VEINTE
Las repercusiones
Félix paseó su vista cansada por el Salón del Manantial. Los cadáveres yacían por todas partes como evidencias de una batalla librada con demente ferocidad en un bando y con inflexible determinación de enano en el otro. La sangre seca cubría el piso, y el olor a muerte flotaba en el aire.
Bajó los ojos hacia donde Gotrek yacía, pálido e inmóvil, recostado contra una de las columnas que daban soporte al techo de piedra. Tenía todo el pecho envuelto en vendas y un brazo inmovilizado en un cabestrillo. Los cardenales que le cubrían la cabeza resultaban visibles incluso debajo de los tatuajes, e indicaban que la presa del demonio no había sido delicada. La lucha con el Devorador de Almas había estado a punto de acabar con la vida del Matatrolls, y el combate posterior no había contribuido a mejorar su estado. El pecho de Gotrek apenas se movía mientras él luchaba en el territorio fronterizo entre la vida y la muerte. Ni siquiera Varek sabía si iba a vivir o no. El joven enano alzó los ojos con expresión de incertidumbre.
—He hecho todo lo posible por él. El resto está en manos de los dioses. Es un milagro que aún viva, y sospecho que el poder del martillo lo mantuvo vivo mientras continuó luchando.
Félix se preguntó si finalmente habría llegado el momento en que tendría que dejar constancia de la muerte del Matatrolls. Sin duda, había sido una batalla épica, todo lo que Gotrek podría haber deseado para su fin. Los enanos habían recobrado el ánimo al ver que el demonio era desterrado, y los adoradores del Caos habían perdido todo el valor para luchar cuando el Matatrolls se precipitó en medio de ellos pertrechado con sus armas invencibles, violento y mortífero como una ancestral divinidad de la guerra. Fue tal la matanza obrada por Gotrek, que a los adoradores del Caos debió de parecerles que su dios se había vuelto contra ellos. Al final, desmoralizados y presas del pánico, habían dado media vuelta y habían huido del campo de batalla mientras los enanos se alzaban con la victoria. Sólo entonces se desplomó Gotrek.
Se había pagado un precio monstruoso por el triunfo. Félix dudaba que hubiese sobrevivido más de una veintena de enanos, y la mayoría de ellos se encontraban ocultos en la bóveda durante la lucha. De no haber sido por el poder del Martillo del Destino y la destreza de Gotrek con el hacha, no habría sobrevivido ninguno de ellos, y daba la impresión de que el Matatrolls tal vez pagaría el precio final de la victoria.
Snorri cojeaba entre los muertos, apoyándose más en la pierna derecha que en la izquierda. No tenía mucho mejor aspecto que Gotrek. Le habían cosido el pecho con tralla, y el hecho de que estuviese vivo era una prueba de su pasmosa resistencia de enano, ya que ningún ser humano podría haber sobrevivido al golpe del Devorador de Almas ni a la hemorragia posterior. Un turbante de vendas que le envolvía la cabeza le confería el aire de un nativo de Arabia muy bajo, muy ancho y muy estúpido. Silbaba alegremente para sí mientras recorría con los ojos el sangriento desastre que lo rodeaba, pero perdió una parte de la alegría al mirar la figura postrada de Gotrek.
—Buena pelea —comentó en voz baja, para nadie en particular.
Félix estaba a punto de manifestar su desacuerdo; tenía ganas de decirle que, en su opinión, no existía nada parecido a una buena pelea, que sólo había los que ganaban y los que perdían. Las peleas eran una cosa indecente, asquerosa, dolorosa y peligrosa, y que en general tenía claro que eran algo que él prefería evitar.
No obstante, al mismo tiempo que pensaba eso, sabía que estaba intentando engañarse a sí mismo. Había un extraño regocijo en el hecho de sobrevivir y un terrible júbilo en la victoria, a los que él no era inmune. Y al considerar las alternativas de la victoria, descubrió que no tenía más remedio que estar de acuerdo con Snorri.
—Sí, fue una buena pelea —dijo, aunque se preguntó si alguno de los que yacían muertos sobre la fría piedra estaría de acuerdo con él en caso de que pudiese expresar su opinión.
El esfuerzo de hablar hizo que le doliera el cuerpo. Se miró la mano que estaba agarrotada y chamuscada por haber cogido el Martillo del Destino mientras éste descargaba sus rayos. Ni siquiera las cataplasmas calmantes que le había aplicado Varek podían aplacar del todo el dolor. No estaba muy seguro de qué magia había protegido a Thangrim para que no le pasara lo mismo, pero resultaba obvio que no surtía efecto en los humanos. A pesar de todo, el arma había hecho su trabajo y él no debería quejarse, realmente, por la forma descuidada en que los dioses habían atendido a sus plegarias.
Al mirar los vendajes que le momificaban la mano, se preguntó cómo había logrado continuar luchando, aunque ya conocía la respuesta. En el calor de la batalla, un hombre podía soportar un dolor que lo derribaría al suelo en circunstancias normales. En una ocasión, había visto cómo un hombre continuaba luchando durante varios minutos tras haber recibido una herida que lo había matado. Al mirarse la mano, se preguntó si podría volver a blandir una arma alguna vez, o a sujetar siquiera la pluma que necesitaría para dejar constancia de la muerte de Gotrek.
Varek le había asegurado que sí podría hacerlo, pero en ese preciso momento no lo tenía nada claro. No obstante, supuso que siempre podría aprender a esgrimir con la mano izquierda. Intentó desenvainar la espada con tal mano, pero se sentía de lo más raro. Sin embargo, ya tendría tiempo para habituarse.
Le dolía todo el cuerpo y lo único que deseaba era tenderse y dormir, pero aún había muchas cosas por hacer. Hargrim y los demás enanos acabaron su conversación y avanzaron hacia él. Hargrim tenía el Martillo del Destino en la mano derecha y, con cierta acritud, Félix advirtió que no lo había quemado.
—Tenemos contigo una deuda que jamás podremos pagar, Félix Jaeger —dijo Hargrim—. Has salvado el honor de nuestro pueblo y has evitado que el sagrado martillo de nuestros ancestros cayera en manos de nuestros enemigos.
Félix sonrió al enano.
—No me debéis nada, Hargrim. El martillo me salvó la vida, y no hay deuda alguna.
—Nobles palabras. De todas formas, todo lo que tenemos te pertenece.
—Gracias, pero lo único que quiero es marcharme a casa —replicó Félix.
—Nos marcharemos juntos —le aseguró Hargrim, y el poeta alzó una ceja.
—Ahora quedamos demasiado pocos para defender este lugar, y los Oscuros conocen ya nuestro emplazamiento. Sólo es cuestión de tiempo hasta que regresen. Ha llegado la hora de coger nuestro Libro, el Martillo del Destino y lo que podamos llevarnos del tesoro, y partir.
—Creo que en la nave aérea hay suficiente sitio, Félix —intervino Varek, que miró al poeta con reverentes ojos muy abiertos como si buscase que aprobara su decisión. Resultaba obvio que el haber blandido el martillo le confería un cierto rango entre los enanos—. Ahora sólo quedan veintidós enanos en Karag-Dum, y si vaciamos la bodega y nos instalamos el doble en cada camarote, habrá espacio suficiente.
—Estoy seguro de que tienes razón —replicó el poeta.
—Es imperativo que nos llevemos el martillo sagrado de aquí, y todo lo que podamos cargar del tesoro.
—Por supuesto que lo es —replicó Félix al mismo tiempo que miraba los cofres que los enanos estaban sacando de la bóveda escondida—. Lo que me preocupa es cómo vamos a transportarlo todo. Tenemos que abrirnos paso a través de los adoradores del Caos, y estamos demasiado débiles y somos pocos para luchar.
—No te preocupes por eso, Félix Jaeger —respondió Hargrim con una sonrisa—. Aún quedan en Karag-Dum muchos pasajes secretos que sólo conocemos los enanos.
El poeta desvió la mirada hacia el cuerpo postrado de Gotrek, que parecía demasiado pálido y débil para ser movido.
—¿Qué hay de Gotrek y los demás heridos? —preguntó. Tal vez deberían esperar hasta que el Matador muriese y enterrarlo en la bóveda, junto con los otros héroes de la batalla.
Gotrek abrió con lentitud su único ojo sano, y poco a poco se incorporó con gran esfuerzo.
—Cuando esté demasiado débil para caminar, humano, estaré demasiado débil para vivir.
—En ese caso, adelante, pongámonos en marcha —dijo Félix.
El Matatrolls recorrió con los ojos el campo de batalla.
—Da la impresión de que mi muerte ha vuelto a eludirme una vez más —comentó con acritud.
—No te preocupes —le respondió Félix—. ¡Estoy seguro de que te aguarda alguna otra!
* * * * *
Thanquol descorrió la cortina de su palanquín y parpadeó cuando la potente claridad a la que no estaba habituado le hirió la retina. Acababa de salir de los Caminos Subterráneos a la luz del día, donde el brillante sol veraniego de Kislev lo contemplaba con ferocidad desde lo alto como el ojo de algún dios despiadado.
Miró al interior del pasmoso cráter del Pozo Infernal. Debajo de sí podía ver la enorme fortaleza del Clan Moulder, y lo colmó una sensación de satisfacción. Había acosado a sus exhaustos porteadores durante días para que llegaran a su meta.
—¡Moveos rápido! —les ordenó a los jadeantes esclavos—. ¡Aún nos queda una buena distancia que recorrer!
Los esclavos comenzaron a descender la ladera con paso vacilante.
Inquietantes ecos nacían de las torres esculpidas con formas raras, rugían grandiosas bestias y el olor a monstruos y a piedra de disformidad hizo crispar la nariz de Thanquol.
Sabía que allí encontraría a los aliados que necesitaba para capturar la nave aérea y tomar la inevitable venganza contra Gurnisson y Jaeger. Ya podía ver a los guerreros skaven que, acompañados por bestias deformes que arrastraban los pies, acudían a recibirlo.
Con que sólo lograse restablecer contacto con su satélite Acechador Lenguadelatora, las cosas marcharían bien. Se preguntó en qué andaría Acechador en ese preciso instante…
* * * * *
Acechador no estaba muy seguro de qué se traían entre manos aquellos estúpidos enanos, pero sabía que pronto llegaría el momento idóneo para atacar. Se sentía fuerte y estaba seguro de que la Gran Rata Cornuda estaba de su parte; sólo debía aguardar la oportunidad de golpear. Si la situación requería que actuase, saldría y vencería a sus enemigos.
Siempre y cuando no hubiese muchos.