SIETE
En ruta
Las sacudidas de la nave lanzaron a Félix contra el suelo del corredor. Ante sus ojos destellaron estrellas, y un dolor lacerante le invadió la cabeza al golpeársela contra una de las paredes de metal. Comenzó a erguirse otra vez, pero, al darse cuenta de que sólo iba a conseguir estrellarse el cráneo contra el techo, permaneció como estaba y comenzó a gatear por el pasillo.
De todos los terrores con los que se había enfrentado, muy probablemente ése era el peor. Esperaba que el casco se partiese en cualquier momento, que el viento lo arrastrase y que luego sobreviniera una larga caída hacia la muerte. Se le ocurrió que, por lo que él sabía, era posible que la barquilla ya se hubiese desprendido del globo y estuviese precipitándose hacia la perdición. El impacto contra el suelo sólido podría producirse en cualquier instante.
No era tanto el miedo lo que resultaba espantoso, sino la sensación de impotencia. Sencillamente, no había nada que pudiese hacer para alterar su situación aunque lograse llegar a la sala de control, ya que no sabía cómo dirigir la nave. Aunque encontrase el camino hasta una de las salidas, había una altura de miles de pasos que lo separaba del suelo. Nunca antes había conocido una sensación como aquélla. Incluso en medio de la batalla, rodeado de enemigos, siempre había sentido que tenía el control de su destino y que podía abrirse camino luchando en virtud de su destreza y ferocidad. En un barco zarandeado por la tempestad, quizá podría haber hecho algo; si se hundía, podía zambullirse en el mar y salvarse a nado. Las probabilidades podrían ser escasas, pero al menos podía hacer algo. Allí y en ese momento, no le quedaba más alternativa que gatear por aquel corredor claustrofóbico con las vibrantes paredes echándosele encima y rezarle a Sigmar para que lo salvara.
Por un momento, algo parecido al pánico ciego amenazó con abrumarlo, y tuvo que luchar contra el arrollador impulso de acurrucarse donde estaba y no hacer nada. Se obligó a respirar con normalidad mientras apartaba a un lado aquellos pensamientos. No iba a hacer nada de lo que tuviera que avergonzarse ante aquellos enanos. Si le sobrevenía la muerte, se encararía con ella de pie o, al menos, acuclillado. Se obligó a incorporarse y se encaminó con lentitud hacia la sala de control.
Justo cuando estaba felicitándose por su determinación, la nave ascendió y se precipitó en un descenso enorme, como un barco al remontar una ola. Durante un largo momento, tuvo la convicción de que había llegado el final y se quedó de pie donde estaba, esperando para saludar a sus dioses. Necesitó varios latidos del corazón para darse cuenta de que no estaba muerto, y varios otros hasta que reunió el valor necesario para poner un pie delante del otro y continuar avanzando.
* * * * *
En la cubierta de mando, nadie daba muestras de pánico. Ingenieros de expresión tensa iban de un lado a otro por la cubierta para comprobar medidores y accionar palancas. Makaisson se esforzaba por gobernar el timón, con los enormes músculos hinchados bajo el justillo de cuero y la cresta de pelo erizada en lo alto del casco. Todos los enanos permanecían de pie con las piernas muy separadas y mantenían un equilibrio perfecto. A diferencia de Félix, no tenían ningún problema para permanecer erguidos. «Tal vez se deba a que son más pequeños, anchos y pesados», pensó el poeta; su centro de gravedad estaba más abajo. Con independencia de lo que fuera eso, deseó tenerlo él también.
El único que daba signos de malestar era Varek, que había virado a un tono verdoso y se cubría la boca con una mano.
—¿Qué sucede? —preguntó Félix, que se enorgulleció de haber mantenido firme la voz.
—¡Nada de lo que haya que preocuparse! —bramó Makaisson—. ¡Sólo un poquitín de turbulencias!
—¿Turbulencias?
—¡Sí! El aire que tenemos debajo está un poco agitado. Es igual que las olas en el mar. ¡No te preocupes! Dentro de un minuto se tranquilizará. Ya he pasado antes por esto.
—No estoy preocupado —mintió Félix.
—¡Bien! ¡Ése es el espíritu que necesitamos! ¡Esta vieja nave fue construida para mucho más que esto! ¡Confía en mí! Lo sé. ¡Yo he construido esta condenada cosa!
—Es lo que me preocupa —masculló Félix en voz baja.
—Me habría gustado que la hubiesen llamado La Imparable. No entiendo por qué no lo hicieron.
* * * * *
Acechador volvió a segregar el almizcle del miedo. El interior de la caja de madera estaba impregnado de su olor, y tenía el pelo cubierto por finas gotas. Sentía deseos de interrumpir la secreción, pero no podía, porque el golpeteo y las sacudidas de la nave de los enanos lo habían convencido de que iba a morir. Sabía que tenía que interrumpir la secreción, sabía que el olor a almizcle probablemente sólo conseguiría atraer la atención hacia él, pero ese pensamiento simplemente lo asustaba aún más y hacía que continuase segregando aquel hedor acre. Sólo cuando tuvo las glándulas vacías e irritadas, pudo parar. Maldijo con amargura a Thanquol y a las maquinaciones que lo habían colocado en aquella situación de peligro. «¿Qué debe de estar haciendo ahora el vidente gris?», se preguntó.
* * * * *
Thanquol se encontraba sentado en la desolada cueva de lo alto de las montañas y meditaba cómo iba a ponerse en contacto con Acechador y averiguar dónde estaba la nave. Había observado su partida con el corazón lleno de un deseo tan poderoso de poseer aquella máquina como no había experimentado antes en toda su vida. Por fin, comprendía en qué habían estado trabajando los enanos, y lo que eso representaba.
Las posibilidades militares eran interminables, ya que, si juzgaba por la velocidad con que el vehículo había ganado altura y se había alejado, era capaz de viajar de un extremo del Viejo Mundo al otro en menos de una semana. Su mente estaba colmada por la visión de una gran flota de naves como aquélla que llevasen a las invencibles legiones skavens hacia la victoria inevitable. El cielo se oscurecería con aquellas poderosas naves, que lucirían el estandarte de la Gran Rata Cornuda y transportarían a Thanquol, el servidor más favorecido del dios. Podrían llevar ejércitos al otro lado de las líneas de desconcertados enemigos antes de que éstos comprendieran qué estaba sucediendo. Podrían poner de rodillas a ciudades enteras con sus bombas, globos de gas y esporas de plaga lanzadas desde lo alto.
Al mirar aquella nave, Thanquol supo que estaba contemplando el mismísimo pináculo del logro tecnológico del Viejo Mundo, y que el destino de la raza skaven era poseerla y mejorarla según su estilo inimitable. Reacondicionada con los superiores motores y armas skavens, la nave mejoraría, y sería más rápida y poderosa de lo que sus creadores hubiesen imaginado. Thanquol sabía que el deber hacia su pueblo, y su destino como uno de los líderes de aquél, era apoderarse de la nave a cualquier coste, por mucho tiempo que necesitara para ello. Sólo un skaven de su brillante inteligencia podía comprender el potencial que tenía. ¡Debía poseerla!
Pero en ese preciso instante, su primer problema era averiguar dónde estaba la máquina. Había perdido contacto con Acechador cuando su teniente salió del radio de alcance de las piedras de comunicación, y sabía que debería esforzarse al máximo para restablecer el contacto por medio de la hechicería. Aún existía la conexión entre él y su subordinado, pero en el hechizo no había potencia suficiente, y pensaba que si tenía la oportunidad podría compensar esa carencia.
Recorrió la cueva con una rápida mirada. Era un lugar propicio, pues se trataba de una de las entradas hacia la gran red de túneles que conectaban el imperio subterráneo, el lugar en que se habían reunido los supervivientes del ataque a la Torre Solitaria, fuera del alcance de la venganza de los enanos. Había sido una carrera larga y extenuante la que los había llevado hasta allí, y Thanquol estaba tan cansado como no lo había estado en años. A pesar de ello, no pensaba permitir que la fatiga le impidiera entrar en posesión de la nave aérea.
Tocó el amuleto con la delgada garra que remataba uno de sus delicados dedos largos y percibió la ola de energías de piedra de disformidad atrapadas dentro del talismán. Pacientemente, envió sus pensamientos a explorar por la tenue conexión de ectoplasma que manaba del amuleto. Resultaba tranquilizador saber que aún existía, aunque se había extendido mucho más allá de cualquier distancia que él hubiese previsto jamás. Con lentitud, el vidente gris reunió su poder y lanzó su mente a una distancia aún mayor. Cerró los ojos para concentrarse mejor y se sintió como si se extendiera cada vez más y más sobre un abismo.
No sirvió de nada. No podía establecer contacto a tanta distancia; no, sin ayuda. Metió la mano dentro del saquito y cogió una generosa pizca de polvo de piedra de disformidad, que esnifó con avidez. El polvo contribuyó a darle la potencia que necesitaba, y muy, muy lejos, a una enorme distancia, percibió la leve y asustada presencia del desdichado Acechador. Una sonrisa de triunfo dejó a la vista los colmillos de Thanquol, pues al instante conoció la distancia a que se hallaba la nave aérea y la dirección que seguía. Ya volvería a encontrarla cuando fuese necesario, pero en ese momento necesitaba información más específica:
«¡Acechador, escúchame! ¡Éstas son tus órdenes!».
«¡Sí, oh, el más poderoso de los señores!», fue la réplica que le llegó.
* * * * *
Félix miró, atónito, a través de la ventana de la cubierta de control. La turbulencia había cesado y llegó la noche. Allá abajo podía ver incontables luces que señalaban la presencia de tabernas y aldeas dispersas por las colinas y llanos del Imperio. Las que se movían señalaban la presencia de carros que corrían por la oscuridad hacia posadas u otros refugios. A la izquierda, captó el destello de la luz lunar sobre un río y zonas de sombra más densa que señalaban un bosque. Se trataba de un espectáculo de belleza extraña e inquietante, y sabía que pocos hombres lo habían visto jamás.
Habían dejado atrás las turbulencias de la tormenta, y todo parecía transcurrir en absoluta calma. El zumbido de los motores era regular, y ninguno de los enanos manifestaba el más ligero signo de alarma. Incluso Varek había perdido una parte del tono verdoso y se había encaminado a su camarote para descansar. En la cubierta de control, reinaba la paz.
Habían permanecido ya muchas horas en el aire, y al fin Félix comenzaba a creer que aquella nave podía volar de verdad, pues había sobrevivido a los corcoveos y sacudidas pasados, y, aparte del chichón que tenía en la frente, no había signo alguno de problemas. Por increíble que hubiese parecido apenas unas horas antes, comenzaba a disfrutar de la sensación de vuelo, de viajar a alturas asombrosas y velocidad digna de un dios.
Recorrió el entorno con la mirada. A la suave luz de las lámparas, podía ver a la tripulación reducida que permanecía en la cubierta de control, ya que la mayoría de los enanos se habían retirado a descansar. Makaisson se encontraba dormido en un acolchado asiento de mando, mientras otro ingeniero se hacía cargo del timón. Tenía los ojos cerrados, pero una sonrisa maníaca de justificado triunfo le invadía el rostro. Detrás de él, con la espalda vuelta hacia Félix, Borek se apoyaba en su báculo y miraba por la ventana. Con los muslos doloridos a causa de la postura agachada en que debía permanecer, Félix avanzó arrastrando los pies hasta donde se encontraba el anciano.
—¿Hacia dónde nos dirigimos? —preguntó en voz queda.
—Hacia Middenheim, herr Jaeger. Allí recogeremos combustible, provisiones y algunos pasajeros, y desde entonces pondremos rumbo nordeste hacia Kislev y el Territorio Troll. Makaisson dice que hemos perdido un poco de tiempo a causa de los vientos contrarios, pero deberíamos llegar a la Ciudad de la Aguja hacia el amanecer de mañana.
—¡El amanecer! Pero si debe de haber varías veintenas de leguas entre la Torre Solitaria y la Ciudad del Lobo Blanco…
—Sí. Esta nave es veloz, ¿verdad?
Intelectualmente, Félix ya había comprendido que lo era, pero ahora se daba cuenta de que no lo había asumido de una forma emocional; ni lo haría, en realidad, hasta que viera las estrechas y serpenteantes calles de Middenheim debajo de él. Una cosa era calcular la rapidez a que avanzaba la nave, y otra muy distinta, experimentarlo.
—Es una de las maravillas de nuestros tiempos —declaró Félix, emocionado.
Borek se acarició la barba con los nudosos dedos y cojeó hasta un asiento. Era un enorme sillón de cuero acolchado, hecho para que pudieran sentarse los enanos. Estaba unido al extremo de una columna corta, sobre la cual giraba, y había un arnés que sujetaba al ocupante, aunque en ese momento yacía en el suelo, sin abrochar. Con aire agradecido, el viejo enano se dejó caer en el asiento, sacó la pipa, la encendió y, a continuación, fijó en Félix uno de sus brillantes ojos.
—¡Eso es! Esperemos que sea lo bastante buena para nuestro propósito, porque, si fracasa, lo más probable es que jamás exista otra.
* * * * *
Acechador hizo palanca a fin de abrir la caja de embalaje y reunió valor para aquel momento delicado. Con lentitud, furtivamente, trepó al exterior y se encontró sobre una masa de cajas de embalaje. De inmediato, se dio cuenta de que la Gran Rata Cornuda le había sonreído, porque, si la caja en la que se había refugiado hubiese estado debajo de aquella masa, jamás habría conseguido salir. El peso de todas las demás cajas apiladas sobre la suya, lo habría encerrado en una trampa donde hubiese muerto lentamente de inanición.
Se detuvo con la nariz temblando y olfateó el aire, pero no pudo percibir el olor de nadie más cerca de él. Sondeó la oscuridad con unos ojos bien adaptados para esa misión, ya que los skavens eran una raza que moraba en túneles. Aunque su visión era inferior a la de los humanos a plena luz del día, podían ver mucho mejor que ellos en las tinieblas. Tampoco detectó la presencia de nadie en la bodega de carga, que para la mayoría de los pueblos habría estado sumida en una oscuridad total. Acechador supuso que, con total probabilidad, eso significaría que en el exterior era de noche.
Lo primero que debía hacer era cambiar de sitio su refugio, ya que, si un enano miraba en el interior de la caja, la hallaría sospechosamente vacía y olería el almizcle y los excrementos. Si eso ocurría, no tardarían mucho tiempo en comprender que tenían un polizón a bordo y comenzarían a buscarlo. Ese simple pensamiento hizo que las glándulas de almizcle de Acechador se tensaran.
Según resultó, la caja vacía era bastante ligera y tuvo pocas dificultades para levantarla y colocarla más atrás en hileras de cajas similares. Tal vez debería buscar algo que meterle dentro para que cualquiera que la levantase no notara su sospechosa ligereza, pero no se le ocurrió cómo podría hacerlo, así que abandonó toda consideración del problema y dedicó sus pensamientos a otra cosa. ¡Tenía hambre!
Por fortuna, percibía olor a comida, ya que cerca había sacos de grano. Se puso a roer la esquina de uno de ellos y hundió el hocico en el agujero; después, se dedicó a masticar y tragar con frenesí para aplacar su apetito. A continuación se percató de que en el rincón opuesto había centenares de jamones curados que pendían de un colgador de acero. Sin duda, nadie echaría en falta uno de ellos, y estaba seguro de que aquella carne satisfaría su estómago mucho mejor que el grano, así que se apoderó de uno y devoró la mitad con voracidad. Era una verdadera lástima que no se tratara de carne fresca, pero supuso que no podía esperar que la Gran Rata Cornuda le proporcionara de todo; se guardó el resto del jamón dentro de la túnica para más tarde. Había llegado el momento de abordar la misión encomendada por el vidente gris, de cumplir las órdenes de Thanquol y explorar la nave.
Con lentitud, empleando todo el sigilo que había aprendido durante largos años de emboscadas y ataques furtivos, comenzó a avanzar. Su postura natural lo hacía inclinarse hacia adelante, y tenía pocas dificultades para caminar sobre las cuatro patas. En realidad, de no haber sido de metal los suelos y no haberse hallado rodeado de enemigos por todas partes, se habría encontrado muy cómodo en aquel lugar, ya que los corredores bajos y anchos le recordaban, de un modo extraño, a una madriguera skaven.
Reprimió sentimientos de nostalgia. Ante sí había una escalerilla metálica sujeta a la pared; ascendió con facilidad y continuó avanzando con sigilo por un largo corredor. A su alrededor oía ronquidos procedentes de los camarotes donde dormían los desprevenidos enanos. «Si en este momento tuviera conmigo sólo una escuadra de mis guerreros alimaña —pensó—, podría apoderarme de la nave». Por desgracia no era así, de modo que siguió avanzando furtivamente.
Desde un punto situado ante él, le llegó el sonido de pistones que subían y bajaban, y de voces de enanos que gritaban por encima del estruendo. Con lentitud, mientras el corazón le latía con fuerza, asomó la cabeza por una puerta y miró hacia el interior, donde, por suerte, los ocupantes de la cámara tenían la espalda vuelta hacia él. Recorrió la sala con los ojos y vio que estaba llena de máquinas con engranajes que giraban y pistones que ascendían y descendían, y que había dos enormes cigüeñales que atravesaban las paredes y rotaban de modo constante. Algún instinto secreto le dijo que había encontrado la sala de máquinas, y que si lograra sabotear aquella máquina lograría detener la nave. No tenía ni idea de para qué le serviría hacer eso, pero pensó que sería mejor informar a Vidente Gris Thanquol de ese hecho.
Puesto que no deseaba tentar la suerte, se retiró y regresó a la bodega siguiendo su propio rastro oloroso. Aún no había encontrado lo que estaba buscando, y a través de las portillas que recorrían el lateral de la nave, pudo ver que el sol comenzaba a asomar por encima del horizonte. Quería estar de regreso en su escondite antes de que la tripulación despertara del todo.
Al mirar hacia el exterior a través de una portilla, comprendió de pronto que tenía la respuesta a la pregunta formulada por el vidente gris. A lo lejos pudo ver un impresionante pico que se alzaba desde un bosque y que estaba coronado por las torres de una ciudad humana que él conocía.
Durante largos años había formado parte de la guarnición skaven que moraba en los túneles de debajo del pico, preparada para invadir en un momento la metrópolis de sus odiados enemigos. La nave aérea se dirigía hacia el lugar que los humanos llamaban Middenheim, la Ciudad del Lobo Blanco.
* * * * *
Los ojos de Félix se abrieron con brusquedad. Se había quedado dormido en uno de los sillones de la sala de control, y de inmediato notó que el sonido de los motores había cambiado y que la nave vibraba ligeramente al perder altitud. Se levantó y en el último momento recordó que debía inclinarse para no golpearse la cabeza contra el techo. Avanzó en cuclillas hasta la ventana y vio las lejanas torres de la ciudad, cuyas siluetas se recortaban contra el sol naciente. Era una vista de considerable belleza, puesto que las construcciones sobresalían de una sólida fortaleza que ocupaba la cumbre de un pico enorme. Llegaban a Middenheim más o menos en el momento previsto.
Mientras observaba, vio que una criatura voluminosa salía del interior de la ciudadela y volaba hacia la nave aérea, y esperó fervientemente que no tuviese intenciones hostiles.