El ruido que a la mañana siguiente hizo la doncella al abrir los postigos fue lo primero que obligó a Catherine a volver a la realidad. Abrió los ojos, sorprendida de haber podido cerrarlos después de lo ocurrido la noche anterior, y comprobó con satisfacción que la tormenta había cesado y que en su habitación todo respiraba sosiego y normalidad.
Con el sentido recobró la facultad de pensar, y acto seguido volvió a su mente el recuerdo del manuscrito, aguzando de tal modo su curiosidad, que en cuanto la doncella se hubo marchado, Catherine saltó de la cama y recogió a toda prisa las hojas que se habían desprendido del rollo de papel al caer éste al suelo; luego volvió a acostarse, deseosa de disfrutar cómodamente de la lectura de aquellas misteriosas cuartillas. Observó con satisfacción que el manuscrito que tenía entre las manos no era tan extenso como los que solían describirse en las novelas, pues el rollo estaba compuesto de unos cuantos pliegos más pequeños de lo que había creído en un principio.
Con curiosidad creciente leyó la primera hoja, y se estremeció al caer en la cuenta de lo que en ella había. ¿Sería posible? ¿No le engañaban los sentidos? Aquel papel sólo contenía un inventario de ropas de casa escrito en caracteres burdos, pero modernos. Si de su vista podía fiarse, aquello no era más que la factura de una lavandera. Cogió otra hoja, y en ella encontró una relación prácticamente idéntica de prendas íntimas. Las hojas tercera, cuarta y quinta dieron igual resultado. En cada una de ellas se hacía una relación de camisas, medias, corbatines y chalecos. En otras dos estaban apuntados los gastos de escaso interés: cartas, polvos para el cabello y pasta blanca para limpiar. En una hoja grande, con la que estaban envueltas las demás, se leía: «Por poner una cataplasma a la yegua alazana...», se trataba de la factura de un veterinario. Tal era la colección de papeles —abandonados, como cabía suponer, por alguna criada negligente— que tanta alarma había despertado en el ánimo de Catherine, privándola del sueño durante horas. La muchacha, como es lógico, se sintió profundamente humillada. ¿Acaso había sido incapaz de aprender algo más de su anterior aventura con el cofre? Éste, colocado a poca distancia de la cama, se le antojó de pronto un reproche, una acusación. Comprendió cuan absurdas habían sido aquellas fantásticas suposiciones suyas. ¿Cómo era posible que un manuscrito escrito hacía varias generaciones permaneciera oculto en una habitación tan moderna como aquélla, y que fuera ella la única persona llamada a abrir un arcón cuya llave estaba a disposición de todo el mundo? ¿Cómo se había dejado engañar de aquella manera? Dios no quisiera que llegase a oídos de Henry Tilney la noticia de su insensata aventura. Sin embargo, él también era responsable, al menos en parte, de lo ocurrido. Si el arca no hubiese sido parecida a la que Henry se había referido en su relato, ella no hubiese sentido tanta curiosidad. Catherine se consoló con estas reflexiones, y a continuación, deseosa de perder de vista las pruebas de su desvarío —aquellos detestables y odiosos papeles que habían caído esparcidos sobre su cama—, se levantó, dobló las hojas cuidadosamente, como las había encontrado, volvió a colocarlas en el arcón, pensando, mientras lo hacía, que nunca más volvería a mirarlos, para que no le hicieran recordar cuan necia había sido.
Lo que Catherine no atinaba a comprender, y el hecho no dejaba de ser bastante extraño, era el trabajo inaudito que le había costado abrir una cerradura que luego funcionaba con la mayor facilidad. Pensó por un instante que aquel hecho debía de entrañar algún misterio, hasta que cayó en la cuenta de que tal vez ella, en su atolondramiento, hubiese hecho girar la llave en sentido contrario. Avergonzada, abandonó tan pronto como pudo la habitación que tan desagradables recuerdos despertaba en ella y se dirigió a toda prisa hacia la sala, donde, según le había advertido la noche anterior Miss Tilney, solía reunirse para desayunar toda la familia. En ella se encontró con Henry, cuyas picarescas alusiones al expresar su deseo de que la tormenta no la hubiese molestado, y sus referencias al carácter y antigüedad del edificio, hicieron que se sintiera profundamente preocupada. No quería en modo alguno que nadie sospechase siquiera sus temores; pero como por naturaleza era incapaz de mentir, confesó que el rugir del viento la había mantenido despierta durante algunas horas.
—Y, sin embargo —añadió, para cambiar de tema—, hace una mañana hermosa. Las tormentas, como el insomnio, no tienen importancia una vez que pasan. ¡Qué hermosos jacintos! Es una flor que me gusta desde hace muy poco...
—¿Y cómo ha aprendido a gustar de ella, por casualidad o por convencimiento?
—Me enseñó su hermana. ¿Cómo? No lo sé. Mrs. Allen procuró durante años inculcarme la afición por esos bulbos, y no lo consiguió. Las flores siempre me han sido indiferentes, pero el otro día, cuando las vi en Milsom Street, cambié de opinión.
—¿Y ahora le gustan? Pues tanto mejor; así tendrá un nuevo motivo de placer. Además, está muy bien que a las mujeres les gusten las flores, porque no existe mejor aliciente para salir a tomar el aire y hacer un poco de ejercicio. Y aun cuando el cuidado de los jacintos es relativamente sencillo, ¿quién sabe si, una vez dominada por la pasión hacia las flores, llegará usted a interesarse por las rosas?
—Pero ¡si a mí no me hacen falta pretextos para salir! Cuando hace buen tiempo, paso largos ratos fuera de la casa. Mi madre a menudo me reprocha el que me ausente durante tantas horas.
—De todas maneras, me satisface el que haya usted aprendido a amar los jacintos. Es muy importante adquirir el hábito del amor, y en toda joven la facilidad de aprender es una grata virtud. ¿Tiene mi hermana buena disposición para la enseñanza?
La entrada del general, cuyos cumplidos demostraban que estaba de buen humor, evitó que Catherine tuviese que contestar a Henry, si bien la alusión que acerca de la evidente predilección de los dos jóvenes por madrugar hizo poco después el padre del muchacho, volvió a preocuparle.
Catherine no pudo por menos de expresar su admiración por la elegante vajilla, elegida, según parecía, por el general, quien se mostró encantado de que la aprobase y declaró que, en efecto, no estaba del todo mal, y que la había adquirido con la intención de proteger la industria de su país. Por lo demás, y dado su indulgente paladar, opinaba que el mismo aroma y sabor tenía el té vertido de una tetera de loza de Staffordshire como de una bella porcelana de Dresde o de Sévres.
Aquella vajilla ya era vieja; la había comprado hacía dos años, y desde entonces la producción nacional había mejorado notablemente. Hacía poco había visto en la capital algunas muestras tan logradas que, de no ser un hombre desprovisto de toda vanidad, se habría visto forzado a adquirirlas. Esperaba, sin embargo, que pronto tuviese ocasión de comprar un nuevo servicio, destinado a otra persona... Catherine fue, quizá, la única de los allí reunidos que no comprendió el significado de aquellas palabras.
Poco después del desayuno Henry salió rumbo a Woodston, donde sus negocios le retendrían tres o cuatro días. Reunióse en el vestíbulo la familia para verle montar a caballo, y al regresar al comedor Catherine se dirigió hacia la ventana con el objeto de obtener una última visión de su amigo.
—Ésta es una dura prueba para su hermano —dijo el general a Eleanor—. ¡Qué triste se le va a antojar hoy Woodston!
—¿Es bonita la casa que tiene allí? —preguntó Catherine.
—¿Qué dirías tú, Eleanor? Anda, díselo ya que vosotras las mujeres conocéis mejor el gusto femenino, no sólo respecto a casas, sino también en lo que a hombres se refiere. Creo que, hablando de modo imparcial, Woodston está admirablemente situada, pues mira hacia el sureste. La propiedad posee también una huerta, cuyos muros mandé alzar yo hace diez años. Es una prebenda de familia, Miss Morland, y como los terrenos contiguos me pertenecen he tenido buen cuidado de aprovecharla debidamente. Aun suponiendo que Henry no contara más que con ese curato para vivir, no estaría nada mal. Tal vez parezca extraño que, no teniendo yo más que dos hijos menores por quienes mirar, me haya empeñado en que el chico siguiese una carrera, y es cierto que hay momentos en que todos quisiéramos verlo libre de las preocupaciones propias de su profesión; pero aun cuando usted quizá no acepte mi punto de vista, creo, Miss Morland, y su padre será también de mi opinión, que todo hombre debe trabajar en alguna cosa. El dinero en sí no tiene importancia ni finalidad algunas; lo importante es emplear dignamente el tiempo. El mismo Frederick, mi hijo mayor, heredero de una de las propiedades más importantes de la comarca, ha seguido una carrera.
El efecto imponente de aquellas palabras influyó poderosamente en el ánimo de Catherine, que guardó silencio.
La noche anterior se había hablado de enseñarle a Miss Morland la abadía, y esa misma mañana el general se ofreció a hacerlo. Catherine, aun cuando hubiera preferido la compañía de Eleanor, no pudo por menos de aceptar una proposición que en cualquier circunstancia resultaría muy interesante. Llevaba dieciocho horas en la abadía y no había logrado ver más que un reducido número de habitaciones. Cerró la caja de labores, que acababa de sacar, con cierta precipitación, y se mostró dispuesta a seguir al general cuando éste lo dispusiese.
—Y una vez que hayamos recorrido la casa —le dijo el anciano con tono cortés—, tendré mucho gusto en enseñarles el jardín y los plantíos.
Catherine le agradeció tanta amabilidad con una elegante reverencia.
—Tal vez prefiera usted ver éstos primero —añadió el general—. Hace buen tiempo y la época del año nos garantiza que seguirá así. ¿Qué prefiere, entonces? Estoy a sus órdenes. ¿Qué crees que sería más del gusto de tu bella amiga, Eleanor? Pero..., sí, me parece que lo he adivinado. Leo en los ojos de Miss Morland un deseo, bien juicioso por cierto, de aprovechar el tiempo. ¿Cómo podría ser de otro modo? La abadía siempre está en disposición de ser visitada. No así el jardín. Obedezco sus órdenes sin demora. Corro en busca de mi sombrero y en un instante estaré listo para acompañarlas.
El general salió de la estancia y Catherine, con expresión de profunda preocupación, empezó a manifestar sus deseos de evitar al general una salida quizá contraria a sus deseos, y a la que le impulsaba única y exclusivamente el afán de complacerla. Pero Miss Tilney, algo avergonzada, la detuvo.
—Creo —dijo— que será mejor aprovechar una mañana tan hermosa y no preocuparnos por mi padre. Él tiene por costumbre pasear a estas horas todos los días.
Catherine no sabía cómo interpretar estas palabras. ¿Por qué motivo se mostraba tan confusa Miss Tilney? ¿Habría algún inconveniente por parte del general en acompañarla a ver la abadía? La propuesta había partido de él. ¿No era extraño que tuviera por costumbre salir a aquellas horas? Ni el padre de Catherine ni Mr. Allen solían pasear tan temprano. Realmente, la situación resultaba un poco incómoda. Ella estaba impaciente por conocer la casa; en cambio, los jardines no le inspiraban gran curiosidad. ¡Si al menos hubiese estado con ellas Henry! Sola no sabría apreciar la belleza del lugar. Tales fueron sus pensamientos, que se cuidó de no expresar, antes de salir, silenciosa y descontenta, a ponerse la capa.
Le llamaron mucho la atención las grandes dimensiones de la abadía vista desde fuera. El enorme edificio comprendía un gran patio central, y dos de sus alas, ricamente ornamentadas al estilo gótico, se proyectaban hacia afuera, invitando a todos a admirarlas. Un grupo de árboles añosos y frondosas plantas ocultaban el resto de la casa. Los espesos montes que protegían la parte trasera del edificio se erguían bellos aun en aquella época en que la naturaleza suele mostrarse desnuda de ropaje. Catherine jamás había visto nada comparable a aquello, y le causó tal impresión que, sin poder contenerse, prorrumpió en exclamaciones de admiración y asombro. El general la escuchó agradecido, como si hasta aquel momento no hubiera descubierto toda la belleza de Northanger.
Se imponía a continuación visitar la huerta, y a ella se dirigieron cruzando el parque.
La extensión de aquellos terrenos dejó atónita a Catherine. Resultaba más del doble de lo que medían juntas las de Mr. Allen y su padre, incluyendo el huerto y el terreno que circundaba la iglesia. Los muros que rodeaban la abadía eran inacabables en longitud y en número. Amparado por ellos había un número incontable de invernaderos, y en el recinto formado por ellos trabajaban hombres suficientes para formar una parroquia. El general se sintió halagado por las miradas de sorpresa de Catherine, quien a través de ellas expresaba la profunda admiración que le suscitaban aquellos jardines sin igual. El general declaró entonces que aun cuando él no sentía ambición ni preocupación por tales cosas, debía reconocer que su propiedad no tenía rival en el reino.
—Si de algo me enorgullezco —agregó—, es de poseer un hermoso jardín. Aun cuando no soy exigente en lo que a comidas se refiere, me gusta tener buena fruta y aun cuando yo no hubiera encontrado en ello un placer especial, el deseo de halagar a mis hijos y mis vecinos habría bastado para que lo ambicionase. Admito que un jardín como éste da lugar a innumerables disgustos, pues a pesar de todo el esmero que se ponga en cultivarlo, no siempre se obtienen los frutos deseados. Mr. Allen tropezará, sin duda alguna, con los mismos inconvenientes.
—No, señor; nada de eso. Mr. Allen no siente interés alguno en su jardín y rara vez lo visita.
El general, con una sonrisa de triunfal satisfacción, declaró que él preferiría hacer lo mismo, ya que no conseguía entrar en el suyo sin experimentar un disgusto, pues sus aspiraciones jamás se veían colmadas.
—¿Cómo son los invernaderos de Mr. Allen? —preguntó el general.
—Sólo tiene uno, y pequeño. En él Mrs. Allen guarda las plantas durante el invierno; para caldearlo emplean de vez en cuando una estufa.
—¡Qué hombre tan feliz! —exclamó el general.
Después de acompañar a Catherine a cada uno de los varios departamentos y de hacerla admirar todos los pozos hasta quedar la muchacha rendida de tanto ver y admirar, dejó el anciano que su hija y la amiga de ésta aprovecharan la proximidad de un postigo para dar por terminada su visita a los invernaderos, y, con el pretexto de examinar unas reformas hechas recientemente en la casa del té, propuso visitarla, siempre que Miss Morland no estuviera cansada.
—Pero ¿por dónde vas, Eleanor? ¿Por qué escoges ese camino tan frío y húmedo? Miss Morland se va a mojar. Lo mejor es que nos dirijamos hacia el parque.
—Éste es mi camino favorito —dijo Eleanor—, pero es cierto que tal vez esté húmedo.
El camino en cuestión atravesaba, dando rodeos, una espesa plantación de pinos escoceses, y Catherine, atraída por el aspecto misterioso y lóbrego de aquel lugar, no pudo, a pesar de la desaprobación mostrada por el general, evitar el dar unos pasos en la dirección que deseaba. Mr. Tilney, apercibido del deseo de la muchacha, y después de requerirle nuevamente, pero en vano, que no expusiera su salud, se abstuvo cortésmente de oponerse a su voluntad, excusándose, sin embargo, de acompañarlas.
—El sol aún no es lo bastante fuerte para mí —dijo—. Elegiré otro camino y luego volveremos a encontrarnos.
El general se marchó y Catherine quedó asombrada al darse cuenta del alivio que proporcionaba a su ánimo aquella breve separación. La sorpresa y compensación experimentadas eran, felizmente, inferiores a la satisfacción que el hecho le producía, y, animada y contenta, empezó a hablar a su amiga de la grata melancolía que le inspiraba aquel lugar.
—Sí, yo siento lo mismo —dijo Miss Tilney, y dejó escapar un suspiro—. A mi madre le encantaba pasear por este lugar.
Era la primera vez que Catherine oía que se mencionase a Mrs. Tilney, y su rostro reflejó el interés que el recuerdo de aquella mujer provocaba en su alma. Atenta y silenciosa esperó a que su amiga reanudase la conversación.
—Yo la acompañaba a menudo en sus paseos —prosiguió Eleanor— pero entonces este lugar no me gustaba tanto como ahora. Más bien puede decirse que me sorprendía que fuese el rincón preferido de mi madre. Hoy es su recuerdo lo que me induce a tenerle tal apego.
Catherine pensó que el mismo sentimiento debería despertar en el general, y sin embargo éste se había negado a pasear por allí.
Al cabo de unos segundos, en vista de que Miss Tilney permanecía en silencio, dijo:
—Su muerte debió ser una pena terrible para usted.
—Una pena enorme, que el paso de los años sólo consigue aumentar —contestó en voz baja su amiga—. Yo no contaba más que trece años cuando ocurrió; y si bien sentí su pérdida, la edad que tenía no me permitió darme cuenta de lo que ello suponía.
Eleanor se detuvo. Un momento después añadió con gran firmeza:
—Como usted sabe, no tengo hermanas, y aun cuando Henry y Frederick son muy cariñosos conmigo, y el primero, felizmente, pasa largas temporadas aquí en la abadía, es inevitable que, a veces, tanta soledad me resulte intolerable.
—Es natural que eche usted de menos a su hermano.
—Una madre nunca me dejaría sola; una madre habría sido una amiga constante; su influencia habría tenido una fuerza superior a todo cuanto me rodea.
—Imagino que debía de ser una mujer encantadora. ¿Hay algún retrato suyo en la abadía? ¿Por qué mostraba tanta predilección por este lugar? ¿Era de temperamento melancólico acaso? —preguntó Catherine precipitadamente.
La primera pregunta recibió una contestación afirmativa; las otras, en cambio, no obtuvieron respuesta, pero ello no sirvió más que para aumentar el interés que la difunta señora inspiraba en Catherine. Desde luego, ésta supuso que la esposa del general habría debido de ser muy desgraciada en su matrimonio. Mr. Tilney no parecía que se hubiera comportado como un marido cariñoso. El que no sintiese afecto alguno por el lugar predilecto de su esposa indicaba desamor hacia ella. Además, a pesar de su bello porte, había en su rostro indicios de que su conducta para con su mujer no había sido la adecuada.
—Supongo —dijo Catherine sonrojándose ante su propia astucia— que el retrato de su madre estará en las habitaciones del general.
—No. Pintaron uno con intención de colocarlo en el salón, pero mi padre no quedó satisfecho con el trabajo, y por espacio de algún tiempo estuvo guardado. Después de la muerte de mi madre, yo quise conservarlo y lo mandé colocar en mi alcoba, donde tendré el gusto de enseñárselo. El parecido está bastante logrado.
Catherine quiso ver en aquellas palabras otra prueba de despego por parte del general. Tener en tan poca estima un retrato de su difunta esposa demostraba que no la quería ni había sido bueno con ella. La muchacha ya no trató de ocultar ante sí misma los sentimientos que la actitud de Mr. Tilney habían provocado siempre en su espíritu, y que las atenciones de aquél no habían logrado disipar. Lo que antes no había sido sino antipatía y miedo se trocó en profunda aversión. Sí, aversión. Le resultaba odiosa su crueldad para con aquella mujer encantadora. Muchas veces había encontrado en sus libros caracteres iguales a aquél; caracteres que Mr. Allen tachaba de exagerados y cuya realidad quedaba demostrada en aquel ejemplo incontestable.
Acababa de resolver este punto cuando el final del camino las condujo nuevamente a la presencia de Mr. Tilney, por lo que la muchacha, a pesar de su indignación, se vio obligada a pasear junto a él, a escucharlo y hasta a corresponder a sus sonrisas. Sin embargo, como a partir de aquel momento no pudo hallar placer en los objetos que la rodeaban, empezó a caminar con tal lentitud que, apercibido de ello el general, y preocupado por su salud —actitud que parecía un reproche a los sentimientos que hacia él experimentaba Catherine—, se empeñó en que ambas jóvenes regresaran a la casa, con la promesa de seguirlas un cuarto de hora más tarde.
De modo pues que se separaron nuevamente, no sin que antes Eleanor recibiera de su padre la orden de no mostrar a su amiga la abadía hasta que él no estuviese de vuelta.
Catherine no pudo por menos de asombrarse ante el empeño que ponía Mr. Tilney en demorar el placer que con tanto anhelo esperaba.