OCHO
Middenhein
Mientras contemplaba el espectáculo con fascinación, Félix vio que la criatura era un caballo alado, un fabuloso pegaso. El jinete llevaba el largo traje talar y el complejo tocado de un hechicero; un globo de fuego le rodeaba una mano, y el poeta supo que el misterioso jinete podría lanzarlo hacia donde quisiera con un solo gesto, ya que había visto a los brujos del Imperio en el campo de batalla y conocía el pasmoso poder que manejaban.
El hechicero dirigió su gran corcel alado de modo que se situara al lado de la nave aérea, donde sus poderosas alas lo mantuvieron a la misma velocidad que el ingenio de los enanos, batiendo el aire con facilidad. El mago miró hacia la nave, y Borek se levantó del sillón y avanzó cojeando hasta la ventana, donde saludó con una mano al hombre, que le respondió con una mirada de reconocimiento. A continuación espoleó su corcel y, con un gesto, les indicó que lo siguieran.
Makaisson se hizo cargo del timón y comenzó a realizar ínfimos ajustes de rumbo. La nave respondió a la vez que perdía velocidad y altitud, y avanzaba hacia las torres de la ciudad.
Al mirar hacia abajo, Félix vio que las calles empedradas estaban llenas de gente que miraba hacia lo alto con profundo asombro; los cuellos echados hacia atrás les proporcionaban una mejor vista de la nave que pasaba por lo alto. En algunos rostros, había asombro; en otros, miedo. «En cierto sentido —comprendió Félix—, tanto si esa gente lo sabe como si no, está contemplando el fin de su modo de vida».
Durante millares de años, la ciudad había permanecido segura e inexpugnable sobre aquella aguilera rocosa, cuyos únicos accesos eran un sendero largo, estrecho y en forma de espiral, que discurría por el flanco del precipicio, o un camino empedrado que ascendía desde el pueblo situado abajo. En toda su existencia, ningún invasor había logrado conquistarla, pues su situación permitía que sólo diez hombres pudieran mantener a raya a un millar, y a menudo lo habían hecho. Había relativamente pocos pegasos, serpientes aladas u otras monturas voladoras…, y, en cualquier caso, no existían grandes ejércitos de ellos.
La Espíritu de Grungni lo cambiaba todo. Podía transportar a toda una compañía de soldados en su bodega, y una flota de naves semejantes podría depositar un ejército entero sobre la aguja rocosa. Los cañones de aspecto extraño que él había visto en los flancos de la nave podían bombardear las calles empedradas y tejados de esquisto desde lejos, de un modo que ningún asediador había podido hacerlo hasta ese momento. De algún modo, ese día marcaba el comienzo de una nueva era, y se preguntó si alguien, aparte de él, se daba cuenta.
* * * * *
Pasaron sobre las empinadas calles serpenteantes, donde los altos y estrechos edificios de viviendas se alzaban hacia la parte central del pico, que estaba dominada por las enormes construcciones gemelas del palacio del Conde Elector y el impresionante templo de Ulric, Señor de los Lobos. Estas gigantescas estructuras se miraban la una a la otra desde los extremos de la plaza más alta de la ciudad, y fue sobre este espacio abierto, desde el que se tenía una visión perfecta del laberinto de tejados y chimeneas que se extendía más abajo, donde fue a detenerse la nave.
Durante los últimos minutos, Félix había estado preguntándose cómo lograrían ejecutar la maniobra, y entonces observaba con fascinación mientras la respuesta se desplegaba ante sus ojos. Resultaba evidente que los estaban esperando, ya que un grupo de enanos se hallaba reunido en la plaza, donde ya se habían fijado grandes aros de metal al piso de piedra. Makaisson desplazó hacia atrás una de las palancas de control, y el ruido de los motores cambió.
—Marcha atrás —advirtió Makaisson—. ¡Preparaos!
Félix tuvo unos instantes para darse cuenta de lo que eso significaba, antes de que la nave se detuviese. El ingeniero había desplazado la palanca a una posición neutral, y el ruido de los motores cesó casi por completo.
—¡Anclas fuera!
Un grupo de enanos que se hallaban junto a los cables de amarre golpearon unos pestillos, los carretes comenzaron a girar y los cables descendieron con las cuerdas unidas a su extremo. Cuando los cables llegaron abajo como si fuesen anclas, los enanos que estaban preparados en tierra cogieron las cuerdas y las ataron con rapidez a los aros metálicos. En cuestión de pocos minutos, la nave quedó sujeta. Félix aún no estaba seguro de cómo iban a descender ellos, pero su curiosidad quedó satisfecha al cabo de poco.
* * * * *
La distancia hasta el suelo era enorme. Se encontraban en la parte inferior de la barquilla y miraban hacia una trampilla que un ingeniero acababa de abrir. Entonces Félix vio que se desplegaba una escalerilla de cuerda y se la dejaba caer a través de la trampilla. Se desenrolló mientras caía y, cuando llegó al suelo, uno de los enanos de la plaza la atrapó e intentó asegurarla. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos, la escotilla comenzó a balancearse hacia adelante y hacia atrás.
Gotrek miró a través de la trampilla, se agarró a la cuerda y descendió al espacio abierto. Comenzó la larga bajada con la agilidad de un mono, valiéndose intrépidamente de una sola mano, ya que con la otra sujetaba la enorme hacha.
—Después de ti, Félix —dijo Snorri.
El poeta miró hacia abajo. La distancia era considerable, pero si deseaba volver a poner los pies en terreno sólido iba a tener que usar la escalerilla. Descendió a través del agujero y experimentó un momento de pánico cuando sus pies patalearon en el aire antes de encontrar un peldaño de cuerda. A continuación, se aferró con las manos al de la parte superior y comenzó a descender, agarrándose con desesperación mientras el viento le tironeaba de la capa y le llenaba los ojos de lágrimas.
La escalerilla de cuerda no era nada estable y se balanceaba de un lado a otro en la brisa. Félix pensó que ojalá hubiese llevado guantes, porque la cuerda se le hundía dolorosamente en los dedos. Se obligó a bajar un pie y luego el otro y, dado que lo había aprendido en sus experiencias de abordaje de barcos, hizo todo lo posible por no mirar hacia abajo. Cuando se encontraba ya a nivel de los tejados, se sorprendió al ver gente asomada a las ventanas que lo saludaban con la mano y oír vítores distantes.
La sensación de mareo que le produjo el vértigo se apoderó de él cuando bajó los ojos en busca de la fuente de aquellos vítores, aunque logró ver que la plaza estaba rodeada por una multitud de personas a las que mantenían alejadas los guardias de élite del conde, pertenecientes a los Caballeros del Lobo Blanco. Con lentitud, comprendió que la gente lo vitoreaba a él, ya que era el primer y único ser humano que había descendido de la nave aérea, y aquellas personas suponían que se trataba de alguna clase de héroe. Así pues, para no decepcionarlas, les devolvió el saludo; al soltarse de una mano casi perdió el equilibrio, la escalerilla salió despedida hacia la derecha y estuvo a punto de precipitarlo sobre el empedrado. Se apresuró a aferrarse otra vez a la cuerda y continuó el descenso.
Dudaba que hubiese habido jamás un hombre más feliz que él en el momento en que sus botas tocaron el suelo.
* * * * *
Un grupo de hombres armados hasta los dientes y ricamente ataviados salieron del palacio para recibirlos. Sus ropajes eran de las más finas telas, sus pesadas capas de pieles de visón y cebellina, y en los tabardos lucían la Cabeza de Lobo que constituía el emblema del Conde Elector de Middenheim. Presentaban una imagen que hacía pensar en riqueza a la vez que resultaba extrañamente bárbara, y Félix sabía que era acorde con la reputación de donde eran originarios, ya que, en muchos sentidos, el de Middenheim era un pueblo aparte. La fe dominante de la ciudad era el culto al frenético dios Ulric, y el clero de Sigmar, deidad patrona del Imperio, era más tolerado que reverenciado. Esto constituía una fuente de constante tensión dentro del Imperio, pero era tal la riqueza y el poder militar de aquella ciudad-estado que estaba en libertad de seguir su propio camino. Félix sabía que era algo raro en una tierra donde las disidencias religiosas habían sido, a menudo, causa de sangrientas guerras civiles.
Al parecer, aquellos hombres habían sido enviados a recibir a los enanos y conducirlos ante la presencia del Conde Elector Stephan, y Félix advirtió que lo miraban con algo parecido a la sorpresa en los ojos. Resultaba muy obvio que, con independencia de lo que habían esperado, les sorprendía el hecho de que un ser humano descendiera de la gran nave aérea. A pesar de todo, le hicieron una reverencia de estilo cortesano y le informaron que el conde solicitaba su compañía. El poeta les devolvió la reverencia y permitió que lo condujeran al interior del castillo, sin tener muy claro si era un prisionero o un huésped.
* * * * *
El palacio era antiguo y suntuoso. Grandes tapices cubrían las paredes y presentaban escenas de la larga y orgullosa historia de la ciudad-estado. Mientras avanzaba, el poeta reconoció escenas de la batalla de Hel Fen y de las guerras de los condes vampiros de Sylvania. Vio guerreros ataviados con pieles de lobo trabados en batalla con orcos de piel verde, y representaciones de las monstruosas hordas del Caos que habían sitiado la ciudad doscientos años antes, durante el período de Magnus el Piadoso.
El palacio era descomunal. Había sido construido con bloques tallados en la misma piedra del pico donde se asentaba por artesanos que sin duda habían sido muy diestros. Encima de la jamba de cada puerta, había gárgolas que sonreían mirando hacia abajo, y los arcos estaban decorados con los frescos más intrincados. Alfombras de Tilea, Arabia y la Lejana Catai cubrían las pesadas losas de piedra del suelo, y en cada salón ardía un fuego enorme que mantenía alejado el helado frío de las alturas. Incluso durante el día, ardían lámparas en los salones más alejados de la luz natural y sumidos en la oscuridad.
Ahí y allá, se veían gigantescos guardias fornidos que iban de un lado a otro para cumplir órdenes de su señor, y de vez en cuando algún consejero ricamente ataviado se detenía para mirar boquiabierto a los enanos y a quienes los acompañaban. Y así fue como Félix y sus compañeros, dejando un extraño silencio tras de sí, entraron en la sala del trono del Conde Elector de Middenheim y se encararon con la delgada y poderosa figura que estaba sentada con la espalda erguida sobre el Trono del Lobo.
Félix vio otras personas reunidas alrededor del trono. La mayoría eran viejos barbudos que supuso consejeros, pero había dos que destacaban entre los demás. Uno se inclinó y le susurró algo al conde. Se trataba de un hombre alto y esbelto, ataviado con un traje talar de suntuosa púrpura ribeteada en tela de oro en la que había símbolos místicos, como Félix había podido reconocer. El ornado tocado que descansaba sobre su cabeza recordaba, más que a otra cosa, a un alto casco cónico de elfo, aunque confeccionado con fieltro y paño de oro. En los dedos del hombre destellaban anillos engarzados con piedras preciosas, y en torno a él flotaba una aura intangible de poder que inquietó a Félix. Era el hechicero que había visto sobre el pegaso, y en el pasado sus tratos con hechiceros raras veces habían resultado agradables.
La otra figura era igualmente intrigante. Se hallaba de pie junto al estrado del conde, y se trataba de una mujer alta y tal vez hermosa, aunque esto último era difícil de dilucidar. Félix calculó que era casi de la misma estatura que él; no iba ataviada con un vestido cortesano como las otras damas presentes, sino que llevaba puesto un justillo de cuero sin mangas sobre una camisa de lino blanco, sus calzones de cuero estaban sujetos a la cintura por un cinturón de cuero tachonado de metal, y unas altas botas de montar envolvían los muslos de sus largas piernas. Tenía el pelo rubio ceniciento cortado casi a ras del cuero cabelludo, y había dos espadas envainadas que pendían de su estrecha cintura. Se mantenía erguida, con la espalda recta y el mentón en alto, y la rodeaba un aire de tierras lejanas y lugares remotos. Al sentir los ojos del poeta sobre ella, se volvió a mirarlo.
Los enanos se inclinaron ante el trono del conde y comenzaron las floridas presentaciones. El conde Stephan los interrumpió de modo muy cortés, pero con los modales de un militar que no tiene tiempo para largos y complejos discursos. Hicieron avanzar a Félix hasta que quedó junto a Gotrek y Snorri, y el poeta ejecutó la mejor reverencia cortesana que conocía. Advirtió que el interés destellaba en los ojos del conde al observar que un ser humano formaba parte del grupo de enanos. Después, el gobernante devolvió la atención a Borek.
—Nuestros consejeros han preparado las sustancias que has solicitado para transferirlas a vuestra nave —declaró el conde Stephan.
Por la expresión del rostro de Olger, Félix calculó que esas sustancias, fueran lo que fuesen, tenían que haber costado una pequeña fortuna, ya que el avaro estaba tan pálido y tenía un aspecto de tanta desdicha como un hombre que acabara de ser sometido a una amputación.
—Te doy las gracias, noble señor, y agradezco esta oportunidad de reafirmar la ancestral amistad entre nuestros pueblos.
El conde sonrió como si él y Borek fuesen viejos amigos y se sintiese encantado de hacerle un regalo. Félix alzó los ojos y se sobresaltó al encontrarse mirando directamente a los ojos de la mujer que se hallaba junto al estrado. Entonces, se dio cuenta de que tenía más o menos la misma edad que él y que, a diferencia de las mujeres de la nobleza, su rostro estaba bronceado. Tenía pómulos altos y labios anchos, lo cual le confería una belleza decididamente exótica, y el poeta pensó que no procedía de ninguna zona del Imperio. La mujer ladeó la cabeza y lo examinó con los ojos; Félix se sintió incómodo ante el escrutinio tan directo y apreciativo de una mujer, pero se obligó a mantenerle la mirada, y ella le dedicó una sonrisa desafiante.
—Ahora debes hablarme de vuestra nave única y de vuestra misión —estaba diciendo el Conde Elector, y Borek recorrió la sala con una mirada cargada de significado.
—Con todo gusto, excelencia, pero hay cosas que es mejor comentar en privado.
El conde paseó los ojos por la vasta sala del trono, las multitudes de lacayos, guardias y parásitos de corte; luego, asintió con la cabeza para indicar que comprendía y dio unas palmadas.
—Chambelán, hablaré en privado con el noble Borek. Haz llevar vino y comida a mis dependencias.
El chambelán hizo una reverencia y, sin más ceremonia, el conde Stephan se levantó, descendió del estrado y le ofreció a Borek el brazo para que se apoyara en él. Antes de que Félix se diese cuenta, la sala del trono comenzó a vaciarse y, momentos después, él y los restantes enanos quedaron a solas en una estancia repentinamente desierta. El poeta se volvió a mirar a Varek, y el joven enano se encogió de hombros.
—¿Quiénes eran el hechicero y la muchacha? —preguntó Félix.
—Creo que podrían ser nuestros pasajeros —respondió Varek.
—¿Pasajeros?
—Estoy seguro de que ellos o mi tío te dirán algo más cuando tengas que saberlo.
Pareció que Varek se había dado cuenta de que había dicho más de lo que debía, así que se retiró precipitadamente y dejó a Félix con Gotrek, Snorri, Olger y Makaisson.
—Yo dejaré la expedición aquí —declaró, de pronto, Olger—. Por mucho que me gustaría permanecer con vosotros, tengo negocios de clan que hacer en Middenheim. Buena suerte, y traed el oro cuando regreséis. —Hizo una reverencia y se alejó con pesados pasos.
—Buen viento —se burló Gotrek.
—Snorri cree que el viejo tacaño está asustado.
«¿Y por qué no va a estarlo?», pensó Félix, que comenzaba a pensar que aquel miserable era el enano más sensato con el que se hubiera encontrado jamás.
—Vayamos a buscar cerveza —propuso Gotrek.
* * * * *
Félix se detuvo a comprarle un pastel a un vendedor callejero y dedicó unos momentos a contemplar la calle, contento de hallarse una vez más en una ciudad humana y disfrutar de la pululante muchedumbre que lo rodeaba. Por encima, se encumbraban los altos edificios de viviendas de Middenheim, la gente llenaba las estrechas calles serpenteantes, los juglares brincaban y giraban en coloridas danzas, los acróbatas hacían volteretas y hombres ataviados con ropas alegres y subidos sobre zancos sobresalían entre el gentío. Sonaban tambores y flautas, los mendigos tendían sus manos mugrientas y el aire estaba colmado de olores de pollo asado, pasteles horneados y suciedad nocturna.
Félix mantenía una mano sobre la bolsa y la otra en el puño de la espada, pues estaba familiarizado con los peligros de los predadores de la vida urbana donde eran demasiado comunes los ladrones, los cortadores de bolsas y los asaltantes armados. Los niños de rostro sucio lo contemplaban con ojos rapaces, y aquí y allá se movían entre la muchedumbre los guerreros de la guardia ataviados con sus tabardos.
—Hola, guapo. ¿Quieres pasar un buen rato?
Una mujer maquillada agitó una mano para llamarlo desde la entrada de una casa deslucida, e hizo con los labios ligeras contracciones que eran una parodia de lujuria. Desde las estrechas ventanas de lo alto, otras le tiraban besos. Félix apartó los ojos y continuó adelante. Por un breve instante, pensó en la mujer que había visto en el palacio, pero apartó a un lado el pensamiento. Ya tendría tiempo suficiente de conocerla cuando continuaran viaje.
Un borracho salió dando traspiés por la puerta de una taberna, y al tambalearse chocó contra Félix, quien percibió el aliento hediondo de cerveza del hombre y luego sintió que unas manos le manoseaban la bolsa. Así pues, lanzó una rodilla hacia arriba y la estrelló en la entrepierna del ladrón, que se desplomó entre gemidos de dolor.
—Pronto, este pobre hombre se ha puesto enfermo —gritó Félix, y luego pasó por encima de la figura postrada.
Como lobos sobre un ciervo enfermo, la gente de la calle cayó sobre el falso borracho mientras el poeta se desvanecía con rapidez entre la muchedumbre antes de que los guardias repararan en el alboroto.
Sonrió para sí. Era bueno estar de regreso en la civilización, rodeado de su propio pueblo. Se alegraba de que le hubiesen dado el día libre mientras Borek hablaba con el conde y los ingenieros enanos cargaban los barriles de sustancia negra a bordo de la nave. Gotrek y Snorri se habían encaminado hacia una taberna de las zonas más bajas de la ciudad, pero Félix no estaba de humor para pasar todo el día bebiendo con ellos, ya que tenía aún demasiado fresco el recuerdo de la última resaca. En cambio, había decidido dar un paseo por la ciudad y encontrarse más tarde con los Matadores. Estaba seguro de que la taberna de El Lobo y el Buitre sería fácil de hallar. No tenía que regresar a la nave hasta el amanecer del día siguiente, así que habría tiempo de sobra para ir de jarana si decidía qué era lo que quería hacer.
Sacudió la cabeza con pesar. Era obvio que en algún momento, de alguna forma durante el vuelo hacia Middenheim, había decidido acompañar a los enanos. No estaba muy seguro de por qué, pero no le cabía la menor duda de que sería algo peligroso. Por otro lado, tal vez era precisamente ésa la razón, ya que, en caso de que hubiese deseado una vida tranquila y sin riesgos, con total seguridad estaría en ese momento trabajando en la administración del comercio de su padre en Altdorf. En algún punto de sus vagabundeos con Gotrek, había llegado a gustarle la vida de aventurero mercenario vagabundo, y entonces dudaba que fuese capaz de volver a su antigua vida aunque lo quisiera.
Esa empresa estaba adquiriendo un ímpetu propio, y en el simple hecho de hallarse a bordo de la nave aérea había una emoción que lo cautivaba. A la luz del día, en aquella ciudad abarrotada de gente, incluso la perspectiva de ir a los Desiertos del Caos parecía menos aterrorizadora. De hecho, representaba la oportunidad de ver un lugar que pocos hombres cuerdos habían visitado jamás, un lugar del que pocos habían regresado para contarlo. Y, por supuesto, estaba también el juramento prestado de acompañar a Gotrek y dejar constancia de su final.
Claro estaba que sabía que estaba engañándose a sí mismo, ya que podía identificar con total precisión el instante en que había decidido permanecer en la nave, y no tenía nada que ver con juramentos y aventuras ni con la emoción de viajar. Había tomado la decisión de continuar cuando descubrió que la mujer de la sala del trono también acompañaría a los enanos. «Y en eso no hay nada malo —se dijo—, siempre y cuando no acabe muriendo».
* * * * *
Desde el borde de la ciudad, Félix miró hacia el bosque que se extendía abajo. Había seguido serpenteantes callejones que bajaban, hasta llegar a las grandiosas murallas exteriores, donde había ascendido para llegar a las almenas. Desde allí podía ver el sendero empedrado que traía a los comerciantes y sus mercancías desde el pequeño pueblo situado abajo. Mientras miraba, el último carro del día subió por el empedrado hacia su parada final dentro de las murallas.
Al tender la mirada más allá vio el bosque y el río que se alejaba hasta el horizonte, y apreció el hecho de que los habitantes de Middenheim disfrutaban de una vista casi tan buena como la que él había contemplado a través de las portillas de la nave aérea. Reflexionó acerca del ingenio y la determinación que mantenían aprovisionada aquella vasta ciudad. Según las leyendas que había leído, la Ciudad del Lobo Blanco comenzó como una fortaleza, cuyas alturas daban cobijo a quienes huían de las constantes oleadas de guerra que barrían los territorios de abajo.
A medida que pasaban los largos siglos, fue creciendo una comunidad de tamaño considerable en las alturas, apiñada en torno a la fortaleza y el templo monástico de Ulric. La ciudad había comenzado como hogar de nobles y de sus guarniciones, pero había crecido para incluir a los comerciantes que les proporcionaban lujos. Por supuesto, todos los alimentos y mercancías eran más caros allí, porque había que subirlos desde el llano por el sendero empedrado, pero los nobles controlaban vastas haciendas del traspaís y no andaban escasos de una o dos piezas de oro; además, ese coste estaba más que compensado por la mayor seguridad de que disfrutaban en su encumbrada aguilera. Y no había que olvidar, por supuesto, las minas de debajo del pico, fuente de gran riqueza y quizá de otras cosas más siniestras.
Félix había oído hablar a Gotrek acerca de esas minas y del vasto laberinto de túneles que se extendía debajo del pico. Las minas eran patrulladas por soldados enanos y guardias humanos, porque se rumoreaba que los skavens habían establecido una madriguera allí abajo. El poeta profirió una repentina imprecación al mismo tiempo que se preguntaba si lograría alguna vez estar fuera del alcance de los malditos hombres rata. Probablemente, no. De algún modo sabía que si la nave aérea girara para poner rumbo a las neblinosas selvas de la legendaria Lustria, al llegar encontrarían skavens que ya correteaban entre la maleza.
El sol comenzaba a ponerse, y un resplandor sangriento se derramó sobre las nubes a medida que el astro descendía por debajo del horizonte. En las torres de vigilancia de las murallas se encendieron las lámparas, y al mirar atrás vio que en las ventanas de los edificios de viviendas y tabernas de la ciudad aparecían luces. Sabía que dentro de poco saldrían los faroleros y que los serenos pertrechados con faroles comenzarían a tocar las horas en las calles.
Era hora de regresar. Había logrado la última visión de la sociedad imperial que tal vez llegaría a tener jamás, y se sentía extrañamente relajado y satisfecho, como si al tomar la decisión de acompañar a los enanos se hubiese absuelto a sí mismo de todo miedo y duda. «Es mejor tenerlo decidido —pensó— que retorcerse en los estertores de la incertidumbre». Entonces tenía el camino despejado, y lo invadió el alivio al descubrir que no se sentía descontento por ello. Dio media vuelta y echó a andar por el largo sendero empedrado hacia el palacio, mientras se preguntaba si estaba imaginándose cosas cuando creyó oír correteos sobre los tejados de las casas situadas detrás de él.