2: La marca de los skavens

DOS

La marca de los skavens

El traqueteo del carro no contribuía a mejorar la resaca de Félix. Cada vez que una rueda pasaba sobre una de las rodaderas del camino, su estómago sufría un incómodo espasmo y amenazaba con arrojar lo que contenía sobre los arbustos que flanqueaban la senda. Sentía la boca como si la tuviese llena de pelusa y la presión dentro de su cráneo iba en aumento, como el vapor en el interior de una caldera. Y lo más extraño de todo era que sentía un deseo irreprimible de alimentos fritos. Visiones de huevos fritos con tocino crepitaban en su mente, y lamentaba no haber desayunado antes con los Matadores; sin embargo, verlos a ambos devorando montañas de platos de huevos con jamón y masticando enormes bocados de pan negro le había bastado entonces para revolverle el estómago. No obstante, en ese momento estaba casi dispuesto a asesinar por un poco de comida.

Le resultaba bastante consolador que los Matadores permaneciesen más o menos en silencio, excepto por algunos gruñidos en idioma enano que suponía relacionados con lo espantoso de la resaca o con lo lisa y llanamente horrible que era la cerveza humana. Sólo el joven Varek parecía alegre y tenía los ojos brillantes. Pero era comprensible; para gran disgusto de los otros dos, había dejado de beber tras la tercera cerveza, afirmando que era suficiente para él. Entonces guiaba las mulas mediante firmes tirones de las riendas mientras silbaba una alegre tonada, sin captar las miradas como dagas que sus acompañantes le clavaban en la espalda. En aquel momento, Félix lo odiaba con una pasión que sólo podía explicar la intensidad de la resaca que lo aquejaba.

Para distraerse del malestar y de los pensamientos relacionados con la espantosa aventura que sin duda se avecinaba, centró su atención en el entorno. Era un día hermoso de verdad, ya que el sol brillaba con fuerza. Aquella zona del Imperio parecía particularmente protectora y alegre. Enormes casas construidas la mitad en madera y la mitad en piedra se alzaban en las cumbres de las colinas circundantes, y los rodeaban por todas partes cabañas con techo de paja, hogares de los labriegos. Grandes vacas manchadas pastaban dentro de terrenos cercados, y los cencerros que pendían de sus cuellos sonaban alegremente. Cada cencerro tenía un tono diferente, y Félix dedujo que era para permitir que el vaquero pudiese seguirle el rastro de cada res guiándose sólo por el sonido de aquellas particulares campanas.

Un campesino condujo un grupo de gansos junto a ellos por el borde del polvoriento camino durante un rato. Más adelante, una bonita muchacha campesina alzó los ojos del heno que estaba echando en una parva con un tridente y le dedicó a Félix una deslumbrante sonrisa. Él intentó reunir la energía necesaria para devolvérsela, pero no pudo, ya que se sentía como si tuviese cien años de edad. Mantuvo los ojos fijos en ella hasta que la vio desaparecer en un recodo del camino. El carro pasó sobre otra rodadera y dio un salto mayor que los anteriores.

—¡Mira por dónde vas! —gruñó Gotrek—. ¿Acaso no ves que Snorri Muerdenarices tiene resaca?

—Snorri no se siente demasiado bien —confirmó el otro Matador, de cuya garganta salió un horrible gorgoteo amortiguado—. Debe de ser por esa cabra con guiso de patatas que comimos anoche. Snorri cree que estaba un poco pasada.

«Es más probable que se deba a las treinta cervezas o más que te echaste al coleto», pensó Félix con acritud. Estuvo a punto de decirlo en voz alta, pero a pesar de la aflicción que le provocaba la resaca, lo contuvo una cierta dosis de precaución. No sentía ningún deseo de que lo aliviaran de la resaca cortándole la cabeza. «Bueno, tal vez sí», pensó cuando el carro y su estómago dieron otro salto.

Devolvió su atención a la pedregosa tierra del camino que los hacía sacudirse y saltar, e intentó concentrar la mente en cualquier cosa que no fuese el espantoso revolverse de su estómago. Podía distinguir cada roca que sobresalía del suelo; cualquiera de ellas parecía capaz de romper las ruedas de madera del carro si la cogían por el ángulo equivocado.

Una mosca aterrizó con suavidad y le hizo cosquillas en el reverso de la mano, y él le lanzó un manotón lastimoso. El insecto esquivó el golpe con despectiva facilidad y se puso a zumbar en torno a la cabeza de Félix. El primer intento había dejado exhausto al poeta, que renunció a golpear a la mosca de nuevo y se limitó a sacudir la cabeza cada vez que ésta se le acercaba demasiado a los ojos. Cerró los párpados y concentró su fuerza de voluntad en la criatura, instándola a morir, pero ella se negó a complacerlo. Había momentos en los que Félix deseaba ser un hechicero, y ése era uno de tales momentos. Estaba seguro de que los hechiceros no tenían que soportar las resacas y la molestia creada por moscas zumbadoras de cuerpo rechoncho.

De pronto, se hizo más oscuro y sintió un frescor en el rostro, y entonces alzó la vista y vio que estaban atravesando un soto. Las ramas de los árboles pendían sobre el camino. Miró en torno con rapidez —más por hábito que por miedo—, porque era el tipo de arboleda que los bandidos solían frecuentar, y los bandidos no eran poco corrientes en el Imperio. No estaba seguro de qué clase de estúpidos atacarían un carro en el que viajaban dos Matadores resacosos, pero nunca se sabía. Cosas más extrañas le habían sucedido en sus viajes, y tal vez los mercenarios de la noche anterior podrían regresar en busca de venganza. Además, uno siempre podía encontrarse con mutantes y hombres bestia en esos tiempos oscuros. Félix ya se había tropezado con suficientes de ellos para ser algo así como un experto en el tema.

«Para ser sincero —pensó Félix— casi agradecería el hachazo de un hombre bestia», dado el estado en que se encontraba en ese preciso momento. Al menos, lo libraría de sus sufrimientos. No obstante, resultaba extraño cómo lo engañaban los ojos, ya que estaba casi seguro de ver algo pequeño y de ojos rosados acechando desde el sotobosque a cierta distancia del camino. Permaneció allí durante apenas un segundo, y luego desapareció. El poeta estuvo a punto de llamar la atención de Gotrek sobre aquello, pero decidió no hacerlo, ya que nunca era buena idea interrumpir la recuperación del Matatrolls cuando tenía resaca.

Además, cabía la posibilidad de que, en realidad, no fuese nada importante, después de todo; tal vez se tratara de algún animalillo peludo que se escabullía hacia la seguridad del bosque al pasar viajeros por el camino. No obstante, había algo que le resultaba familiar en la forma de la cabeza y que no lograba apartar de la mente. No podía identificarlo con claridad en ese instante, pero estaba seguro de que lo recordaría si pensaba en ello durante el tiempo suficiente. Otra fuerte sacudida del carro estuvo a punto de lanzarlo al suelo, y luchó para conservar en el estómago la cabra y el guiso de patatas de la noche anterior. Fue una larga batalla que logró ganar cuando el guiso estaba ya a medio camino de su garganta.

—¿Adónde nos dirigimos? —le preguntó a Varek a fin de distraerse de su desdicha.

Entretanto, se juraba, no por primera vez, que jamás volvería a tocar siquiera una gota de cerveza. A veces tenía la impresión de que la mayor parte de los problemas de su vida habían comenzado en las tabernas. Realmente, resultaba asombroso que no hubiese tenido la sensatez suficiente para darse cuenta antes de ese hecho.

—A la Torre Solitaria —respondió Varek con tono alegre, y Félix luchó contra el impulso de darle un puñetazo, más por no ser capaz de reunir la energía necesaria para hacerlo que por ninguna otra razón.

—Parece… interesante —logró decir Félix, al fin.

Lo que en realidad parecía era ominoso, como muchos otros lugares que había visitado durante su triste carrera como secuaz del Matatrolls. Cualquier lugar del Imperio que recibiera el nombre de Torre Solitaria tenía todas las probabilidades de ser el tipo de sitio que nadie en su sano juicio visitaría. Las fortificaciones situadas en medio de ninguna parte tenían en común el hecho de estar atiborradas de orcos, goblins u otras cosas peores.

—Ya lo creo que es un lugar interesante. Se encuentra en lo alto de una vieja mina de carbón. El tío Borek tomó posesión de ella y la renovó. Es de buena construcción, sólida, propia de los enanos. Parece nueva; mejor que nueva, de hecho, porque la obra humana original, sin ánimo de ofender, era un poco descuidada. Permaneció abandonada durante varios centenares de años hasta que llegamos nosotros, si se exceptúa a los skavens. Por supuesto, primero tuvimos que expulsarlos, aunque podrían quedar algunos acechando dentro de la mina.

—¡Qué bien! —gruñó Gotrek—. Nada supera a una buena matanza de skavens como deporte. Cura la resaca mejor que medio litro de Bugman’s.

A Félix se le ocurrían docenas de maneras más atractivas de pasar el rato que la persecución de malignos monstruos como ratas dentro de una mina abandonada y sin duda peligrosa, pero no le comunicó esa información a Gotrek.

Varek miró por encima del hombro hacia donde sus pasajeros se acurrucaban junto a los equipos. Debían de conformar un espectáculo lastimoso, ya que Snorri no iba mejor pertrechado que Gotrek o Félix. Su zurrón estaba tan vacío como la bolsa de un marinero tras una juerga portuaria. Parecía no poseer capa, ni siquiera una manta. Félix se alegraba de tener su capa roja de lana de Sudenland con la que arrebujarse, ya que no le cabía duda de que las noches serían muy frías, y no le entusiasmaba la perspectiva de pasar una noche sobre el helado suelo.

—¿Cuánto falta para llegar? —preguntó.

—Avanzamos a buen paso. Si vamos por el atajo que atraviesa las Colinas de Hueso, llegaremos en dos, máximo tres días.

—He oído cosas bastante malas acerca de las Colinas de Hueso —comentó Félix, y era verdad, aunque, por otro lado, había pocos lugares fuera de las ciudades y los pueblos del Imperio sobre los que no hubiese oído contar cosas malas. Al instante, Gotrek y Snorri alzaron los ojos con el interés pintado en el rostro. A Félix nunca dejaba de asombrarle el hecho de que cuanto peores parecían las cosas, más contento se mostraba el Matatrolls.

—Los skavens de la mina solían perseguir y atacar a los viajeros. También bajaban a saquear las granjas, pero ahora ya no hay de qué preocuparse, porque nos encargamos de expulsarlos —explicó Varek—. Snorri y yo bajamos hasta aquí con el carro, y no tuvimos ni el más mínimo problema.

Los dos Matadores volvieron a desplomarse en la apática contemplación de sus resacas respectivas, pero, por alguna razón, Félix no se quedó tranquilo. Según su experiencia, los viajes a través de tierras deshabitadas jamás transcurrían sin novedad, y algo relacionado con la mera mención de los skavens hizo que la silueta parecida a una rata en la que había reparado antes, oculta entre la maleza, comenzara a rondarle de modo preocupante por el fondo de la mente.

—¿Vinisteis hasta este lugar los dos solos? —preguntó el poeta.

—Snorri y yo, sí.

—¿Tú vas armado? —inquirió, al mismo tiempo que se aseguraba de que su larga espada estuviera al alcance de la mano.

—Tengo un cuchillo.

—¡Tienes un cuchillo! ¡Fantástico! Estoy seguro de que será muy útil si te atacan los skavens.

—No vimos ni un solo skaven. Sólo oímos unos correteos alguna noche, pero estoy seguro de que, fuera lo que fuese, los ronquidos de Snorri lo ahuyentaron. De todas formas, si nos ataca algo, tengo las bombas.

—¿Bombas?

Tras rebuscar dentro de su túnica, Varek sacó una esfera negra y lisa sobre la que parecía haber sido pegado un extraño dispositivo metálico, y se la entregó a Félix, que la examinó con atención. Daba la impresión de que si uno tiraba de la especie de grapa de la parte superior, ésta se soltaría.

—Cuidado con eso —le advirtió Varek—. Es un detonador. Si tiras de él, accionas el percusor de sílex que enciende la mecha que detona el explosivo. Dispones de unos cuatro latidos de corazón para lanzarla, y luego… ¡bum!

Félix miró el objeto con desconfianza, casi esperando que le estallara en la mano.

—¿¡Bum!?

—Explota. Metralla por todas partes. Eso suponiendo que se encienda la mecha. A veces no lo hace. Aproximadamente la mitad de las veces, en realidad, pero es muy ingenioso. Y, claro está, en muy, muy raras ocasiones estallan sin ninguna razón en absoluto. Casi nunca sucede, aunque debo advertirte que Blorri perdió una mano de esa manera, y hubo que reemplazársela por un garfio.

Félix se apresuró a devolverle la bomba a Varek, que se la metió otra vez en un bolsillo de la túnica. Comenzaba a pensar que aquel joven enano de modales delicados estaba más loco de lo que parecía. Tal vez todos los enanos lo estaban.

—Las hizo Makaisson, ¿sabes? Es bueno en este tipo de cosas.

—Makaisson. ¿Malakai Makaisson? —preguntó Gotrek—. ¡El maníaco!

Félix miró al Matatrolls con la boca abierta de asombro. No estaba seguro de que quisiera conocer a ese Makaisson, ya que cualquiera a quien Gotrek pudiese describir como maníaco tenía que estar loco de atar. De hecho, podría ganar premios de locura. Gotrek reparó en la mirada del poeta.

—Makaisson cree que las cosas más pesadas que el aire pueden volar. Piensa que puede hacer que las cosas vuelen.

—Los girocópteros vuelan —intervino Snorri—. Snorri ha subido en uno. Se cayó. Aterrizó de cabeza. No se hizo daño.

—¡Girocópteros, no! ¡Cosas grandes! ¡Y construye barcos! ¡Barcos! Es un interés antinatural en un enano. ¡Yo odio los barcos casi tanto como odio a los elfos!

—Construyó el barco de vapor más grande que haya existido —comentó Varek en tono informal—. El Inhundible. Medía doscientos pasos de largo y pesaba quinientas toneladas. Tenía dos torretas con cañones de repetición accionadas a vapor. Contaba con una tripulación de más de trescientos enanos y treinta ingenieros, y podía navegar a tres leguas por hora. Era un espectáculo muy impresionante; las palas levantaban espuma al batir el mar y los pendones flameaban a causa de la brisa.

«Desde luego, parece impresionante», pensó el poeta, que de pronto se dio cuenta de hasta dónde habían llevado los enanos aquella extraña magia que ellos llamaban «ingeniería». Al igual que todos los demás habitantes del Imperio, Félix conocía los tanques a vapor, los vehículos acorazados que conformaban la punta de lanza de los poderosos ejércitos del reino. Aquello de lo que hablaban los enanos daba la impresión de reducir el tanque de vapor a la condición de juguete de niños. Sin embargo, si era tan impresionante, se preguntó por qué nunca había oído hablar de él.

—¿Qué sucedió con el Inhundible? ¿Dónde está ahora?

Entre los enanos se hizo un breve silencio incómodo.

—¡Eh!… Se hundió —respondió Varek, al fin.

—Se estrelló contra una roca en su primer viaje —añadió Snorri.

—Hay quien afirma que estalló la caldera —comentó Varek.

—Se perdió con toda la tripulación —agregó Snorri con la expresión casi feliz con que los enanos parecían afrontar siempre las peores noticias.

—Excepto Makaisson, que fue recogido más tarde por un barco humano. La explosión lo lanzó lejos del barco y se aferró a un palo de madera.

—Luego, construyó un barco volador —comentó Gotrek, en cuya voz se evidenció una ironía salvaje.

—Eso es. Makaisson construyó un barco volador —confirmó Snorri.

—El Indestructible —dijo Varek.

Félix intentó imaginarse un barco que volara. Aunque de forma abstracta, lo consiguió. Se formó la imagen mental de algo parecido a las viejas gabarras fluviales del Reik, con las velas hinchadas y los grandes remos impulsándolas. Tenía que ser una hechicería realmente poderosa la que lograra hacer una cosa semejante.

—Eso fue algo asombroso —comentó Varek—. Grande como una nave marinera. Cúpula de hierro forjado, fuselaje de casi cien pasos de largo. Podía volar a diez leguas por hora…, con el viento de cola, claro está.

—¿Y qué le sucedió? —quiso saber Félix, con la descorazonadora sensación de que ya conocía la respuesta.

—Se estrelló —fue la respuesta de Snorri.

—Vientos de través y algún escape del gas elevador —explicó Varek—. Gran explosión.

—Mató a todos los que iban a bordo.

—Excepto a Makaisson —añadió Varek, como si eso marcase una gran diferencia. Al parecer, pensaba que era muy importante—. Fue despedido y aterrizó sobre las copas de unos árboles. Amortiguaron su caída y sólo se partió las dos piernas. Tuvo que andar con muletas durante los dos años siguientes. De todas formas, el Indestructible tenía unos cuantos problemas menores. ¿Qué esperabais? Era el primero de su clase. Pero Makaisson ya los ha solucionado.

—¿Problemas menores? —preguntó Gotrek—. Veinte buenos ingenieros enanos muertos, incluido el submaestro del Gremio Ulli, ¿y tú lo llamas «problemas menores»? Makaisson debería haberse afeitado la cabeza.

—Lo hizo —respondió Varek—, después de que lo expulsaron del gremio. No pudo soportar la vergüenza, ¿sabes? Le hicieron el ritual de las perneras del pantalón. Una lástima. Mi tío dice que es el mejor ingeniero de todos los tiempos. Dice que Makaisson es un genio.

—Un genio en lograr que se maten otros enanos.

Félix pensaba en lo que Gotrek acababa de decir acerca de que Makaisson debería haberse afeitado la cabeza.

—¿Quieres decir que Makaisson se convirtió en un Matatrolls? —le preguntó a Varek.

—Sí, por supuesto. Aunque aún hace trabajos de ingeniería. Dice que demostrará que sus teorías funcionan o morirá en el intento.

—Apuesto a que sí —masculló Gotrek con malevolencia.

Félix no estaba escuchando, ya que se le había ocurrido algo mucho más inquietante. Si contaba a Gotrek y a Snorri, eso haría tres Matatrolls juntos en el mismo sitio. ¿Qué se traía entre manos el tío de Varek? Una misión que requería la intervención de tres Matadores no tenía buen aspecto. De hecho, parecía lisa y llanamente suicida. De pronto, algo que Varek había dicho con anterioridad adquirió en la mente de Félix una nitidez tan perfecta que atravesó incluso la espantosa niebla de la resaca.

—Antes has dicho que oíste correteos cuando ibais camino de encontraros conmigo y con Gotrek —comentó el poeta al mismo tiempo que pensaba en la silueta pequeña que había visto en el sotobosque. Comenzaba a tener una sospecha terrible al respecto.

Varek asintió con un gesto de cabeza.

—Sólo por la noche, cuando acampábamos.

—¿No tienes ni idea de qué era lo que correteaba?

—No. Tal vez un zorro.

—Los zorros no corretean.

—Una rata grande.

—Una rata grande… —Félix asintió.

Era eso, exactamente, lo que no quería oír. Miró a Gotrek para ver si el Matatrolls estaba pensando lo mismo que él, pero éste tenía la cabeza echada hacia atrás y miraba al aire con ojos inexpresivos. Parecía perdido en sus propios pensamientos y no prestaba la más mínima atención a la conversación de los otros.

Las ratas hacían que Félix le diera vueltas a una sola cosa, y esa cosa lo atemorizaba: los skavens. ¿Era posible que los repugnantes hombres rata lo hubiesen seguido hasta allí? El pensamiento no resultaba tranquilizador.

* * * * *

Félix permanecía sentado junto al fuego y escuchaba los temblorosos relinchos de las mulas. La oscuridad y los aullidos de los lobos que se oían de vez en cuando las ponían nerviosas. El poeta se puso de pie y acarició un flanco de la más cercana con la intención de calmarla; luego, regresó junto al fuego, donde los otros estaban durmiendo.

A lo largo de todo el día, el sendero había ido ascendiendo hacia el interior de las Colinas de Hueso, que resultaron inhóspitas y poco agradables, tal y como sugería su nombre. No había árbol alguno en los alrededores; sólo rocas cubiertas de líquenes y abruptas colinas sobre las que crecían pasturas atrofiadas. Era una suerte que Varek hubiese pensado en llevar leña en el carro, o habrían pasado una noche aún más incómoda. En las colinas hacía frío a pesar del calor veraniego de las horas diurnas.

La cena había consistido en un poco de pan comprado en la taberna de Guntersbad, acompañado de gruesas rebanadas de duro queso de enano. Después de la cena, se sentaron todos en torno al fuego, y los tres enanos encendieron sus pipas. Para entretenerse contaban con los lejanos aullidos de los lobos, que a Félix le resultaban apenas menos deprimentes que la conversación de los enanos, que siempre parecía girar sobre agravios sufridos, historias de desdichas largamente soportadas y borracheras épicas. Y por horripilantes que fuesen los aullidos de los lobos, ahogaban los ronquidos de sus acompañantes. Félix había sacado la pajita más corta y había obtenido el dudoso privilegio de la primera guardia.

Intentaba no fijar los ojos en el fuego y mantenerlos vueltos hacia la oscuridad a fin de no mermar su visión nocturna. Estaba preocupado y no podía apartar a los skavens de su mente; el mero pensamiento de aquellos feroces hombres rata engendrados por el Caos lo espantaba. Recordaba su encuentro con ellos en la batalla de Nuln. Había sido como la escena de una pesadilla: luchar en la oscuridad con ratas humanoides del tamaño de un hombre, que caminaban sobre dos patas y peleaban con armas al igual que los seres humanos. El recuerdo de su monstruoso idioma de chillidos y la forma en que sus ojos rojos brillaban en la oscuridad regresó a su memoria y lo hizo estremecer.

Lo más horroroso de los skavens era que estuviesen organizados en una monstruosa parodia de la civilización humana. Tenían una cultura propia y una tecnología diabólica. Disponían de ejércitos y de armas sofisticadas, que eran, en algunos casos, más avanzadas que cualquier cosa que hubiese producido la humanidad. Félix los había visto cuando surgieron de las cloacas para invadir Nuln, y aún podía ver aquella horda monstruosa corriendo entre los edificios en llamas y pasando por la lanza cualquier cosa que se interpusiese en su camino. Recordaba de modo vivido las llamas verdes de sus lanzallamas de disformidad iluminando la noche y el crepitar de la carne humana devorada por los abrasadores chorros de fuego.

Los skavens eran los implacables enemigos de la humanidad, de todas las razas civilizadas, pero los había que se aliaban con ellos por dinero. El propio Félix había matado al agente de los skavens, Fritz von Halstadt, el cual había ascendido hasta el puesto de jefe de la policía secreta de Emmanuelle, la Condesa Electora. Se preguntó cuántos agentes más tendrían los hombres rata en puestos elevados, pero no quería pensar en ello entonces, en aquel lugar desolado. Apartó a un lado todo lo concerniente a los skavens e intentó concentrarse en otra cosa.

Dejó que su mente se adentrara en el pasado. Los aullidos le recordaron las últimas terribles noches del fuerte von Diehl, en los Reinos Fronterizos, donde vio morir a Kirsten, su primer gran amor. Fue asesinada por Manfred von Diehl, y la mayor parte de la población murió a manos de los goblins jinetes de lobo a los que dejó entrar el traidor Manfred. Era extraño, pero todavía podía recordar el macilento rostro de Kirsten y su voz dulce. Se preguntó si podría haber hecho algo para que las cosas hubiesen tenido un resultado distinto. Era un pensamiento que a veces lo atormentaba durante las tranquilas guardias nocturnas, pues se trataba de un acontecimiento que aún le causaba dolor, aunque en los últimos tiempos lo sentía con menor frecuencia y sabía que estaba desvaneciéndose. Incluso podía pensar ya en otras mujeres. En Nuln, había tenido relaciones con la muchacha de la taberna, Elissa, pero ella había acabado por dejarlo.

La imagen de la sonriente campesina que había visto ese día volvió a él de modo muy vivido, y se preguntó qué estaría haciendo en ese preciso momento. Se resignó al hecho de que no llegaría a conocer siquiera su nombre, al igual que ella nunca sabría el suyo. En el mundo se producían muchísimos encuentros como ése; posibilidades que se desvanecían al instante, romances que nacían muertos antes incluso de tener una oportunidad de vida. Se preguntó si alguna vez llegaría a conocer a otra mujer que lo conmoviera tanto como Kirsten.

Tan sumido estaba en esos pensamientos que tardó un cierto tiempo en darse cuenta de que se oían correteos; era el sonido suave de unas garras que arañaban las rocas. Se mantuvo pegado al suelo y luego miró en torno, con atención, repentinamente temeroso de que en cualquier momento pudiera sentir el lacerante dolor de un cuchillo envenenado al clavarse en su espalda. Cuando se movió, no obstante, el sonido cesó.

Se quedó quieto y contuvo la respiración durante un largo rato, y los correteos recomenzaron. Allí. El sonido procedía de algún punto situado a su derecha. Mientras observaba, podía ver el brillo de unos ojos rojos y siluetas oscuras que se aproximaban cada vez más arrastrándose por encima de la cresta de la colina. Sacó la espada de la vaina. El arma mágica que había recogido del cuerpo sin vida del templario Aldred parecía ligera en su mano. Estaba a punto de gritarles una advertencia a los demás cuando estalló un enorme y aullante grito de guerra. Reconoció la voz de Gotrek.

El aire fue colmado por un fuerte aroma almizcleño que Félix había olido con anterioridad, y las siluetas de rata dieron media vuelta y huyeron de inmediato. El Matatrolls se dirigió corriendo a toda velocidad hacia la noche; las runas de su hacha enorme relumbraban en la oscuridad. Lo seguía de cerca Snorri Muerdenarices. Félix habría corrido tras ellos, pero sus ojos humanos no podían ver en las tinieblas como los de un enano. Dio un respingo cuando Varek se situó junto a él con una de sus siniestras bombas negras en las manos. La luz de la hoguera se reflejó en las gafas del joven enano y transformó sus ojos en círculos de fuego.

Permanecieron el uno al lado del otro durante largos, tensos momentos. Esperaban oír los sonidos de la batalla, la acometida repentina de una horda de hombres rata; pero lo único que escucharon fueron los pesados pasos de botas de Gotrek y Snorri, que regresaban.

—Skavens —espetó Gotrek con desprecio.

—Han huido —añadió Snorri con tono de decepción.

Tras hablar del acontecimiento como si no hubiese sucedido nada adverso, regresaron a sus sitios y volvieron a quedarse dormidos. Félix sintió envidia, ya que sabía que incluso cuando concluyera su turno de guardia, le resultaría imposible dormir esa noche. «Skavens», pensó, y se estremeció.