensarían que a lo mejor quería ligar con ellos.

—Le agradezco el tiempo que me dedica, señor Leavitt —empezó cuando me abroché el cinturón de seguridad.

—Llámame David.

—Me siento más cómodo llamándolo señor Leavitt.

—De acuerdo, como quieras. ¿Y cómo te llamo yo?

—Ben.

—Ben. Estupendo. No hay ningún problema.

Salimos del aparcamiento.

—Quiero dejar una cosa clara —dijo—. Quiero que sepa que nunca he hecho trampas con nada en la vida. Ni en un examen, ni en un trabajo. Y tampoco he robado nunca nada. No bebo, nunca he consumido drogas. Tengo el hígado sano, señor Leavitt. Salgo con la misma novia desde los quince años. Y ahora lo tengo aquí en mi coche y estoy a punto de entrar en una alianza pecaminosa, al menos eso es lo que espero, porque si no lo hacemos, mi nota media bajará por debajo del 3,5 y necesito una nota más alta para entrar en una buena facultad de Derecho. Me encuentro tan desesperado que estoy dispuesto a hacer cosas de las que me avergonzaré el resto de mi vida. Yo no sé si usted se avergüenza. Eso ni me incumbe.

Doblamos a la izquierda hasta San Vicente.

—Seguramente no —dije.

—No. Y lo que le estoy sugiriendo tiene que sonarle tremendo. De todos modos, tal como lo veo, no hay otra alternativa, porque algún día tendré que mantener a una familia y debo estar preparado. Casi todos los demás estudiantes tienen una familia rica a la que recurrir. Yo no. Y como no soy negro ni voy en silla de ruedas ni nada de eso, lo tengo muy difícil. ¿Oye lo que le digo? No tengo elección.

—Siempre tienes elección, Ben.

Abrió la ventana y dejó ir un audible suspiro. Su cara cuadrada, bien lavada y ligeramente salpicada de acné, tenía algo, debo admitirlo, que me excitaba. Su polla, imaginé, seguro que sabía a jabón bactericida. Y aunque el aura de vida limpia de Ben me excitaba, su vergüenza me avergonzaba. Al fin y al cabo, ninguno de los otros jóvenes para los que había escrito trabajos expresó el más mínimo escrúpulo a la hora de hacer pasar mi obra como propia; como mucho, era la parte sexual, la parte prostibular, la que los arredraba. Cosa que, pensándolo bien, resultaba sorprendente: como si las brutales exigencias del mercado hubieran engullido enteras, en cada uno de ellos, unas trilladas nociones de guardería acerca del bien y el mal.

En Ben, en cambio, esas mismas nociones de guardería parecían ejercer la suficiente presión como para angustiarlo, pero no la suficiente como para hacerle cambiar de opinión.

—Bueno, ¿y cuál es la asignatura? —pregunté.

—Historia victoriana.

—¿Y el tema?

—¿Quiere decir que lo hará?

—Tendrás que decirme primero el tema.

—Jack el Destripador —dijo Ben.

—¿De verdad? Qué casualidad. Estaba leyendo sobre él.

—¿En serio?

—Sí. Al parecer hubo mucha gente que pensó que era el príncipe Eddy, el nieto de la reina Victoria y heredero al trono. Aunque la teoría ya ha sido descartada.

—Vaya —dijo Ben—. Ese podría ser un ángulo interesante… si le interesara. ¿Le interesa? Espero que sí, porque si no es así tendré que pensar en otra cosa, y comprar un trabajo con dinero no es algo que esté en condiciones de permitirme ahora mismo.

—Ben, espera un momento. Tengo que decirte que toda esta situación me preocupa. ¿Estás seguro de que sabes en lo que te estás metiendo?

—¿Que si sé lo que tendré que hacer a cambio? ¡Claro! Tony me lo ha contado, tendré que dejarle…, ya sabe… realizar sexo oral conmigo. Y no, no puedo fingir que me sienta cómodo con la situación. Pero estoy dispuesto. Como he dicho, tengo una novia, Jessica. Y a ella tampoco la he engañado nunca.

Nos detuvimos en un semáforo, donde Ben abrió la cartera. Entre frágiles láminas de plástico, una pecosa muchacha pelirroja nos sonrió.

—Muy guapa —dije.

—Será la madre de mis hijos —dijo reverencialmente.

A continuación, apartó la foto, como si la exposición continuada a mi mirada pudiera echarla a perder.

El semáforo se puso verde.

—Claro, si dice que no porque no soy tan atractivo como Tony, bueno, ahí ya no puedo hacer nada. De todos modos, tengo un pene bastante largo. Según creo, a los homosexuales les gustan los penes largos. ¿Es verdad?

—A veces.

Riendo, le di una palmada en la rodilla.

—Mira, ¿sabes lo que creo? Creo que tú deberías escribir el trabajo. Y, si quieres, yo te lo leo, ¿qué te parece?

Gratis, por decirlo así. Y si sacas un aprobado en historia, ¿qué más da? A la larga no importará. Y en cambio no habrás engañado a Jessica ni transgredido tu ética.

—Pero es que estoy plenamente dispuesto a transgredir mi ética. —El pánico se apoderó de la voz de Ben—. Y lo de la paga y señal. Tony también me lo ha contado, y ya me he ocupado de eso. Mire.

Inclinándose sobre mis rodillas, abrió la guantera. El olor clorhídrico del semen se escapó del compartimento.

Sacó unos calzoncillos arrugados y me los tiró a las piernas.

—¿Cuándo lo has hecho? —pregunté mientras acariciaba el viscoso algodón.

—Ahora mismo. Antes de recogerlo. —Hizo una mueca—. Bien, ¿qué dice, señor Leavitt? ¿Lo hará?

—De acuerdo.

Tenía la boca seca.

—Fantástico. Estupendo.

Dobló y entró en la calle Saturn.

Me restregué los dedos en los vaqueros.

Como le había dicho a Ben, ya sabía algo acerca de Jack el Destripador. Y era porque el príncipe Eddy, cuya candidatura al puesto de Destripador no dejaban de difundir los «destripólogos», también estuvo involucrado en el escándalo de la calle Cleveland. En realidad, algunos historiadores creían que Lord Arthur Somerset había huido de Inglaterra básicamente para echarle un cable a Eddy (otro cliente habitual del burdel) como favor a su viejo amigo y protector el príncipe de Gales.

Habría sido interesante, pensé, escribir un trabajo relacionando la homosexualidad del príncipe Eddy con el odio al cuerpo femenino que parecía ser un elemento tan esencial en los crímenes del Destripador. Por desgracia, existían pruebas bastante sólidas de que Eddy estaba de cacería en Escocia en la fecha de dos de los asesinatos, y puesto que el trabajo de Ben tenía que apuntar con firmeza a algún sospechoso, decidí que era mejor buscar en otro lado. M. J. Druitt, un médico cuyo cuerpo se encontró flotando en el Támesis unas siete semanas después del último asesinato, era sin duda el candidato hacia el que señalaban la mayoría de las pruebas. Y, por esa razón, parecía probable que por él apostaran muchos de los compañeros de clase de Ben.

¿Quién, entonces? Entre los nombres que surgían con mayor frecuencia estaban los de Frank Miles, con quien Oscar Wilde había compartido casa una vez; James Stephen, primo de Virginia Woolf y preceptor de Eddy; el pintor Walter Sickert; y el médico particular de la reina Victoria, Sir William Gull. En realidad, una gran proporción de los sospechosos parecían haber sido médicos, lo cual no constituye ninguna sorpresa: para destripar un cuerpo de mujer con tanta precisión como lo hizo el Destripador con Mary Kelly, hay que estar en posesión de un detallado conocimiento de la anatomía humana. Y, si tiene razón Donald Rumbelow al conjeturar que el arma del Destripador fue un bisturí de forense «con una pieza sobre la hoja para el pulgar, un instrumento especialmente diseñado para “destripar” hacia arriba», entonces adquiere todavía más fuerza la hipótesis de que fue un médico.

Así pues: el Destripador como médico o antimédico. Siguiendo esta «óptica», el razonamiento que más me intrigó procedía de alguien llamado Leonard Matters, quien en 1929 había publicado un libro en el que afirmaba que el Destripador era en realidad un tal «doctor Stanley», cuyo joven y brillante hijo había muerto de una infección venérea tras viajar a París con una prostituta llamada Mary Kelly. Tras ello, este buen médico (según la teoría de Matters) enloqueció y se dedicó a recorrer las callejas de Whitechapel, obcecado en vengarse no sólo de Mary Kelly, sino de las prostitutas en general.

Una segunda posibilidad era hablar de clases sociales. Se me ocurrió que era un enfoque interesante aunque un tanto experimental, porque al margen de quién cometiera en realidad los crímenes, la imaginación victoriana —de la cual los rumores son el eco más poderoso— asoció a Jack de un modo casi obsesivo con el palacio de Buckingham. Si no era un miembro de la familia real, entonces tenía que ser alguien cercano a la familia real, algún fracasado de sangre azul enloquecido que recorriera periódicamente las calles del este de Londres en busca de putas que asesinar y eviscerar. ¿Y no cabía imaginar ese personaje como una alegoría de la explotación de las clases trabajadoras por parte de las clases superiores a lo largo de la historia? Aquí asomaba un razonamiento marxista. Al fin y al cabo, Jack sólo eligió como víctimas a prostitutas de un tipo muy degradado: mujeres mayores, alcohólicas, con demasiados niños y sin reparos a la hora de levantarse las enaguas en un sórdido callejón a cambio del dinero para pagarse un trago. Escribir sobre el Destripador en tanto que personificación del desprecio de la burguesía por los trabajadores seguro que daba al encargo un sesgo provocador. O quizá semejante sesgo era demasiado provocador, sobre todo proviniendo de un joven como Ben.

Una tercera posibilidad era hablar de xenofobia: porque, puestos a clasificar a los sospechosos de ser el Destripador, la última gran categoría (tras los médicos y los aristócratas) fueron los inmigrantes.

Mientras meditaba sobre esos planteamientos, lo único que no podía sacarme de la cabeza era una fotografía policial que había visto del cadáver de Mary Kelly, la última víctima de Jack y la única en ser asesinada en su habitación. El cuerpo se encontró sobre la cama, rajado literalmente por la mitad. La nariz había sido cercenada; el hígado, extraído y colocado entre los pies. Los riñones, los pechos y la carne de los muslos, amontonados en la mesita de noche, y una mano introducida en el estómago.

Ni siquiera en mi época de asesinos en serie y películas snuff, de Charles Manson y Jeffrey Dahmer, había visto nada igual.

Pasé tres días investigando. Todas las mañanas me levantaba y hacía votos por llegar por la tarde a una decisión, y todas las tardes volvía a casa fracasado. Sólo quedaba una semana para que finalizara el plazo del trabajo de Ben y ni siquiera había empezado a escribir. Era como si algo se hubiera apoderado de mí, como le ocurre a veces a la pantalla del ordenador cuando se queda congelada. Por otra parte, tampoco resultó de utilidad que Ben se detuviera una tarde junto a mi cubículo y me pasara un libro que ya había leído y devuelto.

—Se llama La identidad de Jack el Destripador —dijo—. Y, según este tipo, al principio pensaron que el Destripador era un barbero polaco que respondía al nombre de George Chapman, pero luego descubrieron que tenía un doble, un barbero ruso, y que este doble…

—También utilizaba a veces el nombre de Chapman. Lo sé.

—Ah, ¿ya lo ha leído? Bueno, no importa, entonces. Pensé que si a lo mejor no…

—Gracias.

—¿Quiere un Seven-Up o alguna otra cosa?

Acepté.

Acudimos a las máquinas expendedoras, salimos fuera con nuestras bebidas y nos sentamos en un banco del patio de la biblioteca. Era un cálido día de primavera insólitamente hermoso y el aire tenía una claridad poco habitual. Incluso parecía soplar una brisa que traía el olor de las montañas.

Durante un rato, el único ruido del patio, aparte del zumbido de las avispas, fue la pequeña explosión de la apertura de nuestras latas. A continuación, Ben dijo:

—Qué extraño, todo esto.

—¿Qué?

—Bueno…, el que estemos sentados juntos.

—¿Por qué?

—No sé muy bien cómo explicarlo. Verá, en la iglesia…, ¿le había dicho que soy mormón?

—No.

—En la iglesia tenemos una concepción muy clara del pecado. Así que siempre he dado por sentado que si alguna vez cometía un pecado grande de verdad, como el que estamos cometiendo ahora…, no sé, se oiría un trueno y Dios me fulminaría o algo así. En vez de eso, estamos aquí sentados en este patio y brilla el sol. La hierba está verde.

—Pero ¿cuál es el pecado?

—Lo sabe bien. Engañar.

—¿De verdad que engañar es un pecado?

—Claro, es parte del mentir.

—Bueno —dije—, entonces el hecho de que el sol brille y la hierba esté verde significa que a Dios tampoco le importa tanto. O quizá Dios no exista…

El semblante se le torció de horror.

—Sólo es una posibilidad —añadí.

Ben se echó para atrás, como muestra de desilusión.

—Así que es ateo —dijo—. Tenía que haberlo supuesto. Tenía que haber imaginado que la mayoría de los homosexuales son ateos.

—No creas, algunos homosexuales son muy religiosos. En realidad, no me sorprendería descubrir uno o dos mormones.

—Ex mormones.

—De esos, muchos más; pero, volviendo a lo que decías, yo no me consideraría un ateo. Diría más bien que soy un judío escéptico y no practicante que desconfía del dogma.

—Tony también es judío. La otra noche me contó lo de su circuncisión…

—Su bris.

—… y cómo en Israel usan los prepucios para hacer drogas de fertilidad.

Agitó la cabeza en señal de asombro.

—¿Estás circuncidado, Ben?

—No.

Ruborizándose, miró la hora.

Nos levantamos y nos dirigimos a la biblioteca.

—Bueno, volvemos a las minas de sal —dijo ante las puertas principales—. Por cierto, espero que se dé cuenta de que también yo estoy currando. Este trimestre he abarcado más de lo que puedo apretar.

—Bueno, seguro que puedes apretar más de lo que piensas.

—Es probable. De todos modos, quería asegurarme de que lo supiera. Vamos, que no me gustaría que pensara que mientras usted está deslomándose con este trabajo, yo estoy jugando a la máquina del millón o algo parecido. —Se frotó la nariz—. Por cierto, ¿ha decidido ya quién lo hizo?

—Todavía no. Es que todo el mundo tiene una teoría diferente sobre el Destripador, y todas las teorías tienen un agujero.

Eso era cierto. En realidad, consideradas de modo global, las teorías se ramificaban hasta lugares tan distantes que empezaba a parecer que los asesinatos de verdad no venían al caso. Porque, si se daba crédito a todas, entonces el Destripador era el príncipe Eddy y Walter Sickert. El Destripador era Frank Miles, M. J. Druitt y Sir William Gull. El Destripador era un agente provocador enviado por la policía secreta rusa para desprestigiar la reputación de sus colegas londinenses. El Destripador era un shochet o matarife ritual judío que padecía una obsesión religiosa. El Destripador era una conspiración de alto nivel para impedir una boda secreta entre el príncipe Eddy y una pobre muchacha católica. El Destripador era Jill la Destripadora, una abortista que, traicionada y enviada a la cárcel por una clienta atormentada a causa de los remordimientos, estaba dispuesta a vengarse en las personas de su propio sexo.

Por no mencionar al mago negro ni a la camarilla de francmasones ni (¿cómo podía olvidarlo?) al primo de Virginia Woolf (y posible amante del príncipe Eddy), el hermoso y demente James Stephen.

Pero ¿cuál? ¿O todos ellos?

Me despedí de Ben y volví a mi cubículo. Resultó que había dejado abierta sobre la mesa la fotografía del cuerpo desventrado de Mary Kelly. ¡Y qué curioso! Al sentarme, aquellos «despojos de carnicero» ya no me provocaron náuseas. Quizá uno se acostumbra de verdad a todo.

Y sobre ese degradado cuerpo de las postrimerías del siglo XIX, pensé, se abalanzó un auténtico demonio y registró sus cavidades como un ladrón en busca de joyas ocultas, pero sólo encontró pánico, oquedad, vacío.

Pero ¿qué demonio? ¿Quién?

Levanté la vista.

La modernidad y el espionaje, la Diáspora y la homosexualidad, la obsesión religiosa y el antisemitismo y, más intensamente —para mí, más intensamente—, el deseo y la enfermedad, emparejados con truculencia.

—Fantástico —dije.

Porque de pronto —a veces, la inspiración viene efectivamente de pronto— vi quién tenía que ser el Destripador de Ben.

El Destripador era el espíritu del propio siglo XX.

En los días que siguieron trabajé con rapidez, con mayor rapidez que nunca. Visto retrospectivamente, veo que el placer que experimenté al escribir aquel trabajo radicaba en su contemplación como un objeto acabado, como la novela sobre el puente Bailey que estaba seguro nunca empezaría. O, para el caso, como un puente Bailey. Construía de orilla a orilla, y al hacerlo, se aproximaba un destino, una conexión. Era la misma meta que había esperado alcanzar con mi libro sobre Somerset: una especie de poetización de ese momento en que el alma de mi propio siglo, el alma de la vacuidad misma, devoraba los últimos y fieles vestigios de una época que había creído, casi sin dudarlo, en las presencias.

Tras eso, desde las impuras entrañas de Jack el Destripador, se habían desparramado auténticas tradiciones de alienación, de las cuales yo era meramente un homúnculo ejemplar. Eric era otro: Eric, con su alegre y bienintencionada inmoralidad. Y Hunter. Incluso Ben. Éramos la pesadilla que Mary Kelly había soñado la noche en que fue asesinada.

Terminé, para mi sorpresa, tres días antes. Aquella misma tarde llamó mi agente.

—Felicítame —dije—. Acabo de terminar el mejor trabajo de mi vida.

—Felicidades —dijo Andrew—. ¿Y cuándo voy a ver páginas?

A lo cual respondí, sin mucho convencimiento:

—Pronto.

¿Cómo explicarle que lo que de verdad había permitido que escribiera aquellas páginas era el conocimiento de que nunca llevarían mi nombre?

Llamé a Ben. Pareció feliz y sorprendido ante la noticia y, como la vez anterior, acordamos encontrarnos en el tercer piso del aparcamiento del Beverly Center.

Me esperaba en el coche cuando llegué.

—Encantado de verlo, señor Leavitt —dijo.

—Igualmente, Ben. —Subí al coche—. Bonito día, ¿verdad?

—Ajá —dijo mirando con expectación mi cartera.

—Ah, el trabajo —dije.

Lo saqué y se lo entregué.

—Estupendo —dijo Ben—. Vamos al tejado y lo leeré.

—¿Leerlo?

—Bueno, ¿no pensará que voy a entregar un trabajo que no he leído?

Sacudió la cabeza lleno de asombro; a continuación, metió la llave en el contacto y salimos a la luz del día. Para ser sincero, estaba un poco sorprendido: al fin y al cabo, ninguno de mis anteriores clientes había sentido la necesidad de comprobar la calidad de mi trabajo. (Aunque tampoco ninguno de ellos había mostrado el más mínimo escrúpulo de conciencia). Con todo, no podía negarle a Ben el derecho a supervisar algo que iba a ser entregado con su nombre; además, me entusiasmaba la perspectiva de contemplar la sorpresa de su cara cuando llegara al final del último párrafo; incluso en una situación como aquella, seguía teniendo mi vanidad de escritor. De modo que permanecí sentado, con mis destripadores ojos fijos en la perfilada inmensidad de sus pantalones de poliéster, y sólo protesté cuando se sacó un bolígrafo del bolsillo de la camisa y tachó una línea.

—¿Qué haces?

—Es que me parece que esta frase sobre Druitt es un poco redundante. Mire.

Miré. Era redundante.

—¡Pero no puedes entregar un trabajo con estas marcas!

—¿Cómo? ¿Pensaba que iba a entregar esta copia? ¿Está de broma? ¡Ni pensarlo! Lo teclearé esta noche en mi ordenador.

Volvió a su lectura. De vez en cuando garabateaba una nota en el margen o tachaba una palabra o una frase, cosa que me puso bastante nervioso, como si sentada a mi lado, reseñando ante mis ojos una de mis novelas, estuviera Michiko Kakutani, la poderosa crítica del New York Times.

Al final, Ben dejó el trabajo.

—¿Y bien? —dije.

—Bueno… —Se rascó la cabeza con el bolígrafo—. Es muy interesante, señor Leavitt. Muy… imaginativo. Lo único que pasa es que no estoy seguro de que cumpla los requisitos.

—¿Cómo?

—Lo que se pedía era que se presentara a un sospechoso de ser Jack el Destripador. Y, en el fondo, lo que viene a decir es que eso no importa. Que cualquiera de ellos o todos podrían haber sido Jack el Destripador.

—Exacto.

—Pero eso no es lo que me pidió la Robinson.

Extendí las manos sobre mi regazo en un gesto de paciencia.

—Comprendo lo que te preocupa, Ben. Sin embargo, intenta verlo de este modo. Tienes que resolver un asesinato, ¿de acuerdo? Una novela policíaca. Sólo que no hay pruebas claras que apunten a nadie. El estudiante de notable piensa en presentar al sospechoso más probable y salir del paso. Pero el estudiante de sobresaliente piensa que ahí hay gato encerrado. El estudiante de sobresaliente piensa que tiene que aprovechar esa oportunidad para investigar un tema más general.

—Entiendo todo eso, pero todo ese rollo sobre la modernidad del siglo veinte…, para ser sincero, señor Leavitt, me suena un poco pretencioso.

—¡Pretencioso!

—Bueno, es muy inteligente y todo lo que quiera. Lo que pasa es que el espíritu de la modernidad del siglo veinte… no puede empuñar un cuchillo. No puede estrangular a nadie. Así que me temo que la Robinson va a pensar que es…, no sé…, estrambótico.

A todas luces, Ben tenía la limitada visión del estudiante de notable.

—Bueno, siento que estés decepcionado.

—¡No, no estoy precisamente decepcionado! Sólo que no es lo que esperaba.

—Muy bien. Pues vuelvo a casa y lo reescribo esta tarde. Sólo tienes que decirme quién crees tú que lo hizo…

—Señor Leavitt…

—¿Fue M. J. Druitt o James Stephen o el doctor Pechenko? ¿Y qué te parece Jill? Podría haber sido Jill.

Ben permaneció en silencio.

Y a continuación:

—Señor Leavitt, no puede reprocharme que me preocupe. Para mí, son muchas las cosas que dependen de este trabajo. Usted, en cambio, no tiene nada que perder.

¿Era cierto eso?

—Y no es usted el que se arriesga a que lo expulsen si lo pillan.

—Bueno, pues precisamente por eso te ofrezco reescribirlo. —Mi furia se había disipado—. Al fin y al cabo, Ben, tú eres el cliente, y el cliente…

—¿Tiene que hacer que suene tan… comercial?

—¿No lo es?

—No estoy seguro —dijo Ben—. Nunca lo he estado.

De nuevo sacó el bolígrafo. Desde la parte inferior de su bolsillo, observé, se filtraba hacia abajo una mancha de tinta azul en forma de lágrima.

—Te has metido el bolígrafo sin tapar en el bolsillo —dije.

—¿Ah, sí? Vaya, siempre lo hago.

—Yo también.

Con el índice, acaricié la mancha. La respiración de Ben se aceleró.

—Mire —dijo—, hablando del trabajo. No lo reescriba. Es probable que el hecho de que yo no lo haya apreciado diga más cosas de mí que de usted, ¿vale?

—No necesariamente…

—Y, en cualquier caso, no he recurrido a usted para sacar un notable, he recurrido a usted para sacar un sobresaliente. Y, si no reconozco un trabajo de sobresaliente cuando lo veo, eso ya indica cuáles son mis limitaciones.

—Quizá. —Moví el dedo hacia abajo y le rocé el pecho—. O quizá sólo indica que yo tengo una mayor experiencia en estas cosas. No olvides que nunca he sacado menos de sobresaliente en ningún trabajo…, ya fueran para mí o para otros.

—Señor Leavitt, haga el favor de no tocarme así. Podría vernos alguien.

—Lo siento.

Aparté la mano.

—Gracias —dijo Ben, aclarándose la garganta—. Y ahora supongo que le debo algo, ¿no?

—Oh, no te preocupes. Para eso esperaremos a que tengas la nota. Entonces…

—No, prefiero sacármelo de encima, si no le importa. Quitármelo de la cabeza. —Jugó con el cuello de la camisa—. Es evidente que no podemos hacerlo aquí. ¿Dónde podemos hacerlo?

—En casa de mi padre —dije rápidamente—. Él y su mujer están en Singapur.

Sin decir una palabra, Ben puso en marcha el motor y me condujo hasta mi coche.

—Sígueme —dije.

Y eso fue lo que hizo por Santa Mónica hasta Cahuenga y Barham y luego hasta la 314, el plano y transitado laberinto del Inland Empire.

A eso de la una y media entramos en el garaje de mi padre.

—Pasa —dije, desconectando la alarma antirrobo—. Ponte cómodo. ¿Quieres bañarte primero en la piscina?

—No he traído bañador.

—No lo necesitas. Sólo te voy a ver yo.

—En realidad —dijo Ben—, prefiero…, bueno…, ir al grano, si no le importa.

—Muy bien —dije—. Es por aquí.

Y recorrimos juntos el largo pasillo hasta mi dormitorio.

—Es bonita.

—Gracias. No es mi habitación. Es la de invitados. Pero intento darle algún toque personal cuando estoy aquí. Este pequeño cuadro, por ejemplo. Lo ha hecho un amigo mío, Arnold Mesches.

—¿Qué es? ¿Un pavo?

—Un retrato de un pavo.

—Qué raro.

Me quité los zapatos.

—Por cierto, ¿prefieres que deje la luz encendida o apagada?

—Apagada.

—De noche todos los gatos son pardos, ¿no? Bueno, pues ¿por qué no… te quitas la ropa y te echas en la cama? Vuelvo en un instante.

—De acuerdo.

Como un masajista discreto, entré en el cuarto de baño, donde me lavé los dientes y cogí algunos condones. Luego volví a la habitación. Ben estaba desnudo en el borde de la cama, temblando ligeramente.

—¿Tienes frío? —pregunté.

Sacudió la cabeza.

—¡Vaya! —dije cuando me senté a su lado—. Menos mal que tengo condones extralargos.

Se cruzó los brazos encima del pecho.

—Señor Leavitt, me hace sentir incómodo cuando dice esas cosas.

—Mira, Ben —dije, intentando que sonara paternal—, lo he estado pensando y si no quieres…

—No, está bien.

—Pero es que también está bien si no quieres. Quiero decir que puedes quedarte con el trabajo. Eso sí, no se lo digas a Tony.

Le hice un guiño.

—¿Cómo la tiene?

La voz de Ben adquirió una urgencia sorprendente.

—¿Tony? Ah, bien. Más pequeña que la tuya, claro.

—¿Recta o curvada?

—Recta.

—La otra noche me contó que, en su fraternidad, hacen el juramento y se afeitan los huevos.

—¿Sí?

—Sí, si se desmayan de tanto beber.

Se me ocurrió algo.

—No eres de ninguna fraternidad, ¿verdad, Ben?

—No.

Le rocé con los dedos el escroto.

—Tienes los huevos bastante peludos. Si quieres, te los puedo afeitar. —Dudé—. Podríamos imaginarnos que estás a punto de entrar en la fraternidad.

Ben empezó a temblar.

—O que soy Tony…

—Cállese.

Y, acercándome la cara a la suya, me hundió la lengua en la garganta.

No penséis que me deseaba. No me deseaba. Sí, se quedó toda la noche, me permitió iniciarlo incluso en los modos más especializados de intimidad; y también me inició en uno o dos. Sin embargo, a la mañana siguiente, mientras estábamos sentados el uno frente al otro tomando el desayuno, vi en su cara que no era en mí en quien pensaba. Quizá en Jessica, o en Dios. Probablemente en Tony. No en mí.

Se marchó poco después, tras haberme arrancado la promesa de que nunca le diría a nadie lo que había ocurrido entre nosotros —una promesa que, naturalmente, mantuve—. Y mientras veía desaparecer su coche por el bulevar California, fui incapaz de adivinar si volvería a hacerlo o si lo haría sólo una vez más o si su vida cambiaría y lo haría mil veces. Sólo sabía que, durante la noche que pasamos juntos, la médula de la identidad había sido tocada. Sin embargo, era incapaz de decir si había resultado alterada.

A continuación, siguió un período de calma. Las vacaciones de primavera se llevaron a la mayoría de los muchachos de la UCLA a la playa. Con mi padre y Jean todavía en Asia, regresé a mis viejos hábitos: una hora en la biblioteca todas las mañanas, luego Book Soup y almuerzo en el Mandarette Café. Después Andy volvió para quedarse unos cuantos días aprovechando una pausa en el rodaje; y también llegó mi amigo Matt Wolf de Londres. Estuve ocupado.

Algo parecido a mi antigua vida me reclamaba.

Como es natural, sentí curiosidad por saber, cuando acabaron las vacaciones de primavera, qué nota había sacado Ben en su trabajo; también, si se molestaría en llamarme y comunicármela.

Sin embargo, cuando por fin supe del asunto (algo que sucedió a principios de abril), no fue a través de Ben sino de Eric.

Eric y yo no nos habíamos tratado mucho últimamente. Mi sospecha era que tenía una novia nueva, la clase de cosa que nunca habría comentado conmigo. De modo que me sorprendió y alegró que me llamara un domingo por la mañana a las siete y me ordenara que nos encontráramos para desayunar en Ships, en La Ciénaga.

Me esperaba en un reservado de un rincón cuando llegué. Con una plácida y somnolienta sonrisa en la cara, sostuvo la carta con dedos marcados con pequeñas quemaduras.

—¿Haces malabarismos con fuego? —pregunté.

—El domingo pasado me hice cincuenta dólares en Venice Beach —dijo Eric.

—Enhorabuena.

Y me senté. Tenía un bronceado de color pórfido.

—Tengo que confesarte que nunca pensé que me llamarías a las siete de la mañana —dije—. Por lo general, no madrugas tanto.

—Depende de la época del año. El caso es que tengo una noticia que contarte.

Adelante.

—Me ha parecido que tenías que saberlo; al parecer, la semana pasada pillaron a un tipo al que tú le habías escrito algo, Ben no sé qué…

—¿Lo pillaron?

—Me ha llamado Tony Younger. Gofres de plátano para dos —añadió a la camarera— y otro café. Así es. Por lo visto, lo que pasó fue que cuando el tal Ben volvió de las vacaciones de primavera se encontró un mensaje de su profesora de historia, en el que le pedía que se presentara lo antes posible en su despacho. Fue, y ella le vino a decir que, después de leer su trabajo y compararlo con los otros, había llegado a la conclusión de que no lo había hecho él. Que era demasiado sofisticado o algo así. Y entonces le dio dos posibilidades. O admitía que no lo había hecho y entonces le pondría un aprobado y olvidaría el incidente; o protestaba, en cuyo caso le pondría un muy deficiente y el asunto iría a un tribunal.

—Joder. ¿Y qué eligió?

—Esa es la cuestión. Por lo visto, ese idiota de Ben no sólo confesó que no lo había hecho él, sino que prácticamente se puso de rodillas y empezó a suplicarle a la profesora que lo perdonara. El compañero de piso de Tony estaba fuera y lo oyó todo. —Eric sacudió la cabeza en señal de disgusto—. Después se fue directo a su habitación, empaquetó las cosas y se marchó. Y desde entonces, de esto hace tres días, nadie, ni siquiera Tony, que es uno de sus mejores amigos, ha tenido noticias de él.

—Eric —dije—, tengo que preguntarte una cosa. ¿Mencionó mi nombre?

—Siempre pensando en los demás, ¿eh, Dave? No, no lo hizo.

—Como si eso importara. Como si eso disminuyera mi culpa.

—Eh, tranquilo. —Llegaron los gofres—. No te culpes tan deprisa —prosiguió Eric, sirviéndose jarabe—. Vamos, no se puede decir que ese Ben no supiera a lo que se arriesgaba. Fue él quien te vino a buscar. No lo olvides. Y podía haber luchado. Yo…, yo habría dicho —y añadió con voz más aguda—: «¡Señorita Yearwood, señorita Yearwood, cómo puede creerme capaz de una cosa así!». Y habría llorado o algo por el estilo. En cambio, él se rindió a la primera. ¡No puedes tirar la toalla de ese modo! Te están poniendo a prueba las veinticuatro horas del día, así es como yo lo veo. Quieren ver si eres capaz de currártelo. Si Ben no fue capaz de soportar la presión, no es tu problema. En fin, lo que quería decirte es que será mejor que te dejes ver poco por el campus durante una temporada. —Me dio una palmada en la mano—. La verdad es que tengo suerte. He terminado los créditos de humanidades. Y si gano el premio por ese trabajo, habré dado un gran paso hacia Stanford, siempre que obtenga una puntuación lo bastante alta en las pruebas generales de aptitud. ¿Te he contado que las tengo a la vuelta de la esquina?

No lo había hecho, un lapsus que corrigió en ese momento con un derroche de detalles, tras lo cual nos despedimos en el aparcamiento; Eric, animado, alejándose hacia su feliz futuro, y yo, destrozado, contemplando la ruina de la carrera académica de Ben, una ruina de la cual, al margen de lo que dijera Eric para mitigar mi culpa, me consideraba responsable al menos en parte. Porque de pronto no importaba que a mí no me hubieran cogido; no importaba que nadie supiera lo que había hecho, salvo los propios implicados, ninguno de los cuales me delataría. Él había sufrido porque yo había escrito mi trabajo y no el suyo. No era posible expulsar la culpa. Lo mejor que podía hacer era sobrellevarla con valentía.

Me metí en el coche de mi padre. Por alguna razón, recordé una ocasión años atrás, estando en la escuela elemental, en que una niña llamada Michele Fox me planteó un dilema ético conocido de la mayoría de los escolares estadounidenses de esa época: si se quemara un museo, me dijo, y pudieras elegir entre salvar a una viejecita o un tesoro artístico incalculable, ¿qué elegirías? Bueno, contesté, depende. ¿Quién es la viejecita? ¿Cuál es el tesoro artístico? A lo cual respondió —sabiamente, estoy seguro—: «No has entendido la cuestión, David Leavitt». Sin duda, no había entendido la cuestión —su cuestión—, puesto que Michele tenía pocas dudas en la vida. (Creció para convertirse en una operadora del 911, el teléfono de las emergencias). En cuanto a mí, me torturé durante años con ese pequeño interrogante, sustituyendo a la anónima viejecita por mi tía Ida, luego por Eudora Welty; el tesoro incalculable, primero por la Mona Lisa, luego por el Guernica de Picasso. Cada vez mi respuesta era diferente. A veces optaba por la vida, a veces por el arte. ¡Y qué sorpresa! A partir de esta volubilidad se formó en mí una filosofía según la cual sólo contaban las particularidades, no las generalidades. Porque los principios rara vez son cosas humanas, y cuando los museos se queman —cuando cualquier edificio se quema—, la verdad es que la mayoría de la gente se salva a sí misma.

Lo que estoy intentando decir aquí es que no hice ningún esfuerzo por ponerme en contacto con Ben o por ayudarlo. En lugar de eso, aquella tarde reservé un billete para Nueva York, donde a final de semana ya estaba otra vez instalado en esa vida de verdad en la que el episodio de los trabajos universitarios resulta únicamente una larga y extraña divagación.