SEIS
La partida
Félix miraba hacia el exterior desde las almenas de la plaza fuerte. Debajo de él, la población de los enanos ocupaba todo el valle, pero sus ojos estaban fijos en el edificio central, que, según sabía entonces, contenía la nave voladora. Junto a él, Gotrek se encontraba apoyado contra las almenas y descansaba la gran cabeza sobre los brazos que tenía cruzados encima del parapeto; su hacha se hallaba a mano.
Allá abajo, el poeta veía largas filas de enanos que se reunían en hileras ante las grandes puertas del hangar, hacia las cuales avanzaban locomotoras de vapor pequeñas, pero potentes. Cogió el telescopio que le había prestado Varek y se lo llevó a un ojo, para luego enfocar la escena con un giro de la mano. Distinguió a Snorri, Olger y Varek, que estaban situados al frente de las filas de enanos casi en posición de firmes.
En las puntas de los travesaños verticales de la enorme torre de acero que se alzaba sobre el hangar, flameaban las banderas. Se trataba de una construcción impresionante, más parecida a una telaraña de vigas que a una fortificación. En el extremo más alto había algo que parecía un pequeño nicho o puesto de observación con un balcón provisto de veranda que le daba toda la vuelta.
En algún lugar lejano, una sirena de vapor profirió su largo gemido. En un flanco del hangar, una de las locomotoras tiró de una palanca colosal, unos pistones ascendieron y bajaron, gigantescos engranajes comenzaron a girar, y por las monstruosas tuberías que habían sido apresuradamente remendadas de los desperfectos sufridos durante la batalla, escapó vapor. Poco a poco, pero sin parar, el techo del hangar se abrió, se dividió en dos y se deslizó hacia abajo por los lados del edificio. Al fin, una estructura descomunal ascendió hasta quedar a la vista como una mariposa gigantesca que saliera de un capullo monstruoso.
Félix supo al instante que, por muchos años que viviese, jamás olvidaría aquella primera visión de la nave voladora, ya que se trataba de lo más impresionante que había visto en toda su vida. Con penosa lentitud se soltaron los cables que la amarraban y, como un globo enorme, la nave ascendió hasta salir por completo del hangar. Al principio, el poeta vio sólo una diminuta cúpula que sobresalía de la parte superior del vehículo y, hacia la parte trasera, una enorme aleta de cola. Luego, como una ballena del norte que rompiera la superficie, la brillante extensión de la nave aérea acabó por mostrarse.
Era como observar el nacimiento de una nueva isla volcánica en medio del mar abierto. El vasto cuerpo del vehículo era casi tan grande como el hangar, y tenía una suave curva descendente, como las playas de una isla al acercarse al océano. Cuando la nave continuó ascendiendo, Félix vio que esa primera impresión era errónea, ya que, al llegar al punto más ancho, el casco volvía a curvarse por debajo para formar un cilindro perfecto. A popa había cuatro aletas grandiosas como colas de saeta.
Del vientre de la nave colgaba una estructura cilíndrica más pequeña, construida de metal unido por remaches, en la cual podían verse portillas; de ella sobresalían cañones, rotores y otros dispositivos mecánicos cuyo propósito Félix no podía dilucidar con facilidad. Enfocó el telescopio sobre ella y pudo ver que la estructura más pequeña se parecía al casco de un barco, y que en la parte frontal tenía una gran ventana de vidrio. A través de la misma, vio a Malakai Makaisson ante los controles y rodeado por muchos ingenieros.
Con lentitud, un extraño pensamiento se formó en la mente del poeta. «¿Cabe la posibilidad —se preguntó— de que la verdadera nave sea la parte más pequeña que pende del vientre de la enorme estructura? ¿Que, de alguna forma, la más grande sea algo así como la vela de una nave o el globo de aire caliente de un dirigible, enorme y necesario para la locomoción, pero que no forma parte de la zona de habitáculo y trabajo inferior?». No lo sabía, pero se sintió a la vez repelido y fascinado por aquella idea, y supo que, aunque sólo lo hiciese una vez en su vida, sin duda, tenía que subir a bordo de aquella nave. Fue un pensamiento que lo llenó de miedo y curiosidad, y desvió los ojos hacia Gotrek, que observaba con la misma estática atención que él.
—¿Piensas en serio atravesar los Desiertos del Caos en esa cosa? —le preguntó Félix.
—Sí, humano.
—¿Y esperas que yo te acompañe?
—No. Eso es algo que debes decidir tú solo.
Félix volvió a mirar al enano. Gotrek no había mencionado el juramento que él le había hecho, tal vez porque pensaba que no era necesario recordárselo… o porque de verdad le ofrecía al poeta la elección de no marchar con él. Aun después de todo el tiempo que habían pasado juntos, le resultaba difícil interpretar los estados anímicos del Matatrolls.
—Tú has intentado atravesar los Desiertos con Borek y otros.
—Sí.
El poeta tamborileó con los dedos sobre la fría piedra de las almenas. Durante un largo momento, reinó el silencio, y luego, justo cuando Félix pensaba que el enano no iba a decir nada más, éste habló.
—Entonces, era más joven, y tonto. Muchos de nosotros éramos enanos jóvenes muy seguros de nosotros mismos. Escuchamos las historias de Borek acerca de Karag-Dum, de las Armas Perdidas y del hecho de que nuestro pueblo volvería a ser grandioso si las encontrábamos. Otros nos advirtieron que la empresa era una locura, que nada bueno saldría de ella, que era imposible. Pero no quisimos escucharlos. Sabíamos más que ellos.
»Aunque fracasáramos, nos dijimos, fracasaríamos de manera gloriosa en el intento de restablecer el orgullo de nuestro pueblo. Si moríamos, daríamos nuestra vida por una causa digna y no tendríamos que presenciar los largos y lentos años de desgaste que estaban acabando con nuestro reino, así como con nuestra gente. Como ya te he dicho, éramos tontos y poseíamos una confianza que sólo los tontos pueden sentir. No teníamos ni idea de en qué nos estábamos metiendo. Se trataba de una empresa descabellada, pero estábamos desesperados por obtener una parte de la gloria que Borek nos prometía.
—El Martillo del Destino… ¿Qué es?
—Es un grandioso martillo de guerra, que mide más o menos el largo de tu antebrazo, pero pesa muchísimo más. La cabeza está hecha de lisa roca impenetrable, grabada con runas que…
—Lo que quería saber es ¿por qué es tan importante para tu pueblo? —Si Félix no lo hubiese conocido bien, habría sospechado que Gotrek intentaba eludir el tema.
—Es un objeto sagrado. Los Dioses Ancestrales grabaron en él las runas magistrales cuando el mundo era joven. Algunos piensan que contiene la suerte de nuestro pueblo, que al perderlo atrajimos sobre nosotros una maldición que sólo podremos remediar si lo recuperamos. Y es verdad que desde que el martillo se perdió, las cosas no han ido bien para nuestra raza.
—¿Tú crees de verdad que el hecho de recuperarlo cambiará las cosas? —Gotrek sacudió la cabeza con lentitud.
—Tal vez sí, tal vez no. Es posible que la recuperación del martillo le infunda nuevos ánimos a un pueblo que ha perdido mucho en los últimos siglos. Podría suceder que el arma en sí librase su magia para ayudarnos una vez más. Y puede ser que no sea así. Pero aun en este último caso, se dice que el Martillo del Destino es una arma aterradora, capaz de despedir rayos y matar a los enemigos más poderosos. No lo sé, humano. Lo que sí sé es que se trata de una empresa grandiosa, y que caer en ella constituye un fin digno; si podemos encontrar Karag-Dum, si podemos atravesar los Desiertos.
—¿Y el hacha?
—De ella sé todavía menos. Es tan antigua como el martillo, pero son pocos los que la han visto alguna vez. Siempre permanecía guardada en un lugar sagrado y secreto, y se la sacaba sólo en los momentos de más grande peligro, blandida por el Alto Maestro Rúnico de Karag-Dum. En tres milenios, sólo fue llevada a la batalla en menos de una docena de ocasiones. Algunos susurran que es la mismísima hacha perdida de Grimnir. Sólo el Alto Maestro Rúnico de Karag-Dum sabía con seguridad la verdad al respecto, y murió cuando los Desiertos se tragaron la ciudad.
—¿Tan terribles son los Desiertos?
—Más terribles de lo que puedas imaginar; mucho más terribles. Algunos afirman que son la entrada del infierno. Otros dicen que son el lugar en que se tocan la tierra y el infierno. En toda mi vida no he visto lugar más inmundo que ése.
—¡Y sin embargo vas a regresar!
—¿Qué elección tengo, humano? He jurado buscar mi propio fin. ¿Cómo podría quedarme aquí cuando el viejo Borek, Snorri e incluso el joven cachorro Varek van a acudir allí? Si me quedo atrás, sería recordado como el Matatrolls que se negó a acompañar a Borek en su empresa.
Resultaba extraño oír que Gotrek expresaba dudas y admitía que estaba considerando acompañar al maestro del saber sólo por la forma en que los otros lo recordarían. Normalmente, era tan terrible y estaba tan lleno de certeza que Félix había llegado a considerarlo como un ser sobrehumano, más como una fuerza elemental. Por otro lado, el Matatrolls era también un enano, y su buen nombre significaba para él mucho más de lo que podría significar incluso para el más orgulloso de los humanos. En este aspecto, la Raza Antigua le parecía a Félix realmente extraña.
—Si tenemos éxito, nuestros nombres vivirán en la leyenda mientras los enanos continúen trabajando en las minas de debajo de las montañas. Si fracasamos…
—No podréis hacer otra cosa que morir —declaró Félix con ironía.
—¡Ah, no!, humano; no, en los Desiertos del Caos. Allí puedes hallar destinos mucho peores que la muerte. —Después de esto, Gotrek guardó silencio y resultó obvio que no iba a decir nada más.
—Vamos —dijo el poeta—. Si hemos de partir, será mejor que bajemos allí y nos reunamos con los demás.
* * * * *
La nave aérea ya había salido del todo del hangar y se encontraba amarrada, como un galeón anclado, a la parte superior de la torre de acero. Sólo cuando se detuvo debajo de ella y alzó los ojos hacia la enorme altura de la silueta metálica, Félix apreció plenamente el tamaño descomunal de la nave. Parecía tan grande como un banco de nubes; lo bastante como para tapar el sol. Su tamaño era superior al de cualquier barco que el poeta hubiese visto, y eso que procedía de Altdorf, donde a veces anclaban los mercantes transoceánicos cuando navegaban Reik arriba desde Marienberg.
Se había cambiado la ropa por prendas limpias, y su capa roja se agitaba en la brisa. Llevaba el zurrón colgado de un hombro, y creía tenerlo todo preparado y estar dispuesto a partir, pero entonces, de pie en la sombra de la inmensa torre de metal con Gotrek y Snorri, comenzó a vislumbrar en qué estaba metiéndose realmente.
Una jaula metálica descendía de las alturas, sujeta a gruesos cables de metal que se desenrollaban de un carrete situado en la base de la estructura, movido por motores de vapor. Al girar, enrollaba o desenrollaba los cables y hacía subir o bajar la jaula, según fuese necesario. A Félix aquello le parecía una maravilla mecánica, pero Gotrek había permanecido impasible y había insistido en que ese tipo de cosas existían en las minas de todas las Montañas del Fin del Mundo.
La jaula se detuvo junto a ellos, y la puerta de barrotes fue abierta por uno de los ingenieros, que les hizo una reverencia y les indicó con un gesto que entraran. Félix sintió una agitación repentina al preguntarse si el cable sería lo bastante fuerte como para soportar el peso combinado de los tres y la jaula, y qué sucedería si éste se cortaba o se estropeaba algo del mecanismo.
—¡Ja! ¡Ja! —rió Snorri—. A Snorri le gustan las jaulas. Snorri ha estado todo el día subiendo y bajando en ésta. Es mejor que viajar en vagoneta de vapor. ¡Sube mucho más arriba!
Saltó al interior como un niño que recibiera un convite inesperado. Gotrek lo siguió sin manifestar ninguna emoción en absoluto, con la enorme hacha echada sobre el hombro. Félix entró con paso inseguro y sintió que el piso metálico cedía un poco bajo sus pies, una sensación que no le resultó tranquilizadora. El ingeniero cerró la puerta de la jaula y, de pronto, el poeta se sintió como un prisionero en una celda. Luego, el ingeniero tiró de una palanca, y los pistones del motor comenzaron a ascender y descender.
El estómago de Félix dio un salto cuando la jaula comenzó a moverse y el suelo se alejó bajo ellos. Por instinto, se aferró a uno de los barrotes para estabilizarse e inspiró con el mismo nerviosismo que había experimentado antes de la batalla con los skavens. Entonces, se dio cuenta de que podía ver el suelo a través de unos pequeños agujeros que había en el piso de la jaula.
—¡Guauuuu! —exclamó Snorri, feliz.
Los rostros de los enanos que se habían quedado en tierra se hacían cada vez más pequeños. Un poco después, las máquinas se hicieron tan pequeñas como juguetes de niño al mismo tiempo que la vasta estructura de la nave aérea aumentaba aún más de tamaño en lo alto. Mirar hacia abajo le provocaba a Félix una sensación muy intranquilizadora. No es que estuviesen ascendiendo muy por encima de la parte más alta de las almenas del castillo, pero la sensación era ésa.
Tal vez tenía algo que ver con el movimiento o con el viento que soplaba a través de los barrotes de la jaula, pero Félix sentía mucho miedo. Parecía haber algo antinatural en encontrarse de pie allí, con todos los músculos rígidos y los nudillos blancos a fuerza de apretar el frío metal, mientras las vigas de la torre metálica pasaban ante ellos. Su corazón casi se detuvo cuando la jaula paró y el único movimiento que notaba era un suave balanceo.
—Ya puedes soltarte, humano —dijo Gotrek con tono sarcástico—. Hemos llegado arriba.
Félix soltó los barrotes para permitir que el ingeniero que se hallaba en la parada abriese la jaula, y a continuación salió por la puerta y se encontró en un balcón. Se trataba de una estructura de vigas metálicas que corría alrededor de la parte superior de la torre de metal, donde el viento helado agitó su capa con fuerza e hizo que le saltaran lágrimas de los ojos. Al ver a la altura enorme que se encontraba, se sintió repentinamente inmovilizado por el miedo. Ya no podía ver la totalidad de la nave aérea, pues era demasiado grande para quedar comprendida dentro de su campo visual. Una pasarela metálica corría entre la parte superior de la torre y una puerta situada en la parte inferior del flanco de la nave. Al otro extremo, lo aguardaban Varek, Borek y los demás.
Por un momento, no logró ponerse en movimiento, ya que el suelo quedaba al menos a trescientos pasos más abajo y la pasarela podría no estar muy firmemente sujeta a la nave o la torre. ¿Qué sucedería si se hundía bajo sus pies y él se precipitaba al vacío? No tendría la más mínima posibilidad de sobrevivir a una caída tan enorme. Los latidos del corazón le resonaban con fuerza en los oídos.
—¿Qué está esperando Félix? —preguntó Snorri.
—Muévete, humano —oyó que le decía Gotrek, y a continuación un poderoso empujón lo hizo avanzar con paso tambaleante—. Limítate a no mirar hacia abajo.
Félix sintió que el frágil puente de metal cedía un poco bajo su peso, y por un momento pensó que iba a hundirse, así que casi llegó de un salto a la cubierta de la nave.
—Bienvenidos a bordo de la Espíritu de Grungni —oyó que decía Borek, y Varek lo cogió por un brazo y lo arrastró hacia el interior.
—Makaisson quería bautizar esta nave con el nombre de La Imparable —le susurró el enano—, pero mi tío no se lo permitió; no sé por qué.
* * * * *
Félix se dejó caer junto a Makaisson ante el timón de la nave. Se había visto obligado a inclinarse cuando bajó al interior, ya que la nave había sido construida para enanos y, por tanto, tenía los techos más bajos y las puertas más anchas de lo que habrían sido si los constructores hubiesen sido humanos. Ese día, el ingeniero estaba vestido de modo diferente; llevaba un justillo corto de cuero, que tenía un enorme cuello de piel de oveja; lo llevaba levantado para defenderse del frío. Una gorra de cuero con largas orejeras le cubría la cabeza, y su cresta de pelo sobresalía por otra solapa recortada en la parte superior. Unas gafas cubrían los ojos del enano, presumiblemente para protegerlo contra el viento en caso de que la ventana frontal se rompiera, y sus grandes manos iban enfundadas en guantes de cuero. Makaisson se volvió, alzó los ojos hacia Félix y le sonrió con todo el orgullo que puede manifestar un padre al señalar los logros de su hijo favorito.
Por lo que Félix podía ver, algunos de los controles se parecían a los de un barco transoceánico. Había un enorme timón, similar a una rueda de carro excepto por el detalle de que tenía asas alrededor del borde; habían sido situadas a intervalos estratégicos para permitir que el piloto las sujetara con comodidad. Félix supuso que, girando la rueda, el piloto podía variar la dirección de la nave. Junto al timón había un grupo de palancas y una caja metálica cuadrada que tenía toda clase de medidores extraños y alarmantes. A diferencia de lo que sucedería con un barco, el piloto se encontraba de pie en la proa de la nave detrás de un escudo de vidrio, de modo que pudiera ver por dónde iba.
Al mirar a través de esa ventana, el poeta vio que había un mascarón de proa, un dios enano, barbudo y rugiente, que supuso que era Grungni.
—¡Ah!, ya veo que estás impresionado —dijo Makaisson al mismo tiempo que miraba al poeta—. Y es lógico… Ésta es la mejor y más grande nave aérea que se haya construido jamás. De hecho, hasta donde yo sé es la segunda que se ha construido jamás.
—¿Estás seguro de que esta cosa volará? —inquirió Félix con nerviosismo.
—De eso, puedes estar seguro, tanto como de que he comido jamón para desayunar. El globo, esa cosa grande que ves ahí arriba, está lleno de células de gas elevador. Ahí dentro hay el suficiente para mantener en el aire algo que pese el doble que esto.
—¿Gas elevador?
—¡Ah, ya sabes!, gas más ligero que el aire. De manera natural quiere subir hacia el cielo, y al hacerlo nos lleva con él.
—¿Cómo te las arreglaste para recoger ese gas si es más ligero que el aire? ¿No se marcha flotando?
—Es una pregunta muy sensata, muchacho, y que demuestra que tienes traza para ser buen ingeniero. Sí, es algo más raro que los dientes de gallina, pero lo hacemos nosotros mismos ahí abajo, en la ciudad. Al menos, lo hacen nuestros alquimistas, y luego lo llevamos a través de tuberías hasta el interior del globo que tenemos ahí arriba.
—El globo.
Tal idea inquietó todavía más a Félix, ya que lo hizo pensar en los diminutos globos de aire caliente que fabricaba con papel cuando era niño. Le parecía imposible que una cosa así pudiese elevar algo tan sólido como el metal, y así lo dijo.
—Sí, bueno, es que es mucho más potente que el aire caliente y el globo que tenemos encima no está hecho de metal, a pesar de que lo parece. Está hecho de un material resistente como el demonio, que también hicieron nuestros alquimistas.
—¿Y si el gas se escapara?
—¡Ah, es imposible! Verás, dentro del globo grande hay centenares de globos pequeños. Los llamamos bolsas o células de gas. Si uno revienta, no importa demasiado porque aún tendremos de sobra para volar. Tendrían que reventar la mitad de esos globos pequeños antes de que perdiéramos altitud, e incluso en ese caso sería algo gradual. Sencillamente, resulta muy improbable que todos estallen a la vez.
Félix se daba cuenta de lo inteligente que era el diseño de aquella estructura. Si el globo contenía millares de globos más pequeños era, en efecto, improbable que todos pudiesen estallar a la vez… Aunque los atacaran con centenares de flechas, sólo perforarían las bolsas de gas de la primera capa, y eso, en caso de que las flechas pudiesen llegar a penetrar la cubierta externa del globo. Estaba claro que Makaisson había dedicado mucha energía mental a la seguridad de su creación.
En algún sitio de la parte trasera de la nave, sonó un timbre y, al volverse, Félix vio que la pasarela se había deslizado para alejarse. Una barandilla cerraba la entrada, lo que lo hizo sentir una seguridad relativa.
—Es la señal que nos indica que supuestamente debemos partir —comentó Makaisson.
El enano tiró de una de las palancas más pequeñas que tenía cerca de él, y sonó un silbato de vapor. De repente, los ingenieros comenzaron a moverse por toda la nave para ocupar posiciones, y el poeta oyó vítores procedentes de tierra.
—¡Preparaos! —gritó Makaisson, y tiró de una segunda palanca.
De algún punto de debajo de la nave, llegó el sonido de máquinas que se ponían en funcionamiento y cuyo rugido resultaba casi ensordecedor. En los laterales de la nave, los enanos que estaban enrollando los cables de amarre en enormes carretes se parecían en todo a una horda de marineros levando anclas. Poco a poco, Félix comenzó a percibir movimiento. Corrientes de aire le acariciaron el rostro, y la nave empezó a ascender y avanzar. Casi sin quererlo, se desplazó hasta un lateral y miró al exterior a través de una portilla. El suelo se alejaba bajo ellos y el complejo de la Torre Solitaria iba quedando atrás. Las dimitas figuras de los enanos de tierra agitaban los brazos en alto para despedirlos, y Félix respondió al saludo de modo impulsivo. Luego, se sintió abrumado por la sensación de náusea que le provocaba el vértigo, y tuvo que apartarse de la portilla.
Por primera vez, tomó plena conciencia de que realmente se encontraba a bordo de una nave voladora y se dirigía a zonas desconocidas Después comenzó a preguntarse cómo lograrían aterrizar otra vez ya que, hasta donde él sabía, no existían ni hangares ni grandes torres de acero en los Desiertos del Caos.
Varek lo condujo hacia abajo por una escalerilla de metal que había sido soldada a la estructura de la nave aérea, y Félix se alegró de hallarse fuera del área de mando y de alejarse de la masa de enanos entusiasmados. El zumbido de los motores era audible incluso a través del grueso casco del vehículo y, a veces, por razones que era incapaz de determinar, la cubierta cedía un poco bajo sus pies.
De pronto, la totalidad del vehículo se inclinó hacia un lado, y Félix tendió una mano de modo instintivo para estabilizarse contra la pared. El corazón le saltó a la boca y por un momento tuvo la seguridad de que estaban a punto de precipitarse hacia la muerte. Luego se dio cuenta de que sudaba a pesar del gélido frío reinante.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó con nerviosismo.
—Probablemente, sólo un viento de través —informó Varek con tono alegre; pero, al ver la confusión de Félix, continuó—. La parte de la nave en que nos hallamos se llama barquilla, y su unión con el globo de lo alto no es rígida. De hecho, colgamos de cables. A veces, el viento nos empuja desde un lado, y la barquilla comienza a balancearse en la dirección contraria. No hay por qué preocuparse. Makaisson diseñó la nave para que pueda volar a través de un vendaval, o al menos eso dice.
—Espero que sea así —le aseguró el poeta al mismo tiempo que hallaba el valor suficiente para volver a situar un pie delante del otro.
—¿No te parece emocionante, Félix? —preguntó Varek—. ¡Mi tío dice que probablemente somos las primeras personas que volamos a esta altitud en una máquina!
—Eso sólo significa que puedes caer desde más altura —murmuró el poeta.
* * * * *
Félix yacía sobre la corta cama de enano y contemplaba el techo de acero lleno de remaches de su camarote. Le resultaba difícil relajarse al pensar en el gran vacío que tenía debajo; los movimientos esporádicos de la nave tampoco ayudaban. Se alegró al descubrir que la pequeña cama había sido atornillada al piso de la habitación para impedir que se desplazara, al igual que el baúl metálico en el que había metido su equipo. Era un buen diseño, y demostraba que los enanos habían pensado en cosas que a él jamás se le habrían ocurrido. Admitió que, como pueblo, eran, al menos, minuciosos.
Se volvió boca abajo y apoyó la cara contra la portilla, un pequeño círculo de vidrio muy grueso abierto en el flanco de la nave. Casi de inmediato, un helor le invadió la nariz y su respiración empañó el cristal. Tras limpiarlo, vio que habían ascendido aún más y que bajo ellos había nubes que formaban un casi interminable mar blanco ondulado.
Era un espectáculo que había imaginado que sólo los dioses y los hechiceros podrían ver jamás, y que hizo que su cuerpo fuese recorrido por un estremecimiento de miedo y entusiasmo. A través de una repentina abertura en las nubes, pudo ver una manta de retales de campos cultivados y bosques tendida allá al fondo. Se encontraban a una altura tan enorme que, por un momento, pudo interpretar la superficie del mundo como si fuese un mapa, pasando de una aldea campesina a otra con un simple giro de la cabeza, y seguir el curso de arroyos y ríos como si fuesen las pinceladas de algún cartógrafo divino. Luego las nubes volvieron a cerrarse como un campo de nieve sobre el que se extendía un cielo de un azul incomparable.
Félix sintió que era un privilegiado por tener la oportunidad de echar siquiera un vistazo desde alturas semejantes. Pensó que tal vez era así como se sentía el Emperador cuando miraba hacia abajo desde la silla de montar de su pegaso real y abarcaba todos los reinos de sus dominios que se extendían a lo lejos hasta donde podían ver sus regios ojos.
La barquilla de la Espíritu de Grungni era impresionante, «de una manera estrecha y claustrofóbica», decidió. Tenía el tamaño de una gabarra fluvial y, desde luego, resultaba mucho más confortable. Camino de su camarote, pasaron ante muchas otras habitaciones. Había una cocina pequeña, pero bien equipada, que tenía incluso una especie de hornillo portátil, y un comedor con espacio suficiente para que treinta enanos comieran sentados. Vio una sala de mapas llena de cartas, mesas y una pequeña biblioteca, e incluso una enorme bodega de carga atiborrada de cajas de madera que Varek le aseguró que estaban llenas de comida y equipos que iban a necesitar cuando estuviesen más al norte. El pensamiento le recordó a Félix que cuando volviesen a parar —si lo hacían—, tendría que recoger la ropa y el equipo de invierno, pues suponía que iba a hacer más calor a medida que viajaran hacia el norte.
Se preguntó, entonces, si eso significaba que estaba comprometiéndose a acompañar a los enanos. La verdad era que no deseaba hacerlo.
En un sentido, realizar aquel viaje en esa nave impresionante constituía una perspectiva que lo emocionaba, al igual que la de visitar un sitio que no había visto ningún ser humano durante tres mil años. Si se hubiesen dirigido a cualquier otro lugar que no fuesen los Desiertos del Caos, se habría arriesgado sin meditarlo ni un solo instante.
No era un hombre particularmente valiente, pero tampoco —reconoció sin falsa modestia— se trataba de un cobarde. Lo emocionaba la idea de lo que era capaz de hacer aquella nave, ya que ni las montañas ni los mares supondrían un obstáculo para una máquina que podía pasar flotando por encima de ellos y desarrollar velocidades muy superiores a las del barco más rápido. Según Varek, era capaz de viajar a una velocidad media de doscientas leguas diarias; una velocidad prodigiosa.
Según los cálculos de Félix, en el mejor de los casos, él y el Matatrolls habrían necesitado un mes para cubrir una distancia similar a pie y en carro. Esa nave era capaz de atravesar Arabia o la lejana Catai en menos de una semana, un viaje que de un modo convencional requería meses. Suponiendo que la nave no se estrellara, fuese derribada del cielo por una tormenta o atacada por un dragón, era capaz de asombrosas proezas de locomoción. Sus posibilidades comerciales eran enormes, ya que podía usársela para transportar pequeñas cantidades de preciosas cargas perecederas con mucha rapidez entre diferentes ciudades. Podía realizar el trabajo de cien correos o diligencias, y estaba seguro de que había gente que pagaría simplemente por tener un atisbo de las estupendas vistas que él había contemplado a través de la abertura en la capa de nubes. Félix sonrió con ironía al darse cuenta de que estaba pensando como lo haría su padre en las mismas circunstancias.
Aunque, por supuesto, tras haber creado aquel asombroso vehículo, ¿qué se proponían hacer con él aquellos locos e idiotas paticortos? Nada menos que volar directamente hacia el desierto más mortífero del planeta, un lugar que a Félix le habían hecho creer desde niño que era un nido de demonios y monstruos, y el refugio de aquellos que habían vendido su alma a los Poderes Siniestros. Gotrek le había confirmado prácticamente tal creencia.
«¿Habrá alguna extraña compulsión alojada en la mente de los enanos —se preguntó Félix— que los hace buscar siempre la destrucción y la derrota?». Sin duda, parecían regodearse con los relatos de desastre y aflicción como los humanos disfrutaban de las historias de triunfo y heroísmo. Gozaban rumiando acerca de sus fracasos y dejando constancia escrita de sus agravios contra el mundo. El poeta dudaba que cualquier culto como el del Matatrolls pudiera atraer fieles dentro del Imperio; pero luego sus pensamientos se detuvieron en seco. Era muy probable que eso último no fuese verdad, ya que incluso los increíblemente perversos Dioses del Caos habían hallado adoradores entre su pueblo, así que con toda probabilidad no habría escasez de Matadores humanos si se les ofreciera la oportunidad.
Abandonó esa línea especulativa por considerar que carecía de sentido, y se dio cuenta de que en ese preciso momento no tenía necesidad de tomar ninguna decisión respecto a si acompañaría o no a los enanos. Siempre podría decidirse cuando se detuvieran. «Si llegamos a detenernos», se corrigió.
* * * * *
Acechador flexionó los músculos largamente entumecidos por la falta de acción, y se preguntó dónde estaba y qué se suponía que tenía que hacer. Hacía ya muchas horas que no recibía ningún comunicado de Vidente Gris Thanquol y experimentaba una sensación de aislamiento que era completamente nueva para él y, en cierto sentido, aterrorizadora.
Había nacido en la gran madriguera de Plagaskaven, y era el mayor de una camada normal de veinte. Llegó a la plena madurez rodeado por sus hermanos y todos los demás habitantes de la madriguera, y había vivido en una ciudad abarrotada de sus compañeros skavens, cientos de miles de ellos. Cuando había abandonado la ciudad, había sido siempre en misiones militares como parte de una grandiosa unidad skaven. Incluso en los puestos de guardia más reducidos, había cientos de otros. Había morado, había comido, había defecado y había dormido siempre a la distancia de un chillido de los de su especie. No había pasado ni una hora de su corta vida sin estar rodeado por el perfume del almizcle y los excrementos de sus congéneres, o por el sonido de sus constantes movimientos furtivos.
Por primera vez en su vida, sintió esa ausencia como un agudo dolor, del mismo modo que un hombre que acabara de quedarse ciego podría sentir la ausencia de luz. Ciertamente, todos sus compañeros habían sido sus rivales en la lucha por el favor de los superiores. Desde luego, todos ellos lo habrían apuñalado por la espalda por un poco de dinero, al igual que él a ellos…, pero siempre habían estado allí. Había algo tranquilizador en su masiva presencia, ya que el mundo estaba lleno de peligros, de razas inferiores que odiaban a los skavens con todas sus fuerzas y envidiaban su superioridad; en el número, residía la seguridad ante cualquier amenaza. En ese momento, se hallaba aislado y hambriento, y lo invadía el impulso de segregar el almizcle del miedo aunque no hubiese ningún otro skaven cerca para atender a la advertencia. Sólo podía escuchar los latidos de su acelerado corazón y contener apenas el deseo de esconder la cabeza entre las zarpas, paralizado de terror. En ese horrible instante, se dio cuenta de que incluso echaba de menos la presencia de Vidente Gris Thanquol dentro de su mente, y aquello fue una revelación terrible. En ese preciso momento, la totalidad de la nave comenzó a sacudirse.
* * * * *
Félix abrió los ojos, alarmado, y comprendió que seguramente se había quedado dormido. ¿Por qué temblaban las paredes? ¿Por qué se movía la cama? Poco a poco, su mente desconcertada recordó que se hallaba a bordo de la nave voladora de los enanos y parecía que algo iba espantosamente mal. El piso corcoveaba y podía sentir las vibraciones a través del colchón. Rodó fuera de la cama, se puso en pie de un salto y se dio un doloroso golpe en la cabeza contra el techo.
Reprimió la sensación de terror claustrofóbico pese a que toda la nave resonaba como si la golpeasen, crujía y vibraba. En su mente se formó la imagen de la nave partiéndose y precipitando hacia la muerte a todos los que iban dentro de ella. «¿Cómo he llegado a permitirme la temeridad de poner siquiera un pie en esta máquina terrible? —se preguntó mientras abría la puerta—. ¿Por qué he consentido en acompañar a estos enanos maníacos, aunque sólo sea un trecho del viaje?».
Mientras esperaba que algo terrible sucediese en cualquier momento, abrió la puerta y salió al corredor dando traspiés al mismo tiempo que le rezaba frenéticamente a Sigmar para que lo sacara de aquel lío. Deseaba contra toda esperanza vivir lo suficiente para averiguar qué estaba sucediendo.