DIECISIETE
Los últimos enanos
Félix se quedó congelado en el sitio e intentó no parpadear siquiera. No le cabía duda alguna de que quienesquiera que acecharan en las sombras hablaban muy en serio, y no sentía deseo alguno de acabar con el cuerpo acribillado por saetas de ballesta.
—¿Sois enanos? —preguntó Varek, y Félix pensó que era más curiosidad que sentido común.
—Sí, eso somos. La pregunta es: ¿qué sois vosotros?
Un enano de hombros enormemente anchos salió a la vista ante ellos. Llevaba puesta una armadura de cuero; la parte superior del torso estaba protegida por descomunales hombreras metálicas. Un casco alado con protecciones para las mejillas le cubría la cabeza. Colgada de un hombro, llevaba la ballesta, y un pesado martillo de guerra pendía de su cinturón. Se quitó el casco para mirarlos con los ojos entrecerrados, y entonces el poeta vio que tenía la cara arrugada y los ojos con un brillo febril. En su rostro había una delgadez poco natural, que Félix jamás había visto antes en un enano. Tenía una barba larga y negra, entrecana.
Giró a paso lento en torno a los cuatro camaradas y los inspeccionó con un aire de indiferencia que resultaba casi insultante. El poeta se daba cuenta de que Gotrek y Snorri apenas lograban controlar su temperamento, y que si no se hacía algo pronto estallaría una violencia asesina.
—Dos de vosotros parecéis Matadores —comentó el recién llegado—. Uno de vosotros tiene el aspecto de las gentes de Grungni. El otro, el humano, debe morir.
Casi antes de que Félix se diera cuenta de que se refería a él, el recién llegado ya se había descolgado la ballesta del hombro y lo apuntaba directamente. El poeta se encontró mirando con fijeza la destellante punta de la saeta y, como en cámara lenta, vio que el desconocido comenzaba a apretar el gatillo del arma. Sabía que no lograría echarse a un lado a tiempo, pero sus músculos se tensaron para intentarlo.
—Espera —dijo Gotrek con suavidad, y en su voz había una nota de autoridad tal que el desconocido quedó inmóvil—. Si matas al humano, morirás sin remedio.
El otro enano se echó a reír.
—Son palabras valientes para alguien que no se encuentra en posición de respaldarlas. Dime por qué debo perdonarle la vida.
—Porque es un Amigo de los Enanos y un cronista, y si lo matas tu nombre vivirá durante largo tiempo en la infamia y quedará registrado en el Libro de los Agravios como el de un estúpido y un cobarde.
—¿Quién eres tú para hablar del Gran Libro?
—Soy Gotrek, hijo de Gurni, y si me haces enfadar en este asunto, seré tu muerte.
En la voz del Matatrolls había una fría certidumbre que impulsaba a creerle. Gotrek añadió algo en idioma enano que hizo que el recién llegado se ruborizase y abriera los ojos de par en par.
—Así que hablas la Lengua Antigua —dijo.
Félix oyó un murmullo conmocionado en la sala, y de pronto se dio cuenta de lo numerosos que eran los otros enanos que los observaban. Parecía inconcebible que un destacamento tan numeroso se hubiese desplazado por los túneles con tal sigilo como el que demostraban ellos. Se arriesgó a echar una mirada a su alrededor y vio que varias veintenas de enanos flacos y de aspecto fatigado habían salido de la oscuridad. Todos tenían armas con las que los apuntaban, y parecían dispuestos a usarlas. Vio que los equipos de guerra tenían el aspecto de haber sido reparados y reutilizados muchas veces.
Siguió un breve debate acalorado, en idioma enano, entre Gotrek y los desconocidos. Félix miró a Varek.
—¿Qué están diciendo?
—Estos enanos creen que somos agentes del Caos. Querían matarnos. Gotrek les ha dicho que hemos llegado del exterior y podemos ayudarlos. Algunos no le creen y dicen que es una trampa. El jefe piensa que no puede arriesgarse a matarnos y que es un asunto que debe decidir su padre, el mismísimo rey.
Para Félix, eso constituía un resumen muy escueto de lo que obviamente era un debate apasionado. Se alzaban las voces, se hacían juramentos con áspera voz gutural, y tanto Gotrek como el jefe enano habían escupido al suelo ante los pies del otro. Resultaba rara la sensación de saber que su vida estaba pendiente de un hilo y que no podía ni decir ni hacer nada para influir en la decisión. Entonces se acordó de cómo se había sentido a bordo de la nave durante la tormenta de disformidad. Lo único que podía hacer era recordar que habían sobrevivido a aquello, y que tal vez podrían sobrevivir a eso. Varek continuó murmurando.
—Lo único que les ha impedido matarnos es que hablamos la Lengua Antigua. No creen que pueda haberla aprendido ningún seguidor del Caos. Ciertamente, ningún enano se la enseñaría.
—Es tranquilizador saberlo —dijo Félix.
La discusión llegó a su fin, y el jefe enano se volvió y le habló al poeta en Reikspiel.
—No sé si es verdad ese cuento de una nave voladora y otras maravillas. Sólo sé que éste es un asunto demasiado grave para decidirlo yo. Vuestra suerte está en manos del rey, y él os juzgará.
—Yo sigo diciendo que es una trampa, Hargrim —dijo uno de los otros enanos, un anciano de aspecto miserable con ojos hundidos y barba por completo gris—. Sabemos que el mundo exterior está regido por el Caos. No quedan más ciudades de enanos. Debemos matar a estos intrusos, no llevarlos al interior de nuestro reino.
—Ya has tenido oportunidad de decir lo que pensabas, Torvald, y mi decisión se mantiene hasta que la contradiga el propio rey. Si el mundo no ha sido invadido por las fuerzas del Caos, la noticia es en verdad trascendente. Cabe la posibilidad de que no seamos los últimos enanos.
—Sí, Hargrim, y cabe la posibilidad de que seamos estúpidos y nos dejemos engañar por los Poderes Oscuros. Pero, como tú mismo dices, eres nuestro capitán y que recaiga sobre ti la responsabilidad. Ya habrá tiempo suficiente para matar a estos forasteros más tarde si resultan ser falsos.
—El rey lo sabrá —dijo Hargrim—. ¡Vamos! Pongámonos en marcha. Ya hemos perdido bastante tiempo y no quiero que nos pillen en estos corredores si viene el Terror. Atadlos y quitadles las armas.
Un grupo de enanos se separó del destacamento y avanzó hacia ellos y Gotrek dio un paso adelante con aire amenazador.
—Esta hacha la cogeréis de mis manos frías de muerto —declaró con voz queda y tal tono de amenaza que los enanos se detuvieron en seco.
—Eso puede arreglarse, desconocido —respondió Hargrim con una voz igualmente queda.
Gotrek alzó el hacha y las runas de la hoja destellaron en la luz mortecina. Los enanos que se encontraban más cerca profirieron una exclamación ahogada.
—Tiene el arma de poder —dijo Torvald, y en su voz había horror y asombro—. Es la Profecía. Ésas son las Grandes Runas. El Terror ha regresado y el Hacha de nuestros ancestros ha venido a nosotros. Los días finales se avecinan.
Al rostro de Hargrim afloró, una vez más, una expresión conmocionada, y avanzó hacia Gotrek con los ojos fijos en la hoja del hacha. Al leer las runas, sus ojos expresaron asombro.
—¿De dónde has sacado esta hacha? —preguntó el capitán enano, y añadió algo en el idioma de su pueblo.
—La encontré en una cueva de los Desiertos del Caos hace muchos años —replicó Gotrek con lentitud, en Reikspiel. Pareció que consideraba si debía decir algo más, y luego cambió de idea.
—Si de verdad eres un enano, cuentas con el favor de los Dioses Ancestrales —dijo Hargrim—, pues ésa es una arma poderosa.
Gotrek le dedicó una sonrisa desagradable y se rascó uno de los tatuajes de su cabeza rapada, con aire significativo.
—Si los Dioses me favorecen, no han dado grandes pruebas de ello —contestó con sequedad.
—Aunque así sea, una arma como ésa no encuentra el camino hasta las manos de alguien por mera casualidad. Podéis conservar las armas por el momento, al menos hasta que el rey declare lo contrario.
Hargrim miró a Gotrek durante un largo rato, y en sus labios apareció lo que quizá era una tenue sonrisa.
—Podría ser verdad lo que dice Torvald, Gotrek Gurnisson. Es posible que tu llegada estuviera predestinada. El rey y sus sacerdotes lo sabrán. —Luego se volvió hacia sus soldados—. Vamos, nos queda un largo camino por recorrer antes de que podamos descansar, y no queremos estar fuera mientras el Terror recorre los Salones Subterráneos. —Después giró la cabeza para mirarlos a ellos por encima del hombro—. Venid con nosotros.
Los cuatro camaradas se situaron detrás de él y marcharon hacia las tinieblas.
* * * * *
—Descansaremos aquí —dijo Hargrim al mismo tiempo que alzaba una mano para indicar que debían detenerse. Al principio, Félix no tenía ni idea de por qué el capitán enano había escogido aquel lugar, ya que parecía ser sólo otro salón destrozado como tantos otros que habían atravesado, pero al fin reparó en la existencia de una runa tallada en la parte inferior de la esquina de una pared, de la cual salía un chorro de agua que caía dentro de una gran cisterna. Al menos aquél era un lugar donde podrían beber.
Hargrim le gritó una orden a uno de sus guerreros. Este avanzó, sacó una piedra del zurrón de cuero y la hundió en el agua. Después miró fijamente la superficie durante unos momentos, para asentir al fin con la cabeza.
—El agua está limpia, capitán —anunció.
Hargrim reparó en la mirada curiosa de Félix.
—A veces los intrusos envenenan los pozos. En ocasiones contienen la sustancia del Caos que provoca la locura y la mutación. La piedra rúnica de Mikal contiene antiguos encantamientos que advierten de esas cosas.
—Es algo útil de tener, sin duda —comentó Félix.
—No, es algo esencial. Sin ella, antes o después moriríamos.
—¿Qué es esa Profecía de la que habéis hablado? —inquirió Félix, decidido a intentar, por lo menos, obtener una respuesta.
—No te concierne —replicó Hargrim—. Corresponde al rey comprobar si es verdad. Será mejor que descanses un poco mientras puedas.
Cansados, los enanos se echaron para reposar, excepto los centinelas que ocuparon posiciones en cada una de las entradas de la cámara. Félix se alegró al ver que había cuatro salidas, ya que, en caso de que los amenazara un peligro desde cualquier dirección, siempre les quedaría una vía de retirada. Avanzó unos pasos y se sentó junto a Gotrek, Snorri y Varek.
Los tres enanos parecían extrañamente jubilosos, y Félix creyó comprender por qué: habían encontrado a sus parientes perdidos. Aún quedaban enanos vivos en los Salones Subterráneos de Karag-Dum. En contra de toda probabilidad, aún sobrevivían algunos a pesar de los doscientos años de aislamiento en los Desiertos del Caos.
Se tendió de espaldas y fijó los ojos en el techo mientras pensaba en el largo viaje que habían hecho para llegar hasta el aislado lugar en que entonces se hallaban. No había sido fácil. Habían avanzado y avanzado por los túneles subterráneos de Karag-Dum. Durante el recorrido, Félix contó a los enanos que lo rodeaban y determinó que eran cincuenta. Todos ellos llevaban armaduras de cuero y armas ligeras, cosa muy impropia de los tradicionales guerreros enanos que él conocía. Daba la impresión de que viajaban ligeros y con rapidez por los salones de lo que en otros tiempos había sido su ciudad, y se basaban más en el sigilo y la sorpresa para lograr la victoria que en la fuerza de sus brazos. «Luchadores de túneles», los había llamado Varek.
A medida que continuaban el avance, Félix llegó a comprender por qué sus armaduras eran tan ligeras. Pasaron a través de áreas donde la presencia del Caos era evidente, y por todas partes eran visibles pruebas y signos de guerra abierta entre los Poderes Oscuros. Daba la impresión de que se libraba una lucha demente y feroz en las ruinas de la Ciudad de los Enanos, e interrogó a Hargrim al respecto, pero el enano no le respondió. En aquel lugar había misterios, eso estaba claro; sólo tenía que encontrar a alguien que pudiese explicárselos.
Bueno, en ese momento tenía poco sentido preocuparse del asunto, así que continuó con los ojos clavados en el techo y comenzó a preguntarse qué estaría haciendo Ulrika entonces. Un poco después, se quedó dormido, y lo último que oyó fue el raspar de una pluma, pues Varek estaba anotando los acontecimientos del día.
Un aullido horripilante despertó a Félix al resonar por los espaciosos salones y penetrar en sus sueños. Había algo antinatural en el sonido, algo que evocaba terrores primigenios. El ruido en sí mismo hacía que estremecimientos de miedo le recorrieran la columna y se le aflojaran las piernas.
En torno a él, todos los enanos habían despertado, y se produjo un estrépito cuando éstos cogieron sus armas. Al mirarlos vio que su miedo se reflejaba en todos los rostros, excepto en los de Gotrek y Snorri.
—¿Qué es eso? —preguntó—. ¿El Terror?
—No —respondió Hargrim—. Sus sabuesos.
—¿Qué son? —preguntó Varek.
—Pronto lo verás —le aseguró Hargrim, y se volvió para hablarles a sus seguidores—. Necesitamos a diez voluntarios para que contengan a los sabuesos mientras el resto de nosotros intenta escapar.
Por la expresión de sus rostros, resultaba obvio que los enanos pensaban que estaba pidiendo voluntarios para una misión suicida y, no obstante, más de veinte avanzaron un paso.
—Yo me quedaré —dijo Gotrek.
—Snorri también —declaró el otro Matador.
—No podéis. Debo llevaros conmigo. El rey tiene que oír vuestra historia.
—Podría ser demasiado tarde para eso —intervino Félix al mismo tiempo que miraba por encima del hombro hacia la entrada norte.
Acababa de traspasarla una bestia enorme. Le arrancó un brazo a un centinela de un solo mordisco, y derribó al suelo a un segundo, al que destripó con las zarpas. La bestia actuaba con tal velocidad que el poeta apenas podía seguir sus movimientos, de una gracilidad antinatural.
A través de la misma puerta habían aparecido varias bestias más. Se parecían a monstruosos perros con extrañas gorgueras de reptil que les rodeaban la cabeza y enormes collares de hierro en torno al cuello. Su piel brillaba con el color de la sangre, y cada uno era más grande que un hombre. Uno de ellos abrió la boca para ladrar, y al hacerlo, ésta se distorsionó como la de una serpiente. Daba la impresión de que podía arrancarle la cabeza a un hombre de un solo mordisco. La criatura era claramente demoníaca, y algo que había en ella hizo que Félix sintiese el impulso de huir a la carrera y pedir auxilio a gritos. Por el contrario, se obligó a mantenerse firme donde estaba, pues sabía que si echaba a correr la bestia simplemente le daría alcance y lo destrozaría como había hecho con los centinelas.
—Mastines de Khorne —oyó que murmuraba Varek—. Pensé que eran sólo una leyenda.
—Disparad a discreción —ordenó Hargrim.
Una lluvia de saetas salió disparada hacia las bestias, que abrieron la boca y ladraron, burlonas. La mayoría de las flechas rebotaban sobre su piel y caían al piso. Hasta donde Félix podía ver, sólo una había logrado clavarse. Varek disparó también, pero sus balas no causaron más efecto que las saetas, y los sabuesos avanzaron con unos saltos largos, engañosamente lentos, que cubrían terreno a mayor velocidad de lo que podía hacerlo un caballo.
—Apartaos —dijo Gotrek, y avanzó para recibirlos.
Ningún enano lo desobedeció, y Félix se dio cuenta de que el aura sobrenatural de las criaturas los afectaba tanto como a él. Gotrek era el único que no daba muestras de turbación, y el poeta advirtió que las runas de su hacha relumbraban con un brillo más acentuado que el que había visto hasta entonces. A pesar de eso, se preguntó si el Matatrolls sobreviviría ante unas criaturas tan veloces y fuertes. Las tuvo encima casi antes de tener tiempo para darse cuenta de ello. Sus fauces se abrieron de par en par, sus dientes metálicos brillaron y sus triunfantes ladridos alcanzaron un crescendo lo bastante sonoro como para despertar a los muertos.
El hacha de Gotrek salió disparada como un rayo, y la carne acorazada de un sabueso humeó y se quemó en el lugar que había tocado la hoja del arma. El primer sabueso casi pareció estallar cuando el hacha lo atravesó; lo cortó en dos y derramó sus entrañas por el piso. El siguiente tajo del Matatrolls impactó en el collar de otro sabueso, del que saltaron chispas al fundirse el metal del que estaba hecho; se oyó un horrible rechinar, las runas del hacha de Gotrek se encendieron en color rojo como carbones encendidos, el collar cedió y la cabeza y el cuello del sabueso se separaron. El cadáver se desplomó al suelo, donde se derramó icor líquido.
Otro tajo cortó a un mastín de Khorne en dos a lo largo, y quedaron a la vista el esqueleto, el espinazo y los órganos seccionados.
Sorprendidos ante la furia del ataque del Matatrolls, el resto de los miembros de la manada retrocedieron al mismo tiempo que gruñían como lobos acorralados, y luego, con inquietante inteligencia, volvieron a la refriega. Dos mastines de Khorne atacaron al Matatrolls desde los flancos, y Gotrek le aplastó los sesos a uno con el hacha y cogió al otro por el cuello en el momento en que saltaba. Casi sin esfuerzo, el enano sujetó a la monstruosa criatura con el brazo extendido y después la levantó a tal altura que las patas traseras arañaron el aire en busca de un asidero. A continuación, la soltó, y antes de que tocara el suelo le hendió las costillas con el hacha.
La última bestia había descrito un círculo por detrás del Matatrolls y estaba a punto de saltarle sobre la espalda.
—¡Cuidado! —chilló Félix.
Snorri lanzó su hacha. Ésta rebotó sobre un hombro del mastín de Khorne, pero logró distraerlo. Luego flexionó las patas para dar el salto definitivo; sin embargo, en el momento en que se lanzaba al aire, Gotrek se volvió a medias y describió con la destellante hacha un arco color sangre que atravesó las costillas de la criatura y se detuvo en su estómago. Gotrek descargó con fuerza un pie sobre el cuello de la bestia, se oyó un horrible sonido de vértebras destrozadas, y el hacha volvió a caer para acabar con la antinatural vida del mastín de Khorne.
Los cadáveres de las criaturas del Caos comenzaron a burbujear sobre el piso. Por un momento, la carne y los huesos se fundieron y corrieron, para evaporarse luego como agua hirviendo. Mientras Félix observaba, se transformaron en jirones de vapor, de aspecto repulsivo, que se elevaron hacia el techo y desaparecieron. Por un instante, reinó el silencio, y después los enanos estallaron en vítores y aplausos. Pasado un momento, parecieron recordar a quién estaban aplaudiendo, y se detuvieron.
—Si alguna vez dudé que ésa fuese el Hacha de Valek, ya no. Ha sido una lucha digna del propio rey Thangrim —dijo Hargrim.
—Fue fácil —replicó Gotrek, y escupió al suelo.
—Será mejor que nos pongamos en movimiento —sugirió el capitán enano—. Si los sabuesos estaban aquí, su amo debe de encontrarse cerca y, por muy poderoso que seas, Gotrek Gurnisson, contra eso sí que no puedes vencer.
—Tráemelo y ya veremos —contestó Gotrek con una sonrisa desagradable.
—No; ahora más que nunca debemos llevarte ante el rey. Tiene que oír tu historia.
Después de la lucha con los mastines de Khorne, Félix percibió un cambio en la actitud de los enanos. Parecían aceptar mejor a los cuatro camaradas y se mostraban menos suspicaces. Incluso el viejo Torvald se contentó sólo con lanzarles de vez en cuando una mirada de sospecha. Marcharon por interminables corredores silenciosos, y hasta Félix se dio cuenta de que estaban descendiendo. Se preguntó durante cuánto tiempo más deberían caminar, ya que a veces tenía la sensación de que proseguirían adelante hasta llegar al candente corazón del mundo. Pero no fue así.
Se detuvieron en medio de un corredor largo y, al parecer, sin rasgos distintivos especiales. Mientras los soldados lo ocultaban a la vista, Hargrim manipuló un dispositivo secreto que accionaba una puerta escondida; en la pared, apareció una abertura donde antes no había habido nada. A continuación, les hizo a los cuatro camaradas un gesto para indicarles que la traspasaran.
—Ahora pisad con mucho cuidado. Os encontráis en suelo sagrado y os mataremos a la primera señal de traición.