5: El gran plan

CINCO

El gran plan

Félix se desplomó contra los restos del carro roto e inspeccionó la hoja de su espada. No había parado de usarla durante aquella batalla, pero, por sorprendente que pareciese, no se había mellado. El borde continuaba tan afilado como siempre, aun después de los golpes y tajos infligidos con ella. Resultaba obvio que el antiguo encantamiento del arma todavía era eficaz.

En algún punto situado a su derecha, la pared de una cabaña consumida por las llamas e incapaz de continuar soportando su propio peso se derrumbó con estrépito. En lo alto, un girocoptero que volaba con la siniestra gracilidad de un insecto gigantesco se detuvo un momento y flotó sobre un edificio incendiado. Su morro se inclinó hacia abajo y, con un siseo de serpiente furiosa, lanzó un chorro de vapor mientras Félix se preguntaba qué intentaba lograr el piloto.

El vapor llegó al fuego y las ondulantes llamas cambiaron de color; pasaron a un amarillo más mortecino con tal vez una pincelada de azul. A medida que continuaba cayendo vapor sobre ellas, el fuego fue extinguiéndose, sofocado por el vapor y la condensación como por una pequeña lluvia torrencial. Mientras Félix observaba, el girocoptero dio media vuelta y voló hacia el siguiente incendio más cercano.

De repente, se sintió enormemente cansado. Se le habían agotado las energías a causa de la lucha. Estaba lleno de moretones y golpes, y sangraba por una docena de pequeños cortes en los que no había reparado durante el frenesí del combate. Le dolía horrores el hombro derecho, el que correspondía al brazo con que sujetaba la espada, y estaba convencido de que el repetido blandir del arma se lo había dislocado. Pero se trataba de una ilusión con la que estaba familiarizado; ya había sobrevivido a otras muchas batallas. Lo que entonces quería era tenderse y dormir durante cien años.

Al recorrer el entorno con los ojos, se preguntó de dónde sacaban la energía aquellos enanos que ya comenzaban a limpiar el campo de batalla. Los cuerpos de los enanos caídos eran reunidos para enterrarlos en tierra sagrada, mientras que los cadáveres de los skavens eran arrojados a una enorme pila para quemarlos. De la plaza fuerte habían descendido centinelas ataviados con armadura para vigilar por si acaso regresaban los skavens.

Félix dudaba que fuesen a hacerlo esa noche. Según su experiencia, un ejército skaven necesitaba más tiempo que otro humano para recobrarse y reagruparse después de una derrota. No parecía gustarles mucho regresar con demasiada presteza al escenario en que habían sido vencidos, y se sintió profundamente agradecido por ello, ya que en ese preciso instante dudaba que pudiese mover un solo músculo aunque la rata-ogro se alzara de entre los muertos y fuese tras él. Apartó aquel horrible pensamiento de su mente y buscó un tema más agradable.

Y lo encontró: al menos, estaba vivo. Había comenzado a creer otra vez en la posibilidad de seguir viviendo. Hacía un rato, durante la batalla y cuando el miedo amenazaba con abrumar su razón, había experimentado la sensación terrible de que moriría sin remedio. Aquella certidumbre de muerte se había posado sobre él como una maldición. Entonces lo asombraba el hecho de estar aún vivo, de que su corazón continuase latiendo, de que el aire entrase y saliese de sus pulmones. Al mirar los alrededores, veía pruebas más que suficientes de que podría haber sucedido lo contrario.

Los cadáveres cubiertos de sangre yacían por todas partes, y eran arrastrados a través de las calles del asentamiento por enanos exhaustos y refunfuñones. Los ojos ciegos de los muertos estaban fijos en el cielo, pero, a pesar de lo que había imaginado momentos antes, sabía que no volverían a levantarse. Ya nunca reinan, llorarían, cantarían, comerían ni respirarían, y ese pensamiento lo colmó de profunda melancolía. Sin embargo, al mismo tiempo sabía con total certeza que él mismo aún estaba vivo, que podía hacer todas esas cosas, y que por tanto debería regocijarse. «La vida es demasiado breve y frágil —se dijo—, así que disfrútala mientras puedas».

Comenzó a reír con suavidad, lleno de un júbilo callado que se parecía extrañamente a la tristeza. Pasado un momento se alejó cojeando noche adentro para ver si podía hallar a Gotrek o a Snorri, o a cualquier otro que pudiera conocer en medio de aquel enorme desorden.

* * * * *

Thanquol era incapaz de creerlo. ¿Cómo podían haberse torcido tanto las cosas y con tanta rapidez? En un momento, la victoria estaba a su alcance; su brillante inteligencia le había asegurado el triunfo. Pero, al siguiente, se había desvanecido con la misma rapidez que un esclavo skaven que da media vuelta para huir de la batalla. Era una sensación que le provocaba mareo y aturdimiento. El vidente gris necesitó largos y amargos momentos de reflexión para convencerse de que incluso el más brillante de los planes podía ser desbaratado por la incompetencia de los subalternos. Aunque no era culpa suya; sus haraganes, cobardes y estúpidos satélites habían vuelto a fallarle.

Tranquilizado por su brillante perspicacia, consideró las opciones que le quedaban. Por fortuna, tenía preparado un plan de contingencia que había trazado justo para una eventualidad tan improbable como ésa. Acechador aún estaba vivo y a su alcance a través de su gema espía. Con un poco de suerte, podría dejarlo donde estaba para que informase sobre los secretos que los inescrupulosos enanos habían intentado ocultar en aquel lugar.

Thanquol fijó los ojos en el cristal una vez más y envió su pensamiento en busca de contacto.

* * * * *

Félix sintió que le tiraban de una manga, y al bajar los ojos vio a Varek. La túnica azul del joven enano estaba sucia de barro y sangre, y una manga se había desprendido, arrancada de la costura, para dejar a la vista la manga de una camisa de lino blanco, desgarrada y maltrecha. Se le habían roto las gafas, cuyas lentes eran entonces una disparatada red de rajaduras. Aferraba un martillo de guerra con una mano, y con la otra sujetaba su libro encuadernado en cuero contra el pecho. A Félix le sorprendió ver lo grandes que eran las manos de Varek, lo blancos que parecían sus nudillos. En los ojos del joven había un demente brillo febril.

—Ésta ha sido la experiencia más asombrosa de mi vida, Félix —declaró—. Jamás había visto nada tan emocionante, ¿y tú?

—Es el tipo de emoción de la cual estaría encantado de prescindir —respondió Félix con acritud.

—No lo dices en serio. Te vi cuando luchabas allá atrás. Fue como observar a un héroe de los tiempos de Sigmar. ¡No tenía ni idea de que los humanos pudierais luchar tan bien!

Varek se ruborizó, pues al parecer se dio cuenta de lo que acababa de decir. Era un defecto de los enanos eso de mostrarse demasiado francos respecto a lo que consideraban habilidades inferiores de las razas más jóvenes. Félix profirió una risa suave.

—Sólo intentaba conservar la vida.

»Y odio a los skavens —añadió tras pensarlo mejor.

Reflexionó sobre ese hecho y se sintió un poco espantado. No se consideraba un hombre particularmente violento ni vengativo, pero los skavens le ponían la piel de gallina. Estaba algo conmocionado por la idea de que le resultase placentero matarlos, pero al examinar sus sentimientos tuvo la honradez suficiente para admitir que era verdad.

—Todo el mundo odia a los skavens —asintió Varek—; incluso, probablemente, los otros skavens.

* * * * *

Acechador Lenguadelatora se movía con sigilo entre las ruinas consumidas por el fuego, mientras el miedo inundaba su corazón y batallaba con el odio que sentía hacia Thanquol. Tenía tensas las glándulas de almizcle y luchaba contra el impulso de segregar el olor del miedo, pues eso podría denunciar su presencia ante los enanos que lo rodeaban por todas partes. En ese momento, lejos del reconfortante aroma de sus compañeros, apartado de la peluda masa de éstos, se sentía terriblemente solo y al descubierto. Tenía ganas de correr a toda prisa noche adentro en busca de los demás supervivientes de la batalla. Ese pensamiento lo aguijoneaba de manera intolerable.

Sin embargo, el miedo que le inspiraba el vidente gris era lo que dominaba su mente. Permanecer allí era muy probable que significase la muerte, pero desafiar a uno de los Elegidos de la Gran Rata Cornuda suponía un inevitable y doloroso final. Como bien sabía Acechador, había cosas peores que un golpe rápido del hacha de un enano, aunque tampoco quería recibirlo.

«Gira a la derecha», dijo la inoportuna voz dentro de su cabeza.

—Sí, ¡oh, tú, el más magnífico de los señores! —susurró Acechador.

Siguió las órdenes y avanzó por un largo callejón tranquilo hacia una monstruosa estructura que dominaba el centro del asentamiento de los enanos. Se acobardó al preguntarse si Thanquol podría leer sus pensamientos. Esperaba que no, al considerar algunas de las cosas que había estado rumiando.

Una de sus zarpas jugó ociosamente con el amuleto, y por un breve instante consideró qué sucedería si se lo arrancaba y lo arrojaba lejos. Algo horrible; de eso estaba seguro. Sería muy propio del vidente gris haber entretejido en el dispositivo alguna intrincada maldición. No dudaba que si se lo arrancaba del cráneo, muy probablemente lo mataría o le provocaría un agudo dolor en el mejor de los casos, y Acechador no sentía más entusiasmo por el dolor que la mayoría de los skavens.

Volvió a dar un respingo acobardado y deseó que aquel pensamiento no hubiese viajado por la conexión que lo unía con Thanquol. Esperaba que no; se suponía que sólo era capaz de transmitir cuando tocaba la piedra y se concentraba. Era presumible que se necesitara un gran esfuerzo para enviar los pensamientos a través del éter, aunque no estaba seguro porque no lo había intentado. En ese momento, sin embargo, esperó de verdad que fuese así.

«¡Detente!», fue la imperiosa orden que le llegó.

Él obedeció de inmediato, de modo automático e instintivo. Un momento después de hacerlo, oyó el sonido de unos pies de enano calzados con botas, procedentes de algún punto situado más adelante, y al instante siguiente vio que una pequeña escuadra de enanos pasaba ante la boca del callejón. Acechador se estremeció instintivamente al ver que arrastraban cadáveres de skavens para quemarlos. Sus bigotes se erizaron. Ya había reconocido antes el repugnante olor de la carne de skaven quemada.

«Ahora… corre con rapidez a través de la calle. Pronto; escabúllete mientras el camino está libre». Se preparó y saltó hacia adelante, hacia el amplio espacio descubierto situado entre los edificios al mismo tiempo que se arriesgaba a echar rápidas miradas a derecha e izquierda; el camino estaba libre de verdad, excepto por las espaldas de los enanos que se alejaban. Tenía que admitir que, aparte de cualquier otra cosa que Thanquol pudiese ser, era un poderoso hechicero. No tenía ni idea de cómo el vidente gris era capaz de guiarlo con tanta precisión, pero hasta el momento no había cometido ningún error.

Acechador se lanzó de cabeza para ponerse a cubierto en el callejón del otro lado, y continuó adelante. Entonces el enorme edificio de los enanos estaba enfrente de él. El tejado metálico de la construcción relumbraba a la luz de la luna, y vio que había enormes máquinas de vapor adheridas a los flancos. Despertó su curiosidad skaven, y se preguntó qué podrían guardar dentro de una estructura tan descomunal.

«¡Deprisa-deprisa…! Ve a la derecha y busca la entrada o tendrás una muerte rápida». Acechador se apresuró a obedecer. Se deslizó a través del arco de entrada, se detuvo… y alzó los ojos con un asombro que se los abrió de par en par. Un jadeo de admiración escapó de sus labios ante algo incomprensible para él.

* * * * *

Félix vagabundeaba por la noche en llamas con Varek a su lado. «Las cosas parecen peor de lo que son en realidad», se dijo, deseando contra toda esperanza que eso fuese verdad. Resultaba evidente que ambos bandos habían sufrido enormes bajas. Muchos enanos habían caído en la lucha, y parecía que todos y cada uno de ellos se habían llevado al menos a dos skavens consigo. El olor a carne de hombre rata quemada era casi insoportable, y el poeta se echó la capa sobre la parte inferior del rostro para protegerse del hedor que, al parecer, no molestaba a nadie más.

Daba la impresión de que el vasto complejo había sufrido daños tremendos. Se preguntó si bastarían para entorpecer el proyecto en que habían estado trabajando los enanos, y se dio cuenta de que no se encontraba en posición de hacer esa conjetura, puesto que sencillamente no disponía de suficiente conocimiento sobre lo que hacían.

—¿Qué finalidad tiene todo esto? —le preguntó, de pronto, a Varek.

El joven enano se detuvo mientras limpiaba las gafas rotas con el borde de la túnica, y alzó los ojos hacia él. Les echó aliento a las gafas como si deseara disponer de tiempo para reunir sus pensamientos, y luego continuó limpiándolas sin darse cuenta de que se habían desprendido esquirlas de cristal.

—¿Qué finalidad tiene qué, exactamente?

—Toda esta maquinaria —aclaró Félix.

—¡Hummm! Tal vez será mejor que deje que eso te lo explique mi tío. Está a cargo de este lugar.

—Es muy discreto por tu parte. ¿Dónde puedo encontrar a tu tío?

—Dentro de la fortaleza, junto con los demás.

Antes de que pudiera formular más preguntas, un girocóptero pasó zumbando a baja altura. De pie, sobre el travesaño del tren de aterrizaje, había una figura fornida de cabeza afeitada que llevaba un monstruoso mosquete de repetición. Algo en la postura del personaje hizo que los sentidos de Félix se pusieran alerta. El enano accionó una palanca lateral del mosquete, y una lluvia de disparos batió la tierra a los pies de Félix. El poeta empujó a Varek a un lado y se echó al suelo para luego volver la cabeza y seguir al girocóptero, a la vez que se preguntaba qué demencia había tomado posesión de aquel enano lunático. Sin duda, no habría confundido a Félix con un skaven, ¿verdad? Entonces, detrás de sí, oyó un coro de chillidos de agonía.

Sólo cuando volvió la cabeza pudo ver al grupo de skavens que habían estado avanzando silenciosamente tras él con las armas desnudas. Los reconoció como acechantes nocturnos, los temidos asesinos skavens con los que luchó en El Cerdo Ciego cuando vivía en Nuln. El enano del girocóptero había derribado a aquellas criaturas con su extraña arma, y muy probablemente les había salvado la vida a ambos a pesar de que su falta de precisión hubiese estado a punto de matarlos.

El girocóptero retrocedió y descendió con un giro hasta posarse de una forma algo chapucera. El enano que empuñaba el mosquete saltó del lateral al suelo y se alejó con rapidez de la máquina voladora. Mantuvo el cuerpo profundamente inclinado para evitar que las palas que rotaban a gran velocidad le separaran la cabeza de los hombros. El viento descendente que generaba el artefacto le aplastaba la enorme cresta de pelo teñido de rojo que se alzaba sobre su cráneo afeitado. El ventarrón levantó al aire la capa de Félix, y el polvo le hizo lagrimear los ojos, mientras Varek, que se había cubierto la boca con el libro para no respirar partículas de tierra, se veía obligado a entrecerrar los párpados para ver a través de sus gafas rotas. El extraño olor químico del tubo de escape del vehículo llegó hasta la nariz de Félix, incluso a través de la lana de su capa.

El recién llegado era bajo e increíblemente ancho, y llevaba desnudo el pecho, en el que se apreciaba una asombrosa definición muscular. Colgadas de los hombros había dos bandoleras que debían contener las municiones, y alrededor de la frente lucía un pañuelo rojo atado. Iba calzado con botas altas de cuero; en la derecha, se veía una daga voluminosa envainada. Una monstruosa calavera de plata abultaba en el cinturón con que se sujetaba los calzones. Llevaba la barba blanca muy corta, casi a ras de la mandíbula, y en el hombro derecho tenía tatuada una águila imperial bicéfala. Sus ojos se encontraban cubiertos por extrañas lentes ópticas, y Félix pudo ver que estaban talladas con dos líneas cruzadas. A juzgar por su apariencia, el poeta decidió que aquél tenía que ser otro Matatrolls. El desconocido avanzó pesadamente hasta él, lo miró de arriba abajo, y luego escupió sobre el cadáver de uno de los skavens.

—¡Criaturillas repugnantes y malévolas los skavens! —declaró a modo de saludo—. Nunca me han gustado. Nunca me han gustado sus máquinas. —Se volvió hacia Félix y ejecutó la reverencia formal de los enanos—. Malakai Makaisson a tu servicio y al de tu clan.

Félix correspondió a la reverencia con una de cortesano imperial, y aprovechó el movimiento para ocultar su expresión atónita. Así que aquél era el famoso ingeniero loco del que habían hablado Gotrek y Varek. La verdad era que no parecía tan demente como había imaginado.

—Félix Jaeger a tu servicio.

El enano volvió a accionar la palanca del mosquete, los cañones giraron y los proyectiles atravesaron los cadáveres de los skavens, que dejaron escapar sangre negra.

—Nunca se puede ser demasiado cuidadoso con estas bestias. Son muy chungas, ya sabes.

—Quiere decir que son astutas —tradujo Varek.

—¡Va, no agobies! Estoy seguro de que herr Jaeger sabe qué significa, ¿verdad, herr Jaeger?

—Creo que te sigo —respondió Félix, evasivo.

—Entonces, poneos en marcha. Será mejor que subáis al castillo. El viejo Borek estará esperando para hablar con vosotros y con los demás. Supongo que tú querrás saber de qué va todo esto.

—Eso sería excelente —respondió Félix.

—Bueno, entonces, esperad hasta que bajen el puente…, a menos que quieras que te lleve. Creo que el girocóptero puede transportar a alguien más.

Félix necesitó unos momentos para entender que aquel maníaco estaba ofreciéndole viajar en el tren de aterrizaje del girocóptero. Intentó que a su rostro asomara una sonrisa agradable.

—Creo que esperaré a que se abra la puerta, si a ti te da igual —dijo a continuación.

—A mí, sí. Hasta luego, entonces.

Makaisson volvió a trepar al tren de aterrizaje del girocóptero y le gritó algo al piloto, que iba provisto de casco y gafas. El motor rugió y el aparato salió disparado hacia el cielo mientras Félix se preguntaba si aquel encuentro había tenido lugar de verdad.

—¿Todos los ingenieros hablan así? —le preguntó a Varek, y el joven enano sacudió la cabeza.

—Makaisson pertenece a un clan del valle Dwimmerdim, situado en el norte. Es una región aislada. Su forma de hablar resulta extraña incluso a los otros enanos.

Félix se encogió de hombros. Podía oír el chirrido de las enormes cadenas que bajaban el puente levadizo, y cuando echó a andar con rapidez hacia la puerta del castillo se dio cuenta de lo cansado que estaba y deseó encontrar un sitio para tenderse hasta que acabara la noche.

* * * * *

Félix se despertó a causa de una pesadilla de violencia demente. Una enorme rata-ogro lo perseguía por una ciudad en llamas mientras la gigantesca figura de un skaven de piel pálida, que sonreía de manera obscena, lo observaba desde el cielo. A veces la ciudad era la comunidad de enanos que rodeaba la Torre Solitaria; otras, corría por las calles empedradas de Nuln; en ocasiones, se encontraba en su ciudad natal de Altdorf, la capital imperial. Era una de aquellas pesadillas en que las armas de los enemigos eran brillantes y estaban terriblemente afiladas, y la suya se limitaba a rebotar sobre la carne desnuda. Corría y corría mientras unos skavens roñosos e infestados de pulgas se aferraban a sus brazos y piernas, enlenteciéndolo; durante todo ese tiempo, su monstruoso perseguidor se aproximaba cada vez más y más.

Abrió los ojos con brusquedad y se encontró mirando el techo de una habitación que le era desconocida. Esa manera de despertar siempre lo desorientaba, aun después de muchos años de vagabundeos.

Se dio cuenta de que estaba tendido sobre una cama diseñada para una persona mucho más baja y ancha que él, y que a pesar de que yacía en diagonal los pies le sobresalían. Sudaba a causa de las pesadas mantas que se le habían enredado en brazos y piernas, y comenzó a comprender qué había causado aquella sensación de que lo estaban aferrando, experimentada durante el sueño. Tenía vagos recuerdos de haber entrado en el castillo durante la noche, de que le habían presentado a varios enanos y lo habían conducido a aquel dormitorio. Podía recordar que se había echado en la cama, y luego nada…, excepto aquellas pesadillas que en ese momento se desvanecían con rapidez.

Ni siquiera se había quitado la ropa, y había manchas de sangre y barro en las sábanas. Se sentó y sacudió la cabeza con gesto cansado al mismo tiempo que percibía todos los dolores que la batalla nocturna le había dejado en los músculos. A pesar de todo, se sentía regocijado. Había sobrevivido para ver otro amanecer, y eso era lo principal. No había ninguna sensación que se pareciera a esa de saber que eras uno de los afortunados después de una batalla. Bajó de la cama y se puso de pie casi esperando tener que inclinar la cabeza, y quedó bastante sorprendido al descubrir que el castillo había sido construido a escala humana.

Avanzó hasta una de las ventanas estrechas como troneras que daban al valle. Nubes de humo se alzaban desde el suelo, y con ellas llegaba hasta él el hedor de la carne de skaven quemada. Se preguntó qué parte de aquel espeso humo procedería de las maquinarias situadas allá abajo, y cuánto se originaría en las piras funerarias; pero luego se dio cuenta de que no le importaba.

De pronto, sintió una hambre tremenda. Se oyó un golpe en la puerta, y comprendió que el ruido de su despertar había sido advertido.

—¡Adelante! —gritó, y vio entrar a Varek.

—Me alegro de ver que estás levantado. Tío Borek quiere verte. Debes ir a desayunar a su estudio. ¿Tienes hambre?

—Podría comerme un caballo.

—No creo que la comida llegue para tanto —dijo Varek. Félix se echó a reír, y luego, por la expresión del rostro del enano, se dio cuenta de que no estaba bromeando.

* * * * *

Era una estancia confortable, que a Félix le recordó el estudio de su padre. Los libros cubrían tres paredes, y los lomos labrados mostraban escritura Reikspiel y runas de idioma enano. Algunos estantes estaban ocupados por rollos de pergaminos, y un mapa descomunal, lleno de alfileres y pequeñas banderitas, cubría la totalidad de la cuarta pared. Las zonas más septentrionales del mundo mostraban símbolos de ciudades, montañas y ríos en una área que Félix nunca había visto representada en ningún mapa humano, y comprendió que habría sido devorada mucho tiempo atrás por los Desiertos del Caos. Un enorme escritorio sólido, situado en el centro del estudio, se ahogaba bajo un mar de cartas, rollos de pergamino, mapas y pisapapeles.

Detrás del escritorio se hallaba sentado el enano más viejo que Félix hubiese visto jamás. Su larga y enorme barba estaba bifurcada y llegaba hasta el suelo, donde describía un bucle y ascendía para quedar sujeta bajo el cinturón. Tenía la coronilla calva, y dos alas de cabello blanco como la nieve enmarcaban un rostro cuya piel correosa estaba surcada por profundas arrugas de vejez. Los ojos que miraban desde detrás de las gafas de pinza se movían con la viveza de los de un joven, y Félix apreció de inmediato un parecido de familia con Varek.

—Borek Barbapartida, de la estirpe de Grimnar, a tu servicio y el de tu clan —dijo el enano al mismo tiempo que avanzaba desde detrás del escritorio.

Félix vio que tenía la espalda tan encorvada que era casi jorobado, y que caminaba con ayuda de un sólido bastón con puntera de hierro.

—Discúlpame si no me inclino. Ya no soy tan flexible como en otros tiempos.

Félix hizo una reverencia y se presentó.

»Debo darte las gracias por tu ayuda en la batalla de anoche —declaró Borek—, y por salvar a mi sobrino.

Félix estaba a punto de decir que sólo había luchado para salvar su vida, pero finalmente no le pareció muy adecuado hacerlo.

—Sólo hice lo que habría hecho cualquier hombre en las mismas circunstancias —consiguió decir tras un cierto esfuerzo, y Borek se echó a reír.

—No lo creo así, joven amigo mío. Pocos son, entre los del pueblo de Sigmar, los que recuerdan las antiguas deudas y los antiguos lazos hoy en día. Y pocos son en verdad los que pueden luchar como tú lo haces, si debo creer a mi sobrino.

—Tal vez… exagera.

—Pocos enanos dicen algo más que la verdad, herr Jaeger. Estás haciendo una acusación seria cuando dices cosas semejantes.

—Yo… no quería decir… —tartamudeó Félix y luego, por la expresión de los ojos del viejo enano, comprendió que estaba bromeando—. Sólo quería decir que…

—No te preocupes. No le mencionaré esto a mi sobrino. Pero debes de tener hambre. ¿Por qué no te reúnes con los demás para comer? Después tenemos asuntos serios que comentar; asuntos muy serios, en verdad.

* * * * *

El desayuno se encontraba dispuesto sobre la mesa de la sala contigua. Había bandejas de acero forjado cargadas de grandes jamones y monstruosas rebanadas de queso que conformaban monumentos a la glotonería. Enormes barras del pan de caminante de los enanos, oscuro y bien leudado, formaban una cadena montañosa que recorría el centro de la mesa. El aroma de la cerveza procedente de los barriles ya espitados colmaba el aire. A Félix no le sorprendió ver a Gotrek y a Snorri acuclillados ante el gigantesco fuego, donde tragaban cerveza y engullían comida como si acabasen de oír la noticia de una hambruna inminente.

Varek los observaba como si estuviesen a punto de ejecutar prodigios de valor en cualquier momento, y tenía a mano el libro encuadernado en cuero por si se veía en la necesidad de dejar constancia de aquello. Llevaba unas gafas nuevas, y Félix comprendió que eran una copia de las de su tío.

También se hallaba presente otro enano, uno al que Félix no reconoció. No avanzó de inmediato para presentarse al estilo enano y le lanzó una feroz mirada de sospecha al poeta, como si esperase que fuera a robar la cubertería. Félix hizo caso omiso de la mirada y caminó hasta la mesa, donde se sirvió comida. Era de lo mejor que había probado en toda su vida, pero no perdió tiempo en decirlo.

—Será mejor que la hagas bajar con un poco de cerveza, joven Félix —aconsejó Snorri—. Así sabe todavía mejor.

—Es un poco temprano para eso —replicó Félix.

—Es más de mediodía —lo corrigió Gotrek.

—Has dormido durante dos guardias, joven Félix —explicó Snorri.

—Un minuto desperdiciado es como un cobre gastado —gruñó el enano al que Félix no conocía.

Se volvió a mirarlo y vio a un enano más bajo que la mayoría, y también más ancho que la mayoría. Tenía una barba larga y negra, y el pelo corto y dividido por una raya en el centro. Sus ojos eran agudos y penetrantes, y la blusa y los calzones, de severo color negro. Aunque obviamente estaba bien confeccionada, la ropa era vieja y dejaba ver la trama. Las botas altas, también de aspecto viejo, estaban bien lustradas, y unas piezas metálicas protegían los tacones. Era corpulento, y la calidad carnosa del rostro le recordó a Félix a su padre y a otros ricos comerciantes que había conocido. Era una característica que sugería abundantes comidas en salones gremiales bien provistos, donde se discutían negocios serios. Las manos del enano se posaban sobre el cinturón como para comprobar constantemente que la bolsa, bastante vacía, aún se encontraba allí. Félix le hizo una reverencia.

—Félix Jaeger a tu servicio y el de tu clan —dijo.

—Olger Olgersson al tuyo —respondió el enano antes de inclinarse a su vez—. ¿No estarás relacionado con los Jaeger de Altdorf, por casualidad, joven?

Félix se sintió momentáneamente azorado. A fin de cuentas, era la oveja negra de la familia y había salido de la casa familiar de modo clandestino tras matar a un hombre en duelo. Se obligó a mirar a Olgersson a los ojos con expresión serena.

—Mi padre es el dueño de la casa Jaeger.

—He hecho buenos negocios con ellos en el pasado. Tu padre tiene buena cabeza para los negocios… para ser un hombre.

El casi despectivo tono del enano hizo que Félix sintiese cólera, pero se mantuvo sereno al mismo tiempo que se recordaba a sí mismo que era un extraño en aquel lugar. No sería prudente darse por ofendido en una fortaleza llena de enanos susceptibles que podrían ser todos parientes de aquel desconocido.

—Tiene que serlo, si ganó algún dinero en tratos contigo, Olger Ladrón de Oro —declaró Gotrek, inesperadamente.

—Olger es un avaro famoso —añadió Snorri con tono alegre—. Snorri sabe que cuando saca una moneda de su bolsa, la cabeza del rey parpadea de tanto tiempo que lleva sin ver la luz.

Los dos Matadores profirieron sonoras carcajadas ante aquel viejo chiste, y Félix se preguntó cuánto habrían bebido ya. El rostro de Olgersson se puso rojo, y dio la impresión de que deseaba mostrarse ofendido, pero no se atrevía. Resultaba obvio que ni a Gotrek ni a Snorri les importaban en lo más mínimo su riqueza, su influencia y sus parientes.

—Nadie se ha hecho rico jamás gastando dinero —declaró con tono malhumorado. Dio media vuelta y se marchó a grandes zancadas a la sala contigua.

—Deberíais ser más amables con herr Olgersson —dijo Varek—. Es el que financiará esta expedición.

Gotrek escupió un sorbo de cerveza a causa del asombro, y su cabeza giró para examinar al joven erudito como si acabase de decir que el oro crecía en los árboles.

—El agarrado más grande de todo el reino enano os va a dar oro. ¡Cuéntame más cosas sobre eso!

—Lo hará mi tío dentro de unos momentos.

* * * * *

Félix experimentaba una mezcla de agitación y curiosidad cuando entraron en el estudio de Borek Barbapartida. Sentía curiosidad por saber qué había atraído a aquellos enanos dispares hasta ese lugar apartado de todo, y le preocupaba la perspectiva de adónde podría conducir todo el asunto. Al mirar por la ventana hacia aquellas poderosas estructuras industriales, al recordar la ferocidad del intento skaven por apoderarse de ellas y al ver la enorme cantidad de artesanía y habilidad que se habían invertido en el lugar, le resultaba difícil creer que los enanos no fuesen serios respecto al misterioso propósito que los movía. Y era demasiado fácil imaginar cómo él y Gotrek se verían arrastrados por tal empeño.

Borek lo miró con ojos vivos. Olger se encontraba de pie en el rincón más apartado, donde hacía girar una esfera del mundo con una mano y mantenía la espalda vuelta ostentosamente hacia el grupo. El anciano erudito les dedicó una ancha sonrisa y, con un gesto, los invitó a sentarse. Puesto que los sillones de los enanos se encontraban demasiado cerca del suelo para Félix, éste permaneció de pie.

Se hizo un momento de silencio mientras Borek consultaba algunos de los papeles que había sobre su escritorio y hacía una anotación en signos rúnicos con una pluma. Luego tosió para aclararse la garganta como solían hacerlo los profesores que Félix había tenido en la Universidad de Altdorf, y comenzó a hablar.

—Voy a encontrar la antigua ciudadela de Karag-Dum —declaró sin preámbulos, y cuando miró a Gotrek lo hizo con una expresión de desafío en los ojos.

—No puedes —respondió Gotrek con voz dura como el pedernal, y un rastro de amargura en el tono—. Ya lo intentamos hace años. Fracasamos. Los Desiertos son intransitables. Nada puede sobrevivir allí cuerdo y sin alteraciones. Tú lo sabes tan bien como yo.

—Creo que hemos hallado un camino.

Gotrek profirió un bufido y luego sacudió la cabeza con incredulidad.

—No hay camino alguno. Intentamos abrir un paso con la expedición mejor armada y equipada que jamás se haya reunido para ese propósito. La mayoría están ahora muertos o locos. Te digo que no puede hacerse, y tú sabes cuántos murieron en la expedición anterior a la nuestra.

—No siempre has pensado así, Gotrek, hijo de Gurni.

—Entonces no había visto los Desiertos del Caos.

—En ese caso, ¿no escucharás siquiera lo que tengo que decir?

—No, no. Te escucharé, anciano. Adelante, cuéntame ese plan lunático que tienes en mente. Tal vez me haga reír con ganas.

En la sala reinó un silencio tenso, y Félix sospechó que los enanos no estaban habituados a oír que les hablaran de ese modo a los venerables señores del saber.

—¿Por qué queréis ir a ese sitio? —se atrevió a preguntar para distender el ambiente—. ¿Qué tiene de especial?

Todos los ojos de la habitación se volvieron hacia él.

—Karag-Dum —dijo Borek al fin— fue una de las más grandiosas ciudades de nuestro pueblo, la más poderosa de todas las tierras del norte. Se perdió hace más de dos siglos, durante la última Gran Incursión del Caos, justo antes de que reinara el que vosotros llamáis Magnus el Piadoso. En el Gran Libro de los Agravios, en la página tres mil quinientos cuarenta y dos del volumen cuatrocientos sesenta y nueve, encontrarás el registro de la deuda de sangre que tenemos pendiente con los inmundos seguidores de los Poderes Siniestros. En los codicilos auxiliares se encuentra el registro de aquellos que cayeron, de todos los clanes que fueron exterminados. El último mensaje que recibimos fue que Thangrim Barbaflamígera había liderado a sus valientes huestes en una defensa suicida de la ciudadela contra un poderoso ejército procedente del norte al avanzar los Desiertos del Caos. Desde entonces, no se han tenido noticias de Karag-Dum, ni ningún enano de nuestras tierras ha podido llegar hasta allí.

—¿Por qué? —preguntó Félix.

—Porque los Desiertos del Caos avanzaron y se tragaron todas las tierras que mediaban entre Karag-Dum y el paso de la Sangre Negra.

—Entonces, ¿cómo puedes saber dónde encontrarla? —quiso saber Félix.

—Fui yo quien trajo el último mensaje desde Karag-Dum —respondió Borek a la vez que inclinaba la cabeza con pesadumbre—. La ciudad fue mi hogar en otros tiempos, herr Jaeger. Soy pariente del mismísimo rey Thangrim. Durante aquellos últimos días espantosos, nuestros enemigos habían invocado a un poderoso demonio, y nuestra necesidad de ayuda era muy grande. Lo echamos a suertes para ver quién llevaría el mensaje de socorro a nuestros parientes, y nos escogieron a mí y a mis hermanos. Salimos de la ciudadela a través de rutas secretas que no conocían más que unos pocos. Sólo yo y mi hermano Vareg, el padre de Varek, logramos atravesar los Desiertos. Fue un viaje duro, que no quiero recordar en este momento. Cuando llegamos al sur, nos encontramos con que allí también había guerra y no podíamos contar con ninguna ayuda. Luego descubrimos que no había camino de regreso.

«¿Es posible que este enano sea tan viejo?», se preguntó Félix. Ciertamente parecía muy anciano, y el poeta sabía que los enanos vivían más que los hombres, pero, a pesar de todo, le resultaba asombrosa la idea de que aquel enano tuviese al menos diez veces más años que él, quizá más. Luego lo asaltó otro pensamiento.

—Si los Desiertos son tan mortales, ¿cómo lograsteis atravesarlos pero luego no se pudo regresar? —preguntó.

—Veo que eres un escéptico, herr Jaeger, y que tengo que convencerte. Bueno, déjame que te diga sólo que en los días de nuestra huida, los Desiertos acababan de avanzar y la influencia del Caos no era tan fuerte. Para cuando intentamos regresar, el cruel poder del Caos se había hecho realmente grandioso, y la tierra era intransitable. Ahora, si tengo tu permiso para continuar…

Félix se dio cuenta de que estaba interrumpiendo al viejo enano y haciéndolo volver sobre temas con los que todos los demás presentes parecían familiarizados. De pronto, se sintió incómodo.

—Por supuesto. Perdóname —dijo.

—Háblanos del tesoro que se perdió —intervino Olgersson.

Borek pareció más que disgustado por esta segunda interrupción, y lanzó una rápida y feroz mirada en dirección al comerciante. Félix percibió el brillo que había aparecido en los ojos del avaro. Era algo parecido a la locura, y el poeta sabía ya lo suficiente acerca de los enanos para reconocerlo por lo que era: fiebre del oro. De pronto, ya no fue un misterio la razón por la que Olger estaba financiando aquella empresa. Era víctima de los estertores de la casi demente sed de oro que, a veces, atacaba incluso a los enanos más cuerdos.

—Sí, el enorme tesoro de Karag-Dum se perdió al caer la ciudad; se perdieron todas las riquezas allí acumuladas. Y de todos los tesoros que se perdieron, los más preciosos fueron el Martillo del Destino, una arma poderosa empuñada por el propio rey Thangrim, y el Hacha de los Maestros Rúnicos.

En ese momento, Borek se volvió a mirar a Félix.

—Estamos hablando de cosas que, según se ha acordado, sólo un enano o un Amigo de los Enanos puede conocer, Félix Jaeger. Gotrek, hijo de Gurni, ha hablado en tu favor, pero ahora debo pedirte que me des tu palabra de que no hablarás de nada de lo que comentemos aquí con nadie que no sea un enano de sangre pura u otro Amigo de los Enanos. Si piensas que no puedes darme tu palabra, lo comprenderemos, pero tendremos que pedirte que abandones esta reunión.

Como si hubiese visto la luz, Félix sintió que había llegado a una frontera y que, si la cruzaba, cambiaría su vida de modo significativo. Sintió que si consentía en quedarse estaba, de algún modo, comprometiéndose tácitamente con cualquier loco plan que aquellos enanos estuvieran trazando. Al mismo tiempo, tenía que admitir que sentía fascinación por lo que allí se hablaba, por aquel relato de ciudades perdidas, batallas antiguas, viejos agravios y enormes tesoros. Ciertamente, sentía curiosidad… y no podía haber nada malo en escuchar sin más.

—Tienes mi palabra —dijo, casi antes de darse cuenta de que estaba hablando.

—Muy bien. En ese caso, continuaré.

Por alguna razón, Félix había esperado algo más. Había esperado que le pidiesen que hiciera un juramento o tal vez que sellara el compromiso con sangre, como había hecho con Gotrek durante aquella borrachera épica. Aquel sencillo acto de dar su palabra por buena parecía demasiado informal para alguien que estaba a punto de ser iniciado en los secretos perdidos de la Raza Antigua. Una parte de su asombro debió aflorarle al rostro porque Borek le sonrió.

—Tu palabra empeñada nos basta, Félix Jaeger. Entre nuestro pueblo, la palabra de un guerrero es algo sagrado, más fuerte que la piedra, más duradero que las montañas. No pedimos nada más. Si no respetas eso, ¿de qué sirven los contratos escritos, los juramentos hechos ante altares o cualquier otra cosa?

Félix se dio cuenta de que manifestar su desacuerdo sólo redundaría en su descrédito, así que guardó silencio mientras el anciano erudito continuó hablando.

—Sí, el Martillo del Destino y el Hacha de los Maestros Rúnicos, tal vez los artefactos más poderosos que nos legaron los Dioses Ancestrales, se perdieron para nosotros, y con ellos una enorme parte del poder y la herencia de nuestros antepasados. Cuando Karag-Dum cayó, la creímos perdida para siempre. Los aullantes Desiertos del Caos fluyeron por encima de las tierras antiguas como un mar de corrupción y enterraron los picos antiguos, y nosotros proferimos lamentos, rechinamos los dientes y nos resignamos a nuestra pérdida. Los creímos perdidos para siempre, y así fue durante estos dos siglos.

—Y continúan perdidos —insistió Gotrek, inflexible—. Y siempre lo estarán. Repito que no hay camino para atravesar los Desiertos.

—Tal vez sí, tal vez no. Después de que fracasáramos en nuestro último intento, Gotrek, renové la investigación por los salones del saber y las bibliotecas. En el salón del saber del maestro de Karaz-a-Karak, rebusqué por las galerías más antiguas, extraje tomos llenos de polvo de los estantes donde habían estado enmoheciéndose durante milenios. Copié todas las historias y menciones de supervivientes que afirmaron haber visitado los Desiertos. Logré acceder a las bóvedas prohibidas del templo de Sigmar en Altdorf. En sus registros, obtenidos de las confesiones de los herejes torturados a lo largo de los siglos, hallé referencias a runas, hechizos y talismanes que podrían proteger contra la influencia del Caos. Esta vez estoy decidido a lograrlo, y creo haber encontrado al hombre que puede preparar todo eso.

—¿Y quién es? —La nota de burla había disminuido un poco en la voz del Matatrolls.

—Un hombre al que conocerás muy pronto, Gotrek. Me ha convencido de que sus hechizos funcionan. Te doy mi palabra de juramento de que creo que nos protegerán.

—¿Durante cuánto tiempo pueden proteger de la locura y la mutación a quienes viajen por los Desiertos del Caos?

—Durante semanas, quizá. Durante días, sin duda.

—No basta. Necesitaremos meses para atravesar esos Desiertos hasta Karag-Dum.

—Sí, Gotrek…, a pie o en carros acorazados como los que intentamos usar la última vez. Pero hay otro medio de hacerlo. El de Makaisson.

—¡¿Por barco aéreo?!

—Sí, por barco aéreo.

—¡Estás loco!

—No, en absoluto. Escúchame. He estudiado extensamente el fenómeno de los Desiertos del Caos. Ahora sé mucho más de lo que sabíamos entonces. La mayoría de las mutaciones son provocadas por el polvo de piedra de disformidad que contamina la comida y el agua, o es respirado por los pulmones desprotegidos. Es lo que vuelve loca a la gente o altera su forma.

—Sí, y está presente en la mismísima arena de los Desiertos y en las nubes que se levantan de ella. Está en el polvo, en las tormentas de arena y en los pozos de agua.

—Pero ¿y si voláramos por encima de las tormentas de arena?

Gotrek guardó silencio por un instante; al parecer, estaba considerando aquello.

—Tendrás que descender para orientarte, para buscar puntos de referencia.

—El barco aéreo estará sellado con pantallas de tejido fino. Tendrá portillas y filtros del tipo que llevan los sumergibles de nuestras flotas.

—El barco aéreo podría verse obligado a descender por las tormentas, los vientos o por un fallo mecánico.

—Los amuletos protegerán a la tripulación hasta que puedan efectuarse las reparaciones o termine la tormenta.

—¿Y en el caso de que la reparación resultase imposible?

—Es un riesgo, ciertamente, pero un riesgo aceptable. Los amuletos permitirán que los supervivientes intenten, al menos, regresar a pie.

—Ningún barco aéreo puede transportar suficiente carbón para que los motores realicen el viaje sin repostar.

—Makaisson ha desarrollado un motor nuevo. Emplea agua negra en lugar de carbón. Tiene el poder de impulsar el barco aéreo, y el combustible es lo bastante ligero como para hacer todo el viaje.

Tan pronto como las objeciones quedaban resueltas, el Matatrolls hallaba otras nuevas. Daba la impresión de que estaba frenéticamente deseoso de encontrar un fallo en los argumentos del maestro del saber.

—¿Qué me dices de la comida y el agua?

—El barco aéreo cargará la cantidad necesaria para realizar el viaje.

—Sería imposible construir un barco aéreo lo bastante grande como para hacer eso.

—Por el contrario, ya lo hemos hecho. Es lo que hemos estado construyendo aquí.

—Nunca volará.

—Ya hemos realizado vuelos de prueba.

—Lo construyó Makaisson —declaró Gotrek, jugando su última carta—. Está destinado a estrellarse.

—Quizá sí, quizá no; pero de todas formas vamos a intentarlo. ¿Querrás venir con nosotros, Gotrek, hijo de Gurni?

—¡Tendrás que matarme para impedírmelo!

—Sabía que dirías eso.

—El barco aéreo… ¿Es eso lo que buscaban los skavens?

—Muy probablemente.

—En tal caso, tendremos que movernos con rapidez antes de que puedan reunir otro ejército.

Félix dedicó un momento a reflexionar, pues la cabeza le daba vueltas debido a lo que acababa de oír. Tenía la impresión de que Gotrek se tomaba realmente muy en serio toda aquella conversación de lunáticos acerca de sobrevolar los Desiertos del Caos en una máquina diseñada por un maníaco conocido, que no había sido lo suficientemente probada y era muy peligrosa. Y no le cabía ninguna duda de que esperaban que él los acompañase. Y luego estaba el hecho de que, con toda probabilidad, habría algún inmundo demonio aguardándolos al final del viaje.

Todavía peor; al parecer, los skavens estaban enterados de la existencia de aquella nueva máquina, y no se detendrían ante nada para ponerle las zarpas encima. ¿Qué hechicería infernal habían empleado para enterarse de algo tan nuevo y bien oculto? ¿O acaso contaban con la colaboración de traidores secretos incluso entre los enanos? El respeto de Félix por el alcance del poder de los hombres rata y su diabólica inteligencia había aumentado un punto más ante la evidencia de su previsión y capacidad planificadora.

* * * * *

Al oír que los enanos se aproximaban, Acechador corrió a esconderse a toda prisa. Había pasado la mayor parte de la noche royendo la parte trasera de una caja de embalaje, y por fin, había logrado abrirse paso justo a tiempo. Se introdujo dentro segundos antes de que fuese levantada por una extraña máquina elevadora, movida por vapor, y luego le pareció que ascendía por una especie de rampa.

La cabeza aún le daba vueltas debido a lo que había visto durante la noche. Dentro del gigantesco hangar, una cosa descomunal y pulida como un enorme tiburón flotaba en lo alto sin apoyarse en ninguna viga visible. Aquella cosa se había sacudido arriba y abajo como una bestia furiosa, un parecido que se había visto incrementado por el hecho de que los enanos habían creído conveniente atarla con cables de acero. La visión del monstruo había hecho que Acechador segregara el almizcle del miedo, aunque no experimentó el más mínimo rastro de vergüenza al hacerlo. No dudaba que cualquier otro skaven habría hecho lo mismo en unas circunstancias similares, incluso el gran Vidente Gris Thanquol.

Había necesitado largos momentos de observación, durante los cuales pensó que el corazón se le abriría paso a golpes a través del pecho, para darse cuenta de que la criatura no estaba viva, sino que, de hecho, era una máquina. Y algo muy parecido al asombro maravillado colmó su mente mientras contemplaba la escala de aquella cosa. Medía varios centenares de colas skavens de largo, y era más grande e impresionante que cualquier otra máquina que Acechador hubiese visto en Plagaskaven o en aquella ciudad de los enanos. Se maravilló ante la hechicería que podía mantener algo así flotando en el aire, mientras el guerrero skaven que había en él consideraba las posibilidades bélicas. Con una máquina como ésa, un ejército skaven podría sobrevolar las ciudades humanas y dejar caer esferas de viento envenenado, sacos de peste y cualquier otra clase de arma sin que los defensores de tierra pudiesen siquiera atacarlos. Era el sueño de todo jefe skaven convertido en realidad: ¡un medio de ataque contra el que no existiese defensa posible! Porque, sin duda, una nave acorazada tan grande como ésa tenía que ser a prueba de todo, excepto al ataque de los dragones. E incluso en este último caso, si se juzgaba por el tamaño de la nave y si aquello eran —¡sí, lo eran!— cúpulas de armamento incorporadas en el fuselaje, la nave tendría una buena probabilidad de sobrevivir. Aquella nave supondría una arma pasmosa en las zarpas de cualquier skaven lo bastante inteligente como para comprender las posibilidades que ofrecía.

En ese momento, dedujo que Vidente Gris Thanquol había llegado a la misma conclusión, porque la poderosa voz chilló dentro de su cabeza: «¡Sí-sí, esta máquina volante debe ser mía-mía!».

Acechador comprendió que tal vez, dentro de poco tendría la oportunidad de apoderarse de ella porque la caja en la que se ocultaba estaba siendo izada muy arriba, hacia las mismísimas entrañas de la poderosa nave aérea.