4: El ataque skaven

CUATRO

El ataque skaven

Félix observó, presa de un horror desesperado, cómo la oscura marea de skavens descendía por la ladera hacia él. No estaba seguro de cuántos había, pero parecían centenares, tal vez miles, ya que en la oscuridad resultaba difícil saberlo. Se volvió para investigar en el preciso momento en que un clamor tremendo se alzaba detrás de él, y al levantar la mirada vio que aún más skavens entraban en el valle por la otra ladera. Estaban cerrándose las fauces de una enorme trampa.

El poeta luchó contra la ola de pánico que lo invadía, ya que, por muchas veces que se hubiese hallado en situaciones como aquélla —y habían sido ya numerosas—, no por ello le resultaba más sencillo. Experimentó una sensación de vómito que se esparcía por el fondo de su estómago, una tensión de los músculos y también un extraño mareo. Tenía la boca seca, los latidos del corazón le resonaban en los oídos y, aunque fuese por una sola vez, le habría gustado estar sereno y relajado ante el peligro, o lleno de ardiente cólera demente, como todos esos héroes que aparecían en las historias. Como era habitual, no sucedió ninguna de las dos cosas.

En torno a él, todos los enanos dejaban las herramientas y cogían armas, mientras por todas partes sonaban cuernos, cada uno con una nota diferente; los largos toques como alaridos de ánimas en pena se sumaban al estruendo reinante. Félix se giró de nuevo, y estaba a punto de echar a correr hacia la puerta del castillo cuando se dio cuenta de que nadie más lo hacía, sino que todos los enanos que lo rodeaban corrían a través de la noche hacia los enemigos.

«¿Estarán todos locos? —se preguntó Félix—. ¿Por qué no se lanzan hacia la protección que les proporciona el castillo?». Por inseguras que pareciesen las murallas, sin duda tendrían más posibilidades si se situaban detrás de ellas. Con casi total certeza, estarían más seguros dentro de la plaza fuerte, pero aquellos enanos locos no prestaban ninguna atención a ese hecho.

Se quedó inmóvil un momento, abrumado por la curiosidad y la aprensión, y de pronto lo asaltó el pensamiento de que tal vez había alguna buena razón por la que no intentaban siquiera entrar en la fortaleza… y que quizá no era muy buena idea averiguar por sí mismo cuál era esa razón.

Con lentitud, en la mente atemorizada de Félix se formó la idea de que los enanos no iban a dejar sus máquinas en manos de los skavens. Estaban dispuestos a luchar y, en caso necesario, a morir en defensa de aquellos monstruosos mecanismos que vomitaban humo, lo cual demostraba una determinación que era verdaderamente impresionante o monumentalmente estúpida, aunque no sabía qué alternativa era la correcta.

Mientras aún intentaba tomar una decisión, detrás de él se oyó un ominoso entrechocar metálico, seguido por el tintineo del metal contra la piedra, y se volvió a tiempo de ver que se cerraba el rastrillo de la plaza fuerte. Desde el interior, le llegaron los ruidos de engranajes que giraban acompañados por el silbido de la caldera de una máquina de vapor, y a continuación se tensaron las enormes cadenas que sujetaban el puente levadizo de madera, que comenzó a elevarse. De repente, se encontró separado del castillo por un profundo foso, y pensó que al menos alguien del interior demostraba tener algo de sentido común, aunque lo hubiese dejado atrapado en lo que prometía ser una refriega de dementes.

Un rugido atronador surgió de lo alto del castillo, una enorme nube de humo se elevó por encima de su cabeza y el aire quedó colmado por el acre olor de la pólvora. El poeta comprendió que alguien del interior contaba con la suficiente inteligencia como para apuntar los cañones hacia el enemigo. Se produjo un sonido silbante, y luego una explosión atravesó las tinieblas. Saltaron por el aire una docena de skavens, cuyas extremidades volaron en una dirección diferente a sus torsos. Los enanos profirieron sonoros vítores, y los skavens algo similar a un largo siseo de odio.

En torno a Félix, los enanos corrían a sus posiciones de batalla, y sus voces profundas bramaban ásperas palabras guturales en el ancestral idioma enano. Félix se sentía perdido y solo en aquel vórtice de actividad furiosa, aunque, de alguna forma, ordenada. Se daba cuenta de que comenzaba a dibujarse un patrón coherente entre el loco remolino de enanos que gritaban y corrían. Los ingenieros y los guerreros empezaban a ocupar posiciones en las filas, junto a sus hermanos, y tuvo la sensación de que era el único allí presente que no parecía tener una idea clara de dónde debía situarse.

Estaban reuniéndose todos alrededor de los cuernos, y en ese momento comprendió el sentido de que cada uno de ellos tuviera una nota diferente. Tenían la misma función que los cencerros que había visto en las vacas pocos días antes. Identificaban a quienes los tocaban y les indicaban a los camaradas de éstos el punto en que debían reunirse, el núcleo en torno al cual se formaría un duro grupo de defensa.

Félix comprendió entonces que se trataba de una táctica inculcada en los enanos durante largo tiempo, hasta que la tuvieron perfectamente incorporada. Donde momentos antes había una masa de almas desorganizadas que parecían invitar a que las masacraran, había en ese instante filas de guerreros enanos bien entrenados, que se volvían para enfrentarse con los enemigos y marchaban con una disciplina que habría avergonzado a los picadores imperiales. Félix pensó que tal vez quien estaba al mando allí sabía lo que hacía. Quizá no se produciría la absoluta degollina sanguinaria que había temido apenas unos momentos antes.

No estaba seguro de que aquella organización bastase, si juzgaba por el contingente skaven que descendía por la ladera y adquiría cada vez más velocidad, como un monstruo devorador de hombres; llevaba un impulso cada vez más irresistible para su carga. La pululante horda peluda estaba ya tan cerca que podía ver a los skavens por separado, distinguir sus labios cubiertos de espuma y el fanatismo rabioso de sus ojos. Algunos eran más grandes y musculosos que los demás, y llevaban armaduras mejores que el resto. En el pasado, había luchado con bestias como ésas y sabía que serían las más duras de vencer. Mantuvo los ojos bien abiertos por si veía alguna de aquellas engorrosas, pesadas y, sin embargo, muy mortíferas armas de campaña que a los skavens tanto les gustaban, pero no vio ninguna, gracias a los dioses.

De pronto, se sintió muy solo. No formaba parte de ninguna de aquellas unidades de enanos que con tanta celeridad se habían formado, y no tenía a nadie junto a sí para cubrirle las espaldas. Cabía la posibilidad de que en las tinieblas los enanos incluso lo tomaran por un enemigo. Allí había sólo un lugar para él, así que recorrió los alrededores con la mirada en busca de Gotrek, pero éste y Snorri, inundados por la locura de la batalla, habían corrido para situarse más cerca del enemigo.

Félix profirió una imprecación y trepó apresuradamente al carro para tener una mejor vista del entorno. Entonces advirtió que Varek se encontraba sentado allí, mirando con interés hacia la oscuridad; de vez en cuando, dejaba sobre el asiento que había a su lado la bomba que sujetaba entre las manos y tomaba una nota en el libro que tenía delante con lo que parecía una extraña pluma mecánica. Sus ojos brillaban febriles detrás de las gafas.

—¿No es emocionante, Félix? —preguntó—. ¡Una batalla real! Es la primera en la que me encuentro.

—Reza para que no sea la última…

Entretanto, Félix realizó unos cuantos barridos de práctica con la espada, con la esperanza de distender sus músculos antes de que la horda chocara con las filas de enanos. Luego miró en torno con la esperanza de divisar a Gotrek, pero no se veía al Matatrolls por ninguna parte.

* * * * *

Desde su puesto aventajado en lo alto de la colina que dominaba el campo de batalla, Vidente Gris Thanquol bajó los ojos hacia la gema espía, pero ésta permanecía en blanco e inactiva ante él. En las profundidades del cristal había quizá un diminuto temblor de piedra de disformidad, indetectable para cualquier ojo que no fuese tan agudo como los de Thanquol, que todo lo veían.

En efecto, para los ojos no entrenados de cualquier skaven, no parecía más que un gran trozo de cristal poliédrico que llevaba grabados los Trece Símbolos Más Sagrados. Thanquol tenía los suficientes conocimientos sobre la raza humana para saber que, para el ojo de un hombre, tendría la apariencia de una chuchería barata usada por un faquir de feria. Y también era lo bastante sabio como para no ignorar que el ojo humano se equivocaría tremendamente, ya que aquél era un artefacto poderosísimo.

Al menos, así lo esperaba. El cristal de luna en bruto le había costado a Thanquol una gran cantidad de piedra de disformidad, y el tallado de todas esas runas, cada una en una noche sin luna diferente, le había supuesto muchas horas de sueño. La inclusión en el cristal de poderosos hechizos se había pagado con dolor y sangre, en algunos casos del mismísimo vidente gris.

Y entonces era la ocasión apropiada de averiguar si todo eso había valido la pena. «Ha llegado el momento —pensó Thanquol—, de comenzar a utilizar el juguete». Con presteza, dibujó runas en la dura tierra que lo rodeaba, hasta completar los Trece Signos Sagrados de la Gran Rata Cornuda, con la facilidad que proporciona la práctica. A continuación, se metió un pulgar dentro de las fauces y mordió con fuerza. Sus afilados dientes hicieron manar sangre, aunque él apenas si sintió algo a través de la niebla de piedra de disformidad en polvo que había esnifado y de las arremolinadas energías mágicas que colmaban su cerebro.

De la herida, goteó sangre negra mientras él situaba el dedo encima de la primera runa. Una gota cayó sobre el centro del símbolo, y Thanquol pronunció una palabra de poder, uno de los nombres secretos de la Gran Rata Cornuda. El fluido se vaporizó en una nube de humo acre que formó una pequeña seta en forma de calavera sobre la runa. El símbolo se encendió cuando líneas de fuego verde iluminaron el contorno con luz brillante, antes de que ésta se amorteciera hasta un resplandor menos espectacular aunque visible.

Con gestos rápidos y expertos, Thanquol repitió el procedimiento con cada una de las otras runas, y una vez completado, dejó caer con cuidado otras tres gotas de su preciosa sangre sobre la gema espía. Al instante, se formaron vagas figuras temblorosas. Pudo ver la escena de caos y carnicería inminente que tenía lugar en el valle situado más abajo como si la observase desde una gran altura. Luego, la imagen osciló, y una nube de electricidad estática llenó la gema. Thanquol le propinó al cristal un irritado golpe en un flanco, y la imagen se volvió nítida y dejó de oscilar. En ese momento, la visión de la batalla se tornó tan clara como si fuese pleno día. Bueno, casi… La imagen tenía un suave tinte verdoso que no hubo forma de quitarle por muchos golpecitos de ajuste, suaves y no tan suaves, que Thanquol le dio.

¡No importaba! El vidente gris se sentía como el maestro de algún juego vasto y secreto, y todos aquellos skavens que se encontraban abajo no eran más que piezas bajo su mando, peones para mover con su poderosa zarpa, figuritas colocadas sobre el tablero y dirigidas por su titánica inteligencia. Tomó otra pizca de piedra de disformidad en polvo y casi aulló de júbilo. Sentía que su poder era infinito. No había nada parecido a aquella sensación de control, de dominio, y lo mejor de todo era que podía ejercer su poder desde un punto que quedaba bien fuera de la vista y a resguardo de todo peligro. No era que tuviese miedo, claro estaba; más bien se trataba de una cuestión de sensatez mantenerse fuera del alcance de riesgos innecesarios. ¡Era el mayor sueño de cualquier vidente gris convertido en realidad!

Thanquol se permitió un largo momento para deleitarse, y luego dedicó su atención a la batalla e intentó decidir con exactitud cuál sería el método espectacular por el que se haría con la victoria y la fama inmortal entre el pueblo skaven.

* * * * *

Félix separó mucho los pies con la intención de hallar el equilibrio sobre el carro. El vehículo se balanceaba suavemente sobre la suspensión, y se preguntó si sería prudente permanecer allí. Por un lado, era un punto de apoyo inseguro, y él resultaba un blanco demasiado visible al ponerse de pie. Por otro lado, al menos allí arriba contaba con la ventaja de encontrarse en un terreno algo más elevado y disponer de la protección parcial de los flancos del carro. Decidió que, por el momento, se quedaría donde estaba y saltaría al suelo ante la primera señal de proyectiles. Era lo más lógico que podía hacer y, además, daba la impresión de que alguien tendría que permanecer allí para cuidar de Varek.

El poco mundano joven estaba escribiendo como un loco en su libro, y Félix se asombró de que pudiese ver lo suficiente para hacerlo.

Debido a su larga asociación con Gotrek, sabía que los enanos podían ver en la oscuridad mejor que los humanos, pero aquello era una sorprendente prueba de ese hecho. A la temblorosa luz de los hornos de fundición que a Félix apenas le permitía distinguir los contornos de los objetos, el enano escribía con total dedicación, como un escriba que copiara un manuscrito a la luz de las velas. En cualquier caso, era una increíble proeza de concentración. Para ser sincero, el poeta habría preferido que Varek les prestase un poco más de atención a las mulas, ya que los animales daban claras muestras de inquietud ante la proximidad cada vez mayor de los skavens.

Miró en torno con nerviosismo, al mismo tiempo que se preguntaba si alguno de esos peligrosos asesinos skavens con armas envenenadas andaría acechando por los alrededores. Era improbable que los hombres rata se lanzaran a un sencillo ataque frontal sin preparar alguna indecente sorpresa traicionera. Por amarga experiencia propia sabía de qué eran capaces, y tocó suavemente a Varek con la punta de la bota.

—Será mejor que les prestes atención a las mulas —dijo—; parecen intranquilas.

Varek asintió con gesto cordial, guardó la pluma dentro de sus enormes bolsillos, cerró el libro y recogió la bomba. Por alguna razón, Félix no se sintió más tranquilo que antes.

* * * * *

Thanquol tenía los ojos clavados en la gema espía con furiosa concentración. Situó una zarpa a cada lado del cristal y chilló frenéticas invocaciones mientras intentaba retener el control de la visión, que no resultaba tan fácil de controlar como le habría gustado.

Alzó la zarpa derecha y la imagen se deslizó hacia arriba y a la derecha. Cerró la zarpa izquierda y le asestó un puñetazo a la gema; la imagen se desplazó hasta proporcionarle una vista panorámica del campo de batalla. Vio a los skavens que descendían a saltos por la ladera hacia los enanos que se organizaban con presteza. Vio las enormes puntas de lanza peludas de los guerreros alimaña dirigidas directamente hacia el centro de la hueste de enanos que estaba formándose. Vio correr a los destacamentos de ratas de clan y, en los flancos, a los esclavos skavens que se movían con algo menos de entusiasmo. Vio a su guardaespaldas, Destripahuesos, que corría junto a Acechador Lenguadelatora.

La plaza fuerte situada en lo alto del valle parecía un juguete de rata cachorro cuando se la observaba desde aquella altura, y la totalidad de la vasta estructura del campamento enano tenía un aspecto sospechosamente ordenado; de hecho, seguía alguna pauta, como si cada edificio, tubería y chimenea formase parte de una sola máquina descomunal. Resultaba todo muy fascinante y tuvo que luchar para mantener la atención fija en el conflicto inminente. Uno de los efectos secundarios del polvo de piedra de disformidad era que el usuario podía quedarse embelesado con las cosas más triviales y perderse en la contemplación de la majestuosidad de las uñas de los pies mientras a su alrededor ardían ciudades enteras. Thanquol era un hechicero lo bastante experimentado como para saberlo, pero a veces incluso él lo olvidaba durante un momento. Y la escena resultaba tan tentadora, tan… Devolvió sus pensamientos a la batalla y obligó a la imagen a cambiar, acercándola como si fuese el ojo de un pájaro, al centro de las filas de enanos y luego al carro sobre el que se encontraba de pie Félix Jaeger, espada en mano, con aspecto tenso y legítimamente atemorizado.

Al vidente gris se le ocurrió un plan simple pero brillante. Tenía algunas dudas respecto a si aquel Destripahuesos podría enfrentarse con el Matatrolls de manera más eficaz que su predecesor, pero no le cabía la más mínima duda de que el monstruo podía matar a Jaeger. Debía darle a la rata-ogro algunas instrucciones especiales relacionadas con el humano; sabía que aquel bruto feroz, leal y estúpido las obedecería hasta la muerte. En un arrebato glorioso, supo que la dolorosa muerte de Félix Jaeger estaba asegurada.

Tras haber localizado a su víctima, Thanquol envió su mágica vista en busca de Destripahuesos y, cuando encontró al monstruoso híbrido de rata y ogro, musitó otro hechizo que permitiría que sus pensamientos se comunicaran con los de su guardaespaldas.

Sintió un súbito mareo y la repentina explosión de hambre devoradora de alto horno, rabia y estupidez de bruto que conformaban la conciencia de la rata-ogro. Con rapidez, fijó la imagen de la posición de Jaeger en la mente del monstruo y le dio las instrucciones pertinentes: «¡Ve, Destripahuesos, mata! ¡Mata! ¡Mata!».

* * * * *

Félix se estremeció. Sabía que alguien estaba observándolo, pues casi podía sentir los ardientes ojos fijos en su espalda. Se volvió con la seguridad de que vería a algún malevolente skaven dispuesto a clavarle un cuchillo entre los omóplatos, pero no vio a nadie.

Poco a poco, la horripilante sensación pasó y fue reemplazada por una preocupación más inmediata: ¡ya casi tenían a los skavens encima! Podía oír sus chillidos y las toscas armas que chocaban de manera aterrorizadora contra los escudos. Precedido por un enorme siseo, una andanada de flechas pasó volando. Procedía de las almenas del castillo, desde donde los ballesteros enanos disparaban contra los skavens más cercanos y grandes. Algunos de ellos cayeron, pero no los suficientes para enlentecer el avance del ejército enemigo. Sus compañeros se limitaron a continuar corriendo mientras pisoteaban a los caídos en su frenética prisa por entrar en combate.

Un rugido descomunal colmó los oídos de Félix; era el profundo retronar de una criatura mucho más grande que un ser humano. Las mulas relincharon y retrocedieron, aterrorizadas; tenían el hocico cubierto de espuma a causa del miedo. Al moverse el carro, el poeta tuvo que cambiar el peso de una pierna a otra para mantener el equilibrio. Volvió la cabeza, aferró la espada con más fuerza y dio media vuelta para encararse con el monstruo que sabía que estaba detrás de él. Esa vez, la premonición era correcta.

* * * * *

Acechador luchó contra el miedo que lo invadía y amenazaba con abrumar su cuerpo de rata. Era una sensación a la que estaba habituado; importunaba su mente y le decía que huyera de la refriega al mismo tiempo que él emitía chilliditos de miedo. Con la masa de sus compañeros alrededor, sabía que no podía hacerlo sin acabar pisoteado, así que el miedo se volvió hacia el interior, como él sabía que haría, y como un río embalsado fluyó en otra dirección.

De pronto, sintió el desesperado deseo de entrar en combate, de enfrentarse con lo que causaba su terror, destrozarlo con sus armas, pisotear su cadáver tendido, hundir el morro en su carne muerta y arrancarle las entrañas aún tibias. Sólo haciendo eso podría aquietar a su acelerado corazón, luchar contra el impulso de vaciar sus glándulas de almizcle y acabar con aquella ansiedad que resultaba casi demasiado terrible de soportar.

—¡Deprisa-deprisa! ¡Seguidme! —chilló.

Y corriendo, se lanzó contra un fornido enano ataviado con un delantal de cuero que empuñaba una hacha.

* * * * *

Félix dudaba que jamás se hubiese encontrado cara a cara con una criatura humanoide tan grande como aquélla. Incluso los monstruos con los que había luchado en las calles de Nuln eran pequeños en comparación. Aquella cosa era enorme, inmensa. La cabeza monstruosa —distorsionada parodia de la de una rata— quedaba a la altura de la suya a pesar de que él se encontraba de pie sobre un carro. Tenía unos hombros casi tan anchos como el armazón del vehículo, y sus largos brazos musculosos llegaban prácticamente hasta el suelo. Las manos descomunales estaban rematadas por malignas zarpas curvadas; hasta parecían capaces de hacer trizas una cota de malla. Enormes forúnculos llenos de pus sobresalían entre su pelaje sarnoso, y una larga cola pelada azotaba el aire con furia. Los ojos rojos, llenos de bestial odio demente, se clavaron en los del poeta.

A Félix se le encogió el corazón, pues sabía que la bestia había acudido a matarlo. En los malevolentes ojos había una expresión de salvaje reconocimiento, y algo extrañamente familiar en la forma en que ladeó la cabeza. Una lengua rosada que pasó por sus labios sugirió una hambre obscena y voraz de carne humana al mismo tiempo que unos dientes afilados, largos como dagas, quedaban visibles dentro de la boca. La criatura profirió otro bramido triunfante e intentó apresarlo.

Para las mulas, aquello ya fue demasiado. Frenéticas de miedo, se levantaron sobre las patas traseras, y luego echaron a correr. El carro salió disparado hacia adelante y estuvo a punto de volcar cuando las aterrorizadas bestias giraron justo a tiempo de evitar el foso que rodeaba la plaza fuerte. El carro topó contra una roca y rebotó. A consecuencia de la acometida, Félix cayó cuan largo era en la caja, aunque el poeta tuvo la suficiente presencia de ánimo para no soltar la espada.

La rata-ogro quedó rezagada y con la boca abierta de estúpido asombro, y luego se lanzó a perseguirlos.

* * * * *

—¡No! —chilló Thanquol al ver que Jaeger escapaba de la presa de Destripahuesos.

El poder de la gema espía le había permitido observar la escena de cerca, y se había regocijado de deleite al ver la expresión de horror y aprensión que afloraba al rostro del hombre. Había experimentado una expectación trepidante cuando Destripahuesos se disponía a cogerlo, arrancarle los brazos y comérselos ante los horrorizados ojos de Jaeger… Pero la expectación se había transformado en pasmo al ver que las mulas ponían el carro en movimiento. ¡Era todo tan injusto!

Y sin embargo, resultaba típico de la suerte de aquel humano que, justo cuando estaba a punto de recibir su bien merecido castigo, lo salvaran aquellas estúpidas criaturas. Era mortificante que aquel hombre estuviese aún con vida e ileso, en lugar de retorciéndose de dolor. Breve y amargamente, Thanquol se preguntó si Jaeger habría nacido con el solo propósito de frustrar sus planes, y luego apartó esa idea a un lado y le envió otro pensamiento a Destripahuesos: «¿Qué estás esperando, bestia idiota-estúpida? ¡Ve tras él! ¡Síguelo! ¡Deprisa-deprisa! ¡Mata! ¡Mata! ¡Mata!».

* * * * *

Félix rodó sobre sí mismo en la parte trasera del carro e intentó, de modo instintivo, ponerse de pie otra vez. Podía oír que Varek les gritaba a las mulas e intentaba calmarlas y recobrar el control; por un instante, se preguntó si eso sería prudente, ya que, a la velocidad a la que avanzaban en ese momento, al menos mantenían la distancia respecto la rata-ogro…, ¿o no?

Al fin, logró apoyarse sobre las manos y ponerse de rodillas. Al asomar la cabeza por encima de la tabla trasera del carro, vio que el monstruo los perseguía y acortaba distancias con espantosa velocidad. Sus largas zancadas ganaban más terreno que las de cualquier corredor. Sus largos colmillos amarillentos brillaban a la luz de los hornos de fundición y su larga cola se mecía tras él mientras agitaba las garras con furia. Félix no tenía ninguna duda de que si se quedaba al alcance de aquellas zarpas moriría sin remedio.

Oyó que algo metálico rodaba de un lado a otro por el fondo del carro, y luego sintió que un objeto frío y duro le rozaba una pierna. Al bajar la mano para cogerlo, descubrió que se trataba de una de las bombas de Varek; debía de haber caído del asiento cuando los animales se espantaron. Estuvo a punto de soltarla a causa del miedo, ya que tenía la impresión de que podía explotar en cualquier momento; en verdad, le sorprendía que no lo hubiese hecho ya. En el instante en que experimentaba la tentación de arrojarla lo antes posible y tan lejos de sí como fuese capaz, lo asaltó el pensamiento de que era precisamente eso lo que debía hacer.

Manipuló la esfera con torpeza ante su rostro, y luchó por retenerla cuando le dio una nueva sacudida y lo arrojó con fuerza contra uno de los laterales de madera. En la semipenumbra logró ver la grapa situada en la superficie, y el complejo y abultado mecanismo que había debajo. Realizó un frenético esfuerzo por recordar cómo funcionaba. «Veamos, se tira de la grapa, y luego tienes cinco… ¡no!, cuatro latidos de corazón para arrojarla. Sí, eso era».

Volvió a alzar la vista. La rata-ogro estaba más cerca, parecía que ya se encontraba casi sobre ellos. Faltaba muy poco para que saltara a la parte trasera del carro y desgarrara su cuerpo con aquellas zarpas y aquellos colmillos espantosos, así que Félix decidió que no podía esperar más, y tiró de la grapa.

Sintió resistencia cuando el dispositivo se soltó, y algo largo y suave se agitó en su mano. Mientras la observaba, advirtió que de la parte superior de la bomba salían chispas. Al parecer, había un hilo sujeto a la grapa, y ese hilo iba unido a una especie de percusor de sílex. Al tirar de la grapa, saltaba una chispa que encendía la mecha. Todos estos pensamientos pasaron ociosamente por su cabeza mientras él contaba rápidamente hasta tres.

«Uno». La rata-ogro se encontraba a apenas unas pocas zancadas de distancia y avanzaba a una velocidad imposible con una expresión de hambre espantosa que le distorsionaba la cara. A sus espaldas, oyó que Varek comenzaba a gritar: «¡Sooo…!».

«Dos». El monstruo se encontraba ya tan cerca que Félix casi podía contarle los dientes de descomunal tamaño. Con gran inquietud vio que las enormes zarpas se tendían para apresarlo. Sabía que no iba a conseguirlo. Tal vez debía lanzar la bomba entonces. La voz de Varek continuaba multiplicando oes.

«Tres». Félix arrojó la bomba, que describió un arco en dirección a la criatura mientras la siseante mecha dejaba una estela de chispas tras de sí. La rata-ogro abrió la boca para proferir un bramido de triunfo… y la bomba entró por ella. Otra sacudida del carro derribó al poeta, que se dio un doloroso golpe contra el suelo del vehículo. Varek acabó su grito con un largo «¡… oooooo!».

Pareció que el tiempo se estiraba hasta transformarse en una hora. Félix yacía en el fondo del carro y jadeaba pesadamente mientras recordaba lo que Varek había dicho respecto a que aquellas bombas a menudo no funcionaban. Esperaba sentir en cualquier momento las enormes zarpas afiladas como navajas clavándosele en el cuello y alzándolo del fondo del carro. Luego oyó un «¡bum!» sordo, y algo horriblemente mojado y gelatinoso le cayó sobre el pelo y la cara. Tardó unos momentos en comprender que estaba cubierto de sangre y sesos.

* * * * *

Thanquol observó cómo la cabeza de Destripahuesos estallaba y lo imprecó sin reservas en voz alta. Era verdad, pensó: «Si quieres que un hueso quede bien roído, debes roerlo tú mismo». ¡El inmundo y poco fiable monstruo había estado tan cerca! Jaeger casi había caído en sus zarpas. Si el estúpido bruto no se hubiese tragado la bomba, el humano estaría en ese momento retorciéndose de dolor. Era casi como si Destripahuesos lo hubiese hecho de modo deliberado, sólo para frustrar los planes del hechicero. Tal vez la criatura estaba confabulada con sus enemigos ocultos. Tal vez le habían hecho algo raro a su cerebro de idiota durante la creación. Cosas más extrañas habían sucedido.

Thanquol se masticó la cola con frustración durante un momento, y les dedicó un centenar de furiosas imprecaciones a Destripahuesos, a Félix Jaeger y a todos los rivales skavens que se le ocurrieron. Si hubiese bastado sólo con deseos malevolentes, los huesos de todos ellos se habrían llenado de plomo derretido, sus cabezas habrían estallado y sus entrañas se habrían convertido en pus putrefacto en aquel mismísimo momento. Por desgracia, unas cosas tan maravillosas como aquéllas estaban fuera incluso de los poderes de hechicería de Thanquol; al menos, desde esa distancia. Al fin, se calmó y se contentó con el pensamiento de que existía más de una forma de despellejar un bebé. Luego hizo que la imagen se encumbrara una vez más sobre el campo de batalla general.

Por fortuna, allí las cosas marchaban mejor. Con una mirada, Thanquol vio que la mayor parte de las unidades de enanos habían formado en cuadrados y se preparaban para resistir el ataque skaven de dos puntas. La primera oleada skaven había llegado a las líneas de los enanos y se había roto contra ellas como el mar al estrellarse contra las rocas, pero al menos los guerreros alimaña aún continuaban luchando. A medida que más ratas de clan y esclavos skavens se sumaban a la refriega, el peso numérico iba imponiéndose poco a poco. Mientras observaba, una unidad de enanos de apretada formación comenzó a romperse, y la lucha se generalizó; predominaba el cuerpo a cuerpo. En circunstancias semejantes, la superioridad numérica de los skavens constituía una ventaja considerable.

Thanquol vio que un guerrero enano golpeaba a un guerrero alimaña con su martillo, y al instante le saltaba encima, desde detrás, un esclavo skaven. Mientras el enano intentaba frenéticamente quitarse de encima al enemigo, fue derribado por otros hombres rata como un ciervo rodeado de sabuesos. Al desaparecer bajo una pila de cuerpos peludos, logró asestar otro golpe con el martillo, un golpe que le hundió el cráneo a una rata de clan e hizo volar por todas partes sangre, fragmentos de cerebro y hueso. Thanquol no sintió compasión alguna por el skaven muerto. Estaría encantado de que a cada segundo se produjese ese mismo intercambio por la vida de un enano. Siempre quedaban estúpidos guerreros de sobra en el lugar del que procedían aquéllos, y sabía que sólo él mismo, de entre todos los skavens, era irreemplazable.

Thanquol observó con alegría cómo, en meros segundos, la llamarada verde de un lanzallamas incineraba a un grupo de enanos, fundía sus armaduras, prendía fuego a sus barbas y los reducía primero a esqueletos y luego a polvo que salía flotando en el viento. Estaba considerando recompensar al equipo del lanzallamas cuando sus propios integrantes se desvanecieron en una bola de fuego a causa de una avería en el arma. «No obstante —pensó Thanquol—, al menos han muerto por un propósito superior: el suyo propio».

Con lentitud pero de modo seguro, en todo el campo de batalla la lucha se desarrollaba a favor de los skavens. Los enanos, aunque estúpidos, eran disciplinados y valientes a su manera, pero los habían pillado desprevenidos. Muchos de ellos carecían de armadura e iban pertrechados sólo con los martillos que usaban para trabajar. Les estaban infligiendo increíbles bajas a los skavens, pero eso carecía de importancia. A Thanquol no le importaba que acabasen completamente con su ejército, siempre y cuando los enanos estuviesen todos muertos al finalizar la noche. «Hasta el momento —se felicitó con sinceridad—, las cosas están saliendo exactamente de acuerdo con lo planeado…», excepto en un rincón del campo de batalla.

Con la velocidad del pensamiento, envió la imagen hacia el foco de agitación, y por algún motivo no le sorprendió encontrarse con que dos fornidas siluetas de cabeza rapada estaban abriendo un sendero de sangrienta carnicería a través de la masa de sus soldados. A una de ellas la reconoció al instante; era la odiosa figura de Gotrek Gurnisson. El otro le era desconocido, pero a su manera le resultaba tan atemorizador como el primero. Mientras que Gurnisson luchaba armado sólo con aquella espantosa hacha poderosísima, el segundo Matador peleaba con una hacha más pequeña en una mano y un martillo enorme en la otra.

La matanza que estaba llevando a cabo aquel par era inmensa. A cada golpe caía al menos un skaven, y a veces Gurnisson atravesaba varios cuerpos de una vez, segando la carne skaven como si fuese trigo y el hueso como si se tratara de ramitas finas. En aquel momento, Thanquol habría dado cualquier cosa por la presencia de equipos de mosquete jezzail, ya que en tal caso les habría ordenado a los astutos tiradores skavens que derribaran a aquel pavoroso dúo desde lejos. Sin embargo, carecía de sentido desear lo que no podía obtener, así que él mismo tendría que hacer algo respecto a aquellos dos.

Su estrategia inicial fue enviarles correos a través del pensamiento a los jefes de dos de sus unidades para apartarlos de la refriega principal y llevarlos a combatir con los Matadores. Era una lástima que eso aliviara la presión sobre los sitiados enanos, pero resultaba necesario. Thanquol sabía que no podía correr el riesgo de dejar a aquellos dos libres para que asesinaran a discreción. Era de la más absoluta sensatez, además de gratificante para sus deseos, que Gotrek Gurnisson y su camarada muriesen.

* * * * *

Acechador alzó la mirada con expresión de incredulidad cuando la voz habló dentro de su cabeza.

«Lleva tu escuadra hacia la izquierda y acaba con esos dos Matadores».

De inmediato, reconoció la voz de Vidente Gris Thanquol. Una vivida imagen de la ruta que debía seguir a través de la refriega en dirección a los enanos tatuados apareció en su mente. Por un momento, consideró el hecho de que podría estar alucinando, pero la voz volvió a emitir chillidos con el imperioso estilo que Acechador conocía demasiado bien. «¿A qué estás esperando, escoria estúpida? ¡Ve ahora-ahora o devoraré tu corazón!». Acechador decidió que era mejor obedecer.

—De inmediato, ¡oh, el más superlativo de los hechiceros! —masculló.

Les chilló a sus soldados que lo siguieran, y corrió en la dirección que le habían ordenado.

* * * * *

Arrastrado por las mulas aterrorizadas, el carro corría a través de la refriega, fuera de control, mientras enanos y skavens se arrojaban hacia los lados para evitar ser pisoteados por los cascos de las pataleantes criaturas. Félix rodaba de un lado a otro en la parte trasera y luchaba con frenesí por recobrar el equilibrio, mientras oía a Varek que, alternativamente, les gritaba a las mulas que se detuvieran y reía como un maníaco al arrojar bombas hacia los grupos de skavens que arremetían contra ellos. No parecía darse cuenta de que cada vez que las mulas estaban a punto de aminorar la carrera, él las espantaba aún más arrojando sus artefactos explosivos. A Félix no le sorprendía en lo más mínimo que las pobres bestias estuviesen aterrorizadas, ya que las bombas tenían ese mismo efecto sobre él. A cada instante temía que uno de aquellos trastos estallara en la mano de Varek y destruyera el carro, enviándolos a ambos a la tumba.

De vez en cuando, lograba asomarse por encima del borde de los laterales del carro, y captaba atisbos de imágenes que sabía que quedarían para siempre grabadas en su memoria. Algunos edificios se habían incendiado, y las llamas se propagaban, de modo que nubes de chispas y hollín se alejaban con el viento. Tal vez otros enanos habían usado bombas como las de Varek, o quizá era el efecto de alguna espantosa arma o hechicería skaven, pero el poeta no dudaba que la conflagración consumiría la totalidad del complejo. Ya se veían llamas que salían por las grandes chimeneas e iluminaban el campo de batalla, lo que proporcionaba una selección de escenas propias de la visión del infierno que podría tener un lunático.

Vio a un skaven que salía corriendo de uno de los edificios de fundición, con todo el cuerpo en llamas, y dejaba tras de sí una estela de pelo encendido como la cola de un cometa. El horrible aunque tentador olor a carne quemada colmó el aire; los chillidos de agonía de la criatura eran agudos y audibles, incluso por encima del fragor de la batalla. Mientras observaba, el agonizante hombre rata se arrojó sobre un guerrero enano y se aferró a él como la muerte. Las llamas de su cuerpo saltaron a su víctima, y las ropas del enano comenzaron a arder en el momento en que acabó con el sufrimiento de la criatura asestándole un veloz tajo con su hacha.

El carro se estremeció, elevándose un tanto del suelo. Se oyó un crujido, y Félix tuvo la horrible sensación de que algo se partía y resultaba molido. Al mirar hacia atrás pudo ver que acababan de pasar por encima del cadáver de un enano al que la rueda le había aplastado el pecho; por la boca manaba sangre, y trozos de carne púrpura corrían por la barba.

El vapor lo cegó, y por un momento sintió que la piel se le escaldaba. La condensación cubrió su espada y su frente, y el poeta tuvo la horrible impresión de que era eso lo que debía sentirse cuando a uno lo hervían vivo. Tras un breve momento de agonía, salieron de la nube de vapor y vio que una de las enormes tuberías se había roto y el vapor se derramaba por el campo de batalla. Mientras observaba, un enano y dos skavens abandonaron rodando la nube con las manos aún aferradas al cuello del enemigo. El rostro del enano estaba rojo como una gamba hervida y grandes zonas de piel se le habían ampollado y pelado a causa del calor. El pelaje de los skavens estaba horriblemente mojado y pegajoso.

El carro penetró a toda velocidad en el centro de una enorme refriega, en la que los cuerpos estaban tan apretados que nadie tuvo la más mínima posibilidad de evitar los cascos de las mulas. Cuando el vehículo atravesó la muchedumbre como un carro de guerra, se partieron cráneos y se rompieron huesos, ya que los que caían eran aplastados por las ruedas de llantas de hierro. Cuando el carro aminoró la carrera, Félix logró ponerse de pie y echar una mirada a su alrededor.

Varek había dejado de lanzar bombas, pues hacerlo entonces habría causado una carnicería indiscriminada debido a que los enanos y los skavens estaban allí demasiado mezclados para que pudiese escoger un blanco fácil.

Las mulas se levantaron sobre las patas traseras y golpearon con los cascos, y en ese momento, también el carro comenzó a perder el equilibrio. En aquella enorme muchedumbre había corrientes y mareas igual que en el mar, y la presión de los cuerpos en un flanco comenzó a inclinar el carro. Félix cogió a Varek por un hombro para indicarle que debían saltar. El joven enano alzó los ojos hacia él, le sonrió, se detuvo el tiempo necesario para coger su libro y luego se impulsó hacia la refriega.

Por el rabillo del ojo, Félix creyó ver dos figuras achaparradas y cubiertas de tatuajes que se abrían camino a golpes a través de una horda de skavens. Desde su perspectiva aventajada, pudo contemplar cómo un nuevo contingente skaven emergía del espacio situado entre dos edificios y se encaminaba hacia los Matadores. Tras detenerse sólo el tiempo necesario para memorizar la dirección, Félix saltó del carro a la vez que blandía la espada, y antes incluso de que sus pies tocaran el suelo, la hoja ya había atravesado carne skaven.

* * * * *

Acechador se detuvo por un momento y dejó que sus guerreros lo adelantaran. Luego señaló a los dos enanos que le habían mandado matar.

—¡Deprisa-deprisa! ¡Matad-matad!

Alentado por el hecho de que superaban numéricamente a sus enemigos en veinte a uno, sus bravos guerreros alimaña se lanzaron al ataque espumajeando por la boca. Se mostraban ansiosos por tomar parte en el asesinato a fin de reclamar el mérito y la gloria. Acechador sintió la tentación de unirse a ellos, pero el aspecto de aquellos dos enanos hacía que el pelo de la base de la cola se le erizase y enviase estremecimientos de cautela justificada a lo largo de su espinazo.

No estaba muy seguro de a qué se debía. Ciertamente, eran grandes para ser enanos y no cabía duda de que tenían un aspecto feroz, con sus barbas erizadas, estrafalarios tatuajes y armas empapadas en sangre; pero no era eso. Lo que contuvo a Acechador fue algo que había en la forma en que se erguían; la absoluta ausencia de miedo sugería que tal vez, incluso, podían estar disfrutando con el hecho de no tener la más mínima probabilidad a su favor. Parecía evidente que estaban bastante locos, y eso ya era razón suficiente para evitarlos. Entonces reconoció a uno de ellos; había participado en la batalla de Nuln, y no sintió ningún deseo de luchar contra él. ¿Era posible que Gotrek Gurnisson estuviese precisamente allí?

Sus presentimientos se transformaron en certidumbres cuando el primero de los guerreros alimaña llegó hasta donde estaban ambos enanos. Conocía al skaven: era el subjefe Vrishat, un presumido skaven estúpido y feroz, que muy obviamente deseaba desafiar a Acechador para hacerse con el puesto de jefe de garra. Era estúpido, pero también un guerrero feroz, que sin duda acabaría rápidamente con sus canijos enemigos, aunque los enanos no dieron muestras de preocupación alguna. El que le era conocido, el que llevaba la enorme cresta de pelo teñido erizada sobre la cabeza pelada, le lanzó un tajo con su hacha monstruosamente grande y separó la cabeza de Vrishat de sus hombros. No esperó a que el siguiente skaven llegara hasta él, sino que cargó al mismo tiempo que blandía el hacha, rugiendo y bramando estrafalarios desafíos en su idioma brutal y primitivo.

Acechador esperaba de verdad que el enano cayera abrumado por una descomunal ola de skavens; pero no, ni siquiera lograron aminorar su avance. Continuó adelante como un barco de acero a través de un mar embravecido por la tempestad, haciendo girar su hacha descomunal, asestando golpes con sus manos como jamones, partiendo huesos, cercenando extremidades, matando a todo lo que se interponía en su camino.

El otro no era en nada mejor que el primero. Su risa demente atronaba como un rugido por encima del campo de batalla a la vez que golpeaba con una arma en cada mano y mataba de forma igualmente diestra con ambas, desplegando su espantosa fuerza en el modo como su martillo reducía a gelatina las cabezas cubiertas por cascos y su hacha se hundía alegremente en los pechos de los guerreros alimañas protegidos por gruesas corazas.

Mientras Acechador observaba, un skaven más pequeño y astuto logró describir un círculo en torno al Matador y saltar hacia él por la espalda, con los colmillos desnudos y la brillante espada relumbrando a la luz de los edificios en llamas. Sin detenerse siquiera, advertido de alguna forma de la presencia del skaven sin siquiera verlo, el enano giró en redondo y su hacha derribó al enemigo, al que luego, para asegurarse, le partió el cuello con el martillo. Mientras, reía con sonoras carcajadas como un maníaco.

—¡Snorri mata montones! —repetía una y otra vez el enano.

¿Acaso el enano tenía un oído tan fino que no podía acercársele nadie sin que lo oyera? ¿Había notado la mera presencia de la sombra del skaven al proyectarse sobre la suya propia en la penumbra reinante? Acechador no sabía qué pensar, pero la velocidad de relámpago con la que se había vuelto y golpeado le aseguró que él no quería estar para nada cerca de aquellas armas, al menos hasta que sus dueños estuviesen cansados y gravemente heridos. Decidió que era mejor no compartir aquel pensamiento con sus seguidores, y le dio una patada al más próximo para que se sumara a la refriega.

—¡Deprisa-deprisa! ¡Debilitándose están! Esta matanza es tuya.

El guerrero se volvió y lo miró con un cierto aire de duda, pero Acechador le enseñó los colmillos y sacudió la cola con gesto amenazador, y se sintió agradecido al ver que el skaven cargaba, casi más atemorizado por su jefe de garra que por los enemigos. Acechador empujó después a otros dos.

—Pronto-pronto. Superados en número los tenéis. Buen gusto tendrán sus corazones —chillaba.

Aquel recordatorio de la superioridad numérica fue cuanto hizo falta para animar al resto de la garra a avanzar hacia la refriega. Un signo de superioridad semejante siempre llenaba de valor a los osados guerreros skavens, y Acechador sólo esperaba no quedarse sin subalternos antes de que los enanos se cansaran.

* * * * *

Thanquol volvió a imprecar. ¿Qué imbécil había prendido fuego a los edificios? Thanquol juró que si había sido uno de sus incompetentes subalternos se comería crudo el corazón del estúpido ante sus propios ojos. Si aquellos edificios resultaban destruidos, la grandiosa victoria no serviría casi para nada. Quería tomarlos enteros e intactos para que pudiesen ser inspeccionados por los ingenieros brujos; apoderándose de sus secretos, aún mejoraría más la superior ingeniería skaven. No quería que todo el complejo se quemara hasta los cimientos antes de la inspección. En ese preciso instante, no veía nada que pudiese hacer, como no fuera ordenarles a todos sus jefes de garra que tuviesen más cuidado.

Se consoló con el pensamiento de que, al menos, vería destruido al maldito Matatrolls.

* * * * *

Los agónicos alaridos de los que morían; la noche hendida por la temblorosa luz de los edificios en llamas, una luz que era aún más mortecina a causa de las espesas nubes de escaldante vapor; la presión de los cuerpos peludos; el choque de la hoja de la espada contra el hueso; la sensación pegajosa de la negra sangre tibia que fluía sobre su mano; la expresión de perverso odio en los ojos que se apagaban de los skavens agonizantes; todo eso, la totalidad de la escena infernal, se grabó a fuego en la memoria de Félix Jaeger. Por un breve, vertiginoso instante, el tiempo pareció detenerse, y se encontró a solas y sereno en el centro de aquel aullante remolino turbulento, con la mente libre de temores y horror. Tuvo conciencia del entorno de una manera que el hombre sólo puede experimentar cuando sabe que cada inspiración de sus pulmones podría ser la última.

Cerca de él, dos fornidos enanos luchaban, espalda con espalda, contra una manada de aullantes skavens; tenían las barbas erizadas, los martillos cubiertos de restos de carne y los delantales brillantes, empapados en sangre negra. Los hombres rata eran fibrosos, estaban flacos y mal alimentados; tenían el aspecto macilento y salvaje de los lobos en invierno. Una espuma sanguinolenta manaba de sus labios porque se habían mordido la lengua y el interior de las mejillas a causa del frenesí de la batalla. Sus espadas estaban melladas y herrumbrosas; unos harapos mugrientos cubrían sus pelajes llenos de costras, y sus ojos reflejaban la luz. Uno de ellos saltó hacia adelante y trepó por encima de sus compañeros en un apresurado impulso por llegar a la presa; a Félix le recordó el pululante avance de una manada de ratas que una vez había presenciado en las calles de Nuln. A despecho de su forma humanoide, en aquel momento no había, en absoluto, nada humano en los skavens. Eran inconfundiblemente bestias con imagen humana, y su parecido a los hombres sólo lograba hacerlos más aterrorizadores.

Un espantoso alarido procedente de la derecha atrajo la atención del poeta y, al volverse, vio cómo un guerrero enano herido era derribado por una manada de hombres rata. En los ojos del enano, había una expresión de estoica resistencia.

—Véngame —pidió con el último jadeo ronco de su agonía.

La manera como los skavens se pusieron a luchar por los pedazos del cadáver aún tibio asqueó a Félix, que saltó hasta donde éste yacía y hundió la espada en el lomo de un esclavo skaven. La relumbrante espada atravesó el cuerpo huesudo y se clavó en el otro skaven que se encontraba debajo. Una patada lanzó a otro hombre rata volando de espaldas, y Félix arrancó la espada y volvió a clavarla con todas sus fuerzas en los cuerpos que tenía a los pies. La potencia del impacto curvó la hoja hasta el punto de que él temió que se partiera. Impulsado por el odio, el poeta la hizo rotar y amplió la herida con un monstruoso sonido de succión, para luego retroceder con el tiempo justo para parar el golpe que le lanzó el enorme skaven que saltó hacia él.

En ese momento estaba más allá del miedo, movido sólo por el instinto de matar. Puesto que sabía que no había modo de evitar la lucha, se sentía impelido a hacerlo lo mejor posible, lo que lo convertía en un oponente temible. Lanzó una patada que le acertó al skaven en una rodilla y produjo un crujido. Mientras la criatura retrocedía a saltos, chillando de dolor, el poeta le clavó la espada en la garganta a la vez que volvía la cabeza para evitar la sangre que salía a chorros por la arteria cercenada. No era momento para quedar cegado por la hemorragia del enemigo.

A lo lejos, oyó una conocida voz de toro que bramaba un grito de guerra; al instante, reconoció a Gotrek, y comenzó a avanzar hacia él. Segaba skavens a diestra y siniestra a medida que caminaba sin preocuparse por si mataba o no a los enemigos, ya que su única intención era abrirse paso. Los skavens se apartaban ante su furiosa acometida, y al cabo de doce latidos de corazón llegó ante una escena de la más espantosa carnicería. Snorri y Gotrek se hallaban de pie sobre una enorme pila de cadáveres skavens, y continuaban segando vidas con sus terribles armas. El hacha de Gotrek subía y caía con la monótona regularidad de la cuchilla de un carnicero, y cada vez que descendía ponía fin a más vidas skavens. Snorri giraba como un derviche hacia uno y otro lado, y en sus labios burbujeaba la espuma de una furia demente mientras golpeaba con hacha y martillo. Se detenía sólo de vez en cuando para propinarle un cabezazo a un hombre rata que había logrado atravesar su guardia.

En torno al dúo fluía una marea de enormes guerreros cubiertos por armaduras negras y mejor armados que la mayoría, con el monstruoso emblema de la Gran Rata Cornuda grabado en los escudos. Debía de haber dos veintenas de esos guerreros skavens de élite, y parecía casi imposible que hubiese algo capaz de sobrevivir a su furiosa acometida. Mientras Félix observaba, la masa de cuerpos ocultó a Snorri y Gotrek de la vista. Daba la impresión de que tenían que ser derribados sin remedio por el peso numérico, y el poeta permaneció inmóvil por un momento, incapaz de decidir si había llegado demasiado tarde para prestarles ayuda. Pero luego el hacha de Gotrek atravesó el cuerpo de un skaven y partió en dos al guerrero acorazado a pesar de su cota de malla; en un instante, el área que rodeaba a los Matatrolls quedó despejada. Parecía que nada podía conservar la vida dentro del círculo que cubría aquella hacha imparable. Los skavens retrocedieron y se reagruparon en un intento de reunir el coraje suficiente para acometerlos una segunda vez.

Félix cargó, entonces, hacia la refriega a la vez que golpeaba a diestra y siniestra y gritaba a pleno pulmón para hacer que pareciese que acometía un número mayor que un solo hombre. Gotrek y Snorri avanzaron para recibirlo, matando a medida que caminaban. Aquello fue demasiado para los skavens, que dieron media vuelta e intentaron huir noche adentro.

Félix se encontró cara a cara con el Matatrolls, que se detuvo un momento para inspeccionar el montón de muertos y agonizantes que había dejado tras de sí. La totalidad del cuerpo de Gotrek estaba cubierto de sangre encostrada, y él mismo sangraba por una docena de cortes y arañazos menores.

—Buena matanza —dijo—. Calculo que me he llevado por delante a unos cincuenta.

—Snorri también calcula que se ha llevado por delante a unos cincuenta —comentó Snorri.

—No me vengas con ésas —gruñó Gotrek—. Yo sé que no puedes contar más de cinco.

—Sí que puedo —murmuró Snorri—. Uno, dos, tres, cuatro, cinco… ¡Hummm!, siete, doce.

Félix los contemplaba con aire atónito. Aquellos dos maníacos parecían casi felices en medio de la escena de increíble destrucción.

—Bueno, será mejor ponerse en marcha. Quedan montones por matar antes de que acabe la noche.

* * * * *

Thanquol se mordió la cola con rabiosa furia. No podía creerlo. Aquellos estúpidos incompetentes no habían logrado acabar con los Matadores a pesar de contar con una abrumadora ventaja numérica y la superior ferocidad skaven. No era la primera vez que sospechaba que un enemigo oculto estaba saboteando sus esfuerzos por el sistema de enviarle peones inferiores. Sin duda, se trataba de los mismos malvados conspiradores que, en primer lugar, habían enviado a Jaeger y Gurnisson hasta aquel apartado lugar. ¡Bueno, ya les ajustaría las cuentas; desde luego que sí!

En ese momento, sin embargo, no tenía tiempo de ocuparse del asunto. Era hora de inspeccionar el campo de batalla y ver qué tal les iban las cosas a sus soldados. Apartó las manos hacia atrás y hacia arriba respecto a la gema espía, y la imagen retrocedió hasta dar la impresión de que flotaba sobre el campo de batalla como un enorme murciélago. Debajo de sí podía ver los edificios en llamas —«¡malditos estúpidos incompetentes!»—, y los signos de una lucha salvaje.

Aquí y allá, aún continuaban batallando enormes grupos de guerreros. Las armas chocaban contra las armas, saltaban chispas cuando las espadas skavens golpeaban las hojas de las hachas forjadas por los enanos, la sangre manaba de las heridas y los cadáveres decapitados aún se retorcían sobre el polvo, derramando la sangre que les quedaba en espasmos de furiosa energía. Se alzaban chispas llevadas hacia el cielo por el viento nocturno. Sobre las murallas de la plaza fuerte, un grupo de enanos sudorosos luchaba para situar en posición un cañón órgano.

Resultaba obvio que aquél era un momento crítico, pues todo dependía de un delicado equilibrio. Para el vidente gris, era igualmente obvio que sus skavens iban a ganar, ya que, al acometer a los enanos por ambos flancos con una enorme superioridad numérica, habían aplastado a los mal pertrechados oponentes. La frustración que Thanquol sentía por el hecho de que sus dos enemigos más mortales hubiesen escapado a la muerte comenzó a ser reemplazada por el cálido relumbre del triunfo inminente.

* * * * *

Félix sabía que iba a morir. Con movimiento fatigado paró el tajo de una cimitarra skaven, y sus músculos doloridos hicieron girar sus brazos, que lanzaron un contragolpe hacia el enemigo. La enorme criatura de pelo negro dio un salto hacia atrás y esquivó con agilidad el arma, al mismo tiempo que su cola salía disparada y se enredaba en las piernas de Félix con la esperanza de derribarlo al tirar de ellas. Pero el poeta ya había visto antes aquella maniobra, y al instante supo cómo reaccionar. Con un tajo de espada cercenó la cola cerca del nacimiento, pero logró devolver el arma a su posición defensiva justo a tiempo de parar un golpe descendente de la oxidada cimitarra.

La fuerza del impacto le dejó la mano casi dormida, y por reflejo apretó aún más la empuñadura para evitar que el arma resbalase de su palma sudada. El skaven chilló de horror y agitó el muñón de la cola a la vez que cometía el error de bajar los ojos para inspeccionar la hemorragia. En cuanto apartó los ojos de Félix, éste aprovechó la distracción para clavarle la espada mágica en el estómago, y las entrañas tibias se derramaron sobre su mano; contuvo la sensación de asco y retrocedió un paso. Mientras se sujetaba el estómago con las zarpas, con una expresión de incredulidad casi humana en el rostro, el skaven se desplomó de cara al suelo. Félix le clavó la espada en la nuca, donde cercenó las vértebras sólo para asegurarse de su muerte. Había visto a muchos guerreros derribados por enemigos a los que creían haber matado y estaba decidido a no cometer jamás ese mismo error.

Durante un instante, reinó la calma, pero al mirar a su alrededor vio que Gotrek, Snorri y un grupo de enanos maltrechos y de aspecto feroz parecían tremendamente cansados. Daba la impresión de que habían estado matando enemigos durante horas, y sin embargo por cada uno que mataban eran dos los que avanzaban hasta ocupar el lugar de los anteriores. Los skavens llegaban en oleadas, al parecer, inagotables. De lejos le llegaba el clamor de las armas al chocar entre sí, por lo que supo que en alguna parte había otros que continuaban luchando; pero mientras escuchaba, se produjo un ominoso silencio, al que siguió un rugido que parecía haber salido simultáneamente de un centenar de gargantas bestiales. Los enanos intercambiaron miradas que al poeta le dijeron que todos estaban pensando lo mismo que él: tal vez, eran los últimos enanos que quedaban vivos en el exterior de la fortaleza.

Y eso no iba a durar mucho tiempo, ya que, al mirar a su alrededor, Félix vio que se hallaban rodeados por un círculo de feroces guerreros skavens. Centenares de ojos rojos destellaban en la oscuridad, y la luz de los edificios en llamas se reflejaba en un número similar de cimitarras brillantes. Los skavens habían retrocedido momentáneamente para reagruparse a fin de ejecutar lo que él sabía que iba a ser la acometida final. Se movían con una extraña precisión, como organizados por alguna inteligencia veloz, maligna e invisible. En ese momento, el poeta supo que iba a morir allí mismo.

Aprovechó la tregua momentánea para enjugarse el sudor de la frente. La respiración jadeante salía en ráfagas roncas de sus pulmones, y él inspiraba con ansiedad como un hombre que estuviera ahogándose. Le dolían los músculos como si ardiesen, y le parecía que la espada pesaba una tonelada o más. Estaba seguro de que no sería capaz de levantarla otra vez, ni siquiera para salvar su propia vida, y agradeció tener la experiencia suficiente para saber lo falsa que era esa sensación. Cuando llegaba el momento, siempre quedaba un poco más de fuerza con la que luchar, aunque entonces eso no cambiase en nada las cosas ante las hileras y más hileras de silenciosos rostros de hombres rata que veía al mirar a su alrededor.

—Desde allí arriba —creyó oír que decía alguien a sus espaldas—. Preparaos para repeler la carga. ¡Hagamos que esa escoria piojosa pruebe el verdadero acero enano!

Félix se maravilló ante la absoluta inflexibilidad del valor de los enanos. El sargento que acababa de hablar tenía que saber que la situación era por completo desesperada, y sin embargo estaba alentando a los soldados a que vendieran caras sus vidas. El poeta se preparó a hacer lo mismo, pero sólo porque no tenía más elección; si hubiese visto un posible camino para salir de allí y conservar la vida para otra batalla, lo habría seguido.

Procedente de algún punto distante, creyó oír un zumbido como de algún insecto monstruoso… o de una máquina. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Era acaso algún nuevo ingenio infernal que los skavens iban a lanzar contra sus enemigos? Aunque resultaba extraño, parecía proceder de la dirección del castillo, y entonces una débil esperanza comenzó a despertar en el corazón de Félix. Tal vez los enanos tenían una sorpresa en reserva para sus atacantes; aunque parecía improbable que pudiesen hacer nada antes de que los skavens arrasaran la posición que ocupaban en ese momento, tal vez sus muertes podrían ser vengadas.

Parecía que los jefes skavens les gruñían órdenes a sus numerosos seguidores. Con lentitud, reacios, como si temiesen que los primeros perderían la vida contra la muralla viviente de inexorables enemigos, los skavens comenzaron a avanzar. Tras dar los primeros y vacilantes pasos, adquirieron mayor confianza, y su avance fue aumentando en velocidad e impulso con una rapidez aterrorizadora. El extraño sonido zumbante se hizo más sonoro y parecía proceder de lo alto. Félix quería mirar hacia arriba, pero no podía apartar los ojos de la acometida de los hombres rata.

—¡Venid y morid! —rugió Gotrek.

Los skavens, al parecer, estaban dispuestos a tomarle la palabra porque comenzaron a correr con más velocidad aún al mismo tiempo que blandían las armas y chillaban sus gritos de guerra de malignas notas; mientras, agitaban las colas con furia. Félix se preparó para el impacto y luego resistió el impulso de echarse al suelo cuando una forma estrafalaria pasó rugiendo muy cerca por encima de su cabeza. Esa vez sí que alzó los ojos, y vio una gran flota de grotescas máquinas voladoras. Las calderas dejaban estelas de fuego tras ellas, y las palas de enormes rotores giraban por encima de los fuselajes a una velocidad que las hacía casi invisibles.

—¡Girocópteros! —oyó que bramaba alguien, y comprendió que estaba presenciando el vuelo nocturno de algunas de las legendarias naves voladoras de los enanos.

Ardientes destellos de luz descendían de las máquinas y caían en medio de los skavens que se acercaban. Cuando comenzaron a estallar entre los hombres rata, Félix comprendió que debían ser las chisporroteantes mechas de las bombas de enano.

El avance de los skavens se enlenteció cuando las bombas empezaron a hacer pedazos a sus objetivos mientras los jefes, al borde de la apoplejía, intentaban reagruparlos con gritos frenéticos. Pero cuando estaban lográndolo, uno de los girocópteros descendió casi hasta la altura de las cabezas y lanzó un ancho chorro de escaldante vapor recalentado justo en medio de ellos. Chillando de terror indescriptible, un numerosísimo grupo de hombres rata dio media vuelta y huyó. Su pánico era contagioso, y un poco después la carga se había transformado en fuga desordenada. Los enanos que rodeaban a Félix observaban todo aquello con embotada incredulidad; estaban demasiado cansados para salir siquiera en persecución de los enemigos que huían.