TRES
La Torre Solitaria
Félix miró al interior de la entrada del largo valle y se sintió sobrecogido por una sensación de reverencia. Desde donde estaba, podía ver máquinas, cientos de ellas. Enormes ingenios de vapor se alzaban a lo largo del valle como monstruos cubiertos por armaduras de hierro llenas de remaches. Los pistones de grandes bombas subían y bajaban con la regularidad del corazón de un gigante. El vapor salía siseando por descomunales tuberías herrumbrosas que corrían entre gigantescos edificios de ladrillo. Chimeneas enormes lanzaban grandes nubes de humo holliniento al aire, que resonaba con el entrechocar metálico de un centenar de martillos. El infernal resplandor de las forjas iluminaba el interior sombrío de los talleres, y docenas de enanos se movían de un lado a otro entre el calor, el ruido y las nubes de vapor.
Por un segundo, la niebla desapareció cuando el frío viento de las colinas atravesó el valle, y Félix vio que una enorme estructura dominaba el largo de la llanura. Estaba construida con metal herrumbroso, tachonado de remaches, y cubierta por un techo de hierro ondulado. Medía unos trescientos pasos de largo y veinte de alto, y en uno de sus extremos se alzaba una enorme torre de hierro forjado, que no se parecía a nada que hubiese visto antes. Estaba formada por vigas de metal, con un puesto de observación y algo semejante a un farol monstruoso en la punta.
En el extremo opuesto del valle y por encima del mismo, se encumbraba una fortaleza descomunal, cuyas piedras estaban cubiertas de musgo. Félix logró distinguir las bocas de los brillantes cañones situados en lo alto de las almenas. Del centro de la estructura se alzaba una sola torre de piedra, y en una cara de ésta, cerca del extremo superior, las manecillas de un reloj de enormes proporciones indicaban que era casi la séptima hora pasado el mediodía. Sobre el tejado, un telescopio igualmente gigantesco apuntaba al cielo. Mientras el poeta observaba, el minutero señaló las siete en punto, y se oyó el ensordecedor tañir de una campana cuyos ecos llenaron el valle de sonido.
El inquietante alarido de lo que sólo podía ser una sirena de vapor —Félix había oído algo parecido en una ocasión en la Facultad de Ingeniería de Nuln— colmó el aire. Entonces, se oyó el ruido de explosión de unos pistones y el entrechocar metálico de unas ruedas de hierro sobre raíles, y una pequeña vagoneta de vapor emergió de la cabeza de la mina. Avanzó por los carriles de hierro con pilas y más pilas de carbón hacia el interior de un horno de fundición.
El ruido era ensordecedor, el olor abrumador y el espectáculo a un tiempo monstruoso y fascinante, como mirar el interior de algún vasto e intrincado mecanismo de relojería de juguete. Félix tenía la sensación de estar contemplando una escena de algún tipo de extraña hechicería que, si se la dejaba realmente en libertad, podría cambiar el mundo. No se había dado cuenta de lo que eran capaces los enanos, del poder que sus arcanos conocimientos les conferían. Se sentía tan maravillado que, por un momento, se sobrepuso al miedo que había estado importunándolo durante todo el día desde el fondo de sus pensamientos.
Luego, el pensamiento volvió a su mente y recordó las huellas que había visto aquella mañana mezcladas con las marcas de las botas claveteadas de los Matadores. No podía caber duda ninguna de que pertenecían a skavens, y a un grupo muy numeroso. Félix sabía que por muy atemorizadores que fuesen los Matadores, los hombres rata no habían huido a causa del terror. Se habían retirado debido a que tenían otras cosas que hacer, y entrar en lucha con los compañeros de Félix podría haber retrasado la puesta en práctica de esa segunda misión. Era la única explicación posible para el hecho de que un grupo tan numeroso de skavens como aquél hubiese huido ante tan pocos enemigos.
Al mirar aquel sitio, comprendió cuál era el probable objetivo de los skavens. Allí había algo que los seguidores de la Gran Rata Cornuda deseaban tener en su poder… o destruir. Félix no tenía ni idea de qué sucedía en el valle, pero estaba seguro de que se trataba de algo importante debido a que se invertían allí muchísima industria, energía e inteligencia, y sabía que los enanos no hacían nada sin un propósito determinado.
No obstante, sintió una vez más que se le aceleraba el corazón. Allí había industria a una escala que jamás había imaginado posible. Poseía una magnificencia sórdida e implicaba una aterrorizadora comprensión de cosas que estaban más allá del conocimiento de la civilización humana. En ese momento entendió lo mucho que su pueblo tenía que aprender aún de los enanos. A su lado, oyó una inspiración repentina.
—¡Si alguna vez el Gremio de Ingenieros se entera de esto —tronó la voz de Gotrek—, van a rodar cabezas!
—Será mejor que bajemos allí y les hablemos de los skavens —propuso Félix.
Gotrek lo miró con algo parecido al orgullo en su único ojo de demente.
—¿Qué podrían temer esas gentes de ahí abajo de un puñado de ratas mugrientas?
Aunque se sintió tentado de mostrarse de acuerdo, Félix guardó silencio. Estaba seguro de que se le ocurriría algo si contaba con el tiempo suficiente para pensarlo. A fin de cuentas, en el pasado, los skavens le habían dado razones de sobra para sentir terror.
En algún punto situado a la derecha, algo destelló como un espejo que reflejase un rayo de sol, y el poeta se preguntó brevemente qué era, aunque luego lo descartó como una parte de la maravillosa tecnología desplegada a su alrededor.
—De todas formas, vayamos a contárselo —insistió, al mismo tiempo que se preguntaba por qué los enanos habrían colocado dentro de un grupo de arbustos una cosa que brillaba tanto.
* * * * *
Vidente Gris Thanquol observó la escena a través del periscopio. El dispositivo era otro magnífico invento skaven que combinaba las mejores características de un telescopio con una serie de espejos, de modo que podía observar a aquellos estúpidos desprevenidos de allá abajo desde dentro de su grupo de arbustos sin que lo vieran. Sólo era visible la lente que remataba el mecanismo y dudaba que los enanos reparasen en ella. Eran demasiado torpes y estúpidos.
Sin embargo, incluso el vidente gris tenía que admitir que había algo magnífico en lo que los enanos habían construido allá abajo. No estaba seguro de qué era, pero incluso él, en lo más hondo de su corazón de rata, se sentía impresionado. Era fascinante de contemplar, como uno de los laberintos que tenía para humanos en su casa de Plagaskaven. Allí sucedían tantas cosas que el ojo no sabía muy bien adónde mirar. Era tal la actividad desplegada que él sabía que estaba ocurriendo algo importante en aquel lugar, algo que muy bien podría redundar en beneficio de su propio mérito ante el Consejo de los Trece cuando se apoderara de ello.
Una vez más, se congratuló por su previsión e inteligencia. ¿Cuántos videntes grises habrían prestado atención a los informes de un puñado de esclavos skavens expulsados de las viejas minas de carbón situadas debajo de la Torre Solitaria?
Ninguno de sus rivales se había detenido a pensar que tenía que estar sucediendo algo importante cuando los enanos enviaban un ejército para reclamar una vieja mina de carbón ubicada en aquellas desoladas colinas. Por supuesto, tenía que admitir que ninguno de ellos había tenido la oportunidad de hacerlo porque Thanquol había ejecutado a la mayoría de los esclavos supervivientes antes de que tuvieran la posibilidad de contárselo a alguien más. Al fin y al cabo, el secretismo era una de las armas más poderosas del arsenal skaven, y nadie lo sabía mejor que él. ¿Acaso no era preeminente entre los videntes grises, los temidos y poderosos hechiceros skavens que seguían inmediatamente en rango al mismísimo Consejo de los Trece? Y con el correr del tiempo, también eso cambiaría. Thanquol sabía que estaba destinado a ocupar, algún día, su lugar legítimo en uno de los ancestrales tronos del consejo.
Tan pronto como estuvo seguro de que los informes eran veraces, viajó hasta allí con sus guardaespaldas y, en cuanto vio el tamaño del campamento de los enanos, envió una llamada a la guarnición skaven más cercana, invocando el nombre de la Gran Rata Cornuda y comprometiendo al comandante al más estricto secreto so pena de la muerte más larga, prolongada e increíblemente dolorosa. En ese momento, el valle estaba prácticamente rodeado por un poderoso ejército skaven, y fuese cual fuese el secreto que los enanos pretendían proteger sería suyo muy pronto. Esa misma noche daría la orden que lanzaría a las invencibles legiones peludas hacia la victoria inevitable.
Un movimiento atrajo por un momento la atención de Thanquol. Un ondular de color rojo en la brisa le recordó algo vagamente ominoso que había visto en el pasado. Hizo caso omiso de ello y desplazó el periscopio a lo largo de la ladera de la colina para inspeccionar las poderosas máquinas construidas por los enanos. Lo colmó la codicia y un incontenible deseo de poseerlas; la ignorancia acerca de su propósito no lo desalentó en lo más mínimo, pues sabía que sencillamente tenía que merecer la pena apoderarse de ellas. Cualquier cosa que pudiese hacer tanto ruido y crear tanto humo era en sí y por sí misma una cosa digna de acelerar los latidos del corazón de un skaven.
Algo relacionado con aquel aleteo de color rojo continuaba importunándolo desde el fondo de la mente, pero lo apartó a un lado y comenzó a trazar un plan de ataque al mismo tiempo que estudiaba las rutas de acceso a lo largo de los márgenes del valle. Deseó tener la posibilidad de conjurar una enorme nube de viento venenoso y enviarla hacia el valle para matar a los enanos y dejar intactas sus máquinas. La simple belleza de aquella idea lo impresionó. Tal vez debería vendérsela al Clan Skryre la próxima vez que negociara con ellos. Ciertamente, un aparato que pudiese bombear gas del modo en que aquellas chimeneas despedían humo sería…
¡Un momento! El extraño ondular de aquella capa escarlata que le era familiar penetró en su cabeza, y de pronto recordó dónde había visto antes algo parecido. Le vino a la memoria un humano odioso que llevaba puesto algo similar. Pero sin duda… no era posible que él estuviese allí.
Con premura, Thanquol hizo girar el periscopio sobre su estructura abatible. Oyó un gruñido de dolor del esclavo skaven sobre cuyo lomo estaba sujeto mediante correas, pero ¿qué le importaba a él? El dolor del esclavo significaba menos para él que el pelo que se le caía cada mañana.
Con un veloz movimiento de la zarpa delantera enfocó las lentes sobre el origen de su inquietud, y durante un conmocionado instante luchó para contener el casi abrumador impulso de segregar el almizcle del miedo. Sólo logró contenerse al recordar que no había forma de que aquel mono lampiño pudiese verlo.
Thanquol dio un respingo y agachó la cornuda cabeza a pesar de que su poderosa inteligencia le decía que ya se encontraba fuera de la vista. Se volvió para ver si sus dos lacayos, Acechador y Grotz, habían reparado en su inquietud, pero los inexpresivos rostros de ambos lo miraron con placidez y se sintió seguro de que no se había desprestigiado ante sus subordinados. Tomó una pizca de polvo de piedra de disformidad para calmar sus temblorosos nervios, y luego elevó lo que podría haber sido una plegaria o, concebiblemente, una maldición dirigida a la Gran Rata Cornuda.
No podía creerlo. ¡Sencillamente, no podía creerlo! Con la misma claridad que a su propio hocico, había visto al humano Félix Jaeger al mirar a través del periscopio. Se inclinó hacia adelante y echó otra furtiva mirada sólo para asegurarse del todo. No, no había error posible. Allí estaba; de pie, a plena luz del día. ¡Félix Jaeger, el humano odioso que tanto había hecho para frustrar los magníficos planes de Thanquol, y que apenas unos meses antes casi había logrado, más allá de todo lo razonable, hacer que cayera en desgracia ante el Consejo de los Trece!
El odio justificable luchaba con el instinto de autoconservación que dominaba el alma de Thanquol. Su primer pensamiento fue que, de algún modo, Jaeger había estado buscándolo y había recorrido toda aquella distancia para volver a frustrar sus planes de gloria; pero la luz de la lógica le dijo que no podía ser así, ya que era imposible que fuese cierto algo tan simple. No había manera alguna de que Jaeger pudiese saber dónde encontrarlo, ni siquiera en el caso de que los maestros de Thanquol en el Consejo de los Trece conocieran su actual situación. Había cubierto su partida de Plagaskaven con el mayor de los secretismos.
Luego lo asaltó el pensamiento aterrorizador de que tal vez uno de sus numerosos enemigos de la Ciudad de la Gran Rata Cornuda lo había localizado por algún medio arcano y le estaba transmitiendo la información al humano. No sería la primera vez que los hombres rata malvados traicionaban la justa causa skaven para obtener beneficios o para vengarse de aquellos a quienes envidiaban.
Cuando más pensaba en ello, más probable le parecía a Thanquol tal explicación. El furor burbujeaba en sus venas junto con la piedra de disformidad en polvo. ¡Encontraría a ese traidor y lo aplastaría como al traicionero gusano que era! Ya se le habían ocurrido media docena de reos que serían merecedores de su inevitable venganza.
Entonces, otro pensamiento asaltó al vidente gris, uno que estuvo a punto de hacer que segregara el almizcle del miedo a pesar de sus esfuerzos por controlarse. Si Jaeger estaba presente, era muy probable que también el otro estuviese allí. Sí, lo más probable era que el único otro ser del planeta al que Thanquol odiaba y temía más que a Félix Jaeger también se hallara en el lugar. No le cabía duda de que cuando volviese a mirar a través del periscopio vería al Matatrolls, a Gotrek Gurnisson, y no se equivocaba.
Apenas logró contener el tremendo chillido de rabia y terror que amenazaba con salir como una explosión por sus labios. Sabía que tendría que pensar en todo aquello.
* * * * *
La bulliciosa actividad del lugar se le hizo aún más evidente a Félix cuando el carro descendió internándose en el valle, donde por todas partes había grupos de enanos que se movían con un propósito definido. Los fornidos pechos estaban cubiertos por delantales de cuero, el sudor corría por los rostros manchados de hollín y docenas de utensilios de aspecto raro —que a Félix le recordaron instrumentos de tortura— colgaban de sus cinturones. Algunos enanos llevaban extraños trajes acorazados; otros iban montados en pequeñas vagonetas de vapor con púas elevadoras en forma de tridente en la parte delantera. Tales máquinas transportaban pesados cajones y paquetes por los raíles de hierro que unían los talleres con la estructura metálica central.
Alrededor del complejo fabril había surgido un poblado de cabañas, donde, al parecer, vivían los enanos. Las construcciones estaban hechas de piedra y madera, con tejados a dos aguas de metal acanalado, y parecían vacías; todos sus ocupantes estaban trabajando. Félix miró a Gotrek.
—¿Qué están haciendo aquí?
Se produjo un momento de silencio. Parecía que Gotrek estaba considerando si debía contestarle o no, pero al fin habló con lentitud y solemnidad.
—Humano, estás mirando algo que yo jamás pensé que vería, y tal vez ningún otro humano, excepto tú, llegará jamás a ver nada parecido. Me recuerda a los grandes astilleros de Barak-Varr, pero… Son tantos los secretos prohibidos del Gremio que se están empleando aquí que no puedo siquiera comenzar a enumerarlos.
—¿Dices que todo esto está prohibido?
—Los enanos somos gente muy conservadora y no muy amantes de las ideas nuevas —comentó Varek, de pronto—. Nuestros ingenieros son los más conservadores de todos. Si experimentas con algo y falla, como le sucedió al pobre Makaisson, te ridiculizan, y no hay nada peor para un enano. Son pocos los que están dispuestos a arriesgarse siquiera. Y, por supuesto, algunas cosas han sido experimentadas y debido a que las pruebas fallaron de modo muy… espectacular… el Gremio ha prohibido su utilización. Aquí nos hemos atrevido a llevar a la práctica teorías que se conocen desde hace siglos. Sé que lo que mi tío pretende hacer es considerado como algo muy importante; por eso, muchos jóvenes enanos de talento se han mostrado dispuestos a correr el riesgo de trabajar aquí en secreto en nuestro grandioso proyecto. Piensan que vale la pena el intento.
—Y el gasto —añadió Gotrek con algo parecido a la reverencia en la voz—. Alguien se gasta aquí una buena cantidad de dinero, no cabe duda.
—Bueno, eso también —respondió Varek, que se puso rojo hasta la raíz del cabello por alguna razón que Félix no podía comprender.
Gotrek miró a su alrededor con ojo crítico.
—No está muy bien fortificado, ¿verdad? —Varek le dedicó un encogimiento de hombros a modo de disculpa.
—Las cosas se han construido con tanta prisa que no hemos tenido tiempo de hacerlo. Hace apenas un año que estamos aquí y, en cualquier caso, ¿a quién podría ocurrírsele atacar un sitio tan apartado de todo?
* * * * *
Vidente Gris Thanquol correteó ladera abajo hasta donde se había reunido su ejército en la creciente oscuridad. Los jefes de garra Grotz y Acechador Lenguadelatora ya se encontraban en posición a la cabeza de sus contingentes respectivos, y ambos lo miraron con la expresión de bruta sumisión que él esperaba de sus subalternos. Los amuletos de comunicación que les había implantado a martillazos en la frente relumbraban con el fuego de la piedra de disformidad del interior.
Miró el pululante mar de rostros ratoniles en sombras. Tenían la expresión decidida y feroz de conquistar o morir, y sintió que la cola se le atiesaba de orgullo al contemplar aquella poderosa horda de chilladores soldados. Podía ver a los guerreros alimaña de negra armadura por encima de las ratas de clan guerreras, a los equipos de lanzallamas con sus máscaras y gruesas protecciones, y a su poderoso guardaespaldas, Destripahuesos, la segunda rata-ogro que llevaba tal nombre.
No era el ejército más formidable que hubiese comandado en su vida. De hecho, no constituía más que una mera fracción del enorme ejército que había liderado en el ataque a la ciudad humana de Nuln, pues no había ningún miembro de los Monjes de Plaga, ni tampoco las poderosas máquinas de guerra que eran el orgullo de su raza. Le habría gustado contar con una rueda de muerte o una campana gritona, pero no había dispuesto del tiempo necesario para arrastrarlas a través de los túneles ni por encima de las escabrosas colinas hasta aquel lugar remoto. A pesar de ello, estaba seguro de que los centenares de buenos soldados que se erguían ante él bastarían para lograr su propósito, en particular porque atacarían por la noche y contarían con el factor sorpresa a su favor.
Y sin embargo… Un espasmo de duda le recorrió el cuerpo y le erizó el pelo. El enano y Jaeger se encontraban allá abajo, y eso constituía un mal presagio. Su presencia acostumbraba a no augurar nada bueno para los planes de Thanquol. ¿Acaso no habían logrado, de algún modo, frustrar la invasión de Nuln y, por algún medio que aún no había comprendido, destruir la totalidad de un ejército skaven? ¿Acaso no lo habían obligado a realizar una apresurada aunque tácticamente prudente retirada a través de las cloacas, mientras las calles que corrían por encima se teñían de negro con sangre skaven?
Thanquol hizo caer sobre el reverso de su zarpa otro poco de piedra de disformidad en polvo del saquito de piel humana que siempre llevaba consigo. Metió la nariz en él, esnifó y sintió que la cólera y la confianza volvían a afluir a su cerebro. Su elevadísima mente se vio inundada por visiones de muerte, mutilación y otras cosas maravillosas.
Entonces se sentía más seguro de que la victoria sería suya. ¿Cómo podía algo resistir ante sus tremendos poderes? ¡Nada podría interponerse en el camino de la suprema hechicería skaven que él dominaba!
Sus enemigos ocultos de Plagaskaven se habían pasado de listos al enviar allí a Jaeger y Gurnisson. ¡Tenían la intención de asestarle un golpe a Thanquol por el método de usar a sus más encarnizados enemigos para herirlo! ¡Bueno, pues él les demostraría que lo que pensaban que era astucia no era más que mera locura amargamente errada! Lo único que habían logrado era colocar a los dos estúpidos a los que más deseaba humillar en el mundo al alcance de su poderosa zarpa. ¡Le habían proporcionado la oportunidad de tomar la más terrible de las venganzas contra los dos enemigos que más odiaba al mismo tiempo que se cubría de gloria apoderándose de la maquinaria que los enanos habían construido en aquel lugar!
«¡Sin duda —pensó mientras la inmunda sustancia burbujeaba como el Caos fundido a través de sus venas—, éste será mi más grandioso triunfo, mi hora más gloriosa!». Durante un milenio, los skavens hablarían en susurros sobre la astucia de Vidente Gris Thanquol; sobre su implacabilidad e inteligencia. Ya casi podía saborear la victoria.
Alzó una zarpa e hizo la señal para que los demás guardaran silencio. Como uno solo, la totalidad de la horda dejó de emitir chillidos, centenares de ojos rojos lo miraron con expectación y los bigotes de todos se erizaron, emocionados.
—¡Ahora aplastaremos-destrozaremos a los enanos como a escarabajos! —chilló con su tono de estilo oratorio más impresionante—. Acometeremos el valle desde ambos flancos y nada nos detendrá. ¡Adelante, bravos skavens, hacia la victoria inevitable!
Los chillidos de la horda aumentaron de volumen hasta colmar sus orejas, y Thanquol supo que aquella noche la victoria sería suya con total seguridad.
* * * * *
Félix se estremeció mientras caminaba, pues un presagio invadió su mente. De modo instintivo, se echó el lado derecho de la capa por encima del hombro para dejar libre el brazo de la espada, su mano se desplazó hasta la empuñadura y él sintió la repentina urgencia de desenvainarla y prepararse para la lucha.
El castillo se encumbraba muy por encima de ellos. Desde más cerca, no le pareció tan formidable como parecía desde la distancia. Las murallas estaban rajadas y debilitadas; en algunos puntos, la piedra se había desmoronado por completo. A despecho de lo que había afirmado Varek, el trabajo de los enanos no parecía haber aumentado en nada la calidad defendible de la plaza. Aunque Félix no era un experto, se dio cuenta de que la declaración hecha por Gotrek respecto a que el lugar no estaba particularmente bien fortificado era verdad. Si sufrían un ataque, el valle se convertiría en una enorme trampa mortal.
Ya casi habían llegado al castillo. El camino los había conducido hasta el pie de los riscos sobre los que se elevaba la fortificación. A pesar de la creciente oscuridad, el poeta logró distinguir a un enano viejo, de barba enormemente larga, que salía al balcón en forma de torreón situado sobre el rastrillo de la puerta. El anciano los saludó con una mano y el Matatrolls, tras alzar la mirada, profirió un gruñido hosco y alzó unos cuantos centímetros su puño como un jamón como respuesta al saludo.
—Gotrek Gurnisson —lo llamó el enano viejo—. ¡No creía que volvería a verte nunca más!
—Ni yo tampoco —masculló Gotrek con un tono que casi transmitía azoramiento.
* * * * *
Acechador Lenguadelatora sintió que su corazón se aceleraba de orgullo, emoción… y una cierta prevención justificable. Vidente Gris Thanquol lo había escogido para liderar el ataque mientras él observaba el campo de batalla desde las laderas que quedaban a retaguardia. Era el momento de mayor orgullo de la vida de Acechador, y experimentaba una emoción que casi podría haberse descrito como de gratitud hacia Thanquol, si la gratitud no hubiese sido una emoción débil, estúpida e impropia de un skaven. No se había sentido tan feliz desde que se recobró de la peste que había amenazado su vida en Nuln. Al parecer, se le había perdonado el papel desempeñado en el fracaso acaecido en la gran madriguera humana, y Vidente Gris Thanquol favorecía una vez más a su emisario. Por supuesto, si Vidente Gris Thanquol llegaba a averiguar alguna vez que Acechador había conspirado con sus enemigos durante el fracaso de Nuln…
Acechador apartó a un lado aquel pensamiento. Sabía que si el ataque triunfaba, él sería bien recompensado con criadoras, piedra de disformidad y ascenso dentro de las filas de su clan. Más aún, ganaría un gran prestigio, lo que para un skaven como él valía más que cualquiera de las otras cosas. Los hermanos que se habían mofado de él, que lo habían hecho objeto de burlas y lo habían ridiculizado a sus espaldas se sumirían en el silencio. Sabrían que Acechador había liderado su poderosa horda a la victoria sobre los enanos.
Un pensamiento cruzó su mente con cautela; tal vez sería posible eliminar a Thanquol y reclamar el mérito de aquella operación para sí. Sin embargo, de inmediato descartó la idea por absurda y apareció el temor de que el poder del hechicero pudiese estar leyéndole los pensamientos en ese instante a través del amuleto. Pese a todo, el malvado pensamiento permaneció en su mente y continuó saltando a su plano de conciencia a pesar de todos los intentos que hacía para reprimirlo.
Miró a su alrededor en busca de algo con lo que distraerse y sintió que su corazón se aceleraba a causa de la ansiedad. Ya casi habían alcanzado la cresta de la colina y aún no los habían descubierto. Pronto llegaría el momento de la verdad, ya que al coronar la cumbre serían visibles para los enanos que se encontraban debajo, a menos que su avance quedase oculto por la noche y el humo. Alzó una zarpa para imponer silencio, y a su alrededor los guerreros alimaña avanzaron en completo sigilo, excepto por el entrechocar de las vainas de las espadas contra las armaduras, un sonido que muy probablemente no sería advertido por sus estúpidos oponentes.
A Acechador no le preocupaban los leves ruidos de los guerreros alimaña, ¡sino el estrépito que hacían las imbéciles ratas de clan y los esclavos skavens! Al carecer de la disciplina imperial de los guerreros alimaña y de sus largas horas de entrenamiento, hacían bastante ruido. Algunos incluso charlaban entre ellos con chilliditos para mantener alta la moral dentro del tradicional estilo skaven: fanfarroneando ante los demás acerca de los tormentos que les infligirían a los prisioneros.
Por mucho que Acechador se identificara con esos sentimientos, se juró que haría coser los labios de aquellos charlatanes después de su victoria inevitable. Dado que desde aquella distancia no podía ver quién estaba hablando, decidió que simplemente tendría que escoger a unas cuantas ratas de clan para hacerlas objeto del castigo ejemplar.
A esas alturas sabía que, con toda probabilidad, el jefe de garra Grotz se hallaría en posición al otro lado del valle. ¡Con precisión típicamente skaven, se encontrarían en su puesto y listos para descender por ambos lados del valle a fin de caer sobre los sorprendidos raquíticos desde ambos flancos y ahogarlos bajo una ola peluda de imparable poder skaven!
Miró en torno de sí y elevó una silenciosa plegaria con la esperanza de que los guerreros recordasen sus últimas y fervientes instrucciones: nada de quemar edificios, nada de saqueos. Vidente Gris Thanquol quería que todo quedase de una sola pieza para que pudiera ser vendido a los ingenieros de disformidad. Se quedó inmóvil durante un momento, casi dudando de si debía dar la orden. Luego pensó que Grotz podría estar ya descendiendo sobre el valle y quedándose con toda la gloria, y apartó de sí toda la prudencia que le restaba. Se arrastró ladera arriba y miró hacia la llanura, alentado por el reconfortante olor de la masa de skavens que lo rodeaba.
El asentamiento enano se extendía a sus pies, y por la noche resultaba aún más impresionante que de día. Las llamas de las fundiciones y el fuego que ardía dentro de las chimeneas iluminaban el lugar con un resplandor sobrenatural que le recordó a la grandiosa ciudad de Plagaskaven. Los edificios se alzaban enormes y sombríos en las tinieblas.
Acechador deseó que allá abajo no los aguardara ninguna sorpresa desagradable, pero luego se dio cuenta de que era imposible que las hubiese. ¿Acaso el ataque no lo había planeado el mismísimo Vidente Gris Thanquol?
* * * * *
Volgar Volgarsson clavó los ojos en la oscuridad creciente y se tiró de las barbas con gesto distraído. Comenzaba a sentir una hambre tremenda, y el pensamiento de la cerveza y el guisado que los otros estarían engullendo en el Gran Salón le hacía agua la boca. Se dio unas palmaditas en la barriga sólo para asegurarse de que aún continuaba en su sitio. A fin de cuentas, no había comido ni un bocado en más de cuatro horas, excepto, claro estaba, aquella barra de pan con queso, cosa que apenas si contaba para algo, al menos según los hábitos de Volgar.
Por Grungni, esperaba que Morkin se apresurara a relevarlo, ya que el puesto de centinela era frío e incómodo, y Volgar era un enano que valoraba mucho las comodidades. Por supuesto que estaba orgulloso de tomar parte en la gran obra que se estaba realizando allí, pero todo tenía sus límites. Sabía que no era lo bastante inteligente como para ser ingeniero, y que era demasiado torpe para contribuir a la manufacturación, así que hacía lo que podía como guardia y centinela, y pasaba largas horas de soledad sin un solo bocado de comida, en aquel lugar frío y húmedo, alerta para avistar cualquier ser o cosa que pretendiese internarse en el valle.
Sabía que su puesto era bueno. La garita de centinela estaba situada en el suelo. Sólo tenía una rendija de observación orientada hacia el otro extremo del valle, donde había puestos similares que miraban hacia la carretera que lo recorría. Su deber consistía únicamente en mantener los ojos abiertos por si surgían problemas, y si detectaba algo malo hacer que sonara el cuerno. Era realmente sencillo.
En cierto sentido, era un trabajo bueno de verdad. ¿Qué problemas podía haber en aquel lugar dejado de la mano de los dioses? Desde que habían expulsado a patadas a los skavens, no se había producido ni el más leve rastro de intromisión. «Pero aquélla fue una buena lucha», pensó Volgar mientras bebía un largo sorbo de la petaca que llevaba al cinturón para defenderse del frío, por supuesto. Había contribuido a vengar unos cuantos viejos agravios que abrigaban contra los hombres rata. Hubo más de un centenar de aquellos bastardos peludos muertos, y apenas un enano con arañazos. Eructó sonoramente para manifestar su contento al respecto.
Reinaba tal tranquilidad que Volgar incluso había logrado echar una siestecilla rápida aquella tarde, y estaba seguro de no haberse perdido nada. Era lo único que tenía de bueno que el asentamiento contara con un personal tan escaso, ya que no había ningún inoportuno compañero centinela que le impidiese dormir con sus charlas acerca de cerveza y ofensas que vengarían cuando regresasen a Karaz-a-Karak. A Volgar le gustaban las buenas charlas sobre ajustes de cuentas tanto como a cualquier enano, pero prefería con mucho echarse una cabezada. No había nada mejor que un sueñecito después del almuerzo, ya que ayudaba a que pudiera mantenerse bien despierto durante el resto del día.
Sus ojos de enano eran muy buenos por la noche, y sus oídos de enano, afinados para detectar los sonidos sospechosos ocultos entre los ruidos de asentamiento de las profundidades de la tierra, estaban más que capacitados para alertarlo ante cualquier problema. Si había algo fuera de lo corriente —como aquel débil sonido de correteos—, o incluso algo que sonara como el entrechocar de armas con armas —como el sonido que acababa de percibir, de hecho—, lo advertiría al instante y estaría preparado para reaccionar.
Volgar sacudió la cabeza. ¿Acaso estaba oyendo cosas? En efecto, ahí estaba otra vez, y también percibía suaves chilliditos agudos. Parecían ruidos propios de los skavens. Se frotó los ojos para limpiárselos de cualquier velo que los estuviera enturbiando y espió al exterior a través de la rendija de la garita. Los ojos no lo engañaban. Una oleada de siluetas con forma de rata estaba afluyendo a la cima de la colina por todas partes, y sus ojos como cuentas brillaban en la oscuridad.
Su mano casi temblaba cuando cogió el cuerno de centinela. Sabía que si se mantenía en silencio probablemente los skavens pasarían de largo ante él, ya que resultaba obvio que no habían visto el puesto oculto. En cambio, si daba la señal de alarma, iba a morir. Delataría su posición ante la horda que lo rodeaba y caerían sobre él como moscas sobre carroña. La puerta situada a sus espaldas estaba cerrada con una barra, pero no resistiría de modo indefinido, y tenían el gas venenoso y los lanzallamas, además de todas las otras extrañas armas skavens de las que había oído hablar. Una sola esfera de veneno a través de la rendija de observación, y sería el final del viejo Volgar.
Por otro lado, si no daba la señal sus compañeros se verían abrumados por los hombres rata, y muy probablemente morirían en lugar de él. La grandiosa obra en la que estaban embarcados fracasaría, y sería todo culpa suya. Si conservaba la vida, tendría que vivir con la vergüenza que eso no sólo le acarrearía a él sino también a sus ancestros.
Volgar era un enano, y a despecho de todos sus defectos, tenía el orgullo de un enano. Bebió un último trago largo de la petaca, dedicó un segundo a considerar por última vez, con pesar, la cena que ya nunca tomaría, inspiró en profundidad, se llevó el cuerno a los labios y sopló.
El solitario aullido del cuerno que colmó el valle parecía proceder de las entrañas de la tierra, y Félix miró a su alrededor con gesto frenético.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó.
—Problemas —respondió Gotrek con alegría al mismo tiempo que señalaba a la tremenda horda skaven que coronaba la colina y comenzaba a descender hacia el interior del valle.