DIECIOCHO
«Barbaflamígera»
Con precaución, Félix atravesó la entrada. Aquel corredor no parecía en nada diferente del resto, excepto porque todas las piedras luminosas funcionaban y el aire olía ligeramente a limpio. El resto de la partida de guerra se apresuró a traspasar la puerta después de ellos, y ésta se cerró a sus espaldas. El poeta advirtió que los enanos de Karag-Dum se relajaban de manera visible, mientras que Gotrek, Snorri y Varek parecían más emocionados. No sabía por qué; tal vez porque sentían que estaban acercándose a su meta. Pero no era un sentimiento que él compartiese. La larga caminata por la ciudad subterránea lo había puesto tenso y nervioso, y sólo deseaba hallar un sitio en el que tenderse y descansar.
El corredor conducía a un laberinto de pasajes, y de vez en cuando Hargrim se detenía y empujaba un panel situado en la pared. No daba ninguna explicación de por qué lo hacía, sino que sencillamente se limitaba a presionarlos y a continuar adelante. Félix miró a Varek para ver si el joven enano podía decirle qué estaba sucediendo.
—Caídas mortales. Pozos trampa. Obras defensivas de alguna clase, muy probablemente —le dijo en voz baja, y fue silenciado por una mirada amenazadora de sus guardianes.
Pasaron ante muchos centinelas, y todos parecieron asombrados ante la vista de unos desconocidos procedentes del mundo exterior. Por fin, entraron en un salón monstruosamente largo, donde se veían signos de ocupación. Se trataba de un lugar enorme, con muchas salidas, y en el otro extremo había un profundo pozo de agua que se hundía en el piso. El techo era bajo y carecía de las formas abovedadas de los magníficos salones por los que habían pasado durante la caminata; le daba soporte un bosque de columnas cortas y gruesas. En cada columna había grabado un extraño símbolo, pero la vista de Félix se sentía herida cuando intentaba leerlos.
—Runas de encubrimiento —jadeó Varek—. No es de extrañar que este lugar haya sobrevivido durante tanto tiempo.
—¿Qué son? —preguntó Félix.
—Estas runas protegen los salones de las búsquedas mágicas, del mismo modo que las entradas ocultas los protegen de la vista normal. Sería prácticamente imposible para alguien que no sea un enano encontrar este lugar sin ayuda.
Félix vio mujeres enanas con capucha o cogulla, dedicadas a sus tareas. Unos pocos sacerdotes caminaban de aquí para allá diciendo palabras de consuelo y aliento, acariciando cabezas e invocando bendiciones. Había muchos guerreros, y buen número mutilados. Unos tenían garfios en lugar de manos; otros caminaban con patas de palo, y algunos llevaban alrededor de los ojos vendas que indicaban que estaban ciegos. Félix nunca había visto antes tanta gente mutilada junta, ni siquiera en las calles de Altdorf, llenas de mendigos. Ciertamente, daba la impresión de que aquella gente había llevado la peor parte en la guerra. No vio niños por ninguna parte.
—Tan pocos… —murmuró Varek—. En otros tiempos ésta fue una gran ciudad.
—Bienvenidos al Salón del Manantial. Esperad aquí —dijo Hargrim—. Le llevaré al rey la noticia de vuestra llegada.
El capitán atravesó una arcada enorme y desapareció en alguna parte de las profundidades de la ciudad. Muchos de los que habían estado trabajando, se detuvieron y los miraron de manera franca. Unos pocos mendigos mutilados se les acercaron. Uno de ellos tendió una mano para tocar a Félix con aire incrédulo.
—Eres el primer hombre que ha puesto jamás los pies en esta ciudadela —dijo.
—Me siento honrado.
—Podrías estar muerto dentro de muy poco —respondió el guerrero mutilado, y se alejó.
El resto de la multitud se les aproximó, y una mujer cubierta con una cogulla formuló una pregunta en idioma enano. Varek respondió, y la multitud profirió una exclamación ahogada. Mientras, otra mujer estallaba en lágrimas.
—Han preguntado de dónde procedemos —le informó Varek a Félix—. Les he dicho que procedemos del otro lado de los Desiertos, del Reino de los Enanos.
—No te creo —declaró otro enano de barba gris que dio media vuelta y se marchó; parecía tener lágrimas en los ojos.
Mientras esperaban, la multitud no se dispersó, sino que los rodeó y se quedó mirándolos con ojos fijos hasta que regresó Hargrim acompañado por un grupo de guerreros ataviados con armadura completa; todos llevaban una arma con runas grabadas. Los símbolos misteriosos ardían con una luz mística, y Félix ya sabía lo bastante acerca de los enanos para comprender que se trataba de poderosas armas mágicas. Aquellos enanos de barbas largas eran los mejor equipados que había visto desde que entraron en Karag-Dum, y marchaban con una precisión que habría avergonzado a la guardia imperial de Altdorf. Sus armaduras brillaban, y ellos se movían con orgullo y disciplina.
—El rey os verá —anunció Hargrim—. Ahora seréis juzgados.
—Así que vamos a conocer al legendario Thangrim Barbaflamígera, después de todo —dijo Varek—. ¿Quién lo habría pensado?
Gotrek profirió una desagradable carcajada.
—Nunca había visto tantas armas rúnicas —le murmuró Varek a Félix—. Todos esos guerreros llevan una.
—Las recogimos de los muertos —dijo Hargrim—. Aquí ha habido muchos héroes muertos.
* * * * *
El salón de Thangrim era vasto. Contra las paredes se erguían como centinelas enormes estatuas de reyes enanos, y había más guerreros ataviados con pesadas armaduras que permanecían inmóviles entre ellas. Los cuatro camaradas estaban rodeados por una escolta de la guardia del rey, pues los enanos no querían correr el riesgo de que aquello fuese un intento de asesinato. Tenían las armas desnudas y el aspecto de saber usarlas.
En el otro extremo de la cámara había un estrado alto en el que descansaba un trono, y encima estaba sentada una figura poderosa y mayestática, ataviada con largos ropajes sobre una pesada armadura. Dos sacerdotes flanqueaban al rey. Uno de ellos era una sacerdotisa de Valaya, lo que Félix pudo determinar por el hecho de que llevaba un libro; el otro llevaba armadura y sujetaba una hacha, y si el poeta hubiese tenido que adivinarlo habría dicho que el enano era sacerdote de Grimnir, el dios guerrero.
Al acercarse más al estrado, Félix pudo ver mejor al rey enano. Era viejo, tan viejo como Borek, pero en él no había nada débil. Parecía un roble añoso, arrugado pero aún fuerte. Los músculos de los brazos estaban caídos, aunque eran enormemente nudosos, y tenía unos hombros incluso más anchos que los de Snorri. El cabello era largo y rojo, si bien recorrido por hebras blancas, y su barba llegaba casi hasta el suelo y también tenía mechones blancos. Unos ojos penetrantes brillaban en cuencas muy hundidas, y Félix supo que aquel enano podría ser viejo pero su mente aún conservaba la agudeza.
El arma que yacía sobre el regazo del rey llamó la atención de Félix. Se trataba de un martillo enorme, con mango corto; en el extremo superior, había talladas runas que tenían algo que atraía la mirada. Sin necesidad de que se lo dijeran, supo que aquélla era una arma de pasmoso poder, el legendario Martillo del Destino por el que habían recorrido toda aquella distancia.
La guardia se dividió ante ellos para formar un pasillo y permitirles avanzar, lo que los cuatro camaradas hicieron. Varek se arrodilló e hizo elaborados y floridos gestos con la mano derecha. Gotrek y Snorri se detuvieron con aire perezoso y arrogante junto a él, sin dar ninguna muestra de reverencia. Félix, que decidió pecar por exceso de precaución, hizo una profunda reverencia y se arrodilló junto a Varek.
—Desde luego, sois lo bastante impertinentes como para ser Matadores —dijo el rey, cuya voz era sonora, profunda y asombrosamente juvenil para salir de una garganta tan anciana. Rió, y su hilaridad resonó como un trueno en la cámara—. Casi puedo creer que es cierta la historia disparatada que le habéis explicado a Hargrim.
—Nadie me llama mentiroso y vive para contarlo —declaró Gotrek, y la amenaza hizo que los guardias levantaran las armas dispuestos a golpear.
El rey alzó una ceja burlona.
—Y pocos, en verdad, me amenazan en mi propia sala del trono y viven para contarlo. Sin embargo, te pido que me perdones, Matador, si es eso lo que eres. Estamos rodeados de servidores de los Poderes Oscuros, y la sospecha no es más que prudencia en semejantes circunstancias. Y debes admitir que tenemos causas para ser suspicaces.
—Sí que las tenéis.
—Habéis acudido a nosotros afirmando que viajasteis hasta aquí desde el mundo que se extiende fuera de nuestras murallas. Oiré la historia de vuestros propios labios antes de juzgaros. Contádmela.
—Yo afirmo más que eso —intervino Varek—. Afirmo ser pariente de las gentes de Karag-Dum. Mi padre fue Varig, y mi tío es Borek, a quienes tú enviaste al mundo para buscar auxilio.
El rey sonrió con aire cínico.
—Si lo que dices es verdad, Borek ha tardado mucho tiempo en enviar auxilio, y vosotros no representáis precisamente un ejército. Aun así, contadme vuestra historia.
El rey escuchó con atención mientras Varek hablaba, deteniéndose de vez en cuando para que Gotrek confirmara sus palabras. Narró la historia con sencillez y corrección, y Félix quedó atónito ante la prodigiosa memoria del joven. También advirtió que, mientras los enanos hablaban, los ojos de la sacerdotisa de Valaya no se apartaban de ellos ni un segundo, y entonces recordó que a aquellas sacerdotisas se les suponía el don de conocer la verdad. Al final del relato, el rey se volvió hacia la sacerdotisa.
—¿Y bien? —inquirió.
—Dicen la verdad —replicó ella.
Los guerreros que había en la cámara profirieron una audible exclamación ahogada, y el rey alzó una mano y se rascó el mentón a través de la bella barba larga. Los estudió durante un momento y luego sonrió con aire ceñudo.
—Y ahora cuéntame, Matador, ¿cómo llegó a tus manos el Hacha de Valek? —pidió el rey.
La sonrisa de respuesta de Gotrek fue tan ceñuda como la de Thangrim.
—Su dueño no podía darle ninguna utilidad, pues estaba muerto, así que la cogí. ¿Tienes alguna pretensión respecto a ella?
—La persona que se llevó de aquí el arma era mi hijo Morekai. Tenía intención de atravesar los Desiertos y averiguar si aún quedaba alguien vivo.
—En ese caso, está muerto, Thangrim Barbaflamígera. Su cadáver yacía en una cueva que hay en el borde de los Desiertos, y estaba rodeado por los cuerpos de veinte hombres bestia a los que había dado muerte.
—¿No había nadie más con él? Salió de aquí con veinte leales compañeros.
—Había un solo enano. Lo enterré de acuerdo con los ritos ancestrales y, dado que entonces tenía necesidad de una arma, cogí ésta. Si te pertenece, te la devolveré.
El anciano rey bajó la mirada y a sus ojos afloró el dolor. Cuando volvió a hablar, lo hizo con una voz tan vieja como su aspecto.
—Así que al final murió en soledad.
—Tuvo la muerte de un héroe —le aseguró Gotrek—. Pavimentó con los huesos de sus enemigos el camino hacia los Salones de Hierro.
El rey volvió a alzar la mirada con una sonrisa casi agradecida.
—Conserva el arma, Matador. Una arma como ésa no puede ser poseída, pues tiene su propio destino y moldea el de quien la blande. Si ahora está en tus manos, se encuentra allí por una razón determinada.
—Como tú digas —respondió Gotrek.
—Y me habéis dado mucho en lo que pensar —dijo el rey con tono de cansancio—. Y te presento mis disculpas por dudar de ti. Ahora marchaos a descansar. Ya volveremos a hablar más tarde.
»Preparad habitaciones para nuestros huéspedes —gritó—. Y alimentadlos con lo mejor que tengamos.
Félix captó que había una nota de amarga ironía en la voz del rey.
* * * * *
Félix miró el pescado con suspicacia. Parecía muy bien cocinado y, sin embargo, tenía algo raro. Tras estudiarlo durante unos momentos, se dio cuenta de que no tenía ojos. Olía bien y todos los demás estaban comiéndolo, pero él no dejaba de pensar en las cosas que había visto en los Desiertos, en los mutantes y los hombres bestia, y en todas las otras cosas que le habían contado acerca del polvo de piedra de disformidad.
Era incapaz de comer pescado mutante, y sabía que había buenas razones para no hacerlo.
Por lo que sabía, era posible que la mutación se contagiase a través de la ingestión de alimentos mutantes. Se decía que los peores mutantes eran siempre caníbales y se alimentaban de sus congéneres, y no sentía ningún deseo de poner a prueba la teoría de que la mutación era contagiosa.
—Es pez ciego, humano —explicó Gotrek, y Félix se dio cuenta de que el Matador debía de haber visto la expresión de su cara y haber comprendido lo que le pasaba por la cabeza—. Es así de manera natural. Los enanos lo han estado comiendo desde antes de la llegada del Caos. Puedes comértelo.
—Es una exquisitez, de hecho —añadió Varek—. Los criamos en nuestras fortalezas. Viven en cisternas profundas, y los alimentamos con setas e insectos.
Por algún motivo, esa información no hizo que el pescado pareciese en nada más apetitoso.
—Viven en la oscuridad —continuó Varek, sin darse cuenta del efecto que estaban causando sus palabras—. Algunos señores del saber creen que ésa es la razón de que no tengan ojos. No los necesitan. Pruébalo.
El poeta pinchó un trozo y lo levantó para examinarlo. Era blanco y parecía tierno, y al probarlo comprobó que era delicioso, y así lo dijo.
—Puede resultar monótono —le advirtió Hargrim—. Nosotros nos alimentamos de setas, bichos y pez ciego. A veces me gustaría comer algo diferente.
Félix metió la mano dentro de su zurrón y sacó un trozo de carne secada al sol. Hargrim la miró con la misma suspicacia con que Félix había inspeccionado al pez.
—Prueba un poco —lo animó el poeta.
Hargrim cogió un trozo y se puso a masticarlo. Finalmente, consiguió tragarlo.
—Interesante —dijo, y Snorri se echó a reír.
—Ahora el pez ciego no tiene tan mal sabor, después de todo, ¿verdad? Toma, bebe un poco de esto para hacerlo bajar.
Snorri le tendió un frasco de vodka kislevita, y Hargrim bebió a grandes sorbos. Por un momento, pareció que iba a toser, pero luego se recuperó, se chupó los labios y bebió un poco más.
—Esto está mejor —dijo.
Félix vació su zurrón sobre la mesa. Había pan de caminante, queso y más carne desecada, y lo colocó todo sobre el tablero, junto a las setas fritas en aceite de pez ciego, el pez ciego y las jarras de agua.
—Sírvete —invitó.
Hargrim así lo hizo. Con la velocidad a que desaparecían las provisiones, Félix se alegró de que Hargrim fuese el único de los enanos del lugar que se hubiese reunido con ellos en la mesa, ya que de otro modo la comida no habría durado mucho.
El poeta recorrió la habitación con la mirada. Estaba ricamente decorada con gruesas aunque gastadas alfombras y tapices, estatuas de calidad, y oro y plata por valor del rescate de un mercader. Era una de las dependencias reales, y a cada uno de los camaradas le habían asignado una similar. Félix supuso que una cosa buena de las bajas sufridas por los enanos era que había espacio de sobra. Apartó el pensamiento por considerarlo indigno, y se dio cuenta de que estaba emborrachándose.
—No puedo creer que tengamos forasteros aquí —comentó Hargrim, y por el rubor de su rostro el poeta comprendió que también el capitán estaba ebrio—. Me deja atónito. Durante muchísimo tiempo pensamos que éramos los últimos enanos del mundo. Creíamos que el Caos había invadido todo el resto del planeta. Enviamos al exterior mensajeros y exploradores, pero nunca regresaron. Parecía todo tan desesperanzados…, y ahora llegáis vosotros y nos contáis que hay todo un mundo allende los Desiertos, que el Caos se vio obligado a retroceder, que existen el Imperio, Bretonia y todos los otros lugares de leyenda. ¡Apenas parece posible que otros hayan sobrevivido durante estos últimos veinte años sin que nosotros lo supiéramos!
—¿Veinte años? —preguntaron Félix y Varek casi al mismo tiempo.
—¡Sí! ¿Por qué me miráis así?
—Han pasado doscientos años desde la última Incursión del Caos —explicó Félix, y Hargrim pareció atónito.
—¡No puede ser!
—El tiempo discurre de una manera extraña en los Desiertos del Caos —apuntó Varek.
—Muy extraña, en efecto —asintió Félix al recordar lo que le había dicho Borek acerca de los raros poderes de aquel lugar.
«¿Acaso los Poderes Oscuros pueden alterar incluso el flujo temporal —se preguntó—, o se trata de alguna extraña propiedad que poseen los mismos Desiertos?»
—Créeme —le dijo Varek a Hargrim—, si te digo que puede ser que en Karag-Dum hayan pasado sólo veinte años, pero allende los Desiertos han transcurrido siglos, y el Caos fue expulsado de allí.
—¿Cómo sucedió?
—Magnus el Piadoso reunió a hombres y enanos para su causa, y desbarató las hordas del Caos en el cerco de Kislev. Finalmente, se hizo retroceder a los Oscuros hasta el otro lado del paso de la Sangre Negra.
—Y sin embargo nadie acudió jamás a socorrernos —dijo Hargrim con un tono casi amargo.
Félix no sabía qué decir.
—Todos pensaban que Karag-Dum había caído. Los últimos informes decían que la ciudad había sido invadida por las hordas del Caos.
—Nadie sabía lo que había sucedido —declaró Gotrek, para sorpresa de Félix—. Los Desiertos del Caos habían retrocedido, aunque quedaron más adelante de donde estaban antes. Siempre es así. Karag-Dum quedó aislada, y nadie pudo hallar un camino para llegar hasta aquí. Se intentó, créeme. Durante mucho tiempo, Borek buscó con ahínco la manera de regresar.
—Te creo, Gotrek, hijo de Gurni, porque he visto los Desiertos desde nuestras torres más altas, y sé que se extienden hasta donde alcanza la vista. He luchado contra los guerreros del Caos y sé que son tan incontables como los copos de nieve en una ventisca. Teníamos tan pocos guerreros que, después de un tiempo, dejamos de intentar enviar mensajeros al exterior. Muchos fueron capturados y monstruosamente torturados.
—¿Cómo habéis sobrevivido? —preguntó Varek.
En opinión de Félix, la pregunta resultaba un poco indiscreta, aunque se alegraba de que el joven enano la hubiese formulado, ya que él mismo deseaba conocer la respuesta. Hargrim sacudió la cabeza.
—Con grandes dificultades —respondió al fin, y en sus labios apareció una sonrisa cansada—. Pero ésa no es una respuesta imparcial, amigos míos. La realidad es que nuestros enemigos están divididos, y nosotros nos escondemos y luchamos contra ellos según nuestras posibilidades.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Gotrek.
—Háblale a Snorri de la lucha —pidió Snorri.
—Después del último gran asedio en que las fuerzas de la Oscuridad usaron brujería terrible para abrir brechas en nuestras murallas, nos retiramos cada vez más hacia la profundidad del interior de las minas, decididos a vender caras nuestras vidas y hacerles pagar con sangre cada palmo de territorio conquistado. Nuestra gente se dividió según sus clanes y huestes, y se encaminó hacia fortalezas secretas que habíamos preparado en previsión de un día semejante.
—Como ésta —intervino Félix.
—Exacto. Nos retiramos bajo tierra a lugares protegidos por runas de poder, y salíamos a los salones que eran escenario de conflicto para hacer incursiones y luchar, y entonces descubrimos una cosa extraña…
—¿Qué? —quiso saber Gotrek.
—Nos encontramos con que las fuerzas del Caos se habían enfrentado entre sí. En ese momento no lo sabíamos, pero luego, por los prisioneros capturados, averiguamos que su jefe supremo, Skathlok Garra de Hierro, había sido alejado hacia una batalla que se libraba en el sur, y que sus tenientes, que seguían Poderes diferentes, habían comenzado a disputar por el botín.
—¿Cuándo sucedió eso? —preguntó Varek, y Hargrim le dio una fecha en idioma enano que para Félix no significaba nada.
—Fue en el año imperial dos mil trescientos dos —aclaró Varek—. En torno a la época del asedio de Kislev.
—Si las cosas fueron así, ¿por qué no los expulsasteis de la ciudad? —preguntó Gotrek, y Hargrim se echó a reír sin alegría.
—Porque quedaban muy pocos de los nuestros, hijo de Gurni. Después del Gran Asedio éramos menos de cinco mil guerreros, y estábamos divididos entre cinco ciudadelas escondidas. Incluso después de marcharse la mayoría de sus guerreros, nuestros enemigos eran diez veces más numerosos y, a pesar de lo divididos que estaban, se habrían unido para luchar contra nosotros si atacábamos en masa. Así pues, a lo largo de los años, aprendimos a hacer salidas en pequeños grupos y a acosar a nuestros enemigos. No era una buena estrategia, como descubriríamos más tarde.
—¿Por qué? —preguntó Félix.
—Porque por cada uno de sus guerreros caídos, aparecía otro. Por cada partida de guerra que destruíamos, dos más acudían desde los Desiertos. Y cuando nosotros perdíamos un guerrero, nunca podíamos reemplazarlo. Puede ser que hayamos matado a veinte por cada enano de valiente corazón que perdimos, pero al final nosotros no teníamos ningún medio para reemplazar las bajas, y ellos sí.
—Puedo entender por qué acudieron aquí —intervino Félix—. Hay muchísimos guerreros en los Desiertos, y ésta es una buena fortaleza que les proporcionaría cobijo.
Hargrim sacudió la cabeza con aire triste.
—No entiendes en absoluto a lo seguidores del Caos si eso es lo que piensas, Félix Jaeger. Acudieron aquí porque había tesoros, oro, armas forjadas por los enanos y, más que nada, el acero negro que ellos codician para la confección de sus armaduras y sus armas. Vinieron aquí porque sabían que encontrarían a otros de su misma naturaleza con los que luchar y ganar así gloria a los ojos de sus dementes dioses. Este lugar se ha convertido en una especie de terreno de prueba para los guerreros del Caos, donde pueden hallar a otros a los que matar.
Las palabras de Hargrim tenían sentido para Félix. A veces se había preguntado de dónde sacaban sus armas los guerreros del Caos, ya que no habían visto ni rastro de fundiciones, fábricas o cualquier otra clase de taller de manufactura desde que entraron en los Desiertos, y sin embargo los seguidores de los Poderes Oscuros tenían que obtener las armas en alguna parte. Había supuesto simplemente que eran producto de brujería o del trueque con herreros humanos renegados, pero entonces parecía haber otra respuesta. Allí, en Karag-Dum, había mineral y todas las instalaciones producidas por la industria de los enanos. Si algunas de las cosas que había oído eran verdad, sólo aquella fortaleza podía producir más acero que la totalidad del Imperio. De inmediato, expresó en voz alta esas sospechas.
—Estás en lo cierto, Félix Jaeger. Intentamos destruir todas las fraguas, hornos y yunques que no podíamos desmantelar y llevarlos a lugares ocultos, pero no dispusimos del tiempo suficiente para librarnos de todos. Algunos fueron capturados por los seguidores de los Poderes Oscuros, y otros fueron reparados mediante incomprensible magia negra. Ahora las minas son explotadas por hombres bestia y esclavos mutantes, y los magos sacerdotes supervisan la manufactura de armas y armaduras.
—Si pudiéramos recuperar esta ciudad, les asestaríamos un terrible golpe a los poderes del Caos, ya que, ¿de qué otro lugar sacarían sus armas? —dijo Félix con exaltación de borracho.
—Tal vez sí, tal vez no —matizó Hargrim—. Los adoradores del Caos deben de tener ya otras minas y fundiciones, ahora vacías, dado que parece que aún pueden retener Karag-Dum sin problemas.
—¿Qué quieres decir?
—Ahora las cosas no son como al principio. Muchos guerreros del Caos han acudido aquí a instalar sus propios feudos. Actualmente, hay ciudades enteras en los Salones Subterráneos dedicadas a la adoración de los cuatro Poderes de la Oscuridad. Cada una tiene sus propios señores feudales y ejércitos. Les venden metal, armas y armaduras a los que están fuera. Intercambian espadas por esclavos, puntas de lanza y de flecha por su repugnante comida, armaduras por objetos mágicos.
—Has dicho que había otros baluartes de enanos en Karag-Dum —intervino Varek.
—Ya han desaparecido —respondió Hargrim—. A lo largo de los años han sido aniquilados. Todos los que sobrevivieron acudieron aquí, aunque la mayoría no lo logró. Muchos fueron perseguidos y cazados por los mastines de Khorne cuando huían, y muchos no quisieron venir por temor a conducir a los seguidores del Terror hasta nuestro último refugio.
—El Terror —dijo Félix.
—De eso es mejor no hablar —le aseguró Hargrim—, porque es nuestra condena. Cuando llegó por primera vez acabó con la vida de centenares de guerreros de corazón valiente. Nuestro maestro rúnico dio su vida para expulsarlo, y ahora que ha regresado dudo que haya algo que pueda detenerlo, aunque tu hacha me da algunas esperanzas, Gotrek Gurnisson.
A Félix se le cayó el corazón a los pies al ver que Gotrek y Snorri intercambiaban miradas, pues sabía que Hargrim había despertado el interés profesional de ambos. Hargrim también reparó en lo que sucedía y sacudió la cabeza.
—Dime en qué crees que está pensando el rey Thangrim —pidió Félix para cambiar de tema—. ¿Crees probable que vaya a enviar mensajeros al mundo exterior?
—No lo sé, Félix Jaeger, pero pienso que es probable que muramos todos aquí dentro.
Después de esta declaración reinó el silencio durante uno o dos minutos. Después Gotrek lo rompió.
—Querría saber más acerca de esa criatura conocida como el Terror.
—Eso no me sorprende —le aseguró Hargrim al mismo tiempo que alzaba los ojos e inspeccionaba los tatuajes de los enanos—. ¿Deseas darle caza?
—Sí.
—Eso no sería prudente.
—No es una cuestión de prudencia, sino de mi destino.
—Y del de Snorri —añadió el otro Matador.
—Habláis como auténticos Matadores —reconoció Hargrim—. Muy bien, os contaré lo que sé de esa destructiva criatura. Es un demonios del Caos, potente y mortal. Fue invocado por Skathlok durante los últimos días del asedio, y trató con él como un guerrero trata con un rey, no como un señor trata a un servidor. Nos atacó por la puerta sudoeste después de que la derribaran, y ninguno de nosotros pudo hacerle frente. Mató a una docena de héroes armados con potentes armas rúnicas, y casi mata al rey cuando se lo encontró en el Salón de las Sombras. Intercambiaron golpes durante apenas unos momentos, pero ese ser era quien dominaba. El rey no podía creer la fuerza que tenía.
Cuando Gotrek bajó una mano y aferró el hacha, a sus ojos había aflorado un brillo especial.
—Tiene que ser fuerte de verdad para resistir ante el Martillo del Destino.
—Es más fuerte que nada, Gotrek Gurnisson; mucho más cruel que los tres Jefes Orcos del Colmillo Rojo, más peligroso que los tres Magos Ogros de Ventragh Heath, más mortífero incluso que el Dragón Glaugir, a pesar de todo su aliento venenoso. Hablo sin jactancia cuando digo que he luchado junto a mi señor en ocasiones en que se midió con enemigos poderosos, pero esa cosa era muchísimo más poderosa que cualquiera de ellos. Creo que ni siquiera un guerrero tan grandioso como Thangrim Barbaflamígera podría haberla vencido aunque se hallara en la flor de la juventud.
—Entonces, ¿cómo se le derrotó? —quiso saber Félix mientras se lamía los labios con nerviosismo—. ¿Cómo habéis podido sobrevivir para contarnos esto?
—No fue derrotado, sino expulsado cuando uno de nuestros altos herreros rúnicos, Valek, lo hirió con el hacha que habéis traído vosotros, y luego invocó la Runa del Indeseado. Fue tal la herida, que cualquier otra cosa que no fuese una criatura tan atroz habría muerto al instante. Esa cosa se limitó a retirarse a lo más profundo de la montaña, cerca de su ardiente corazón, y allí debió de permanecer meditando durante largo tiempo, recobrando fuerzas, porque ahora, según lo profetizado, ha vuelto.
—¿Profetizado?
—Mientras desaparecía, nos dijo que regresaría para ser nuestra perdición. Le dijo al rey que un día regresaría para arrancarle el corazón con las zarpas y devorarlo ante sus ojos antes de que muriese, y le dijo a Thangrim que ése era su destino. Y todos los que oímos la profecía creímos en ella, porque su voz tenía una clara nota de verdad.
—Era un demonio —intervino Félix con voz queda—. Se sabe que hay demonios que han mentido.
—Sí, pero éste se deleitaba al hablar, y supimos que tenía intención de provocar nuestra destrucción en su momento y a su manera. Algunos guerreros sospechan, incluso, que es el motivo por el que nos han permitido sobrevivir durante tanto tiempo. Y nuestro herrero rúnico Valek también hizo una profecía antes de morir. Nos dijo que no temiéramos porque su hacha regresaría a nosotros cuando llegaran los días finales. Muchos de nosotros nos formulábamos preguntas sobre esa profecía porque ¿cómo podría el hacha regresar a nosotros cuando estaba destinada a permanecer oculta en nuestra fortaleza? Luego, el hijo del rey se llevó el hacha y la creímos perdida. Pero he aquí que vosotros nos la habéis traído de vuelta apenas una veintena de días después del regreso del Terror. —Dirigió una mirada significativa al hacha de Gotrek—. Ya veis por qué vuestra llegada ha inquietado al rey.
—¿Cómo invocó Valek esa Runa del Indeseado? —quiso saber Gotrek.
—No lo sé. Era un herrero rúnico y conocía muchos secretos. Sólo sé que invocó su poder, y que ese poder lo mató al consumir su vida al mismo tiempo que desterraba al demonio. El hacha que llevas es antigua y potente, más allá de todo cálculo. Ha pasado de un herrero rúnico a otro desde los tiempos más remotos. Su historia completa fue pasando de un poseedor al siguiente, y con la muerte de Valek la historia se perdió. Su hijo y aprendiz cayó antes que él en la última bátala. El hijo del rey la cogió de su cadáver aún humeante, y se la llevó para atravesar los Desiertos.
—Entonces, ¿sin la Runa del Indeseado esa criatura no puede ser derrotada? —preguntó Félix.
—¿Quién sabe? El arma es realmente potente incluso sin la Runa del Indeseado. Tal vez en las manos de un guerrero lo bastante fuerte…
—Descríbeme a ese demonio —pidió Gotrek.
Hargrim se inclinó hacia adelante, borracho, y apoyó el mentón en un puño. Por un momento, en sus labios apareció una sonrisa desprovista de todo humor, y luego se hundió en ensoñaciones con la mirada perdida a lo lejos, como si mirase una vez más una imagen que prefería no ver.
—Era enorme —comenzó al fin—, más del doble de la estatura de un hombre. Vastas eran sus alas, vastas y como de murciélago, y cuando las desplegaba se oía un crepitar como de trueno. En una mano llevaba un látigo terrible, y en la otra, una hacha adornada con runas malignas y misteriosas, que herían los ojos al mirarlas. Sus ojos ardían con fuego infernal, llevaba la bestial cabeza coronada por cuernos, y en su frente tenía la marca del Dios de la Sangre.
Mientras Hargrim hablaba, por la sala se extendieron el silencio y el helor. Félix comenzó a tener la terrible sospecha de que conocía aquello que estaba describiendo el enano, una criatura que se insinuaba en los viejos libros que había leído acerca de la época del Caos. Se trataba de una criatura que, en efecto, era digna de ser conocida como el Terror.
—Un Blutdrengrik —dijo Gotrek con voz queda.
—El Azote de Grung —murmuró Varek mientras se tironeaba nerviosamente de la barba.
—El Devorador de Almas de Khorne —susurró Félix, y sintió que la fría mano del miedo le recorría la columna vertebral.
Acababa de mencionar a la más mortífera, más violenta e implacable criatura jamás salida de los más profundos pozos del infierno; un demonio cuyos poderes de destrucción sólo superaba el Dios Oscuro al que servía; un ser al que incluso los más poderosos temerían hacer frente.
—Vayamos a matarlo —dijo Snorri.
—Primero bebamos otro trago —propuso Félix con la esperanza de disuadir a los Matadores de su estúpida decisión durante todo el tiempo posible.
* * * * *
Félix despertó con esa sensación de desorientación con la que se había familiarizado bastante a lo largo de los años. Se encontraba en un sitio desconocido, mirando un techo desconocido y sentía un ligero malestar de estómago. Necesitó unos momentos para controlar su mente y estómago rebeldes, y deducir dónde estaba, y cuando lo logró deseó no haberlo hecho.
Se hallaba en las profundidades de la tierra, en una habitación de una ciudadela en ruinas perteneciente a los enanos y situada en algún punto muy adentrado en los Desiertos del Caos, y tenía resaca. «Sin duda, hay pocas cosas peores que puedan acaecerle a un hombre», se dijo. Se levantó del lecho suntuoso, pero con un cierto olor a rancio y demasiado corto, se puso las botas y salió al corredor en busca de algo que le arreglara el estómago. Allí fue recibido por uno de los guardias del rey ataviado con armadura, que le informó que se requería su presencia en la sala del trono.
Se dio cuenta de que acababa de encontrar una suerte aún peor, en efecto. No sólo estaba encerrado en aquel lugar terrible, sino que tenía que encararse con un tirano enano, viejo e irascible, con el estómago vacío. Reprimió un gemido y siguió al guardia.
* * * * *
—No podemos salir de este lugar —declaró Thangrim Barbaflamígera—. Somos demasiados. Según lo que me habéis contado, en vuestra nave no hay sitio para más de una docena de personas adicionales. Aquí hay varios centenares de los míos. Sería injusto escoger a algunos para que se marcharan, y dejar a los demás.
Félix tuvo que admitir que el viejo enano tenía razón. Al llegar a la sala del trono se había encontrado con que los otros ya eran sometidos a interrogatorio por parte del déspota. Al parecer, Varek había sugerido que la gente de Karag-Dum debía abandonar su hogar ancestral, y Thangrim había respondido con algunas objeciones convincentes.
—Sólo sería una medida temporal, majestad —insistió Varek—. Una vez que hayamos llevado a esa gente hasta la Torre Solitaria, podríamos regresar con la tripulación mínima y llevarnos a otros. Podríamos continuar haciendo viajes hasta evacuarlos a todos. Es posible.
—Tal vez, pero me has dicho que incluso volar a través de los Desiertos del Caos es peligroso. Vuestra nave podría estrellarse.
—Estoy seguro, majestad, de que permanecer aquí con las fuerzas del Caos a la puerta es aún más peligroso. Sólo es cuestión de tiempo que os encuentren y destruyan. —Varek estaba apasionándose y poniéndose rojo; tenía los ojos muy abiertos y redondos detrás de las lentes de sus gafas.
—Tú no lo entiendes, jovencito. Aquí tenemos esposas y heridos. No podemos ni abandonarlos ni enviarlos fuera con sólo una pequeña escolta. Ya sabes lo peligrosos que son los Salones Subterráneos. Has estado en ellos. Se necesitarían muchos guerreros para guardarlos, y en vuestra nave no hay suficiente sitio para ellos y la escolta.
—La escolta puede regresar a los salones —insistió Varek—. Son guerreros. Ya lo han hecho antes.
—Lo que dices tiene sentido, pero antes o después tendremos que trasladar nuestros tesoros ancestrales. No son tesoros pequeños, y no dejaré ni un trozo de oro ni una baratija siquiera para los saqueadores.
En ese momento, Félix intervino por primera vez.
—Pero estoy seguro de que el oro nada significa cuando las vidas de tu pueblo están en juego, majestad.
Todos los enanos presentes lo miraron como si fuese un trastornado mental o un estúpido, y nadie se molestó en contestarle siquiera. Félix deseó que el suelo se abriera y lo tragase. Debería haber sabido que no podía usarse un argumento tan racional como ése con los enanos, cuando se estaba hablando de oro.
—¿Podríamos llevarnos las riquezas de nuestros padres en vuestra pequeña nave? —preguntó Thangrim.
—Por lo que he oído de vuestro tesoro, lo dudo.
—Entonces, ¿cómo podéis esperar que abandonemos este lugar mientras aún nos queda sangre en las venas?
—Tal vez podríamos regresar con más de una nave, gran rey —dijo Varek—. Quizá podríamos regresar con naves suficientes para llevarnos a toda tu gente y tu tesoro.
—Si podéis hacerlo, me encargaré de que seáis adecuadamente recompensados. Dejadme pensar en lo que habéis dicho. Podéis retiraros.
Varek se levantó para salir, y Félix avanzó para reunirse con él. Experimentaba una vaga sensación de alivio al estar a punto de abandonar la presencia del rey y ante la perspectiva de comer algo.
—Thangrim Barbaflamígera —dijo Gotrek—, solicito una merced.
—Dime de qué se trata, Gotrek Gurnisson.
—Deseo buscar a esa criatura que vosotros llamáis el Terror, y matarla o hallar mi muerte.
El rey le sonrió a Gotrek desde lo alto del trono, y pareció considerar la solicitud. En ese momento, sonó un cuerno lejano, y pocos segundos después un enano atravesó a la carrera la entrada de la sala del trono y avanzó sin más hasta el rey. El monarca le hizo un gesto al mensajero para que se acercara más, y luego escuchó las palabras que le susurraba. Cuando el recién llegado acabó de hablar, el rostro del rey había adoptado un aspecto realmente ceñudo.
—Parece que no será necesario que busques al monstruo, Gotrek Gurnisson. Viene de camino hacia aquí mientras hablamos, y trae un ejército consigo.
«Maravilloso —pensó Félix—. Y yo ni siquiera he tenido tiempo de tomar mi última comida».