9: Sobre el mar de las garras

NUEVE

Sobre el mar de las garras

Cuando la nave aérea soltó amarras, la gente la contempló con pasmo reverencial. Makaisson hizo girar el timón y accionó las palancas para cambiar el rumbo ligeramente, con lo que logró evitar apenas la aguja del templo de Ulric cuando se alejaron en dirección norte. Félix se relajó en uno de los asientos de la cubierta de mando. Había espacio de sobra, ya que la mayoría de los enanos dormían la mona y sólo quedaba la tripulación necesaria para controlar el puente. La verdad era que el propio Makaisson parecía estar un poco deteriorado, y los pequeños gemidos que profería de vez en cuando, sumados a la forma en que bizqueaba a través de sus ojos enrojecidos, no resultaban tranquilizadores. Félix no tenía muy claro que debiese pilotar la nave.

—¿Puedo ayudarte? —preguntó al ingeniero jefe.

—¿Qué quieres decir, joven Félix?

—Tal vez podría hacerme cargo de los controles mientras tú descansas.

—No lo sé. Es un trabajo muy técnico.

—Puedo intentarlo. En caso de que te sucediera algo a ti, podría resultar útil tener a bordo alguien más que sepa gobernar la nave. Lo digo porque eres un Matador, ya sabes.

—Los otros ingenieros saben cómo hacerlo…, aunque supongo que tienes algo de razón. No puede hacernos daño ninguno tener un piloto de más, sólo por si acaso.

—¿Quieres decir que me enseñarás?

—La verdad es que no debería. Va contra las normas del gremio enseñarle a nadie que no sea un enano cómo se hacen estas cosas, pero, por otro lado, toda esta condenada cosa va contra las normas del gremio, así que, ¿qué más da?, pregunto yo.

Llamó a Félix con un gesto para que se acercara y se situara en el lugar que ocupaba él.

—Toma el timón, herr Jaeger.

Félix tuvo que doblar las rodillas para quedar a la misma altura que el enano, y descubrió que la postura era bastante incómoda. La rueda del timón parecía pesada en sus manos. Hacía todo lo posible para mantenerla quieta, pero, como si tuviese vida propia, ejercía presión primero en un sentido y luego en el otro, de modo que el poeta tenía que luchar constantemente para mantenerla en posición.

—Es debido a las corrientes de aire —explicó Makaisson—. Tironean del timón y de los alerones. Se necesita un rato para acostumbrarse. ¿Lo tienes ya?

Félix asintió con nerviosismo.

—Mira un poquitín más abajo y a la izquierda. ¿Ves ese chisme pequeñito de ahí? Es una brújula.

Félix obedeció y vio una brújula que oscilaba sobre un complejo conjunto de balancines de modo que la aguja del centro señalara siempre al norte.

—Te habrás dado cuenta de que, en este momento, nos dirigimos al nornordeste. Es nuestro rumbo. Si haces girar el timón un poquitín, cambiaremos de rumbo. Hazlo girar apenas un poquito y vuelve al rumbo nornordeste.

Félix hizo lo que le decía y movió el timón con tanta suavidad como pudo. Fuera de la ventana, el horizonte pareció girar con lentitud. Movió la rueda en el sentido contrario, y giraron regresando a la dirección correcta.

—¡Bien hecho! No tiene ningún secreto, ¿verdad?

Félix se encontró con que le sonreía abiertamente a Makaisson. Había algo regocijante en aquello de tener el control de una cosa tan enorme y veloz como la nave aérea.

—¿Qué más? —preguntó.

—¿Ves esa hilera de palancas que tienes junto a la mano derecha?

—Sí.

—Vale. La primera es para la velocidad. No hagas nada hasta que yo te lo diga, ¿de acuerdo? Cuando la empujas hacia adelante los motores aceleran. Cuando tiras de ella hacia atrás, los motores disminuyen la velocidad. Cuando la echas atrás del todo, vas hacia atrás porque inviertes la marcha de los motores. ¿Me sigues?

Félix volvió a asentir.

—Fíjate, tienes un cuadrante delante de ti que está marcado con cifras ascendentes. Verás que tiene zonas de diferentes colores.

Félix vio el cuadrante junto a la brújula. En ese momento, la aguja se encontraba dentro de la zona verde, en la décima marca ascendente, a unas cinco de la zona roja.

—Mientras la aguja esté en la zona verde, todo va bien. Es la zona de tolerancia de los motores. Mueve la palanca hacia adelante, pero mantén la aguja en la zona verde.

Félix empujó la palanca, pero ésta opuso resistencia, así que la empujó con más fuerza. Al hacerlo, la aguja avanzó y el zumbido de los motores se hizo más agudo. El suelo parecía pasar a mayor velocidad por debajo de ellos, y las nubes se alejaban con más rapidez a ambos lados. De pronto, Félix sintió la dura mano de Makaisson encima de la suya, unos dedos como bandas de acero se cerraron y se encontró con que la palanca era echada hacia atrás.

—He dicho que la mantuvieras en la zona verde, ¿entiendes? La zona roja es sólo para emergencias. Si haces funcionar los motores en la zona roja irás más deprisa, pero se quemarán después de un rato, o incluso estallarán. Y eso no es buena cosa a esta altura.

Félix vio que había hecho llegar la aguja, de modo accidental, a la zona roja. Intentó apartar la mano, pero Makaisson se la sujetó durante un momento.

—No apartes la mano de los controles hasta que yo te lo diga. Mantén la mano en la palanca de velocidad, ¿de acuerdo?

Félix asintió con un gesto de cabeza, y el enano le soltó la mano.

—No te preocupes; no estás haciéndolo demasiado mal. Veamos, la siguiente palanca de la derecha controla las aletas. ¡Intenta no confundir las dos porque se liaría una gorda!

Félix comenzaba a desear no haber sugerido nunca la posibilidad de pilotar aquella cosa. Al parecer, había muchas probabilidades de desastre en las que no había pensado.

—¿En qué sentido?

—Bueno, las aletas controlan la altura. Cuando tiras de esa palanca hacia atrás, las aletas de cola cambian la altitud y ascendemos. Cuando la empujas hacia adelante, bajamos. Es lo único que tienes que saber, en realidad. Las razones por las que sucede eso son, tal vez, demasiado técnicas y dudo que puedas entenderlas.

—Me fío de tu palabra.

—Vale. Tira de la palanca hacia atrás. ¡Con suavidad! No queremos despertar a nadie. Ahora verás un chisme pequeño que está al lado del cuadrante de velocidad. Ésa es la altitud. Cuanto más alta es la marca, más arriba estamos nosotros. También en este caso, no entres en la zona roja por ninguna razón. Podría ser fatal porque estaríamos volando a demasiada altura. Y no permitas que la cosa baje a cero, porque eso significaría que nos estrellamos contra el suelo. Ahora desliza la palanca otra vez a posición neutral. Sentirás un pequeño chasquido cuando lo hagas; es la señal de que nos hemos estabilizado.

Félix hizo lo que le decía, y sintió un zumbido extraño en los oídos que desapareció al tragar. Apartó la mano de la palanca de altitud y señaló una pequeña hilera de palancas cortas y gruesas situadas en un panel a la altura de su mano izquierda.

—¿Para qué sirven ésas?

—No toques ninguna. Controlan diferentes funciones, como el lastre, el combustible y otras cosas. Te hablaré de ellas en otra ocasión. En este momento sabes cuanto necesitas para pilotar la nave. Mantente en rumbo nornordeste. ¿Y ves ese reloj de ahí? Despiértame dentro de dos horas. Voy a echar un sueñecito porque tengo la cabeza un poco dolorida por la bebida de ayer.

—¿Qué hago si algo va mal?

—Dame un grito. Estaré en este sillón de aquí.

Dicho esto, Makaisson se sentó en el sillón y, al cabo de poco, sus ronquidos colmaron el puente de la nave.

* * * * *

Durante los primeros minutos, Félix experimentó un cierto nerviosismo por estar guiando la nave, pero a medida que pasaba el tiempo aumentaba su seguridad de que nada saldría mal, y con el correr del reloj, algunos ingenieros subieron al puente. Algunos lo miraron con asombro, pero cuando vieron a Makaisson durmiendo cerca de él, lo dejaron tranquilo. Pasado un rato le resultó muy relajante contemplar la tierra y las nubes que pasaban por debajo de ellos.

—¿Así que tú eres el piloto?

La suave voz arrancó a Félix de sus ensoñaciones. Era una voz de mujer, profunda y con más que un deje de acento extranjero. Así de pronto, él habría dicho que era kislevita.

Félix negó con la cabeza, pero no se volvió para mirar a la mujer, sino que mantuvo la atención fija en el rumbo, por si algo inesperado aparecía en su camino.

—No, pero puede decirse que estoy entrenándome para serlo.

Una risa suave llegó a sus oídos.

—Es un conocimiento útil.

—No lo sé. Dudo que pueda basar una carrera en él, porque no hay demasiadas naves como ésta en el mundo.

—Sólo ésta, me parece, y dada su misión dudo que vaya a haber otra.

—Entonces, ¿sabes adónde vamos?

—Sé adónde vais vosotros, y no os envidio.

Félix tuvo que luchar para mantener los ojos fijos ante sí y no volverse a mirarla. Recordó lo que le había jurado a Borek cuando estaban en la Torre Solitaria y pensó que, en realidad, no conocía a aquella mujer y que era posible que estuviese sondeándolo para sonsacarle información.

—¿Sabes adónde nos dirigimos?

—Sé que vais hacia los Desiertos, y eso es cuanto debe saber cualquier persona sensata. No creo que vayáis a regresar.

Félix se sintió desalentado al oír una valoración que coincidía tanto con la suya. También le decepcionó saber que la mujer no iba a acompañarlos en su empresa.

—Deduzco, entonces, que estás familiarizada con el lugar.

—Tan familiarizada como puede estarlo alguien que no haya jurado fidelidad a los Poderes Malignos. La hacienda de mi familia limita con el Territorio Troll, que es todo lo cerca de esas tierras malditas que se atreve a vivir cualquier mortal. Mi padre es guardián de la Marca allí, y hemos pasado mucho tiempo batallando contra los seguidores del Caos cuando han intentado invadir las tierras de los hombres.

—Debe de ser una vida interesante —comentó Félix con ironía.

—Ya puedes decirlo, aunque dudo que sea más interesante que la tuya. ¿Qué te ha traído a bordo de esta nave? Debo admitir que me quedé atónita al ver un ser humano, y encima guapo, cuando esperaba hallar sólo a Borek y su gente.

Félix sonrió. Había pasado mucho tiempo desde que alguien, en particular una mujer atractiva, le había dicho que era guapo; a pesar de todo, no bajó la guardia.

—Soy un amigo.

—¿Eres un Amigo de los Enanos? En ese caso, debes de haber llevado a cabo alguna hazaña épica, porque bien sabe Ulric que ha habido bastante pocos en la historia.

Félix se preguntó si eso sería verdad, ya que siempre había supuesto que se trataba de un simple apelativo cortés. Entonces daba la impresión de que, en realidad, podría ser una especie de título. Estaba a punto de responder cuando Makaisson lo interrumpió desde detrás.

—Ya lo creo, el muchacho ha luchado junto a Gotrek Gurnisson en más de una ocasión, y tomó parte en la purificación de la Sagrada Tumba de Karak-Ocho-Picos. ¡Si eso no es suficiente para nombrarlo Amigo de los Enanos, no sé qué lo es! En fin, ahora que me habéis despertado con vuestra cháchara, será mejor que me des ese timón. Te relevaré.

Makaisson avanzó con pesados pasos, apartó a Félix de los controles con un codo y le hizo un guiño.

—Ahora tú y la muchacha podréis hablar hasta hartaros.

Félix se encogió de hombros y se volvió para sonreír a la mujer.

—Félix Jaeger —dijo al mismo tiempo que se inclinaba.

—Ulrika Magdova —se presentó ella mientras le devolvía la sonrisa—. Me complace conocerte.

En las palabras que pronunció había una formalidad que demostraba que no estaba habituada a ellas. Eran como una fórmula cortés que le habían enseñado para tratar con las gentes del Imperio, y el poeta pensó que en la tierra de la que ella procedía los saludos debían de ser diferentes.

—Por favor, toma asiento —la invitó a la vez que percibía en esto una cierta estúpida formalidad que deseó haber evitado.

Ambos se sentaron con las piernas estiradas ante sí en los sillones enormemente acolchados de los enanos. Félix vio que su cálculo anterior era correcto, que la muchacha era casi tan alta como él, y al mirarle el rostro cambió su primera opinión sobre el aspecto de la joven, que pasó de mera belleza a belleza deslumbrante. De pronto, sintió la boca seca.

—Y entonces, ¿qué estás haciendo en esta nave? —preguntó, sólo por decir algo. Ella le dirigió una mirada lánguidamente divertida, como si pudiera leer con exactitud sus pensamientos.

—Viajo hacia la hacienda de mi padre.

—No puedo imaginar que Borek permita que alguien suba como pasajero de su nave sin ninguna otra razón.

La muchacha se llevó la mano derecha a la boca y se acarició los labios con el dedo índice, y Félix vio que tenía los dedos tan callosos como los de un espadachín y las uñas muy cortas.

—Mi padre y Borek son viejos amigos. Lucharon juntos en muchas ocasiones cuando mi padre era joven. Guió la última expedición de Borek hasta la frontera de los Desiertos, y cuidó de él y de tu amigo Gotrek cuando regresaron agotados con los supervivientes. No le sorprendió, ya que en realidad les había advertido que no fuesen allí, pero no quisieron escucharlo.

Félix clavó los ojos en ella. No había imaginado que hubiese algún humano implicado en la expedición anterior.

—Eso no me extraña —le aseguró Félix con pesar, pues poseía una experiencia considerable sobre lo testarudos que podían ser los enanos.

—Algunas cosas sorprendieron incluso a mi padre. No había esperado que pudiese regresar nadie de aquella misión condenada al fracaso. En realidad, son pocos los que lo logran, si se exceptúa a los seguidores del Caos.

—¿Cuánto tiempo hace de esa última misión?

—Antes de que yo naciera. Hace más de veinte años.

—En ese caso, han esperado mucho tiempo para regresar.

—Así parece, y también parece que se han preparado bien. En realidad, lo que me trajo a Middenheim fue la misión de transmitirles un mensaje de mi padre para decirles que ha hecho lo que le pidieron.

—¿Qué quieres decir?

—Borek le pidió a mi padre que hiciera algunos preparativos en su hacienda. Que recogiera agua negra, construyera una torre y almacenara determinados suministros y provisiones. En su momento eran cosas que no tenían sentido, pero ahora que he visto la nave creo que lo entiendo todo.

—Los enanos querían que se construyera una base, una estación intermedia en las tierras de tu padre.

—Sí, y han pagado por ello en buen acero de enanos.

Al ver la expresión desconcertada de Félix, ella le sonrió y sacó una de sus espadas hasta la mitad de la vaina. El poeta vio las runas de los enanos a lo largo de la hoja.

—Poco uso podemos darle al oro a lo largo de las Marcas del Caos. Las armas nos resultan de mayor utilidad, y los enanos son los mejores armeros del mundo.

—Has recorrido un largo camino desde Kislev hasta Middenheim. Es demasiada distancia para una mujer hermosa que viaja sola.

—¡Ya vamos mejor, herr Jaeger! Me estaba desesperando al no oír un cumplido de tus labios. En Kislev los hombres son más directos en estas lides.

—Y las mujeres también, por lo que parece —respondió Félix, ligeramente asombrado.

—La vida es corta y el invierno largo, como suele decirse.

—¿Qué significa eso?

—¿Eres tan obtuso?

Félix no pudo evitar la sensación de que aquella conversación estaba escapando a su control. Nunca antes había conocido a una mujer que se pareciera a aquella kislevita, y no estaba muy seguro de que le gustase. Las mujeres del Imperio no se comportaban de aquel modo, excepto quizá las que seguían a los regimientos de soldados y las mozas de taberna, y Ulrika Magdova ciertamente no tenía los modales de ninguna de ellas. Tal vez no era más que la forma de conducirse de las mujeres de Kislev. Ella habló para llenar el silencio.

—No viajé sola hasta Middenheim, aunque podría haberlo hecho. Hice el viaje con una guardia personal de lanceros de mi padre. Partieron hacia el norte y yo esperé para regresar con Borek.

Por primera vez, ella no lo miró a los ojos, y él tuvo la sensación de que ocultaba algo, aunque no sabía qué. Estaba claro que allí estaban sucediendo más cosas de las que se percibían a simple vista. Además, por primera vez el poeta comenzaba a sospechar que ella no estaba tan segura de sí misma como le habían hecho creer su belleza y desenvoltura, y eso la hizo de pronto más accesible y, en cierto sentido, más atractiva. Félix volvió a sonreírle, y la muchacha le devolvió la sonrisa, aunque esa vez con un ligero pesar. Luego miró por encima del hombro de él, se alisó los calzones con ambas manos y se puso de pie, sin dejar de mirarlo fijamente con una sonrisa deslumbrante.

Félix siguió la dirección de la mirada de ella y vio que otro pasajero, el hechicero, acababa de entrar en el puente y los miraba con desconcierto; el poeta pensó que tal vez con resentimiento. No obstante, pronto recobró el control de sí mismo, y una expresión lánguidamente divertida afloró un instante a sus delgadas facciones cuando avanzó por la sala. Ulrika Magdova pasó con lentitud junto a él y se detuvo sólo para dirigirle una mirada de ligero desdén.

—Buenos días, herr Schreiber. Ha sido un placer hablar contigo, Félix.

—Buenos días —respondió el poeta con voz débil, y se levantó justo en el momento en que ella desaparecía de la vista. El mago se dejó caer en el asiento que la joven acababa de dejar.

—Así que —comentó— ha conocido usted a Ulrika. ¿Qué piensa de ella?

«Es una pregunta impertinente procediendo de un completo desconocido», pensó Félix, pero por otro lado había oído decir que los magos podían ser un poco raros. Luego se dio cuenta de que el hombre sonreía y sacudía la cabeza como alguien a quien le ha hecho gracia un chiste privado. Los dientes blancos destacaron contra la piel bronceada y le quitaron años al rostro del hechicero. Félix calculó que el hombre no podía ser más de diez años mayor que él. De pronto, de modo impulsivo, el mago le tendió la mano.

—Maximilian Schreiber a tu servicio. Mis amigos me llaman Max.

—Félix Jaeger al tuyo.

—Félix Jaeger. Ése es un nombre que he oído antes. Con ese nombre había un poeta bastante prometedor. ¿Eres pariente suyo? Hace varios años leí algunos de sus poemas en la antología de Gottlieb. La verdad es que me gustaron bastante.

Félix se sintió agradablemente sorprendido al descubrir que el desconocido sabía quién era, y su mente retrocedió hasta su época de estudiante, en la que había escrito poemas y había colaborado en varias antologías. Todo eso parecía haberle sucedido a otra persona hacía muchos años.

—Los escribí yo —dijo.

—Excelente. Es una agradable sorpresa. ¿Por qué dejaste de escribir? El librito de Gottlieb debió de publicarse hace al menos tres años.

—Me metí en problemas con la ley.

—¿Qué problemas?

Algo relacionado con los modales suaves del mago estaba empezando a darle dentera a Félix.

—Me expulsaron de la universidad por matar a un hombre en duelo. Y luego estuve en los disturbios del Impuesto Sobre Ventanas.

—¡Ah, sí!, los disturbios. Así pues, además de ser el poeta Félix Jaeger, eres también el famoso proscrito Félix Jaeger, secuaz del conocido Gotrek Gurnisson.

Félix se puso blanco a causa de la conmoción. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien había reunido esos dos hechos o había sabido siquiera que era un proscrito. El Imperio era extenso, las noticias viajaban con gran lentitud, y hacía mucho que no había estado en ningún sitio cercano a Altdorf, escenario de aquella terrible matanza que tuvo lugar durante los disturbios. Resultó obvio que el hechicero había reparado en su expresión, porque la leve sonrisa se transformó en una sonrisa abierta.

—No te preocupes, que no voy a entregarte a la ley. Yo mismo siempre he pensado que era un impuesto injusto y estúpido, si quieres que te diga la verdad, te compadezco por lo sucedido en la universidad. A mí me expulsaron del Colegio Imperial de la Hechicería, aunque algunos años antes de que tú comenzaras tu carrera de insurrecto.

—¿Ah, sí?

—Ya lo creo. Mis tutores pensaron que manifestaba un interés insano en el tema del Caos.

—Creo que debo decir que estoy de acuerdo con ellos. Cualquier interés en un tema semejante es insano.

En los ojos del hechicero había aparecido un brillo especial, y el hombre se inclinó adelante en el asiento.

—No puedo creer que pienses de ese modo, herr Jaeger. Es el tipo de miopía mental que cabría esperar de los barbudos apergaminados de la facultad, pero no de un aventurero como tú.

Las palabras del mago hicieron que Félix se sintiese impulsado a defender su punto de vista.

—Creo saber algo sobre la materia, ya que tengo más experiencia que la mayoría en la lucha contra el Caos.

—¡Exacto! También yo he luchado contra los Poderes Oscuros, amigo mío, y he encontrado a sus satélites en algunos sitios bastante inverosímiles. No creo equivocarme cuando digo que es la más grande amenaza para nuestra nación…, no, para nuestro mundo, que existe en la actualidad.

—En eso estoy de acuerdo contigo.

—Y dado que es así, ¿cómo puede ser un error estudiar la materia? Si quieres luchar contra un enemigo tan poderoso, debes entenderlo. Debes conocer sus fortalezas y debilidades, sus metas y sus miedos.

—¡Sí, pero el estudio del Caos corrompe a quienes se dedican a él! Muchos son los que han comenzado ese camino con las mejores intenciones, sólo para encontrarse atrapados por aquello contra lo que deseaban luchar.

—¡La verdad es que ahora hablas igual que mis viejos tutores! ¿Se te ha ocurrido que si fueses un servidor del Caos usarías precisamente ese argumento para desalentar cualquier investigación de tus obras?

—No estarás sugiriendo en serio que tus tutores del Colegio Imperial de Hechicería eran…

—¡Por supuesto que no! Sólo digo que los servidores del Caos son sutiles; no tienes ni idea de lo sutiles que pueden llegar a ser. Lo único que tendrían que hacer sería infiltrar la idea en los libros, propagar el rumor, alentar la creencia en ese rumor. Y por supuesto que el Caos corrompe. Si trabajas con piedra de disformidad, te cambiará. Si realizas rituales oscuros, tu alma quedará manchada. Admito que hay algunas verdades en esa línea de argumentación. Sin embargo, no creo que eso deba impedirnos examinar el Caos, hallar medios de evitar su propagación, de detectar a sus seguidores, de menoscabar su poder aterrorizador. Existe una conspiración de silencio que impregna toda nuestra sociedad, que fomenta la ignorancia y les proporciona a nuestros enemigos sombras en las que esconderse, lugares desde los que acechar y conspirar.

Félix tuvo que admitir que había lógica en lo que estaba diciendo Schreiber. Para ser sincero, a menudo él mismo había tenido pensamientos similares.

—Puede ser que tengas razón.

—¿Puede ser? Vamos, Félix, tú sabes que tengo razón, al igual que lo saben muchas otras personas. Por desgracia, cometí el error de publicar mis opiniones en un panfleto. Las autoridades decidieron que era herético y…

—También tú te convertiste en un proscrito.

—Más o menos; en resumen, sí.

—¿Por qué estás a bordo de esta nave?

—Porque después de que me expulsaran, continué con mis investigaciones. Fui de un lugar a otro para luchar contra el Caos donde podía, compilar información donde la encontraba y dar caza a hechiceros malvados. Me he convertido en algo así como un experto en la materia, y al final encontré refugio en la corte del conde Stephan. Es un hombre más previsor que muchos de nuestros nobles.

»Él y los Caballeros del Lobo Blanco han contribuido a financiar mis investigaciones. Hace cinco años conocí a tu amigo Borek cuando visitó la biblioteca del templo, y se mostró muy interesado al descubrir que yo creía haber hallado una manera de protegerse contra los peores efectos del Caos. Me alistó para que lo ayudara a proteger su nave aérea durante este viaje.

De repente, Félix comenzó a comprender la escala de planificación que había detrás de aquella empresa; era de una magnitud que no había visto jamás. Borek no sólo había supervisado la construcción del vasto complejo de la Torre Solitaria, sino que había contratado al padre de Ulrika para que construyera por adelantado una base, además de descubrir y enrolar al hechicero para que los protegiera contra el Caos. El viejo enano no exageraba al afirmar que era la obra de su vida, y Félix se preguntó qué otras proezas de planificación se revelarían a medida que avanzase el viaje. A pesar de todo, no había quedado del todo convencido por las afirmaciones de Schreiber.

—¿Has encontrado una manera de proteger esta nave aérea contra los efectos del Caos?

—Hay toda una variedad de formas, desde sencillas runas, pasando por encantamientos protectores, hasta precauciones básicas, como asegurar un adecuado suministro de alimentos y agua no contaminados. Créeme, Félix, yo no habría consentido en ayudaros si no creyera que existen buenas probabilidades de que estéis a salvo.

—¿No vas a acompañarnos, entonces?

—Sólo hasta Kislev. No iré hasta Karag-Dum.

Félix lo miró con sorpresa.

—Ya te lo he dicho, Félix; soy un erudito. Ése es mi campo. He estudiado todo lo que he podido encontrar sobre el tema. Fui perfectamente capaz de dilucidar por mí mismo por qué un enano como Borek estaba preparando una expedición de esta magnitud. Cuando me habló de la finalidad, no me sorprendió en absoluto.

Schreiber se levantó del asiento.

—Y hablando de ese erudito de largas barbas, ahora tengo que ir a comentar algunas cosas con él, aunque espero tener la oportunidad de hablar en más ocasiones contigo antes de que el viaje finalice.

Se inclinó y echó a andar, pero al llegar a la puerta se volvió.

—Me alegro de que haya un hombre culto a bordo. Pensé que tendría que pasar todo el viaje dedicado sólo a perseguir a la deliciosa Ulrika. Será agradable mantener también alguna conversación ilustrada.

Félix no estaba seguro de por qué le resultaba tan ofensiva aquella observación. «Tal vez —se dijo—, simplemente estoy celoso». Y luego se preguntó por qué se sentía ya así respecto a una mujer a la que acababa de conocer.