La conversación que a continuación exponemos se celebró en el balneario ocho o nueve días después de haberse conocido las dos amigas, y bastará para dar una idea de la ternura de los sentimientos que unían a Isabella y a Catherine y de la delicadeza, la discreción, la originalidad de pensamiento y el gusto literario que caracterizaban y explicaban afecto tan profundo.
El encuentro se había acordado de antemano, y como Isabella llegó al menos cinco minutos antes que su amiga, su primera reacción al ver a ésta fue:
—Querida Catherine, ¿cómo llegas tan tarde? Llevo esperándote un siglo.
—¿De veras? Lo lamento de veras, pero creí que llegaba a tiempo. Confío en que no hayas tenido que esperar mucho.
—Pues debo de llevar aquí media hora. Da igual... Sentémonos y tratemos de pasarlo bien. Tengo mil cosas que contarte. Cuando me preparaba para salir temí por un instante que lloviese, y mis motivos tenía, ya que estaba muy nublado. ¿Sabes?, he visto un sombrero precioso en un escaparate de Milsom Street. Es muy parecido al tuyo, sólo que las cintas no son verdes, sino color coquelicot. Tuve que contenerme para no comprarlo... Querida, ¿qué has hecho esta mañana? ¿Sigues leyendo Udolfo?
—Eso es justamente lo que he estado haciendo, llegando al episodio del velo negro.
—¿De veras? ¡Qué delicia...! Por nada del mundo consentiría en decirte lo que se oculta detrás de ese velo, ¿no estás muerta por saberlo?
—¿Lo dudas acaso? Pero no, no me lo digas; no quisiera saberlo por nada del mundo. Estoy convencida de que se trata de un esqueleto, quizá el de Laurentina... Te aseguro que me encanta ese libro. Desearía pasarme la vida leyéndolo, y si no hubiera sido porque estabas esperándome, por nada del mundo habría salido de casa esta mañana.
—¡Querida mía..., cuánto te lo agradezco! He pensado que cuando termines el Udolfo podríamos leer juntas El italiano, y para cuando terminemos con ése tengo preparada una lista de diez o doce títulos del mismo género.
—¿De verdad? ¡Cuánto me alegra! ¿Cuáles son?
—Te lo diré ahora mismo, pues llevo los títulos escritos en mi libreta: El castillo de Wolfenbach, Clermont, Avisos misteriosos, El nigromante de la Selva Negra, La campana de la media noche, La huérfana del Rin y Misterios horribles. Creo que con estos tenemos para un tiempo.
—Sí, sí... Ya lo creo. Pero ¿estás segura de que todos ellos son de terror?
—Segurísima. Lo sé por una amiga mía que los ha leído. Se trata de Miss Andrews, la criatura más encantadora del mundo. Me gustaría que la conocieras. La encontrarías adorable. Se está haciendo una capa de punto que es una preciosidad. Yo la encuentro admirable, y no entiendo cómo los hombres no sienten lo mismo. Yo se lo he dicho a muchos, y hasta he reñido con más de uno a causa de ello.
—¿Has reñido porque no la admiraban?
—Naturalmente. No hay nada en el mundo que sea capaz de hacer si de ayudar a las personas por quienes siento cariño se trata. Te aseguro que no soy de las que quieren a medias. Mis sentimientos siempre son profundos y arraigados. Así, el invierno pasado pude decirle al capitán Hunt, en el transcurso de un baile, que por mucho que hiciera yo no bailaría con él si antes no reconocía que Miss Andrews era de una belleza angelical. Los hombres creen que nosotras las mujeres somos incapaces de sentir verdadera amistad las unas por las otras, y me he propuesto demostrarles lo contrario. Si, por ejemplo, oyese que alguien hablaba de ti en términos poco halagüeños, saldría en tu defensa al instante; pero no es probable que algo semejante suceda, considerando que eres de esas mujeres que siempre gustan a los hombres...
—¡Ay, Isabella! ¿Cómo dices eso?—exclamó Catherine, ruborizada.
—Lo digo porque estoy convencida de ello: posees toda la viveza que a Miss Andrews le falta; porque debo confesarte que es una muchacha muy sosa, la pobre. Vaya, se me olvidaba decirte que ayer, cuando acabábamos de separarnos, vi a un joven mirarte con tal insistencia que sin duda debía de estar enamorado de ti.
Catherine se ruborizó de nuevo y rechazó la insinuación.
—Es cierto, te lo juro —dijo Isabella—; lo que ocurre es que no aceptas el hecho de que provocas admiración, porque salvo un hombre cuyo nombre no pronunciaré... No, si no te censuro por ello —añadió con tono más formal—. Además, comprendo tus sentimientos. Cuando el corazón se entrega por completo a una persona, es imposible caer bajo el hechizo de otros hombres; todo lo que no se relacione con el ser amado pierde interés, de modo que ya ves que te comprendo perfectamente.
—Pero no debieras hablarme en esta forma de Mr. Tilney, es posible que nunca vuelva a verlo.
—¡Qué cosas dices! Si lo creyeses así serías muy desdichada.
—No tanto. Admito que me ha parecido un hombre de trato muy agradable, pero mientras esté en condiciones de leer el Udolfo, te aseguro que no hay nada en el mundo capaz de hacerme desgraciada. Ese velo terrible... Querida Isabella, estoy convencida de que el esqueleto de Laurentina yace oculto tras de él.
—A mí lo que me extraña es que no lo hubieras leído antes. ¿Acaso tu madre se opone a que leas novelas?
—De ningún modo; precisamente está leyendo Sir Charles Grandison; pero en casa no tenemos muchas ocasiones de conocer obras nuevas.
—¿Sir Charles Grandison? Pero ¡si es una obra odiosa! Ahora recuerdo que Miss Andrews no pudo terminar el primer tomo.
—Pues yo lo encontré bastante entretenido; claro que no tanto como el Udolfo.
—¿De veras? Yo creía que era aburrido... Pero hablemos de otra cosa. ¿Has pensado en el adorno que te pondrás en la cabeza esta noche? Ya sabes que los hombres se fijan mucho en esos detalles, y hasta los comentan.
—¿Y qué puede importarnos? —preguntó con ingenuidad Catherine.
—¿Importarnos? Nada, por supuesto. Yo tengo por norma no hacer caso de lo que puedan decir. Estoy convencida de que a los hombres se les debe hablar con desdén y descaro, pues si no los obligamos a guardar las distancias debidas se vuelven muy impertinentes.
—¿Es posible? Pues te aseguro que no me había dado cuenta de que fueran así. Conmigo siempre se han mostrado muy correctos.
—Calla, por Dios; se dan unos aires... Son los seres más pretenciosos del mundo... Pero a propósito de ellos, jamás me has dicho, y eso que he estado a punto preguntártelo muchas veces, qué clase de hombre te gusta más: el rubio o el moreno.
—Pues la verdad es que nunca he pensado en ello; ahora que me lo preguntas, te diré que prefiero a los que no son ni muy rubios ni muy morenos.
—Veo, Catherine, que no me equivocaba. La descripción que acabas de hacer responde a la que antes hiciste de Mr. Tilney: cutis moreno, ojos oscuros y pelo castaño. Mi gusto es distinto del tuyo: prefiero los ojos claros y el cutis muy moreno; pero te suplico que no traiciones esta confianza si algún día ves que alguno responde a tal descripción.
—¿Traicionarte? ¿Qué quieres decir?
—Nada, nada, no me preguntes más; me parece que ya he hablado demasiado. Cambiemos de tema.
Catherine, algo asombrada, obedeció, y después de breves minutos de silencio se dispuso a volver sobre lo que en ese momento más la interesaba en el mundo, el esqueleto de Laurentina, cuando, de repente, su amiga la interrumpió diciendo:
—Por Dios, marchémonos de aquí. Hay dos jóvenes insolentes que no dejan de mirarme desde hace un rato. Veamos si en el registro aparece el nombre de algún recién llegado, pues no creo que se atrevan a seguirnos.
Se marcharon, pues, a examinar los libros de inscripción de bañistas, y mientras Isabella los leía minuciosamente, Catherine se encargó de la delicada tarea de vigilar a la pareja de alarmantes admiradores.
—Vienen hacia aquí. ¿Será posible que sean tan impertinentes como para seguirnos? Avísame si ves que se dirigen hacia aquí; yo no pienso levantar la cabeza de este libro.
Después de breves instantes, Catherine pudo, con gran satisfacción por su parte, asegurar a su amiga que podía recobrar la perdida tranquilidad, pues los jóvenes en cuestión habían desaparecido.
—¿Hacia dónde han ido? —preguntó Isabella, volviendo rápidamente la cabeza—. Uno de ellos era muy guapo.
—Se han dirigido hacia el cementerio.
—Al fin se han decidido a dejarnos en paz. ¿Te apetece ir a Edgar's a ver el sombrero que quiero comprarme?
Catherine se mostró de acuerdo con la propuesta pero no pudo por menos de expresar su temor de que volvieran a encontrarse con los dos jóvenes.
—No te preocupes por eso. Si nos damos prisa podremos alcanzarlos y pasar de largo. Me muero de ganas de enseñarte ese sombrero.
—Si aguardamos unos minutos no correremos el riesgo de cruzarnos con ellos.
—De ninguna manera; sería hacerles demasiado favor; ya te he dicho que no me gusta halagar tanto a los hombres. Si están tan consentidos es porque algunas mujeres los miman en exceso.
Catherine no encontró razón alguna que oponerse a aquellos argumentos, y para que Miss Thorpe pudiera hacer alarde de su independencia y su afán de humillar al sexo fuerte, salieron a toda prisa en busca de los dos jóvenes.