I

Estaba metido en un lío. Un poeta inglés (que ahora ya ha fallecido) me había puesto una demanda por escribir una novela basada parcialmente en un episodio de su vida. Peor aún, capitulando ante él, mis editores en Estados Unidos e Inglaterra habían retirado la obra de las librerías y convertido varios miles de ejemplares en pasta de papel.

¿Por qué iba a sorprenderme? Mis editores habían sido en su momento los editores de Salman Rushdie.

Por aquel entonces no vivía en Los Ángeles. Estaba pasando una temporada en casa de mi padre, quien, tras jubilarse algunos años atrás, se había mudado desde Bay Area hasta Glendale porque su mujer, Jean, enseña en una universidad cercana. Tienen una casa moderna, laberíntica y solemne que más bien parece una sala de conferencias. Esta casa, que había sido antes de un productor cinematográfico, cuenta con una «sala audiovisual» dotada de unos controles electrónicos tan complejos que en cinco años ninguno de los dos ha logrado descifrarlos; un sistema de luces con más juego que el de la mayoría de los teatros de Broadway; una alarma antirrobo cuyo funcionamiento nunca logran explicar del todo a Guadalupe, la mujer de la limpieza, a quien siempre se le dispara por accidente. El problema quizá sea que la casa se construyó a mediados de los ochenta, cuando la tecnología ya era sorprendente, pero todavía no era sencilla. Y, dado que la tecnología, igual que el dinero, se mide por nuestras necesidades —como habría dicho George Eliot si hubiera vivido en nuestra época—, la mayor parte de aquellos artilugios se habían quedado obsoletos con el cambio de década. Hoy en día, las máquinas, igual que la ropa, parecen perder su valor con el simple cambio de temporada.

En cualquier caso, era a mi padre, y a su complicada casa, adonde había acudido aquel otoño. Había acudido allí porque en mi casa era incapaz de escribir y, también, porque salía con un actor, un actor que, apenas llegué yo, consiguió un papel en una película y se fue a pasar seis semanas a los Andes. Y, puesto que no me apetecía ir a visitarlo a los Andes ni regresar a Nueva York, donde habría vuelto a las andadas, me había adaptado a la vida de la habitación de invitados de mi padre, que es una vida agradable y aletargada, salvo por un detalle: como Nueva York se despierta tres horas antes que California, cuando me levantaba por las mañanas, siempre encontraba ante la puerta de la habitación faxes de una naturaleza poco agradable. Y aquella mañana en concreto —la mañana del día en que conocería a Eric—, el fax que se encontraba ante la puerta de la habitación era especialmente desagradable. Mi editor estadounidense me comunicaba que había decidido suspender la publicación en rústica de la novela; a pesar de las revisiones que había hecho durante el verano, a pesar de que el libro ya había salido anunciado en el catálogo, los «abogados» habían sentenciado que seguía siendo demasiado arriesgado publicarla.

La habitación olía mal, a moho y putrefacción, como si el propio fax emitiera vapores nocivos.

A mi padre no le comenté nada, sólo lo del olor. Intentaba, como norma, aprender a encajar mejor los golpes, o al menos a encajarlos sin permitir que perturbaran el natural transcurrir de mis días. De modo que, como siempre, me tomé un café en el Starbucks de la zona. Después cogí un rato el coche y escuché a la doctora Delia, la psicóloga de la radio. A continuación probé la silla de masaje controlada por ordenador expuesta en el Sharper Image del Beverly Center y luego me detuve en Book Soup, en Sunset, para hojear los últimos números del New Yorker, New York Review of Books y New York Times Book Review, así como los libros recién llegados aquella mañana a la mesa de «novedades». Como veis, para mí era de capital importancia en aquellos momentos mantenerme al corriente de lo que hacían mis cofrades del gremio de escritores. El espíritu competitivo, por no hablar del pánico a perder la posición ganada en mis años de juventud, desempeñaba en mi vida un papel mucho más decisivo de lo que hasta entonces había admitido. En realidad, sospecho que desempeña en la vida de la mayoría de los escritores un papel más decisivo de lo que están dispuestos a admitir. Y en ello no influye el grado de éxito alcanzado. El joven poeta que se siente empequeñecer al enterarse de que a su enemigo le han concedido una beca Guggenheim para la que él ha sido descartado, es sólo una versión en miniatura de la escritora más inmensamente famosa que se siente empequeñecer al enterarse de que su colega en la universidad ha ganado el Premio Nobel para el que ella ha hecho campaña de forma tan descarada: hablamos aquí de sensaciones de vacuidad, unas sensaciones que la escala de gradación no amplía ni mitiga; y es que el pánico y el vacío (las palabras son de Forster) se experimentan siempre como pánico y vacío, al margen de su magnitud.

Al salir de Book Soup, almorcé solo en el Mandarette Café de Beverly y luego me dirigí a la biblioteca de la UCLA para documentarme sobre la nueva novela en la que estaba trabajando, una novela que trataba de las secuelas del caso de la calle Cleveland. Se trataba de un escándalo que estalló en el Londres de los años inmediatamente anteriores a los juicios de Oscar Wilde. La historia era, en esencia, que en 1889 la policía de Su Majestad había irrumpido en un burdel homosexual del 19 de la calle Cleveland entre cuyos clientes figuraba Lord Arthur Somerset, comandante de la Real Guardia Montada y secretario privado del príncipe de Gales, cuyas caballerizas supervisaba. Unos jóvenes repartidores de telegramas —uno de los cuales tenía el sorprendente nombre de Charles E. Thickbroom, es decir, felpudo espeso— proporcionaban la «diversión» en el burdel, y también proporcionaron el grueso de las pruebas contra Lord Somerset.

Mi idea era fundir su historia con la de su hermano, Lord Henry Somerset, quien había huido de Inglaterra rumbo a Florencia diez años atrás, después de que su esposa lo sorprendiera in flagrante delicio con un joven llamado Henry Smith. (Lady Somerset se convertiría más tarde en una famosa defensora de la templanza). La historia ha tenido tendencia a confundir e incluso mezclar los dos hermanos, y yo quería hacer lo mismo.

De modo que allí estaba yo sentado, en un cubículo de la biblioteca de la UCLA, con un bloc de notas abierto y una pila de libros delante, haciendo, si he de decir la verdad, bien poco. En parte se debía a que no soy por naturaleza un investigador. Enseguida me impacientan los hechos. Y, sin embargo, me resulta imposible negar la razón más urgente de mi indolencia: el miedo. Una aureola de preocupación parecía rodear la esfera de esta nueva novela. Me parecía percibirla en las voces de mi agente, mi editor e incluso mi padre. ¿Se me permitiría alguna vez olvidar lo sucedido con Mientras Inglaterra duerme?, me preguntaba. ¿O el escándalo que había quedado asociado a la publicación de la novela —por citar a un amable periodista— «mancillaría mi aura» para siempre? Aún era demasiado pronto para decirlo.

Así transcurrió mi tarde en la UCLA, como todas mis tardes en la UCLA. En lugar de estudiar la «carta del chantajista», que en Inglaterra tipificaba los «actos de ultraje contra la moral realizados por hombres adultos en público o privado», me fui a sacar una Coca-Cola light de la máquina. En lugar de leer el código penal italiano de 1889, en virtud del cual Italia se convirtió en la meca de los refugiados homosexuales, me martiricé con Publishers Weekly. En lugar de investigar la despreocupada y sorprendente actitud de Florencia hacia la sodomía, investigué si había alguien atractivo deambulando por la zona de la fotocopiadora. Por último, a eso de las tres, después de haber dedicado en el mejor de los casos una mísera hora a la lectura superficial de algunos libros de historia y a garabatear algunas notas, me fui. La excusa era el inminente atasco en la 210. Sin embargo, me las arreglé, como siempre, para encontrar tiempo y hacer una visita al Circus of Books del bulevar Santa Mónica, donde desperdicié los suficientes minutos hojeando revistas pornográficas como para conseguir quedar atrapado precisamente en el atasco de la hora punta que había querido evitar saliendo temprano de la biblioteca. A las seis y media llegué a casa de mi padre.

Bastante enojado, salí del coche y entré en la casa. En la sala de estar había tres personas a las que no conocía bebiendo té helado. Me miraron. Los miré. «Hola», dijimos todos, y entonces Jean y mi padre —uno con una bandeja de crudités y el otro con un bol de paté de setas— aparecieron por la puerta batiente de la cocina.

—¡Ah, hola, David! —dijo Jean animadamente, y me presentó.

Las tres personas, que se levantaron, resultaron ser Cynthia Steinberg, profesora de sociología en Rutgers y amiga de Jean de los años de estudiante de posgrado, su marido Jake y su hijo Eric. Eric, como enseguida supe, estudiaba economía en la UCLA y quería matricularse en la Escuela de Estudios Empresariales de Stanford; y, dado que mi padre había enseñado durante varias décadas en esa insigne institución, se había organizado la pequeña merienda para que Eric pudiera hacer preguntas, recibir algunos consejos y quizá (es mi conjetura; nadie lo dijo nunca) conseguir que mi padre le escribiera una carta de recomendación.

Ahora bien, es frecuente que viejas amistades de Jean o mi padre traigan a sus hijos en busca de consejo académico. Y, probablemente porque estaba muy acostumbrado a los adinerados jóvenes de mirada entusiasta, todos ellos empeñados en causar una impresión de capacidad empresarial, Eric me sorprendió. Para empezar, tenía unos grandes y serenos ojos azules que me miraron mientras le aceptaba a Jean el vaso de té que me ofrecía: una mirada sin cautela. Eric no era lo que se dice guapo; tenía la nariz demasiado grande, y unos labios gruesos y bobos…, los mejores para los besos. De todos modos, los rasgos imperfectos a veces encajan con una armonía misteriosa que resulta mucho más seductora que la belleza. Y fue ese aspecto un tanto amosaicado de su apariencia lo que me atrajo: las largas piernas con pantalones caqui, que no podía mantener quietas; los mocasines marrones, sobre cuyos raspados bordes aparecía un tobillo bronceado y velloso cuando cruzaba una pierna sobre la otra; la corbata demasiado corta y la chaqueta marrón; y el cabello que le caía sobre los ojos: sí, vuelvo a los ojos; siempre vuelvo a sus ojos. Porque lo que me pilló desprevenido, sentado frente a él (Jean hablaba de notas medias globales), fue la franqueza que exhibían. Eran como los ojos de los niños que son demasiado pequeños para haber aprendido que no es de buena educación quedarse mirando fijamente. Y Eric miraba fijamente; a mí, a mi padre, el jardín a través de los cristales cilindrados. Su madre hacía todas las preguntas por él. Él asentía de vez en cuando o murmuraba un monosílabo.

Tardé unos diez minutos en darme cuenta de lo ciego que iba.

Al final, la conversación sobre las escuelas de empresariales se agotó.

—¿Así que ahora vives en Los Ángeles, David? —preguntó el padre de Eric.

—Sólo estoy de visita —dije.

—David vive en Nueva York —dijo mi padre animadamente—. Está aquí trabajando en su nuevo libro.

—Ah, ¿eres escritor?

Fue Eric quien hizo la pregunta, la primera que hacía desde mi llegada.

—Cuando consigo trabajar —dije—, me considero un escritor.

—David ha sabido abrirse camino muy bien —informó la señora Steinberg a Eric—. No pensaba decir nada, imagino que te lo dicen continuamente, pero me encantó Baile en familia.

—Gracias, la verdad es que no me lo dicen continuamente.

—¿Qué escribes? —preguntó Eric.

—Novelas, cuentos —dije.

Y me preparé para la pregunta que inevitablemente vendría a continuación: ¿qué clase de novelas?, ¿qué clase de cuentos? Sin embargo, Eric se limitó a sonreír. Tenía unos dientes muy grandes.

—¿Y te ganas la vida?

—Por lo general.

—¿Qué especialidad escogiste?

—Inglés.

—Qué bien. ¿Y a qué universidad fuiste?

—A Yale.

—Tope. Mi profesora…, tengo una clase de literatura inglesa… Mi profesora estudió en Yale. Se llama Mary Yearwood. Tendrá más o menos tu edad.

—No la conozco.

—Está especializada en Henry James. ¿Hiciste el doctorado?

—No, empecé a publicar prácticamente en la universidad.

—Me gustaría leer algún libro tuyo. Dime los títulos.

—Bueno, será mejor que nos vayamos —dijo la señora Steinberg, levantándose de pronto del sofá—. Ya os hemos entretenido bastante.

—No, qué va.

Sin embargo, mi padre no parecía demasiado convencido, y los Steinberg no tardaron en acercarse a la puerta, donde todo el mundo intercambió despedidas. Mientras tanto, fui deprisa a la cocina y escribí los títulos de mis libros en un bloc de propaganda de Librax.

—Gracias —dijo Eric cuando le entregué la lista—. Elegiré uno.

Y extendió el brazo. Nos despedimos. Su modo de estrechar la mano era —como todo lo suyo— largo, holgado, generoso.

Se marcharon.

—Un chico agradable —dijo mi padre.

—Muy agradable —coincidió Jean—. De todos modos, Cynthia está preocupada. Al parecer es un genio con los ordenadores, pero no es que hable mucho.

—Con un aprobado en inglés no lo admitirán en Stanford —dijo mi padre.

(Todos nos habíamos metido en la cocina).

—¿Qué importancia tiene el inglés si quieres estudiar empresariales? —pregunté.

—Antes no importaba, pero como siempre sobraban técnicos, lo que ahora buscamos son estudiantes completos, con una buena formación en humanidades. A ti, por ejemplo, hijo —me colocó una mano en el hombro—, te habría sido más fácil entrar en Stanford de lo que lo será para Eric Steinberg.

—Pero yo no quería entrar.

—Aún lamento que no quisieras hacerlo. Habrías sido el primer estudiante de la historia de la escuela con una licenciatura en letras y otra en empresariales…

—Sí, ya lo sé, papá.

Jean subió a su estudio, mientras mi padre sacaba del congelador unas acelgas y las colocaba en el microondas.

—Por cierto, ¿sigues notando ese olor en tu cuarto? —preguntó.

—Sí —dije—. Es muy extraño. Empecé a notarlo después del temblor.

—¡Temblor! ¿Qué temblor? —Se acercó al intercomunicador—, ¡Jean! ¿Has notado algún temblor? —gritó.

—¡No, ninguno! —respondió, gritando, Jean.

Por alguna razón siempre se gritaban cuando hablaban por el intercomunicador, como si no estuvieran seguros de que el aparato transmitiera sus voces.

Después de eso cambié de hábito. En lugar de desperdiciar las mañanas en el coche, me iba directamente de Starbucks a la biblioteca y me quedaba allí hasta la hora del almuerzo.

Me gustaría ser capaz de decir que en el curso de aquellos días realicé un poco más de trabajo que el que habría hecho de otro modo, pero no fue así. En vez de eso, pasaba la mayor parte del tiempo buscando en el índice de publicaciones a los escritores conocidos para ver cuánto más que yo habían publicado en el año anterior; o buscando las malas críticas de Mientras Inglaterra duerme que mi editor había tenido el buen juicio de no enviarme (la peor, en The Partisan Review, fue la de una tal Pearl K. Bell, cuyo hijo había sido compañero mío de clase); o leyendo y releyendo los terribles artículos que me habían dedicado durante el juicio. También comprobaba todos los días si alguien (¿Eric?) había sacado alguno de mis libros. (Nadie lo hacía; aproveché la ocasión para autografiarlos). Tras ello, almorzaba, cogía el coche y acababa con frecuencia (no, miento: todos los días) en el Circus of Books.

Una tarde, entraba en el estudio de mi padre al llegar a casa cuando oí a Jean gritándome por el intercomunicador que tenía una llamada.

—Soy Eric —dijo Eric cuando cogí el auricular.

No «Eric Steinberg», sólo «Eric», como si diera por sentado que iba a acordarme de él.

—Eric, ¿cómo estás?

—Muy bien, ¿y tú?

—Bien.

—Tope.

Se produjo un silencio. Puesto que era él quien había llamado, presupuse naturalmente que era también él quien debía cargar con la responsabilidad de mantener viva la conversación. No yo.

No tardó en quedar claro que si yo no decía algo, nadie lo haría.

—Bueno, ¿y en qué andas?

—Oh, lo de siempre, ya sabes. Estudiar. Ir a fiestas. —Otro silencio—. Al final me compré un libro tuyo.

—¿Ah, sí? ¿Cuál?

El lenguaje perdido de las grúas.

—Ah, sí.

—Sí.

Larga pausa.

—¿Y te ha gustado?

—Sí, me ha parecido tope. La verdad…, ¡escribir todo eso! Yo tardo una hora en escribir una frase.

—Es sólo una cuestión de práctica —dije—. Como en los deportes. ¿Practicas alguno?

—La verdad es que no.

—Lo digo porque parecías estar en forma.

—Voy a nadar tres veces a la semana.

—¿En la UCLA?

—Ajá.

—¿Qué tal la piscina?

—Bastante buena. Es olímpica.

Más silencio.

—Bueno, te agradezco que hayas llamado, Eric —dije—. Y que hayas comprado el libro. La mayoría de la gente que dice que va a hacerlo, luego no lo hace.

—No hay de qué. No leo mucho, pero tu libro me ha parecido muy interesante. La verdad es que me ha enseñado muchas cosas que no sabía; como no soy gay…

—Me alegro de que me lo digas —dije de un tirón—, porque a veces da la impresión de que los escritores gays sólo escriben para un público gay, lo cual es un error. La cuestión es que la experiencia humana es universal y no hay razón para que los heterosexuales no puedan obtener de una novela gay tanto provecho como los gays obtienen de una novela heterosexual. ¿No te parece?

(Hice una mueca: sonaba como si estuviera concediendo una entrevista).

—Sí —fue la respuesta de Eric.

Un quinto silencio, casi insoportable.

—Bueno, me ha gustado mucho hablar contigo, Eric.

—Sí, a mí también.

—En fin, hasta la próxima.

—Hasta la próxima.

Y colgó con sorprendente presteza.

A la mañana siguiente estaba en la biblioteca a la hora de abrir.

Me quedé todo el día. ¿Sabían que el padre de Lord Henry Somerset, el duque de Beaufort, inventó el bádminton, que bautizó con el nombre de su finca? Pues sí. Además, Osbert Sitwell escribió en cierta ocasión sobre Lord Henry un poema en el que satirizaba al escandaloso expatriado bajo el nombre de «Lord Richard Vermont», a quien «un nebuloso pero familiar escándalo / lanzó… sobre el Canal, / que nunca más volvió a cruzar».

Y así, a los veintisiete años,

concluyó una prometedora carrera,

y en los treinta o cuarenta siguientes

se ha dedicado a matar el tiempo;

o eso creía al menos Lord Richard,

porque en realidad «matar el tiempo».

sólo es el nombre de otra de las muchas formas

que tiene el Tiempo de matarnos a nosotros.

Cuando llegué a casa aquella tarde, encontré en mi cuarto otro mensaje de que había llamado Eric.

—Hola —dije al devolverle la llamada, más tranquilo, pero también más intrigado.

—Hola —dijo Eric.

Al parecer, en su estilo de conversación no entraba el telefonear por alguna razón concreta.

—¿Alguna novedad?

—Nada interesante, tío. Vamos tirando.

—Eso está bien. ¿Vives en una residencia?

—No, fuera del campus.

—Ah, tope. —Tumbado en la cama, me coloqué una almohada detrás de la cabeza, como imaginaba que había hecho Eric—. ¿Y vives solo?

—Comparto la casa con otros dos tíos, pero tengo mi propia habitación.

Bostezó.

—¿Están tus compañeros en casa?

—No. Están en la biblioteca.

—¿Estudiando?

—Eso es.

—¿Y tú no tienes que estudiar?

—Sí, pero lo he cerrado todo a eso de las siete. En realidad, estaba tan aburrido que he empezado a leer otro libro tuyo.

—¿Ah, sí? ¿Cuál?

(Cuánto deseaba preguntarle qué llevaba puesto).

Baile en familia. ¿Y sabes qué cosa tan rara? Me recuerda a mi familia, sobre todo el cuento que se llama «Danny está de paso». Soy de Nueva Jersey —añadió.

—Vaya —dije. Baile en familia era lo último de lo que quería hablar—. ¿Y qué haces en tu tiempo libre, Eric? Además de ir a nadar tres veces por semana.

—Tienes buena memoria, Dave.

—Gracias. Es mi territorio.

—¡Como ese cuento tuyo! Vamos a ver, qué hago en mi tiempo libre… (Lo oí pensar). Además de cascármela, ¿no?

—Bueno…

Eric se echó a reír.

—Vamos a ver. Bueno, me gusta divertirme de vez en cuando…

—Perdona que te interrumpa, pero a qué te refieres… cuando dices divertirte, ¿quieres decir que sales por ahí a divertirte o que te colocas con algo?

—Lo uno no quita lo otro.

—El otro día en casa de mi padre ibas ciego, ¿no?

—Mierda, cómo lo sabes.

—Lo supuse.

—¿Tú te colocas?

—A veces.

—Tío, yo le doy cantidad a la hierba. Desde los trece años. Oye, ¿quieres venir y nos liamos algo?

Me senté.

—Vale —dije.

—Tope.

Larga pausa.

—Espera un momento…, ¿quieres decir esta noche?

—Sí, ¿por qué no?

—No, no hay ningún problema. Esta noche me va bien. Sólo que no quiero estorbarte en tus estudios.

—Ya te he dicho que he cerrado los libros.

—De acuerdo. ¿Dónde vives?

—En Santa Mónica. ¿Tienes un bolígrafo?

Apunté las indicaciones.

A través del intercomunicador le dije a Jean que salía al cine con mi amigo Gary, tras lo cual me metí en el coche y me dirigí a la autopista. El tráfico de la hora punta había disminuido, de modo que sólo tardé media hora en llegar a la dirección que me había dado Eric, una destartalada casa de madera. En la oscuridad no supe distinguir el color.

Por el sabor salado del aire, adivinaba que el mar no estaba lejos.

Unos perros se pusieron a ladrar en cuanto me bajé del coche de mi padre y abrí la puerta de una despintada valla sobre la que se abalanzaban unas matas de hortensias sin podar. Las tablas de la galería crujieron cuando pasé por encima. En las ventanas temblaba una pálida luz anaranjada.

Llamé. En algún lugar a lo lejos Tracy Chapman cantaba «Fast Car».

—Hola, guapetón —dijo Eric abriendo la puerta mosquitera.

Parpadeé. Llevaba unos pantalones de chándal y una camiseta de Rutgers Crew.

—Me alegro de que hayas podido venir —dijo, manteniendo la puerta abierta.

—Yo también —dije.

Entré. La sala de estar, con su alfombra naranja y sus muebles feos y desvencijados, me recordó mis propios días de estudiante, cuando compraba en el Ejército de Salvación o recogía sillas de la calle.

—Bonito lugar —dije.

—Es mi casa —dijo Eric—. Bueno, no es como la casa de tu padre. Para mí, esto es una casa. ¿Quieres una cerveza?

—Vale.

No iba a decirle que no soportaba la cerveza.

Trajo dos Coronas de la cocina y me dio una.

L’chaim —brindó.

—Salud —dije.

A continuación, Eric se lanzó escaleras arriba y, como no dio ninguna indicación de si tenía o no que seguirlo, lo seguí. Subió los escalones de tres en tres.

Arriba, cuatro puertas daban a un estrecho pasillo. Sólo una estaba entreabierta.

—Entra en mi despacho —dijo, atravesando el umbral—. Y cierra la puerta.

Eso hice. La habitación estaba en penumbra. Un flexo con un largo brazo iluminaba un colchón colocado en el suelo, con las sábanas azules amontonadas a los pies. Contra la pared más alejada, bajo una ventana, había una mesa con una pila de libros de texto. Un montón de calcetines blancos limpios se alzaba sobre una silla, bajo la cual reposaban un par de slips arrugados.

En el espacio en que debería haber estado una mesita de noche, un ejemplar de Baile en familia estaba abierto sobre la edición de Vintage de Una habitación con vistas.

—Siéntate —dijo Eric.

A continuación se dejó caer sobre el colchón, donde, con las piernas cruzadas, se entretuvo con una bolsa de plástico llena de hierba y algunos papeles de liar.

—Saca todo eso —dijo, señalando la silla.

Con cuidado, coloqué los calcetines encima del escritorio, empujé los calzoncillos con el pie izquierdo y me senté.

En silencio, con meticulosa concentración, Eric enrolló el canuto. Gran parte del contenido de la habitación, desde la guitarra al ordenador portátil que estaba cargándose, pasando por el reproductor de compactos de luces azuladas (la fuente de la voz de Tracy Chapman), me pareció típico de la UCLA. Y, sin embargo, había algunos detalles incongruentes. Ante todo, los carteles no mostraban a músicos de acid-rock ni a figuras del mundo de los deportes. En vez de eso, Eric había colocado con chinchetas en su propio techo el de la capilla Sixtina. Sobre la cama se alzaba El juicio final. El Viajero en un mar de niebla de Caspar David Friedrich miraba desde la puerta.

—¿Has estado en Europa? —aventuré.

—Sí, el verano pasado. Estuve en Italia, Francia, Amsterdam.

—Supongo que Amsterdam te gustó.

—Mira, de Amsterdam no me acuerdo de nada.

Me eché a reír.

—¿Y qué te pareció Italia?

—¡Tío, Roma una pasada! ¡Roma se quedó conmigo!

Lamió el canuto, lo cerró y cogió un mechero del suelo.

—La última vez que estuve en Florencia intenté encontrar el hotel en que se alojó Forster —dije—. Te lo digo porque veo que estás leyendo Una habitación con vistas.

Eric encendió el canuto.

—Ponte aquí abajo —dijo, golpeando el otro lado de la cama como si fuera el trasero de alguien.

—Mejor me quito los zapatos.

—Es verdad, Dave, has tenido una buena idea. Lo reconozco.

Se burlaba de mí, pero de un modo afable, y, ruborizándome, hice lo que me decía. Abajo, entre las sábanas, el mundo olía a frutas y humo.

Eric echó una calada y me pasó el canuto. Se tumbó y colocó los brazos detrás de la cabeza.

Two weeks in a Virginia jail —cantó Tracy Chapman—, for my lover, for my lover.

Y, en el siguiente verso, Eric se le unió:

Twenty-thousand-dollar bail, for my lover, for my lover

—Tienes una voz muy bonita —dije cuando acabó de cantar.

—Gracias.

—Yo no tengo oído. Es algo que he heredado de mi padre.

—Tu padre me parece un tío legal.

—Sí, lo es. También tus padres me cayeron bien. Por cierto, ¿ya se han ido?

—Por fin. —Expulsó humos más amargos—. Bueno, mis padres son buena gente y tal, pero al cabo de unos días…, ya sabes lo que quiero decir, ¿no?

—Perfectamente.

Apoyándome en un codo, lo miré. Los ojos se le estaban enrojeciendo. En silencio, contemplé el modo en que sus hinchados labios parecían estrecharse alrededor del canuto, como si fuera un pez de alguna especie rara; el modo en que su estómago se dilataba y relajaba, dilataba y relajaba; el entrelazamiento de sus pestañas cuando cerraba los ojos.

—Es buena esta hierba —dije al cabo de un rato.

Eric había cruzado los tobillos. Por debajo del dobladillo de la camiseta asomaba el cordón del chándal como un pequeño dogal.

He olvidado de lo que hablamos a continuación. Quizá de Miguel Ángel. La conversación se hizo más borrosa y embrionaria, y sólo se avivó cuando Eric me miró y dijo:

—Así que me quieres hacer una mamada, ¿no?

Abrí los ojos tanto como me lo permitía el estado en que estaba.

—¿Una mamada?

—Sí. Como en tu libro. Ya sabes, cuando Eliot está sentado a su mesa y Philip se la chupa.

—Vaya, te acuerdas de esa escena.

—Sí.

—¿Y qué te hace pensar que tengo ganas de mamártela?

—Bueno, así es como lo veo, tú eres gay y yo soy sexy. Así que ¿por qué no?

—Pero tú también tienes que quererlo, ¿no?

—Claro.

—¿Cuánto? ¿Mucho?

—Suficiente.

—¿La tienes dura ahora?

—Supongo que sí.

—¿Supones?

Alargué el brazo y le toqué la entrepierna.

—Sí, yo también lo supongo.

—Venga, adelante.

Eric cruzó los brazos detrás de la cabeza.

Desaté el pequeño dogal del cordón, bajé pantalones y calzoncillos. Como el apretón de manos, su polla era larga y sedosa. Descansaba sobre una brillante mata de vello negro como una salchicha encima de un plato de alubias negras: me disculpo por esta extraña metáfora culinaria, pero es en lo que pensé en aquel momento. Y Eric se echó a reír.

—¿Cuál es la gracia?

—Nada, sólo que… tú eres gay, ¿verdad?

—¿Y eso es una sorpresa?

—No, no. Estoy…, bueno, te gusta de verdad mi polla, ¿verdad? ¡Es una pasada!

—¿Por qué es una pasada?

—Porque es que es así, te gusta de verdad mi polla; en cambio, si vieras, bueno, un coño o algo parecido, seguro que te daba asco o no te interesaría. Y si tú me enseñas a mí la polla, a mí me importaría un pimiento.

—¿Quieres que te enseñe la polla?

—La verdad es que no.

—¿Quieres que te haga una mamada de puta madre, Eric?

—En realidad, estaba pensando en otra cosa.

De golpe se levantó de un salto del colchón. Me senté. Se apartó la polla y empezó a revolver el desorden que tenía encima de la mesa.

—Aquí está —dijo al cabo de unos instantes, y me lanzó un ejemplar de Daisy Miller.

—¿Daisy Miller?

—¿Lo has leído?

—Claro.

—Tengo que hacer un trabajo. El plazo termina el martes que viene. —Leyó en voz alta una fotocopia que cogió de la mesa—: «Compara y contrasta las respuestas a Italia de Lucy y Daisy en Una habitación con vistas de Forster y Daisy Miller de James». Es para la Yearwood —añadió.

—Ejem.

—La cuestión es que este trabajo me tiene que salir bordado, porque saqué un aprobado en el parcial. Y no es que no leyera los libros. No soy de los que sólo se limitan a leer la introducción crítica o cualquier otra cosa. El problema fueron las preguntas. ¿Qué te voy a contar?, Dave. Tengo buenas ideas, pero soy incapaz de redactarlas bien para salvar el pellejo.

Se tumbó de nuevo en el colchón y empezó a hojear Daisy Miller.

—El año pasado un amigo mío compró un trabajo a una compañía llamada Intellectual Properties Inc. Venden trabajos por 79,95 dólares y tienen, no sé, miles en los archivos. Este amigo mío que te digo les compró uno, pero lo pillaron. Al final lo expulsaron. —Eric se frotó la nariz—. No puedo correr ese riesgo. Y el caso es que necesito bordar este trabajo. Y aquí es donde entras tú.

—¿Donde entro yo?

—Exacto. Escríbeme tú el trabajo y si consigo una buena nota te dejo que me hagas una mamada. —Me guiñó el ojo. Se acercó el portátil y lo encendió—. En realidad, ya he empezado a tomar notas. A lo mejor las puedes usar.

—¡Espera, espera un momento!

Se detuvo.

—¿De verdad te crees que voy a escribirte el trabajo?

—¿Por qué no?

—Vamos a ver, Eric, soy un escritor famoso. Tengo una novela contratada con Viking Penguin. ¿Te suena, no? Viking Penguin, el mastodonte editorial, los mismos que han publicado Daisy Miller. Y para que les escriba esa novela me pagan un montón de dinero, un montonazo de dinero. Y además lo que me propones… no es ético. Va en contra de todo aquello en lo que creo.

—Vale, si te pidiera que pusieras tú las ideas, sería así. Pero no te pido eso. Usa mis ideas. Sólo te pido que hagas el trabajo de redactar las frases. —Apagó el canuto—. Joder, eres un escritor muy bueno, Dave. Apuesto lo que quieras a que en tu vida has sacado menos de sobresaliente en un trabajo. ¿A que no?

—No.

—¿Lo ves? —Me quitó una pestaña de la mejilla—. Yo lo veo de esta manera. Yo tengo algo que tú quieres. Tú tienes algo que yo necesito. Así que hacemos un trato. Oye, tu padre enseña en la Escuela de Empresariales de Stanford. ¿No te ha enseñado nada? Mira, aquí están mis notas.

Me pasó el portátil. Las palabras estaban congeladas en la pantalla gris.

Leí.

—¿Y bien? —dijo Eric al cabo de unos minutos.

—Para empezar, te equivocas con Daisy. No se entera tanto de las cosas como tú crees.

—¿Ah, no?

—Esa es la cuestión. En realidad, es muy inocente, quizá el personaje más inocente de toda la historia.

—Sí, eso piensa Winterbourne. Yo no me lo creo. He conocido chicas así, sólo actúan de modo inocente cuando empieza a salpicar la mierda. Antes…

—Oye, esa es una definición muy estrecha de la inocencia. La inocencia también puede querer decir no ser consciente de que lo que la otra gente piensa también importa.

—Vale, veo lo que quieres decir.

—Ah, y me gusta eso que dices, que George forma parte del paisaje italiano. Muy perspicaz.

—¿De verdad? Mira, se me ocurrió pensando en la escena de las violetas… Es como una más entre ellas.

—¿Qué libro te ha gustado más?

Una habitación con vistas, con mucho.

—A mí también. No me… Quiero decir que siempre admiro a James, pero nunca conseguiré quererlo. Es demasiado… No sé. Recargado. Además, nunca se pone en la piel de Italia, cosa rara, porque Forster sí que lo hace y pasó allí mucho menos tiempo.

—Se supone que el trabajo tiene que tener entre diez y quince páginas —dijo Eric—. Lo necesito el martes por la mañana.

—No he dicho que sí.

—¿Dices que no?

—Digo que tengo que pensarlo.

—Bueno, pues piénsalo rápido porque la profesora quita un punto por cada día de retraso. Es una tocapelotas.

—¿Y qué harás si digo que no?

—No dirás que no, Dave. Sé que no lo vas a hacer, porque soy tu amigo y tú no eres la clase de persona que deja colgado a un amigo en apuros.

Me pareció natural, en ese punto, levantarme de la cama y dirigirme escaleras abajo, donde Eric me puso un paternal brazo encima de los hombros.

—Dave —dijo—. Dave, Dave, Dave. Dave, Dave, Dave, Dave.

—Por cierto —dije—, te das cuenta de que tanto James como Forster eran gays.

—No, mierda. Claro, tiene su lógica. Por el modo en que parecen comprender el punto de vista femenino y demás. —Abrió la crujiente puerta mosquitera—. ¿Qué, cuándo tendré noticias tuyas?

—Mañana.

Salí a la galería.

—Tendrá que ser mañana —dijo Eric—, porque si no me escribes el trabajo tú, tendré que pensar algún plan alternativo. Y si lo escribes…

Bajándose los pantalones, me enseñó fugazmente la polla, que estaba dura de nuevo… si es que había dejado de estarlo.

—Por cierto, ¿cuántos años tienes?

—Cumpliré veinte el mes que viene. ¿Por qué?

—Nada, me lo preguntaba.

Me tendió la mano, pero en vez de eso le estreché la polla.

—¡Eh, nada de eso! —dijo Eric riendo, mientras retrocedía—. Para eso tendrás que esperar al martes.

—Era una broma —dije.

—Hasta luego —dijo Eric cerrando la puerta, tras lo cual me adentré en la salada noche.

Tulbaghia violacea —dijo Jean a la mañana siguiente.

—¿Qué?

—El olor ese de tu habitación. Eran las flores. Se llaman tulbaguias; son bonitas, pero apestan. Guadalupe las cogió y te las puso en la habitación. Te acuerdas de que hizo un curso de arreglos florales, ¿no? —Jean soltó un profundo suspiro—. Bueno, la cuestión es que ahora tu habitación se está aireando.

—Guadalupe no se dio cuenta —dijo mi padre—. Creyó que eran flores normales.

Jean vertió un poco de té frío en una taza alta y lo metió en el microondas. Tras las aventuras de la última noche, había olvidado por completo el olor de mi habitación, que, al parecer, había inquietado de modo considerable a mi padre.

—Ayer, mientras estabas en la biblioteca me pasé como una hora y media revisando tu habitación —dijo—. De arriba abajo, y sin lograr descubrir de dónde provenía el olor. Al final me preocupé, porque pensé que a lo mejor algún bicho se había metido por la pared y se había muerto.

—¿Qué película viste anoche? —preguntó Jean.

—Ah, al final no fuimos al cine. Nos quedamos tomando un café.

—Gary es muy agradable.

—Se me había olvidado decírtelo —dijo mi padre—. Anoche llamó ese otro amigo tuyo. Andy se llama, ¿no? Y dice que está en los Andes.

Se echó a reír.

—Sí, lo sé. Está haciendo una película.

—Dejó un número. No estoy seguro de cuál es la diferencia horaria, pero puedo mirarlo.

—No te preocupes. De todos modos, ahora no puedo llamarlo, tengo que ir a la biblioteca.

—Parece que últimamente trabajas mucho —dijo Jean.

Y se llevó la taza de té hasta su estudio. Mi padre empezó el crucigrama del Times.

—Hijo de un rey español, con excepción del mayor —leyó en voz alta—. Siete letras.

—Infante —dije.

Ni que decir tiene que el hecho de imaginármelo revolviendo mi habitación de arriba abajo me dejó preocupado: ¿habría descubierto el alijo de revistas pornográficas del cajón de la cómoda?

Tras eso partí en dirección a la biblioteca. Como habrán observado, en mi descripción de aquellas semanas no he hecho una sola referencia al acto de escribir, por más que esa sea la fuente aparente de mis ingresos y mi reputación. En fin, la triste verdad era que, durante cerca de un año, toda mi producción literaria había consistido en una reseña y dos páginas de un cuento (abandonado). La tarea de documentación era mi excusa, aunque tampoco estaba interesado de verdad en aquellas investigaciones, de modo que cuando llegué a la biblioteca aquella mañana dejé de lado toda la década de 1890 y, en su lugar, opté por un maltrecho ejemplar de la biografía de Forster de Furbank. Según Furbank, Forster sólo vio a James una vez, cuando rozaba la treintena. El maestro, «bastante gordo pero refinado y realmente calvo», lo confundió con G. E. Moore, mientras «la hermosa señora von Glehn» servía el té. Sin embargo, aunque Forster sintió «todo cuanto el hombre de condición normal siente en presencia de un Lord», James lo conmovió menos que el joven campesino con el que se cruzó de vuelta a casa desde Lamb House, fumando y apoyado contra un muro. De ese campesino escribió un poema:

La carne juvenil no lastra tu juventud.

Eres eterno, infinito,

eres lo desconocido, y lo cierto.

Y también escribió:

Para los de la sala, charla elevada,

experiencia sutil; para mí,

esa chispa, esa oscuridad, en el camino.

¡Pobre Forster! Nunca lo tuvo fácil; pasó sus años más vigorosos contemplando jóvenes atractivos desde una necesaria distancia mientras su madre lo arrastraba en dirección contraria. Se sentía atraído por las salas «en las que la cultura ante la cultura se arrodillaba», pero también se sentía atraído por otra cosa, y a la llamada de esa otra cosa —«esa chispa, esa oscuridad, en el camino»— no pudo responder hasta la época tardía de su vida. No, decidí, no debió de entusiasmarse demasiado con James, ese objetor de conciencia de las guerras de la sexualidad, exento de la batalla en virtud de su «oscura herida». (¡Qué evasivas, qué típicamente jamesianas eran aquellas palabras!). Forster, en cambio, el querido Forster, era a su modo el más sincero de los hombres. A mediados de su vida, en una recapitulación del año que acababa, escribió: «El ano está obstruido con pelos, y se produce una gran pérdida de potencia sexual; fue muy violento 1920—22.» Recogió firmas en apoyo de Radclyffe Hall cuando prohibieron El pozo de la soledad, mientras que James se distanció de Oscar Wilde durante sus juicios, temeroso de que lo deshonrara la vinculación con él. Y parece natural: el miedo, en el universo jamesiano, parece natural. Forster, en cambio, habría traicionado a su país antes que a un amigo.

Cerré el Furbank. Intenté recordar la última vez que un muchacho me había inspirado la composición de un poema. Siglos, pensé; una década. Y en aquel momento, caído del cielo, aparecía Eric, ni guapo ni sabio, físicamente indiferente a mi persona y, sin embargo, capaz de una sinceridad rudimentaria y cariñosa que se abría camino a través de la razón hasta rasguear las fibras mismas del arpa eolia de mi corazón de aedo. ¡Oh, Eric! —quise cantar—. La otra noche fui feliz. Había olvidado lo que era ser feliz. Porque durante años no ha habido más que angustia y antídotos contra la angustia, consuelos adormecedores que parecen felicidad, pero que sólo existen para vendar, para paliar; en cambio, la felicidad no es nunca sólo una venda; la felicidad renace cada vez, impulsiva e incipiente cada vez. La felicidad, ¡sí! ¡Como una yema apenas brotada creciendo hacia la luz de tus pálidos ojos!

Me levanté de donde estaba sentado. Me dirigí al teléfono más cercano y lo llamé.

—¿Hola? —dijo con voz bastante somnolienta.

—¿Te he despertado?

—No importa. —Un ruidoso bostezo—. ¿Qué hora es? Mierda, las once. —Ruido de sonarse la nariz—. Y bien, Dave, ¿qué has decidido?

—He decidido hacerlo.

—Fantástico.

—Necesitas el trabajo para el martes, ¿no? Bien, ¿qué te parece si me paso por tu casa el lunes por la noche?

—No, por aquí no. Está de visita la hermana de uno de mis compañeros de casa.

—De acuerdo. ¿Quedamos entonces en algún otro lugar?

—Que sea fuera del campus.

Propuse el Ivy, un café gay de Hollywood Oeste del que Eric no había oído hablar. Estuvo de acuerdo.

—Bueno, pues hasta el lunes.

—Hasta luego.

Colgó.

Volví a mi cubículo. Reuní todos los libros sobre la década de 1890 que tenía reservados y los dejé en el recipiente de las devoluciones. (Resonaron en el fondo con un gratificante ruido sordo). Luego fui a los estantes de literatura y saqué unas ediciones atractivamente raídas de Una habitación con vistas y Daisy Miller que me dediqué a releer durante toda la tarde. Creedme o no, como queráis, pero sólo me levanté cuatro veces: una vez para ir a buscar una chocolatina, otra para almorzar y dos veces para ir al lavabo. ¡Y qué sorpresa! Aquellos libros, que hacía años que no miraba, alimentaron y profundizaron la felicidad que Eric había encendido en mí. Hacía demasiado tiempo, decidí, que no leía una novela que no estuviera escrita por uno de mis contemporáneos, una novela que oliera a viejo. En aquel momento, sentado en aquella biblioteca, cerca de una ventana a través de la cual parpadeaba de vez en cuando el sol del otoño, volvió a despertarse en mí el ingenuo placer de la lectura. Sonreí cuando la señorita Bartlett no pudo con lo del baño. Sonreí cuando el reverendo Beebe se quitó la ropa y se zambulló en el lago sagrado. Y cuando Randolph Miller dijo: «Claro que sí», y el experto Winterbourne «reflexionó sobre esa profundidad de la sutileza italiana, que se opone de un modo tan extraño a la simplicidad anglosajona, permite que la gente muestre una superficie tanto más atenta cuanto más intenso es el desagrado». La frase era buena. Era James en su mejor momento. ¡Oh, literatura, literatura! —cantaba de nuevo—, fue hacia tu panteón hacia donde hace quince años, por primera vez, incliné mis ojos lectores: no hacia el mundo de pleitos y suelos llenos de libros, el bullicio, el auge y la bomba; no, era este el goce que anhelaba, potente como el afrutado perfume de las sábanas sin lavar de un muchacho de veinte años.

Aquella tarde —de nuevo pueden elegir entre creerme o no, como quieran—, leí hasta la hora de la cena.

—Papá, ¿estás usando el ordenador? —pregunté al llegar a casa.

—No, esta noche no.

—¿Te importa que lo use?

Alzó los ojos de su crucigrama, un tanto sorprendido, a decir verdad, porque hacía muchas semanas que no formulaba una petición semejante.

—Adelante —dijo—. Creo que la impresora tiene papel.

—Gracias.

Y me dirigí a su estudio y encendí la máquina, de tal modo que a los pocos segundos tenía plantado ante mí ese más que familiar simulacro de página en blanco.

Muy rápidamente —la blancura puede dar miedo— tecleé:

«Esa chispa, esa oscuridad en el camino»:

Respuestas a Italia en Daisy Miller

y Una habitación con vistas

Eric Steinberg

Tras lo cual me eché para atrás y contemplé con admiración mi título.

Bien, pensé, ahora a empezar a escribir. Y eso hice.

Aquel lunes me arreglé para mi cita con Eric en el Ivy. Primero fui a que me cortaran el pelo; luego me bañé y me afeité; después me puse una camiseta beige nueva que había comprado en Banana Republic, una camisa blanca Calvin Klein y unos vaqueros limpios. Y, aun a riesgo de sonar presuntuoso, debo decir que conseguí el efecto deseado: tenía un aspecto interesante, mientras esperaba en ese pequeño oasis de civilidad homosexual con mi capuchino y mi ejemplar de Donde los ángeles no se aventuran. Sólo que todo eso no sirvió para nada. Eric llegó tarde y sólo se quedó cinco minutos. Tenía los ojos vidriosos, el pelo sucio, la camiseta verde despedía un olor turbio, como si la hubieran dejado bajo la lluvia.

—Tío, estoy hecho una mierda —fue su saludo mientras se sentaba.

—¿Qué te pasa?

—Llevo tres noches sin dormir. El miércoles tengo que presentar un proyecto de economía. La liberalización de una compañía aérea.

—¿Quieres un café?

—No, ya he tomado demasiados en las últimas veinticuatro horas.

Se frotó los ojos.

Permanecimos unos instantes en silencio. Durante la espera, había albergado cierta curiosidad por saber qué pensaría del Ivy, cuya clientela estaba exclusivamente formada por homosexuales de Hollywood Oeste. En aquel momento me di cuenta de que no estaba lo bastante despierto como para fijarse.

—Bueno, ¿lo tienes? —preguntó entonces.

—Sí, lo tengo. —Metí la mano en la cartera y le entregué el trabajo—. Diecisiete páginas, con notas al pie y redactadas siguiendo al pie de la letra las reglas de estilo de la MLA.

Eric les echó una ojeada.

—Fantástico —dijo, leyendo rápidamente—. Sí, es la clase de porquería que le encanta a esa tía.

Metió el trabajo en su mochila y se levantó.

—Bueno, gracias, Dave. Tengo que irme.

—¿Ya?

—Como te he dicho, tengo que acabar ese trabajo de economía.

—Pero pensaba que…

Mi voz se fue apagando.

—Ah, eso —dijo Eric sonriendo—. Después de que me ponga la nota. ¿Y si me suspende? —Me guiñó—. Ah, y después de que haya acabado con la maldita liberalización de la compañía aérea. Bueno, hasta luego.

Se fue.

Bastante desanimado, me acabé el capuchino.

Bueno, ya has aprendido la lección, dijo una voz dentro de mí. Ya te han estafado otra vez. Y no sólo eso, sino que no podrás contárselo a nadie. Sería demasiado embarazoso.

Ya lo sé, ya lo sé.

Por desgracia, no era la primera vez que aquella voz me soltaba el mismo sermón.

Conduje hasta casa. Mi padre y Jean habían salido. Me encerré en el cuarto de invitados, me quité la camiseta de Banana Republic, la camisa Calvin Klein, los pantalones, que ya no estaban limpios. Acto seguido, me metí en la cama y llamé a una línea erótica, una forma de consuelo particularmente desesperada a la que no recurría desde hacía varias semanas. Y, como es habitual en ese mundo ciego (Andy lo llama «Gaza»), varios hombres se sometían a unas pruebas jadeantes y frenéticas en las que fui incapaz de concentrarme; no, fui incapaz de concentrarme en «la barraca» en la que estaba obsesionado uno de los que llamaban, o en la escena de masaje que otro parecía decidido a representar. Al final, desconsolado y un poco de mal humor, le colgué a Jim de Silverlake en mitad de su orgasmo, tras lo cual permanecí tumbado en la cama con las luces encendidas, contemplando el jarrón que ya no tenía la tulbaguia; el teléfono, engreído en su pedestal, evasivo como un gato, no sonó; cómo iba a sonar. Porque Eric ya tenía su trabajo, así que no había ninguna razón para que me llamara aquella noche, al día siguiente o nunca. Tampoco pensaba perseguirlo. Como Mary Haines en Mujeres, tenía mi orgullo. Él sacaría su sobresaliente. Y probablemente era mejor de ese modo, porque al fin y al cabo los términos del acuerdo era que me dejaría chupársela una vez, y si se la chupaba una vez, seguro que querría chupársela más veces; y luego querría que me lo hiciera a mí, cosa que él no querría hacer. Enamorarse de heteros…, el más trillado de los clichés homosexuales; además, Los Ángeles hacia 1994 distaba mucho de ser la Florencia de 1894, aquel curioso mundo italiano al que había huido Lord Henry Somerset tras divorciarse, aquel mundo en el que casi todos los muchachos con los que uno se cruzaba podían conseguirse, alegremente, por unas pocas lire, y sin miedo al chantaje o a la cárcel. Y aunque aquellos muchachos al final se casaran y engendraran hijos, al menos tenían esa curiosa y ancestral receptividad italiana al placer. Había creído que Eric también la tenía; pero en aquel momento veía con más claridad que seguramente sólo consideraba su cuerpo como algo con lo que llevar a cabo una transacción. Sabía lo que valía un trabajo de curso… y sabía lo que valía él; lo que valían su frescura y su sinceridad, comparadas con un blando pedazo de polla de maricón del Circus of Books; un pedazo de verga molida y trabajada; el amargo sabor del látex. (¿Ofendo a alguien? No pienso disculparme; eso era lo que sentía).

Y por la mañana no fui a la biblioteca. No hice el más mínimo intento de comportarme como un escritor. En vez de eso, pasé todo el día deambulando por la ciudad. (No es necesario consignar aquí el bajo asunto en el que participé).

Lo mismo al día siguiente. Y al otro.

Entonces me llamó Eric.

Al principio, con los ojos fijos en el bloc de Librax, no me lo creí. Pensé que quizá era otro Eric; pero reconocí su número.

—¡Dave, eres mi hombre! —dijo cuando contesté—. ¡Eres como Midas, tío!

—¿Qué?

—¡Un sobresaliente, tío! ¡De puta madre! ¡Y otro sobresaliente en el trabajo de economía!

Lo oí inhalar.

—Es fantástico, Eric. Enhorabuena.

—Gracias. Ahora que has cumplido tu parte, estoy dispuesto a cumplir la mía.

—¿Oh?

—¿Qué, estás sorprendido?

—Bueno…

—¡Dave, me has defraudado! Vamos a ver, ¿tú te crees que yo soy la clase de tío que te hace escribir un trabajo y luego te deja plantado?

—No, claro que no…

—Al contrario, tío. Soy yo quien va a plantártela. Tú me dirás cuándo.

Me ruboricé.

—Bueno, pues podría ser esta noche.

—Mis dos compañeros han salido fuera el fin de semana. Además, tengo una hierba fantástica. La he comprado para celebrarlo.

—Estupendo. Pues… voy para allá.

—Tope. Nos vemos dentro de un rato.

Colgó.

Me sentía un poco tambaleante, pero me duché y me cambié de ropa. La camiseta beige de Banana Republic ya se había arrugado, y la camisa de Calvin Klein tenía una mancha de salsa de tomate. A pesar de todo, me las puse.

—Hola, Dave —dijo al abrir la puerta media hora más tarde. Y me dio una palmada en la espalda. Estaba bebiendo una Corona; había puesto Sergeant Pepper’s Lonely Hearts Club Band en el tocadiscos.

—Hola, Eric. Tienes muy buen aspecto.

Con lo cual quise decir que tenía aspecto de estar despierto. Se había lavado la cabeza y llevaba ropa limpia. Por encima, olía a jabón y juventud de ese modo que ninguna colonia logra imitar.

—Me siento bien —dijo Eric—. Hoy he dormido catorce horas. Llevaba una semana sin dormir. —Me condujo escaleras arriba—. ¿Y tú? ¿En qué has andado? ¿Trabajando duro en otro bestseller?

—Bueno, hasta cierto punto.

Nos dirigimos a su habitación, donde revolvió el montón de papeles de su escritorio.

—Aquí está —dijo al cabo de unos segundos—. He pensado que te gustaría verlo.

Y me entregó el trabajo.

En la parte de atrás, con una letra muy cuidada, Mary Yearwood había escrito lo siguiente:

Eric: Tengo que confesar que al acabar de leer tu trabajo, me he quedado sin palabras. Está muy bien escrito. Tu análisis de los dos textos es elegante y sutil, además —y esto es quizá lo que más me ha impresionado— incorporas a tu razonamiento datos biográficos e históricos de un modo que enriquece la lectura de las novelas (en mi opinión, hay que considerar Daisy Miller como una novela) sin por ello hacer dudar de su integridad como obras de arte. Además, tu forma de tratar los sustratos (homo)sexuales de las obras de James y Forster es muy hábil y no resulta nunca polémico. ¡Y qué extraordinario poema del primer Forster! ¿Dónde lo has encontrado? Te felicito por tu destreza investigadora, así como por tu sensibilidad para captar los matices literarios.

Al repasar tu examen parcial, me ha costado creer que este trabajo esté escrito por el mismo estudiante.

Nunca, a lo largo de mi carrera, he presenciado semejante transformación. Es evidente que la tensión del examen ahoga tu creatividad (como me ocurría a mí). Por lo tanto, he decidido dejarte exento del examen final. El trabajo realizado tranquilamente en privado es lo más apropiado en tu caso, de modo que en lo que queda de curso sólo te evaluaré de este modo.

Por último, si no te importa, me gustaría seleccionar este trabajo para varios premios del departamento. Y, si te va bien, ¿por qué no te pasas a verme la semana que viene durante las horas de despacho? ¿Has pensado en hacer el doctorado? Me gustaría comentar contigo esa posibilidad.

Sobresaliente

Dejé el trabajo en la mesa.

—¿Y bien? —dijo Eric.

—Me parece que le ha gustado —dije.

—¿Que le ha gustado? ¡Se ha vuelto loca! —Se quitó los zapatos, se sentó en la cama y empezó a liar un canuto—. No veas, cuando leí la parte esa del examen parcial, me eché a temblar. Mierda, pensé, me va a decir que es demasiado bueno, que seguro que me lo ha hecho alguien. Pero no. ¡Se lo ha tragado!

—Me esforcé para que sonara como lo escribiría un alumno muy listo. Vamos, que no sonara a una Elizabeth Hardwick o una Susan Sontag.

—¡Y ahora ni siquiera tengo que hacer el examen final! —Se echó a reír de un modo casi brutal—, ¡¡¡Stanford, allá voy!!! Vaya bola le has colado, Dave.

—Sí —dije.

Se me aceleró el pulso.

Con completa naturalidad, dejó el canuto, se desabotonó y quitó la camisa. Y luego la camiseta.

Se tumbó. Desde su vientre, por encima del ombligo, se arrastraba lo que un amigo mío llamaba una «caravana de ladillas» de pelos que desaparecían entre unos pezones pequeños y marrones.

Encendió el canuto, dio una calada.

—Adelante, Dave Leavitt —dijo—. Eres el siguiente concursante del nuevo El precio es justo.

Empezó a quitarse los calcetines.

—Déjame que lo haga yo —dije.

Y eso hice. Y le lamí los pies.

Por encima de mi cabeza, lo oía respirar. Al subir, noté cómo subía y bajaba su cálido vientre.

—Eric —dije.

—¿Qué?

—Quiero pedirte algo. Algo que no entraba en el trato, pero…

—Follarme no —dijo.

—No, eso no. Lo que me gustaría…, me gustaría besarte.

—¡Besarme! —Se echó a reír—. Claro, por supuesto. Como bonificación por haberme librado del examen final.

Me incorporé hasta tapar su cara con la mía; lamí el acre sabor de la hierba en su lengua; chupé sus labios gruesos y suaves.

—Besas bien —dije al cabo de unos minutos.

—Eso me dicen.

—¿Quiénes, las chicas?

—Sí.

—¿Y cómo beso yo comparado con ellas?

—No lo haces mal, supongo.

—Luego me dirás si hago algo mejor que las chicas.

—Si quieres que te diga la verdad, tengo curiosidad por averiguarlo —dijo Eric.

A continuación, durante una media hora, aunque hizo otros ruidos, no pronunció ni una sola palabra.