DIECINUEVE
El Devorador de Almas
—Las fuerzas del Caos se aproximan —dijo el rey Thangrim—. Tocad los cuernos de guerra. Reuníos para la batalla.
El monarca se levantó de su trono y alzó en alto el martillo. En aquel momento, Félix vio una aura rutilante como el rayo que oscilaba en torno a la cabeza del arma. El aire se cargó de olor a ozono y la guardia del rey dio vítores, pero el poeta percibió una intranquilidad detrás de aquella muestra de valentía.
—Esto es bueno —declaró Gotrek.
«Esto es muy malo», se dijo Félix al pensar en las hordas del Caos que se acercaban, lideradas por un demonio de indescriptible poder. Se preguntó cómo pudo pasarle por la cabeza que las cosas estaban mal cuando se levantó esa mañana con una resaca como única preocupación. Entonces tenía cosas mucho peores de las que preocuparse.
El rey descendió los escalones acompañado por sus sacerdotes, y salió de la sala del trono con los guardias marchando tras él. Fuera, en el Salón del Manantial, los enanos se reunían con presteza. Los guerreros aparecían por todas las entradas; algunos al mismo tiempo que se sujetaban los escudos y las armas, y otros con los petos a medio poner sobre el pecho mientras acababan de abrochar las hebillas. Félix vio a un viejo guerrero que se ponía un casco en la cabeza, escupía sobre el suelo y realizaba algunos barridos de práctica con el hacha. Al ver que el poeta lo miraba, le hizo una señal con el pulgar hacia arriba.
Por el rabillo del ojo, Félix vio que Hargrim reunía a sus luchadores de túneles, que también estaban cerrando las hebillas de gruesas armaduras. Daba la impresión de que se había acabado el tiempo del sigilo, y que entonces querían contar con la protección más pesada que pudiesen obtener. El poeta no se lo reprochaba, ya que su propia cota de malla parecía, de pronto, lastimosamente insuficiente al recordar la enorme masa de guerreros bestiales que había visto cuando se acercaban a Karag-Dum, y al pensar en lo legendariamente mortífero que era el Devorador de Almas.
No obstante, no podía hacer nada al respecto, así que desenvainó su espada encantada y corrió a reunirse con Hargrim.
—¿Cómo nos han encontrado? —gritó para hacerse oír por encima del estrépito de enanos que se preparaban para la batalla.
—No lo sé. Quizá encontraron el sitio en el que matamos a los sabuesos. Tal vez otros sabuesos hallaron nuestro olor. ¿Qué importancia tiene? Es la Profecía. El día de nuestro final ha llegado.
—Intenta no ser tan optimista —respondió Félix, y giró la cabeza para ver dónde estaban Gotrek, Snorri y Varek.
Vio que los Matadores se encontraban cerca del rey, pero no se veía a Varek por ninguna parte, y se preguntó adónde habría ido. Se dio cuenta de que, con independencia de lo que sucediera en esa batalla, su lugar estaba junto a ellos. Si no por nada más, porque sabía que no tendría la más mínima posibilidad de encontrar el camino de salida por sí solo, mientras que cualquiera de los otros, probablemente, lograría hallarlo con los ojos vendados. Por otra parte, cabía la posibilidad que estuviese siendo demasiado optimista al imaginar que habría alguna ocasión de escapar. Snorri y Gotrek jamás se marcharían mientras estuviese presente el Devorador de Almas, y dudaba que ni siquiera esos dos guerreros formidables pudiesen vencer a un demonio tan poderoso.
—¡Buena suerte! —le gritó a Hargrim, y corrió a reunirse con los Matadores.
—Que Grungni, Grimnir y Valaya velen sobre ti, Félix Jaeger —respondió Hargrim, y volvió a bramarles órdenes a sus soldados.
* * * * *
Desde la distancia llegaban entonces sonidos de batalla. El eco de los cuernos, el entrechocar de las armas y el aullido de algo monstruoso resonaban por los corredores. Los enanos habían concluido sus preparativos y habían formado una línea de batalla a lo ancho del Salón del Manantial. Era cierto que allí había más enanos que los que habían defendido la Torre Solitaria, pero ese pensamiento no resultaba tranquilizador. Comparados con el número que podían reunir sus atacantes, eran lastimosamente pocos.
Félix se volvió para mirar hacia donde el rey se encontraba de pie, sobre un escudo que sujetaban cuatro porteadores.
—Han llegado a nuestra puerta —dijo el rey—. Nuestros centinelas los retendrán durante un rato.
Al mirar más allá de Thangrim, el poeta vio que las mujeres y los que estaban demasiado viejos o heridos para luchar desaparecían a través de una puerta que antes no había visto. Una vez que la hubieron traspasado todos, la entrada se selló tras ellos de un modo tan perfecto que no quedó ningún signo visible de la salida oculta.
—Se marchan a las bóvedas con el tesoro para esperar hasta que acabe la batalla final —explicó Thangrim—. Si salimos victoriosos, los pondremos en libertad. Si no, morirán.
—¿Qué quieres decir?
—Las bóvedas sólo pueden ser abiertas desde el exterior —dijo Gotrek.
De pronto, Félix se alegró de no haber intentado huir a través de aquella puerta. No podía imaginar nada peor que aguardar en las lóbregas bóvedas hasta morir por sofocación o inanición mientras en el exterior se libraba la batalla. Al menos, ahí afuera tendría algún control de su destino, y cuando llegara la muerte sería rápida. Eso esperaba.
Entonces, vio que Varek regresaba. El joven enano tenía el rifle de Makaisson sujeto al pecho, y llevaba una bolsa llena de bombas. Avanzaba con una decisión que el poeta no le había visto nunca antes, y corrió hasta detenerse junto a Félix.
—Sujétame esto un momento —le dijo, y le entregó el arma.
Félix envainó la espada y la cogió, sorprendido por lo pesada que era y por la facilidad con que la manipulaba Varek. Había estado a punto de dejar que cayera cuando el enano se la entregó. Varek sacó su libro y su pluma y comenzó a tomar algunas notas.
—Sólo una última explicación —dijo al ver que Félix se quedaba atónito—. Por si acaso alguien lo encuentra después. Bueno, es mejor tener esperanzas, ¿no?
Félix se obligó a sonreír con labios temblorosos.
—Supongo que sí.
En la distancia, el clamor llegó a su punto máximo, y luego se oyó un bestial rugido de triunfo, por lo que Félix pensó que las cosas no habían salido bien para los enanos de la entrada.
Thangrim comenzó a hablar en idioma enano. Félix no podía entender ni una sola palabra de lo que bramaba, pero a los enanos parecía gustarles, pues lo vitorearon con toda su alma, incluso Gotrek y Snorri. Sólo Varek no se sumó al resonante coro; estaba ocupado escribiendo.
Félix no apartaba los ojos de la entrada por la que sabía que aparecerían los enemigos, y aunque varios centenares de enanos armados con ballesta hacían otro tanto, eso no lo tranquilizaba. Tenía una opresiva sensación de muerte inminente, y el miedo le atenazaba el corazón. Una sombra se posó sobre su alma, y supo que se acercaba algo terrible.
—Te apuesto a que Snorri mata más hombres bestia que tú, Gotrek —dijo Snorri, y Gotrek profirió un gruñido de mofa.
—El humano matará más hombres bestia que tú —replicó.
—¿Quieres apostar por eso, Félix? —preguntó Snorri.
Félix negó con la cabeza, ya que tenía la boca demasiado seca para hablar. El terror había comenzado a arraigar en su mente, una especie de miedo paralizante que conmocionaba los cimientos de su cordura y hacía que desease buscar un rincón oscuro para esconderse y gimotear. Una parte de su cerebro le decía que eso no era natural, que no debería sentir un miedo semejante, pero a pesar de todo le resultaba difícil luchar contra él. En aquel monstruoso rugido había algo que le helaba la sangre.
—Sólo recuerda una cosa, Snorri —dijo Gotrek—. El demonio es mío.
—Depende de si Snorri lo pilla primero —respondió Snorri.
Félix se dio cuenta de que no podía soportar por más tiempo mirar la entrada, así que desvió los ojos hacia Gotrek y Snorri. Comprendió que incluso los Matadores estaban tensos, ya que los nudillos de Gotrek se habían puesto blancos por apretar con demasiada fuerza el mango del hacha, y la mano con que Snorri sujetaba la suya temblaba un poco. Al ver que Félix lo miraba, le sonrió, realizó un esfuerzo y el temblor cesó.
—Snorri no está preocupado —dijo—; no mucho.
El poeta le devolvió una sonrisa que sabía que debía de parecer poco natural. Se sentía como si tuviera la piel de la cara demasiado tirante y el pelo intentase erizársele como la cresta del Matatrolls. «Probablemente, estoy pálido como un muerto», pensó.
De repente, durante un momento, reinó el silencio. En la horripilante quietud, lo único que Félix pudo oír fue el raspar de la pluma de Varek, y luego incluso eso cesó; al sentir que alguien le tironeaba de la manga, se dio cuenta de que Varek le pedía que le devolviese el rifle, lo que hizo para luego desenvainar la espada.
El rugido fue tan potente y atemorizador que el poeta estuvo a punto de dejar que cayera el arma. Alzó los ojos y reprimió el impulso de ensuciarse las calzas. La cosa más aterradora que había visto en toda su vida acababa de entrar en el salón, y detrás de ella pudo ver las cabezas burlonas de los hombres bestia.
Al mirar a la criatura con asombro y terror, pensó: «Así que es éste el aspecto que tiene un demonio. Ésta es la encarnación de la pesadilla que ha perseguido a mi pueblo desde el principio de los tiempos».
Entonces sabía que había algo mágico en el miedo que inspiraba aquella cosa. Era el aura antinatural de algo que se había arrastrado desde los pozos más profundos, y que ningún ser mortal era capaz de no percibir y reaccionar ante ella. En un sentido, hería la vista el simple hecho de mirar al Devorador de Almas. Su mismísima apariencia revelaba que no estaba hecho de ninguna sustancia natural. El hedor a sepultura de aquel ser era peor que cualquier cosa que hubiese podido imaginar. Olía a carne podrida, sangre coagulada y otras cosas menos descriptibles y más nauseabundas.
Era como Hargrim lo había descrito: mucho más alto y pesado que Félix, con alas de murciélago que flexionaba sobre los hombros. Poseía la musculatura de un minotauro. En una mano, tenía un látigo y, en la otra, una hacha aterradora, más grande que el cuerpo de un hombre. Su piel era roja, y su rostro, salvaje y bestial. No obstante, de todos los rasgos del Devorador de Almas, los ojos eran lo que el poeta no olvidaría jamás.
Eran como pozos de negrura infinita desde los cuales miraba una inteligencia maligna e intemporal. En alguna parte de esas profundidades parpadeaban fuegos de odio salvaje, de una ferocidad demente que destruiría las leyes del universo, si pudiera, con el fin de saciar la sed de sangre que nunca podría quedar satisfecha. Aquélla era una criatura que había visto el nacimiento y la muerte de muchos mundos y que podría llegar a presenciar la muerte del universo. Comparada con la vida de aquella cosa, la suya era como la vida de una mosca de mayo. Comparado con su fuerza, salvajismo y astucia, él era menos que nada.
Y sin embargo, mientras lo miraba, Félix sintió que su miedo comenzaba a abandonarlo. A fin de cuentas, por mucho que fuese una encarnación del terror, no era tan espantoso como lo había imaginado. No podía ser más horripilante que la imagen de pesadilla que su mente había forjado hacía apenas unos segundos. Sin duda, era pasmoso, místico y potente, pero entonces que lo había visto pensaba que podía luchar contra él y, al mirar a todos los otros, supo que experimentaban la misma sensación. En un sentido, no lamentaba demasiado contemplar aquella cosa, aun en el caso de que causase su muerte. Sabía que estaba viendo algo que muy pocos hombres verían, y obtenía una cierta satisfacción de ese hecho. Sabía también que podía enfrentarse con aquella cosa definitivamente aterradora y, al final, no acabar acobardado por completo. Pero entonces habló, y su miedo regresó redoblado.
—He venido a reclamar mi deuda de sangre, rey Thangrim, como dije que haría.
La voz era como de una trompeta de latón, y sin embargo había en ella algo que sugería el vacío y un frío tan helado que quemaba. Su voz era tan sonora como el trueno, pero la entonación resultaba tan perfecta que comunicaba la carga de odio minuciosamente calculada que el demonio deseaba transmitir. Era la voz de un dios furioso y vengativo. Félix se daba cuenta de que el demonio no hablaba en Reikspiel, pero a pesar de eso él podía, de alguna manera, comprenderlo, y no dudó ni por un momento que a los enanos les sucedía lo mismo.
—Has venido para que te arrojemos al abismo una vez más —respondió el rey Thangrim con una voz clara, profunda y resonante, pero que, comparada con la del Devorador de Almas, parecía la de un niño rebelde que le chillara desafíos a un adulto.
—Voy a arrancarte el corazón y me lo comeré ante tus ojos mientras aún estés vivo; exactamente como te prometí. Y ni todos tus pequeños guerreros te salvarán. Durante cada momento de cada hora de cada día de cada año de mi espera, he estado anhelando este día, y ahora ha llegado.
Mientras el demonio hablaba, más y más hombres bestia y guerreros del Caos se filtraban al interior de la sala por detrás de él, y sin embargo ni un solo enano disparó una flecha o levantó una arma. Había algo hipnótico en aquella criatura, y algo insoportablemente fascinante en su confrontación con el viejo rey enano. Félix quería gritar una advertencia para decirles a los enanos que atacaran, pero no lo hizo. Estaba cautivado por el mismo hechizo que ellos, mientras más y más seguidores del Caos entraban en el salón. Parecía que Thangrim quería responder; sin embargo, no podía. Tenía aspecto de viejo, cansado y deshecho antes de comenzar.
—No has perdido ni una pizca de tu arrogancia, pequeño; pero ahora eres viejo y débil, y yo…, yo soy más fuerte que antes.
—Desde luego, hueles a eso —rugió Gotrek.
La mirada del demonio salió disparada hacia el Matatrolls, y por un momento Félix se acobardó al posarse sobre él los ojos de aquel ser. Era como si la mismísima muerte lo hubiese mirado desde las huesudas cuencas de aquellos ojos. El poeta se quedó atónito al ver que Gotrek, de alguna manera, era capaz de sostenerle la mirada al demonio. Pasado un momento, incluso logró dedicarle una sonrisa salvaje y blandir el hacha; las runas de la hoja relumbraron con luz más brillante de la que Félix había visto nunca. Gotrek puso el dedo pulgar sobre el filo y lo desplazó. Apareció una sola gota de sangre, y el Matatrolls sacudió la mano para arrojarla con aire despectivo en dirección al demonio.
—¿Tienes sed? —inquirió—. Prueba eso. Será lo único que consigas hoy.
—Beberé hasta la última gota de tu sangre y partiré tu cráneo para devorar tus sesos, y mientras lo haga devoraré tu alma. Aprenderás el verdadero significado del terror.
—Estoy aprendiendo el verdadero significado del tedio —dijo Gotrek, y profirió una carcajada rasposa—. ¿Tienes intención de matarme de aburrimiento con tus discursos, y quieres venir aquí y morir?
Félix estaba maravillado ante el hecho de que el Matatrolls pudiese decir algo cuando tenía sobre sí aquella mirada que conmocionaba el alma, pero de alguna forma había logrado hablar y, al hacerlo, había animado a todo el ejército de enanos. El poeta podía percibir cómo los enanos se despojaban de la influencia que ejercía la presencia del demonio y disponían sus armas para luchar. Thangrim se irguió y alzó el martillo, y al hacerlo el rayo volvió a crepitar en torno a la cabeza del arma.
Sorprendentemente, el demonio sonrió dejando al descubierto los largos colmillos de unas fauces que parecían capaces de tragarse un caballo.
—Un momento de desafío te hace merecedor de una eternidad de tormento. Dispondrás de eones para reflexionar acerca de tu locura. Y antes de morir, considera lo siguiente: fuiste tú quien me atrajo hasta este lugar secreto.
Al ver que Gotrek se negaba a morder el anzuelo, el demonio prosiguió.
»El hacha y yo estamos unidos. Desde que me hirió he sido siempre capaz de percibir su presencia con independencia de lo bien escondida que estuviese. Seguí su rastro hasta aquí, y te agradezco el servicio que me has prestado, esclavo.
Félix miró a Gotrek para ver cómo se estaba tomando aquello, pero en el rostro del Matatrolls no vio otra emoción que no fuese odio, y se preguntó cómo lo lograba. Su mente era un torbellino. Daba la impresión de que toda aquella empresa, el ingenio que había invertido Borek para llevarlos hasta allí, todos los peligros que habían superado, sólo habían servido para conducir a aquel demonio hasta su meta final. Era enloquecedor pensar que todos los esfuerzos acabarían en eso, que se habían visto atrapados en una telaraña de profecías y condenación de la que nada sabían, que eran simples peones en una partida de eones de duración que jugaban los Poderes Oscuros.
Al mirar al otro lado del estrecho espacio que separaba a los dos ejércitos, Félix experimentó la enfermiza certidumbre de la derrota.
Filas y más filas de hombres bestia de cuernos curvos se habían reunido junto al demonio. Filas y más filas de guerreros del Caos ataviados con negra armadura aguardaban preparados para atacar con sus pasmosas armas místicas a punto. Manadas de aquellos terribles sabuesos ladraban con voracidad como si exigieran las almas de sus presas.
Formada contra ellos había una hueste de enanos que parecían lastimosamente débiles. En torno al flameante estandarte del rey se encontraba la guardia real, todos bellamente ataviados con las mejores armaduras y provistos de potentes armas. Entre Thangrim y el demonio, había una línea de poderosos guerreros armados, todos con destellantes armas rúnicas. Al otro lado del rey, el flanco derecho del ejército era invisible para el poeta, pero sabía que estaba formado por unidades de ballesteros y portadores de martillos. En su lado, el flanco izquierdo, había filas y más filas de veteranos de largas barbas, armados con martillos y hachas. Entre ellos se encontraban Gotrek, Snorri, Varek y él. Félix le ofreció una plegaria a Sigmar el del Martillo. Si el dios lo oyó, no dio señal alguna de ello.
En cambio, el demonio alzó su hacha y dio la señal de avance. En medio de un estruendo de tambores y rebuznantes trompetas de latón, las hordas del Caos comenzaron a avanzar. Los flacos sabuesos saltaban en vanguardia del ejército, dispuestos a hender y desgarrar. El demonio los observaba con cara de monstruosa satisfacción. Cuando los hombres bestia se acercaron, los enanos comenzaron a disparar sus ballestas y abrieron un sendero sangriento entre los inhumanos enemigos.
Félix casi quedó sordo cuando Varek abrió fuego con su rifle. El resplandor del cañón, al rotar, iluminaba desde abajo el rostro del joven enano, mientras éste lanzaba un río de plomo caliente para segar las vidas de los brutos que se aproximaban. A la luz de aquellos destellos, el contorsionado semblante de Varek no parecía en nada menos demoníaco ni lleno de odio que el de las criaturas a las que se enfrentaban.
Thangrim alzó el martillo. En torno al arma, destellaron rayos, y las sombras huyeron hacia los bordes del salón. Lo hizo girar alrededor de su cabeza, y el arma pareció concentrar poder y luz. Las runas adquirieron un brillo deslumbrante y saltaron chispas que llovieron en torno al rey. El olor a ozono se impuso al hedor de la hueste demoníaca.
Thangrim soltó el Martillo del Destino, que salió volando hacia el Devorador de Almas como un cometa, y dejó tras de sí un rastro de chispas y rayos; allá donde éstos caían, también caían los hombres bestia con la piel ennegrecida y el pelo erizado. El martillo voló en línea recta hacia su objetivo e impactó contra el demonio con un sonido de trueno. El Devorador de Almas bramó de dolor y dio un traspié, y los enanos profirieron un rugido descomunal. Para asombro de Félix, el martillo regresó volando a través del salón e hizo agachar y apartar a los hombres bestia. El rey tendió una mano y el arma regresó a ella, como un halcón vuelve a la mano del halconero después de un corto vuelo.
Por un momento, Félix tuvo la esperanza de que la espantosamente poderosa arma del enano hubiese derribado al Devorador de Almas, pero cuando volvió la mirada hacia él vio su esperanza frustrada. De una herida que había en un lado del demonio, caían gotas de ardiente icor, que se desvanecían en nubéculas de humo de aspecto venenoso al tocar el suelo; pero el Devorador de Almas continuaba en pie, inmensamente fuerte e inmensamente terrible, contemplando a los enanos con aire burlón. Su mirada feroz silenció en un momento sus vítores.
—Si no quiere venir a nosotros, nosotros iremos a él —declaró Gotrek, y corrió a encontrarse con la horda del Caos que arremetía.
—Snorri piensa que es una buena idea —dijo Snorri, y echó a correr tras el primer Matador.
—Espérame —pidió Félix.
El poeta salió a la carrera para situarse junto a él. Con sus largas zancadas, le resultaba fácil mantenerse a la velocidad de los enanos, a la vez que disponía de tiempo para mirar lo que estaba sucediendo a su alrededor. Vio que la totalidad del ejército de enanos avanzaba para hacer frente a los enemigos que cargaban.
Tácticamente, Félix sabía que eso era un error. Los enanos deberían haber mantenido la distancia y diezmado a los enemigos con las saetas de las ballestas hasta el último momento. Entonces parecían arrebatados por la locura general inspirada por la presencia del demonio, colmados por un deseo incontenible de trabarse en combate con los enemigos, mano a mano, pecho contra pecho; de hender, y desgarrar, y matar cuerpo a cuerpo. Félix no podía reprochárselo. Después de tantos años de ser perseguidos por lo que en otros tiempos había sido su hogar, estaban llenos de ardiente odio, pero al dar satisfacción a ese odio estaban echando por la ventana la única y pequeña ventaja táctica con la que contaban.
A pesar de todo, tal vez carecía de importancia, ya que iban a morir de cualquier forma y, por tanto, podía ser que fuese mejor acabar con el asunto de una vez. Aferró la espada a dos manos cuando la primera oleada de hombres bestia se les echó encima, y a partir de ese momento, ya no hubo tiempo para pensar, sino sólo para matar.
Una sacudida ascendió por el brazo de Félix cuando la hoja de la espada se clavó en el pecho de un hombre bestia. El nauseabundo hedor a pelaje mojado de sangre le invadió las fosas nasales cuando la criatura cayó contra él; la apartó de una patada, y de un tajo, le seccionó la arteria de la garganta a otro de aquellos repugnantes seres. Cuando el hombre bestia se llevó una mano a la herida para contener la sangre, él le clavó la espada hacia arriba por debajo de las costillas y le hirió el corazón.
Cerca de él, Gotrek y Snorri asestaban tajos, mutilaban y mataban. Cada vez que Gotrek descargaba un golpe con el hacha, un enemigo mutilado caía aferrándose el ensangrentado pecho herido, el amputado muñón de una extremidad, o intentando contener la hemorragia que simplemente no podía parar. Por el rabillo del ojo, Félix vio que Snorri asestaba un golpe simultáneo con hacha y martillo que atrapaba la cabeza de un hombre bestia en medio. La parte superior del cráneo de la criatura salió volando al cercenarla el hacha, y los sesos manaron como una fuente de pulposa gelatina gris bajo la fuerza del martillazo.
Un estallido ensordecedor seguido de aullidos de bestial agonía, le dijo a Félix que Varek había lanzado una de sus bombas. Un momento más tarde, una nube de humo acre que ocultó su campo de visión le hizo lagrimear los ojos. Tosió, y el sonido de su tos atrajo la atención de un hombre bestia. Una hacha monstruosa salió zumbando hacia él desde el velo de humo, y tuvo el tiempo justo de alzar la espada para parar el golpe antes de que lo hiriera. La sacudida le provocó un tremendo dolor en el hombro, y un poco después una mano salió de la niebla y lo aferró por la garganta. Unas uñas afiladas, movidas por dedos de una fuerza férrea, se le clavaron en la garganta, y por la tráquea le cayeron gotas de sangre.
Al dispersarse el humo se dio cuenta de que estaba en poder de un hombre bestia de musculatura monstruosa, y por el rabillo del ojo vio a uno de los hermanos de la criatura que corría hacia él, lanza en ristre. Todo parecía suceder a cámara lenta. Sabía que estaba a punto de morir, y con frenética desesperación intentó liberarse. Pero el hombre bestia era demasiado fuerte y ya estaba echando atrás el hacha para asestarle el golpe definitivo mientras la punta de la lanza de su compañero brillaba a medida que se acercaba más y más. Con aquellos terribles dedos alrededor de la garganta, Félix ni siquiera podía gritar para pedirles ayuda a Gotrek o Snorri.
Esperaba sentir en cualquier momento cómo la lanza le atravesaba las costillas y el hacha caía con fuerza demoledora sobre su cráneo. El hecho de saber que le quedaban escasos momentos de vida, colmó a Félix de una fuerza desesperada y una astucia feroz. En lugar de intentar soltarse, se relajó de repente y avanzó; el movimiento sorpresa hizo que su enemigo perdiera momentáneamente el equilibrio. El poeta aprovechó esto de inmediato y descargó todo su peso en el movimiento para hacer girar a su oponente y desplazarlo a un lado. El adorador del Caos profirió un gruñido cuando se le clavó en la espalda la punta de la lanza que había estado dirigida hacia Félix. Sus músculos se contrajeron en un espasmo agónico y se aflojaron los dedos que rodeaban el cuello del poeta, que retrocedió, dirigió la espada con todo cuidado y le cortó la cabeza de un mandoble.
La cabeza cercenada rodó por el suelo, y la sangre negra salió disparada hacia el techo desde el cuello cortado; los potentes chorros se hacían más débiles ya cuando el cuerpo se desplomó sobre el piso. El segundo hombre bestia se quedó allí de pie, sujetando la lanza de la que acababa de caer el cadáver y parpadeando con estúpido asombro, como si no pudiera creer que acababa de matar a su compañero. El poeta aprovechó esa momentánea confusión para asestarle una estocada en la entrepierna y abrirlo en canal; las gruesas entrañas cayeron al suelo.
Durante un momento, se encontró en el ojo del huracán, rodeado por un girante vórtice, de increíble violencia. Los enanos luchaban con los hombres bestia, y las hachas chocaban con lanzas y porras. A la derecha, pudo ver que Gotrek se trababa en combate con dos guerreros del Caos. Los gigantes de negra armadura corrieron hacia él con la esperanza de pillar al Matatrolls por ambos flancos, de modo que uno pudiese golpearlo mientras el otro atraía su atención. Pero Gotrek salió a la carrera hacia ellos y golpeó al primero al pasar con un tajo de fuerza pasmosa que le hundió el peto. La armadura no cedió del todo, pero la sangre que manó por las axilas y las uniones de la cintura demostró que el golpe había sido fatal. En lugar de detenerse, el Matatrolls continuó adelante y dejó que el segundo guerrero golpeara el aire que él había ocupado segundos antes, al mismo tiempo que se volvía a medias y descargaba sobre su atacante un tajo descendente que le acertó en la parte trasera de una pierna y lo desjarretó. Mientras el guerrero caía de espaldas, Gotrek le aplastó la cabeza y miró en torno para buscar más presas.
El Matatrolls estaba cubierto de sangre y tenía aspecto de haber estado trabajando en una carnicería infernal. Félix se dio cuenta de que él mismo no tenía mejor aspecto, ya que sus manos aparecían rojas y tenía las botas cubiertas de sustancia viscosa. Sacudió la cabeza y vio que el Matatrolls le estaba advirtiendo por señas de un peligro. Se volvió justo a tiempo de agacharse para esquivar el golpe de un ser monstruoso, cubierto por negra armadura. La espada del guerrero del Caos era enorme, y extrañas runas relumbraban en color rojo a lo largo de la hoja. Félix descargó un golpe con su propia arma, pero ésta rebotó en la armadura del hombre; en ese momento, una risa demente salió del interior del casco que le ocultaba el rostro. Era como si el poeta le hubiese hecho cosquillas. El guerrero volvió a golpear, y Félix saltó atrás para ponerse fuera del alcance del arma. Al ver una brecha en sus defensas, golpeó la espada del guerrero con la suya para aumentar el impulso que el otro llevaba y hacer que girara sobre sí. Después, lo embistió de inmediato con un hombro y lo derribó. Antes de que el guerrero del Caos pudiera levantarse, el poeta le echó atrás la cabeza cubierta por el casco y le pasó el filo de la espada por el cuello para seccionarle la arteria principal y dejarlo dando saltos en el suelo como un pez varado en una playa seca.
No tuvo tiempo para regocijarse de su triunfo, ya que sintió, más que vio, una arma que descendía sobre su propia cabeza desprotegida e intentó saltar a un lado; pero sus pies resbalaron sobre el suelo de piedra empapado en sangre y lo logró sólo parcialmente. Una porra descomunal le golpeó de soslayo la cabeza y lo lanzó cuan largo era al suelo, mientras, ante sus ojos, danzaban estrellas. Incluso ese golpe oblicuo había estado a punto de hacer que perdiera el conocimiento. Intentó ponerse de pie, pero se encontró con que de pronto no tenía ningún control sobre sus extremidades, que se agitaban sin ton ni son sin obedecerle. Percibió vagamente una silueta deforme que se detenía a su lado, y una porra descomunal que se alzaba para saltarle los sesos.
Un cansancio repentino se apoderó de él; todos los sonidos parecieron apagarse. Estaba demasiado exhausto para preocuparse y no temía morir. Ya no había nada que pudiese hacer, pues la porra iba a descender y su vida concluiría. No sentía ningún impulso de lucha. Lo mejor era quedarse tendido y rendirse a lo inevitable.
Por un momento, sintió sólo impotencia; pero luego reunió toda su fuerza de voluntad para realizar un último y fútil intento de moverse. Sabía que era imposible, que en su débil estado jamás lograría esquivar a tiempo el golpe. Sus hombros se tensaron y esperó sentir en cualquier momento un terrible dolor, el que le causara el golpe al destrozarle el cerebro.
Pero no sintió nada. En cambio, su enemigo se desplomó en dirección contraria a él; la sangre le corría por la espalda. Gotrek se inclinó, lo cogió por la cota de malla y lo levantó para ponerlo de pie.
—Levántate, humano. ¡Todavía hay mucho que matar! —El Matatrolls describió una curva con el hacha y derribó a un hombre bestia de un solo tajo—. ¡No puedes morir hasta que no me hayas visto matar a un demonio!
—¿Dónde está? —preguntó Félix, aún mareado.
—Allá —respondió Gotrek al mismo tiempo que señalaba con un dedo cubierto de sangre.
El poeta miró hacia donde el otro le indicaba, y a través de una brecha abierta en la furiosa batalla vio una escena de valentía sin par. Snorri se lanzó de cabeza contra el demonio y lo atacó con hacha y martillo, pero el demonio bajó los ojos hacia él y se echó a reír cuando las armas del enano rebotaron sobre su piel.
—¡Snorri, idiota! —bramó Gotrek—. ¡Sólo las armas rúnicas pueden afectar a esa condenada cosa!
Si Snorri lo oyó, no dio señales de ello, ya que continuó atacando ineficazmente al poderoso monstruo con golpes que habrían matado a un buey y, sin embargo, dejaban ileso al demonio. Al fin, como si estuviese cansado de mirar las payasadas de un bufón, el Devorador de Almas le lanzó un golpe de hacha. Snorri trató de bloquearlo cruzando las armas ante sí, pero no sirvió de nada. Las asas de su hacha y su martillo se partieron, y la tremenda fuerza del golpe del demonio lo arrojó al otro lado de la sala como una piedra lanzada por una catapulta. Salió rodando por el aire y aterrizó a los pies del rey Thangrim, cuya barba salpicó de sangre.
El Devorador de Almas se abría paso a través de los guerreros del rey. Sus armas se movían con demasiada rapidez para que los ojos pudiesen seguirlas, y cada vez que golpeaban caía un enano. Daba la impresión de que ninguna armadura podría resistir ante aquellas armas forjadas en el infierno. En pocos momentos, valientes guerreros se vieron reducidos a gimoteantes pilas agonizantes de cuerpos destrozados. Las orgullosas armaduras quedaron hechas pedazos. Mientras Félix observaba, el Devorador de Almas barrió una hilera de enanos con su hacha y dejó cuerpos mutilados tras de sí. Sin embargo, no todo salía según el deseo del enorme demonio, pues las armas rúnicas de los enanos lo habían herido en algunas zonas, y de los tajos, caía al suelo humeante icor a medida que avanzaba.
La cólera ardía en los ojos de Thangrim y tenía la barba erizada. Alzó el martillo una vez más como para responder al desafío del demonio, y lo lanzó hacia el pecho del Devorador de Almas. Una vez más, la ancestral arma dio en el blanco y, una vez más, manó sangre demoníaca. De nuevo, el demonio dio un traspié, sonrió y arremetió con redoblada furia.
Nada podía resistir ante él, que atravesaba la guardia del rey enano como un ariete atraviesa una puerta podrida. Félix vio que un guerrero lograba clavarle una arma rúnica en la espalda antes de que el monstruo advirtiera su presencia, y que la hoja penetraba con rapidez y quedaba sobresaliendo entre los omóplatos del Devorador de Almas, que se volvió y golpeó con su látigo. El poeta no tenía ni idea de qué estaba hecho aquel látigo infernal, pero las colas atravesaron la armadura con total facilidad y desollaron al enano hasta los huesos. Félix vio que la piel y los músculos se separaban como cortadas por un escalpelo, para dejar a la vista huesos blandos y cartílagos amarillos. El látigo volvió a azotar e hizo girar a la víctima como si fuera una peonza al mismo tiempo que arrancaba más carne de su esqueleto. Otro enano avanzó y golpeó al demonio con un martillo rúnico, cuyo impacto le causó cierta incomodidad al Devorador de Almas, que decapitó al atacante con el hacha sin dejar de azotar a la otra víctima. Al cabo de pocos segundos, yacía a sus pies un cadáver desollado que no recordaba en nada a un enano.
—¿Durante cuánto tiempo más vas a ocultarte detrás de tus guerreros, pequeño rey? —preguntó el demonio, y tal era la terrible magia de su voz que las palabras resultaban audibles desde donde se encontraba Félix, incluso por encima del estruendo de la batalla.
El rey lanzó una vez más su martillo, pero en esa ocasión el demonio dejó caer el látigo y lo atrapó con una zarpa extendida. Las runas ardieron en la cabeza del arma, y la mano del demonio se ennegreció al contacto con él; pero el Devorador de Almas lo invirtió y lo lanzó volando hacia el rey.
Se oyó un restallar como de trueno. El martillo voló a demasiada velocidad para que pudieran seguirlo los ojos, y se estrelló contra el monarca enano, que cayó cuan largo era sobre el piso. El ejército de enanos profirió un gemido al ver que su jefe se tambaleaba y caía, y el demonio bramó un grito de triunfo. Una risa demente tronó por encima de la refriega y retumbó en el salón. Las huestes del Caos comenzaron a luchar con furia renovada, y pareció que se imponían a los enanos.
El Devorador de Almas avanzó entre la consternada muchedumbre al mismo tiempo que mataba a diestra y siniestra. El sacerdote de Grimnir le salió al encuentro y fue destripado de un golpe de zarpa en el momento en que su martillo de guerra se hundía en la carne del demonio. La anciana sacerdotisa de Valaya, erguida ante él, alzó su libro como si fuese un escudo. De las páginas saltó un resplandor y, por un momento, el demonio se detuvo; luego rió una vez más y describió una curva descendente con el hacha que atravesó a un tiempo al libro y a la sacerdotisa. El cuerpo seccionado cayó en dos pedazos al suelo, y el Devorador de Almas avanzó, victorioso, hasta llegar ante el rey agonizante.
—Vamos, humano. Ha llegado la hora de mi muerte —dijo Gotrek a la vez que se encaminaba hacia el demonio.
Nada podía interponerse en el camino del Matatrolls, y cualquier cosa que lo intentaba, moría, pues entonces era un motor de destrucción igual al que había sido el Devorador de Almas momentos antes. Mientras avanzaba hacia su meta, golpeaba a diestra y siniestra, y con cada golpe derribaba a hombres bestia y guerreros del Caos, que caían heridos por el poder del hacha y la fuerza del brazo que la blandía.
Tras encogerse de hombros, Félix echó a andar detrás de él, resuelto a enfrentarse con su propio destino. La cabeza aún le zumbaba a causa del golpe de soslayo recibido, y las escenas de pesadillesca carnicería que lo rodeaban habían adquirido una calidad irreal. En ese momento, no parecía haber nada inverosímil en la misión del Matatrolls. Daba la impresión de que, en efecto, Gotrek iba a luchar con el demonio y hallar su heroica muerte, y que Félix iba a presenciarlo todo y a morir a su vez. No había nada más que hacer al respecto. Al mirar en torno, el poeta vio que los enanos eran derrotados, ya que los enemigos tenían la ventaja, pues la caída del rey los había desmoralizado por completo. No se veía ni rastro de Snorri ni de Varek, y Félix supo que no saldría con vida de ese campo de batalla. Lo mismo daba que hiciera lo que deseaba el Matatrolls, ya que por segunda vez le debía la vida y sería la mejor forma de pagarle la deuda.
El Devorador de Almas se erguía sobre el cuerpo yacente del rey enano. Clavó su hacha en las losas del suelo, donde quedó temblando, y bajó ambas garras para recoger a Thangrim con la misma delicadeza con que un hombre cogería a un niño pequeño.
Félix se agachó para esquivar el golpe de hacha de un hombre bestia, le cercenó la mano al atacante por la muñeca y continuó corriendo mientras el enemigo caía de rodillas y se aferraba el muñón. Tres guerreros del Caos se interpusieron entre Gotrek y el demonio, pero el hacha del Matatrolls atravesó el cuello de uno, abrió el estómago a otro y se clavó en la entrepierna del tercero. El golpe de retorno del hacha los tiró al suelo y dejó libre el campo visual para que Félix viese lo que sucedía a continuación entre el rey y su torturador.
El Devorador de Almas le arrancó la armadura al monarca como un hombre podría pelar una naranja, y Thangrim se inclinó hacia adelante y escupió al rostro de su enemigo, donde el escupitajo se mezcló con el icor que le caía de la frente y se evaporó con un crepitar. Con una ancha sonrisa, el Devorador de Almas clavó las garras en el pecho descubierto del rey y comenzó a tironear. La caja torácica del monarca se partió y se abrió como la concha de una ostra, y las entrañas quedaron al descubierto. La sangre salpicó al Devorador de Almas mientras éste continuaba con su obra atroz.
Alzó al monarca hasta la altura de sus ojos, donde lo sujetó fácilmente con una garra mientras con la otra le arrancaba el corazón aún latiente del pecho y lo levantaba de modo que los ojos abiertos de par en par del rey pudiesen ver lo que estaba haciendo. Estrujó el corazón y se produjo un sonido audible de aplastamiento. La sangre entró en la boca del monstruo, que luego, como un epicúreo bretoniano que devorase una ostra, echó atrás la cabeza y dejó caer el corazón dentro de sus fauces abiertas. Todo eso lo contempló el monarca con espantados ojos abiertos de par en par.
La garganta del demonio se abultó al tragarse el corazón entero; después volvió a abrir la boca y profirió un enorme eructo de satisfacción. Dejó caer al suelo al enano sin corazón que había sido el orgulloso rey de Karag-Dum, y se volvió para proferir un bramido de triunfo hacia sus seguidores reunidos. Félix tuvo una visión perfecta de todo el suceso, porque, en ese momento, él y Gotrek casi habían llegado hasta el Devorador de Almas.
—Espero que hayas disfrutado de tu última comida, demonio —dijo Gotrek—, porque ahora vas a morir.
El demonio bajó los ojos hacia él y sonrió.
—Tu cerebro será mi postre —anunció con terrible certidumbre.
Durante un momento, el Matatrolls y el demonio permanecieron inmóviles el uno frente al otro; el primero, con el hacha en posición de ataque. Una expresión de frenética furia transformó el rostro de Gotrek en algo casi tan aterrador como la cara del demonio, y el Devorador de Almas flexionó las alas con un chasquido audible y le hizo al enano un burlón gesto para invitarlo a avanzar. Los ojos del poeta fueron de Gotrek al demonio, y luego al cadáver de Thangrim. Había oído decir que el cerebro podía continuar viviendo durante algunos momentos después de que el corazón hubiese dejado de latir, y supo que en el caso de Thangrim así era, porque había sido la voluntad del demonio con el fin de cumplir su atroz juramento. De repente, se sintió muy furioso ante la injustificada crueldad del demonio y la demente maldad del Caos, y deseó coger su espada y atravesar con ella el pecho del monstruo.
El largo momento de inmovilidad concluyó. Gotrek bramó su grito de guerra y cargó. Su hacha salió disparada hacia adelante y hacia abajo, y se hundió en el pecho del demonio, del que salió ardiente icor que quemó al enano y lo hizo retroceder momentáneamente, dando traspiés, aunque se recobró sin problema y lanzó un segundo golpe. El Devorador de Almas alzó una zarpa para bloquearlo, y en su brazo apareció otra enorme herida. Por un momento, el poeta pensó que Gotrek, con su furia, podría abrumar al monstruo, pero éste retrocedió fuera del alcance del Matatrolls e hizo un gesto con un brazo, como si cogiera algo del aire.
La enorme hacha se desclavó del suelo y voló hasta la zarpa del demonio, que, por un momento, permaneció quieto, y Félix vio que había sufrido heridas de importancia. La espada del guardia enano aún sobresalía de su espalda y le inmovilizaba una ala; el martillo de Thangrim le había infligido heridas profundas, y de ellas sobresalían huesos partidos; el hacha de Gotrek le había dejado dos bostezantes tajos por los que manaba icor que caía, ardiente, al piso. De la totalidad de su cuerpo se alzaba un vapor nauseabundo como humo. Su silueta, por un momento, osciló y se desenfocó como si no estuviese del todo presente. Luego adquirió solidez una vez más, se tornó nítido y de contornos bien definidos, y se lanzó hacia el Matatrolls.
Se produjo un torbellino de golpes demasiado rápidos para que pudiesen seguirlos los ojos mortales. Félix no tenía ni idea de cómo había logrado el Matatrolls sobrevivir al encuentro, pero así fue, y retrocedió dando traspiés con una gran brecha abierta en la frente y marcas de zarpas en el pecho. El Devorador de Almas tenía otro tajo enorme en un brazo, pero parecía menos dañado que el Matatrolls.
—Veo que ya has tenido suficiente —jadeó Gotrek.
El demonio se echó a reír y se dispuso a saltar hacia adelante una vez más. El poeta se preparó, pues entonces sabía que lo que estaba a punto de hacer era suicida, e iba a morir, pero no importaba. Sabía que, si el Matatrolls caía, el demonio acabaría con él en cuestión de segundos, así que decidió asestar el golpe mientras aún podía. Saltó hacia adelante al mismo tiempo que golpeaba al demonio con todas sus fuerzas, y la espada encantada del templario Aldred se clavó profundamente en el cuerpo del monstruo. Félix tiró de la espada hasta liberarla e intentó una segunda estocada, pero, en el último segundo, el demonio se volvió para enfrentarlo y lo lanzó de espaldas con un golpe de brazo que estuvo a punto de matarlo.
Cuando la zarpa hizo impacto, algo estalló contra el pecho del poeta y lo atravesó un dolor lacerante; la espada del templario salió volando de su mano. Cayó sobre algo duro y pesado, y se quedó sin aliento, a la vez que oía lo que podría haber sido un bramido de agonía inverosímil procedente del Devorador de Almas.
Gotrek había aprovechado la oportunidad para saltar al ataque, y por un momento el poeta pensó que lograría acabar con el demonio, ya que su hacha salió disparada en un arco feroz y casi golpeó al enemigo; pero las heridas enlentecían los movimientos del Matatrolls, y el Devorador de Almas saltó a un lado y evitó el tajo que lo habría decapitado. Siguió otro torbellino de golpes demasiado rápidos para ser visibles, que acabaron cuando el hacha fue arrancada de un golpe de las manos de Gotrek. Mientras el enano permanecía allí, tambaleándose, apenas capaz de mantenerse en pie, el Devorador de Almas descargó un tremendo puñetazo que lo derribó, y se quedó postrado a los pies del demonio. En ese momento, toda esperanza abandonó el corazón de Félix.
Apoyó las manos en el piso e intentó incorporarse, y al mirar hacia abajo vio sobre su pecho los restos ardientes del amuleto de Schreiber, que debía de haber golpeado el puño del demonio cuando lo atacó. El amuleto había explotado, sobrecargado por el tremendo poder del demonio, pero Félix pensó que tal vez acababa de salvarle la vida porque algo le había restado parte de fuerza al golpe del Devorador de Almas. Estaba seguro de que debería haberlo matado, pero no fue así.
No pudo encontrar su espada, pero sus dedos se cerraron sobre algo duro y pesado, y se dio cuenta de que era el Martillo del Destino. Intentó levantarlo, pero el arma ni siquiera se movió. No se debía sólo a que fuese pesado, sino a que una fuerza lo mantenía pegado al suelo como el imán que sujetaba los mapas a bordo de la nave aérea.
Félix imprecó. ¡Habían estado tan cerca! El demonio se movía entonces con lentitud, su respiración era trabajosa, el icor manaba por las grandes heridas de su cuerpo y apenas era capaz de mantener su forma. Un golpe más acabaría con aquella criatura; de eso estaba seguro. Tironeó hasta que creyó que los músculos iban a reventarle, pero el condenado martillo continuaba sin moverse. Era un artefacto mágico, destinado a ser blandido sólo por héroes enanos, y vencer esa magia estaba fuera de la fortaleza de un hombre mortal.
El Devorador de Almas se había inclinado sobre Gotrek como lo había hecho sobre Thangrim, y entonces estiraba una zarpa y le rodeaba la cabeza. Con lentitud, levantó al Matatrolls, y Félix supo qué sucedería a continuación: el demonio estrujaría la cabeza del enano hasta que su cráneo se partiera como un melón, para luego devorar su cerebro y su alma inmortal. Detrás del triunfante demonio, vio que los hombres bestia estaban aplastando lo que quedaba de la resistencia de los enanos. Varek se encontraba de pie junto a una de las columnas, e iba armado con un martillo que había recogido en alguna parte. El Matatrolls había perdido el hacha. Una ola de frenéticos hombres bestia se aproximaba.
—Ayúdame, Sigmar el del Martillo —rogó Félix con un fervor que no había sentido desde que era un niño asustado—. ¡Ayúdame, Grungni! ¡Ayúdame, Grimni! ¡Ayúdame, Valaya! ¡Ayudadme! ¡Malditos seáis!
Al mencionar los nombres de los dioses, las runas del martillo parpadearon y volvieron a la vida, y Félix sintió que comenzaba a soltarse del suelo. Al principio era pesado, pero a medida que lo levantaba pesaba menos, como si algún otro poder estuviese prestándole la fuerza necesaria para imponerse al peso descomunal. Un dolor de quemadura se apoderó de la mano con que el poeta sujetaba el martillo, y sintió que saltaban chispas que le chamuscaban la manga. El olor a ozono le colmó las fosas nasales y el dolor casi le hizo soltar el martillo; pero luchó para mantenerlo aferrado aunque cada terminación nerviosa de la mano le causaba un dolor agónico; de alguna forma, logró sujetarlo.
Sabía que dispondría de una sola oportunidad para echar atrás el martillo y lanzarlo. El demonio percibió las energías que se concentraban detrás de él, y se volvió a mirarlo con el Matatrolls sujeto negligentemente en una mano como un hombre cogería una muñeca rota. Los terribles ojos se posaron sobre el poeta y, por un instante, éste se sintió invadido por una ola de aquel terror que ya le era familiar. Sabía que el demonio estaba a punto de saltar para descuartizarlo miembro a miembro, y que él no sería lo bastante rápido como para impedírselo. Ahogó el miedo, sonrió y decidió intentarlo de todas formas.
El Devorador de Almas dejó caer a Gotrek y saltó con las garras extendidas, las fauces abiertas de par en par y los colmillos descubiertos. Los ojos a través de los que llameaba el infierno miraban directamente a Félix, hasta cuya nariz llegó el monstruoso hedor de la criatura. El calor de su cuerpo radiaba a través de la distancia que iba estrechándose entre ellos. Félix impulsó el martillo hacia adelante, lo soltó, y el arma salió volando como un meteoro al caer, dejando tras de sí una cola de ardiente relámpago. Se estrelló contra la cabeza del demonio con un ruido de trueno, y la fuerza del impacto detuvo su acometida y lo derribó de espaldas, aunque sólo por un momento. El martillo rebotó y salió disparado hacia donde yacía el Matatrolls.
Con lentitud, el demonio se incorporó, y entonces el poeta supo que ya no podría hacer nada para detenerlo. Su victoria era inevitable. Él había hecho todo lo posible, pero no bastaba. Apenas tenía energías para mantenerse de pie, así que no podía ni pensar en huir. Tenía el pecho chamuscado y la sensación de que la mano se le estaba desollando hasta el hueso.
El Devorador de Almas avanzó con paso tambaleante y una sonrisa maléfica. La expresión de sus ancestrales ojos le indicó a Félix que aquel ser sabía lo que él estaba pensando y se burlaba de su desesperación. La enorme sombra del demonio se proyectó sobre él, y al flexionar las alas se arrancó la espada que tenía clavada en el lomo y la hizo volar al otro lado del salón. Echó atrás una zarpa para asestarle el golpe de muerte.
—¡Eh! ¡Tú! Aún no he acabado contigo —rugió la voz de Gotrek.
La monstruosa cabeza del hacha apareció de pronto sobresaliendo del pecho del Devorador de Almas, y en ese momento el demonio comenzó a deshacerse en una lluvia de chispas rojas y doradas que se transformaban en hediondo vapor y desaparecían. A través de la niebla, el poeta pudo ver la silueta del magullado y maltrecho Matatrolls que apenas era capaz de mantenerse de pie. Con lentitud, el Devorador de Almas desapareció de la vista.
Pero Félix aún veía los ardientes ojos del demonio, y sus últimas palabras continuaban resonando dentro de su cabeza. «Os recordaré, mortales, y dispongo de toda la eternidad para vengarme».
«Maravilloso —pensó Félix—. Es lo último que me faltaba: la enemistad de un gran demonio». Sin embargo, se le aligeró el corazón; el monstruo había desaparecido y el terrible miedo que inspiraba su presencia se había desvanecido como el rocío matinal bajo el sol naciente. Sintió que se le quitaba de los hombros un peso que ni siquiera sabía que llevaba encima, y lo colmó una tremenda sensación de alivio.
Gotrek avanzó con paso inseguro hasta el lugar en que yacía el Martillo del Destino, y lo recogió. Esa vez, el arma se dejó levantar con facilidad y sucedió algo extraño. Saltaron rayos entre el martillo y el hacha hasta formar un abrasador arco eléctrico, y entonces el Matatrolls pareció colmarse de un poder apenas contenido. Se le erizaron la cresta y la barba, y los ojos le resplandecieron con una rara luz azul.
—¡Los dioses se mofan de mí, humano! —rugió con una voz tan audible como el trueno, al mismo tiempo que la amargura contorsionaba su rostro—. He acudido aquí en busca de mi fatalidad, y en cambio he atraído la fatalidad sobre este lugar. Ahora, alguien va a pagar por ello.
Dio media vuelta y regresó a la refriega mientras el martillo dejaba un borroso rastro de luz tras de sí. El hacha cortó en dos a un guerrero del Caos y le arrancó un gran trozo a una de las columnas que daban soporte al techo. Entonces, Gotrek estaba rodeado por una aura que inspiraba tanto miedo como la que había rodeado al demonio, y los adoradores del Caos empezaron a retroceder. El Matatrolls profirió un imponente grito de batalla, se situó entre ellos de un salto y comenzó una matanza terrible. Colmado de poder divino por las armas que blandía, Gotrek era invencible. Su hacha atravesaba armaduras y carne sin esfuerzo, y ninguna arma podía resistirle. El martillo lanzaba rayo tras rayo de energía aterrorizadora, que azotaba a los guerreros del Caos como si fuese el látigo del demonio.
Félix contemplaba con espanto la carnicería que estaba haciendo el Matatrolls, hasta que vio su espada en el suelo. Forzó su mano para recogerla y corrió a meterse en la refriega, que concluyó un poco después. La horda del Caos, consternada por la caída de su jefe e incapaz de resistir al invencible poder del furibundo Matatrolls, dio media vuelta y huyó.